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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

Expatriados (8 page)

—Y atención: es de Chicago.

Dexter miró a Kate en el espejo.

—¿Estás segura de que podéis ser amigas, Kat?

Nunca dejaba pasar la oportunidad de hacer esa broma, aunque en esta ocasión no parecía divertirle tanto como de costumbre. La broma, como la mayoría de sus besos, se había convertido en algo mecánico.

—Por lo menos lo voy a intentar. —Olisqueó el frasco de perfume, que en esta ocasión era un regalo de San Valentín de su marido. Tal vez ahora podría empezar a llevarlo—. Pero una cosa, Dexter.

—¿Sí?

—¿Podrías dejar de llamarme Kat? ¿O Katherine? Aquí quiero ser Kate.

—Perdona, se me olvida siempre. —La besó en los labios, limpios y con sabor a menta—. Me va a llevar algún tiempo acostumbrarme a mi nueva mujer.

Salió del cuarto de baño.

—Conque Chicago, ¿eh? —comentó riendo.

Mucho tiempo después, Kate se daría cuenta de que lo de Chicago había sido su primera pista.

¿Por qué nunca le había contado la verdad a Dexter?

Al principio de su relación, evidentemente habría sido ridículo decirle nada. No habría tenido sentido antes de estar casados. Pero ¿y entonces?

Le miró; con un libro sobre el regazo, como siempre. Dexter era un lector voraz, de revistas técnicas, memorias de bancos, ensayo y también, sorprendentemente, esa clase de novelas de misterio que Kate siempre había considerado literatura femenina. Siempre había una pila de libros en su mesilla, la única nota caótica en su, por otra parte, inmaculada y ordenada existencia.

¿Qué le había impulsado a guardar el secreto una vez casados, una vez que hubieron nacido sus hijos? Después incluso de haber abandonado el servicio activo.

No podía ser solo una cuestión de protocolo, aunque desde luego no era una razón a despreciar. ¿Tal vez era simplemente que no quería admitir que llevaba mintiéndole tanto tiempo? Cuanto más retrasaba el momento de decirle la verdad, peor pintaba la conversación. «Dexter —le diría—, tengo que contarte una cosa». Madre mía, sería horrible.

Además tampoco quería tener que contarle a Dexter las cosas que había hecho, los actos que había sido —todavía era— capaz de llevar a cabo. Y si no podía contarle toda la verdad, entonces se resistía a contarle nada. Le parecía que sería peor. Y puesto que lo peor de todo había sido aquella mañana en Nueva York, que también había sido la razón por la que todo había terminado, su historia no estaría completa —no tendría sentido— sin explicarle lo ocurrido. Y tampoco tendría defensa posible.

Y por último tenía que admitir que su secretismo se debía en parte a que quería guardarse la verdad para sí. Si nunca se la contaba a Dexter, entonces conservaba el derecho de volver a su antigua vida. A ser algún día otra vez una agente secreta. A ser una persona capaz de ocultar los mayores secretos a todo el mundo, incluso a su marido, para siempre.

Kate se había presentado en la suite del hotel en Penn Quarter a las nueve de la mañana, tal y como le habían ordenado. Se había sentado delante de un bloc de hojas amarillas, un bolígrafo Bic y un hombre de mediana edad y aspecto de ser alguien comprensivo llamado Evan, quien, durante las ocho horas siguientes, la había interrogado pacientemente acerca de todas las operaciones en las que había participado, todos los informadores con los que había estado en contacto, cualquier cabo que hubiera podido quedar suelto.

Llevaba haciendo esto casi tres día cuando Evan le preguntó:

—¿Qué pasa con Sarajevo?

Habían repasado ya todo lo susceptible de haberse quedado sin apuntar en los informes de Kate sobre cada misión, localización de oficinas, nombres de informantes, descripciones de novias. Ahora habían pasado a temas menos urgentes. Sus primeras misiones, cuando todavía se estaba entrenando en Europa: el asalto por sorpresa a un
palazzo
reconvertido cerca de la Piazza Navona; el seguimiento de un terrorista vasco en Bilbao; la persecución a un traficante de dinero por las calles empedradas y los bancos privados de Luxemburgo.

