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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

Expatriados (4 page)

Kate no podía creer lo que estaba haciendo. Esperó impaciente en la calle Independencia, junto a la catedral, entre las sombras. Él llegó e intentó besarla.

—No —negó con la cabeza—. Aquí no.

Caminaron en silencio hacia El Llano, el parque donde antes había un zoológico y hoy un solar abandonado que a Kate le daba miedo recorrer sola. Sonrió a Lorenzo y echó a andar hacia la oscuridad. Él la siguió, como un depredador a su presa.

Kate inspiró larga y profundamente. Había llegado el momento, por fin. Se ocultó detrás del grueso tronco de un árbol coronado por una bóveda de hojas y esperó a que él la siguiera, deslizando una mano en el bolsillo interior de su amplia chaqueta de lona.

Cuando él llegó hasta el tronco del árbol, Kate apoyó el cañón contra su estómago y apretó dos veces el gatillo antes de ser consciente de lo que ocurría. Él se desplomó en el suelo. Le disparó una vez más, en la cabeza, para asegurarse.

Lorenzo Romero fue el primer hombre que mató en su vida.

3

—¿La has visto? —preguntó la italiana—. A la americana nueva.

Kate dio un sorbo de su café con leche y consideró la posibilidad de añadirle alguna clase de edulcorante.

Le estaba costando trabajo recordar si esta mujer italiana se llamaba Sonia o Sophia o, como en esos juegos de familias de palabras donde hay una que no pega, Marcela. El único nombre del que estaba segura era el de la elegante mujer británica, Claire, que había estado charlando con ellas quince minutos, pero después había desaparecido.

Además, no pensó que la pregunta estuviera dirigida a ella, porque ella era la americana nueva.

Como para subrayar el hecho de que no se daba por aludida, estudió con cuidado los objetos sobre la mesa, buscando opciones con que endulzar su café. Había un pequeño recipiente de cerámica con terrones de azúcar blanca. Después había un dispensador grande de azúcar moreno… o más bien marrón; no parecía de la clase que se emplea para preparar brownies, algo que Kate había hecho dos veces en su vida, para ferias benéficas en el colegio. Había una jarrita pequeña de acero con espuma de leche y otra de cristal con leche normal.

En otro tiempo Kate había sido muy buena recordando nombres; para ello aplicaba estrictas reglas nemotécnicas. Pero llevaba ya muchos años sin practicar.

Deseó que la gente llevara etiquetas con sus nombres. A todas partes.

Había un contenedor rechoncho de plástico para posavasos de cartón decorados con un escudo de armas barroco, un león, unos estandartes y tal vez una serpiente y una luna creciente, también barras y la torreta de un castillo, además de unas letras góticas, letras negras y gruesas y estilizadas, que no conseguía leer desde donde estaba porque aparecían al revés. Así que ni siquiera sabía cuál era el idioma que no conseguía leer.

También había un servilletero, con servilletas de esas que se pliegan en tres y que resultan al mismo tiempo demasiado finas y demasiado gruesas, algo que parece imposible, pero que no lo es. Últimamente las había usado mucho para limpiarle los mocos a Ben. Este, al parecer, se había resfriado y las servilletas aquellas estaban por todas partes. Lo que no había encontrado en cambio son esos paquetes de kleenex tan prácticos que por lo general se pueden comprar en cualquier sitio en Estados Unidos, en gasolineras, tiendas de veinticuatro horas y supermercados, en tiendas de caramelos, en quioscos de prensa y en farmacias. En las farmacias de Luxemburgo al parecer solo vendían medicamentos. Si pedías kleenex —si es que lograbas pedirlos—, era probable que la mujer de semblante serio detrás del mostrador se riera de ti. O algo peor. Todas las mujeres detrás de mostradores tenían semblante serio.

Había un iPhone blanco, uno negro y una Blackberry azul. Una Blueberry. Kate todavía no se había comprado un móvil de cobertura nacional y, a pesar de lo que se empeñaba en hacerle creer desde Bombay el empleado de asistencia al cliente de su operador con sede en Colorado, no había un número, una combinación de dígitos, un cambio de configuración de red, nada que permitiera a su teléfono móvil de diseño francés pero fabricado en Taiwán y comprado en Virginia hacer o recibir llamadas aquí, en Europa.

Las cosas eran mucho más fáciles antes, cuando otras personas se ocupaban de los aspectos tecnológicos de su existencia.

Pero, al parecer, lo único que faltaba en esta mesa era edulcorante artificial; nunca lo había en ninguna mesa.

«Edulcorante artificial» era algo que no había aprendido todavía a decir en
français
. Así que tradujo mentalmente la pregunta: «¿Tienen algo para poner en el café que sea como el azúcar pero distinto?». Estaba intentando recordar si azúcar era masculino o femenino en francés, ya que el género determinaría la forma de pronunciar el adjetivo
different
. ¿O no? ¿Con cuál de los dos sustantivos debía concordar el adjetivo?

Y ya puestos, ¿era
different
un adjetivo?

En todo caso, si decía: «¿Tienen algo para poner en el café que sea como el azúcar pero distinto?», iban a pensar que era imbécil, así pues, ¿qué importaba si pronunciaba
different
o
differente
marcando o no la te? Nada en absoluto.

Por supuesto, sobre la mesa había también un cenicero.

—¿Kate? —La italiana la estaba mirando a los ojos—. ¿La has visto? ¿A la americana nueva?

A Kate le sorprendió comprobar que la pregunta estaba dirigida a ella.

—No.

—Creo que no tiene hijos o, si los tiene, no van al colegio de los nuestros, o por lo menos ella ni los lleva ni los recoge —añadió la india.

—Sí —dijo la otra americana sentada a la mesa. ¿Amber se llamaba? ¿Kelly? Algo así—. Pero tiene un marido guapísimo. Alto, moreno y guapo. ¿A que sí, Devi?

La mujer india ahogó una risita cubriéndose la boca y sonrojándose.

—Ay, yo no sé nada de si es guapo o no. Eso te lo puedo asegurar.

A Kate le impresionaba la cantidad de palabras que empleaba esta mujer cada vez que quería transmitir una idea.

No pudo evitar preguntarse lo que habrían dicho estas mujeres sobre ella y Dexter dos semanas atrás, cuando llegaron el colegio el primer día de clase. Miró a su alrededor, examinando la extraña cafetería de techos bajos situada en el sótano de un club deportivo. Arriba, los niños estaban dando clases de tenis con unos monitores suecos de habla inglesa llamados Nils y Magnus. Uno era muy alto y el otro, alto, tirando a muy alto; ambos podían describirse como instructores de tenis suecos rubios y altos. Al parecer todos los profesores de tenis aquí eran suecos. Suecia estaba a unos mil kilómetros.

Lo hacían todos los miércoles. O lo harían todos los miércoles. O este era el segundo miércoles que lo hacían, con la intención de seguir haciéndolo cada miércoles.

Tal vez ya era una rutina y Kate se había hecho a ella, pero aún no era consciente.

—Kate, perdona si ya te he preguntado esto antes, ya sé que es de mala educación, pero es que no me acuerdo: ¿cuánto tiempo pensáis quedaros en Luxemburgo?

Kate miró a su interlocutora india, después a la otra americana y a continuación a la italiana.

—¿Que cuánto tiempo? —se preguntó a sí misma por enésima vez—. No tengo ni la menor idea.

—¿Cuánto tiempo vivirás en Luxemburgo? —había preguntado Adam.

Kate había estado mirándose en el espejo que cubría una pared entera de la sala de interrogatorios sin ventanas —oficialmente llamada sala de reuniones, aunque todo el mundo sabía que no lo era— en la sexta planta.

Se sujetó un mechón de pelo castaño claro detrás de la oreja. Kate siempre había llevado el pelo corto por razones de comodidad, de necesidad, de hecho, cuando viajaba de forma habitual. Pero cuando dejó de ir al extranjero aún era una madre trabajadora, siempre con prisas, así que el pelo corto seguía siendo una buena idea. A pesar de ello, por lo general le resultaba difícil pedir cita en la peluquería para un día concreto, de modo que a menudo llevaba el pelo un poco demasiado largo, con mechones que se le escapaban constantemente. Como ahora.

Sus mejillas tenían un aspecto fofo. Kate era alta y delgada —angulosa, según la había descrito alguien, lo que desde luego no resultaba demasiado galante pero sí preciso—, y no era de esas chaladas que se creen gordas o hacen ver que lo creen. La flacidez estaba solo en sus mejillas, un indicio añadido de fatiga, una señal de que no había estado comiendo bien o no había hecho el suficiente ejercicio, pero que probablemente no suponía más que medio kilo extra, quizá uno.

Además, las bolsas bajo los ojos verdes resaltaban más bajo aquellas intensas luces fluorescentes. Había estado durmiendo mal —muy mal— y la noche anterior había sido especialmente desastrosa. Tenía un aspecto lamentable.

Suspiró.

—Eso ya lo he explicado, hace dos horas.

—Pero a mí no —dijo Adam—. Así que, por favor, explícalo otra vez.

Kate cruzó sus largas piernas y sus tobillos chocaron entre sí. Sus piernas siempre habían sido uno de sus principales atractivos físicos. A menudo había deseado tener más pecho, o una silueta más femenina. Pero a fin de cuentas tenía que admitir que unas piernas bonitas eran con toda probabilidad el más práctico de todos los atributos que extrañamente los hombres solían apreciar. Las tetas grandes eran como un grano en el culo, y en cuanto al culo, si no era demasiado pequeño, tenía siempre la tendencia a caerse hasta convertirse en algo realmente horroroso en las mujeres de su edad que hacían tan poco ejercicio como ella y se permitían tomarse un helado de vez en cuando.

Era la primera vez que Kate veía al tal Adam, un tipo corpulento con aspecto de haber sido militar. Pero esto no le sorprendía. La empresa para la que ella trabajaba tenía cientos de miles de empleados repartidos por todo el mundo, y al menos diez mil estaban en la zona del Distrito de Columbia, dispersos por a saber cuántos edificios. Por tanto había muchas personas a las que nunca había visto.

—El contrato de mi marido es por un año. Por lo que tengo entendido, eso es bastante normal.

—¿Y después de ese año?

—Esperamos que se lo renueven. Eso también es normal con gente que ha dejado su país.

—¿Y qué pasa si no se lo renuevan?

Kate miró por encima del hombro de Adam hacia el enorme espejo unidireccional, detrás del cual, lo sabía, estaban reunidos varios de sus superiores, observándola.

—No lo sé.

—Chicos.

—Ha sido Jake. Ha…

—Chicos, por favor.

—Mamá, Ben me ha cogido…

—Chicos, ¡parad ahora mismo!

Se hizo el silencio en el coche, la calma matutina después de que haya pasado un tornado, grandes árboles arrancados de raíz, ramas caídas, tejas que han salido volando. Kate inspiró hondo e intentó sosegarse, relajando un poco las manos que asían con fuerza el volante. Lo que peor llevaba era cuando les daba por chincharse el uno al otro.

—Mamá, tengo un amigo nuevo —dijo Ben sin venir a cuento con voz alegre y despreocupada. No le importaba que, quince segundos antes, su madre le hubiera gritado. No le guardaba rencor.

—¡Qué bien! ¿Cómo se llama?

—No sé.

Por supuesto que no lo sabía. A los niños pequeños les da igual que una rosa sea una rosa y se llame rosa.

En la rotonda, tome la. Segunda. Salida. Incorpórese. A la autopista.

El GPS le hablaba a Kate con acento británico de clase alta diciéndole lo que tenía que hacer.

—Incorpórese. Autopista —imitó Jake desde el asiento trasero—. Incorpórese.
Autopista
—dijo cambiando la entonación—. Incorpórese.
Autopista
. Mamá, ¿qué es una autopista?

Hubo un tiempo en que Kate estudiaba mapas; antes le encantaban los mapas. Era capaz de conducir a cualquier parte, su brújula interna nunca le fallaba y recordaba a la perfección cada desvío, cada dirección. Pero con aquel GPS con voz de Julie Andrews llevándola de la mano por cada curva del camino no tenía que pensar, no tenía que hacer ningún esfuerzo. Aquel cacharro era como una calculadora. Facilitaba las cosas, pero te evitaba pensar.

Había sugerido, sin demasiado entusiasmo, no comprar un GPS, pero Dexter estaba empeñado. Nunca había tenido un gran sentido de la orientación.

—Una autopista es una autovía —dijo Kate con voz de infinita paciencia, tratando de enterrar su impaciencia anterior, de compensarla. La bondad de sus hijos le derretía el corazón, un corazón que, en comparación, se le antojaba extremadamente frío. Sus hijos la hacían avergonzarse de sí misma.

Los rayos horizontales del sol la cegaron por un momento cuando miró hacia el suroeste, hacia el tráfico que venía en dirección contraria hacia la rotonda.

—Mamá, ¿esta es la autopista?

—No. Ahora la cogemos, después de la rotonda.

—Pero, mamá, ¿qué es una rotonda?

—Una rotonda —dijo Kate— es un círculo con coches.

Odiaba las rotondas, que le parecían una invitación directa a chocar lateralmente con otros vehículos. Además, eran algo casi anárquico. Y encima tenía la sensación de que los niños no hacían más que balancearse en sus asientos y que las bolsas de la compra se vaciaban dentro del maletero. Clonc, todas las verduras desparramadas, los tomates cherry rodando, las manzanas magullándose.

En Latinoamérica las carreteras eran espeluznantes y los hábitos de conducción, terroríficos. Pero nunca había conducido por ellas con sus hijos en el asiento trasero.

—Mamá, ¿qué es un círculo con coches?

Estaban por todas partes, los círculos con coches, una novedad universal. Junto con los tiradores de las ventanas, que eran todos idénticos fueras donde fueras. Y los botones de las cisternas ahora iban todos incrustados en la pared. Y los interruptores eran gigantes; las barandillas, de hierro forjado; los suelos, de baldosas perfectamente pulidas… Todos los mecanismos, todos los acabados parecían proceder del mismo proveedor, un monopolio universalmente aceptado.

—Esto… —dijo tratando de no exasperarse con todas las preguntas de su hijo—. Esto es un círculo de tráfico, cariño. Y aquí, en Luxemburgo, lo llaman rotonda.

¿Qué hace la gente con los niños todo el día? En Washington tenía que estar con ellos los fines de semana; la guardería y las niñeras habían llevado el peso de las responsabilidades y los cuidados diarios. Entonces había deseado tener más tiempo para estar con los niños.

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