Y ahora, al parecer, había llegado el momento de hablar de cosas que no habían pasado.

—Nunca he estado en Sarajevo —contestó Kate.

—¿Ni una sola vez?

—No.

—Pues tu marido sí, y hace poco. —Evan consultó su bloc de notas amarillo lleno de garabatos y palabras subrayadas, con cruces y flechas de gran tamaño—. ¿Por qué?

Nadie quiere admitir que lo ignora todo de las idas y venidas de su pareja, de sus costumbres y sus gustos. Kate no quería hablar de los viajes de Dexter al extranjero. No entendía qué podían tener que ver con su pasado profesional.

—Ni idea —dijo simulando, tratando de simular, indiferencia—. Cosas de trabajo.

Empezaron a llegar cartas, una vez que el cambio de domicilio postal y el servicio de reenvío comenzaron a funcionar. Kate abrió un sobre del gobierno de Estados Unidos, un talón correspondiente a las vacaciones pagadas que le debían; tenía que enviar de vuelta el resguardo firmado para poder cobrarlo. El contrato de alquiler de su casa de Washington, que, por desgracia, no alcanzaba a cubrir los plazos de la hipoteca. Algo de correo basura, un anuncio de un gimnasio en Virginia, publicidad de un club de lectores. ¿Existían todavía los clubes de lectores?

Todavía no había llegado correo del banco de Dexter, que esperaba que le ayudara a conocer por fin quién era su cliente. Pero seguramente no llegaría; Dexter era un trabajador autónomo, no un empleado. Tenía un despacho adonde le llegaría la correspondencia de trabajo. Sentía cierta curiosidad, ¿y quién no?, pero se recordó a sí misma, una vez más, la cláusula que secretamente había incluido en sus votos matrimoniales: que nunca investigaría a su marido.

Porque, claro está, ya lo había hecho con anterioridad. Exhaustivamente y en más de una ocasión. La primera fue nada más conocerse, en el mercado de productos agrícolas de Dupont Circle, cuando ambos trataban de alcanzar un artículo que querían comprar desde lados opuestos del mostrador. Era una hermosa mañana de verano y el momento del día invitaba al buen humor. Ambos tenían un nivel alto de endorfinas por el ejercicio de primera hora de la mañana —por entonces Dexter acostumbraba a correr y Kate era una entusiasta del ciclismo, una pasión que le duró poco—, así que los dos se sentían especialmente sociables. Se tomaron un café en la librería de la esquina, cargados de bolsas con frutas y verduras de camino a sus respectivos apartamentos, que resultaron estar a solo unas manzanas el uno del otro. Fue un encuentro perfecto, casi demasiado.

Kate se preguntaba si no sería una emboscada. Así que se sentó ante su ordenador frente a la ventana panorámica del segundo piso de su casa de ladrillo amarillo, con el sonido amortiguado del recién nacido que lloraba en el apartamento del piso de abajo. Entró en el servidor de seguridad y fue repasando los distintos «Dexter Moore» que vivían en Estados Unidos hasta que identificó al que le interesaba. Usando su número de la seguridad social, fue rastreándolo de una base de datos a otra, la universidad, la jefatura de tráfico del distrito y el departamento de Educación de Arkansas, los antecedentes penales de su padre —agresión con agravante en Memphis— y el historial militar de su hermano, muerto en Bosnia.

Una hora después estaba tranquila: el tal Dexter Moore era un ciudadano de provecho. Cogió el teléfono, marcó su número y le propuso ir al cine. Más tarde, esa misma semana, tenía que salir de la ciudad un mes —tal vez más— con destino a Guatemala, concretamente al norte del país, en plena selva.

Tres años después investigó más a fondo, incluyendo historial de llamadas telefónicas, situación de las cuentas bancarias, y haciéndose subrepticiamente con un juego de huellas dactilares que cotejó con la base de datos de la CIA. De nuevo confirmó que Dexter era quien afirmaba ser, perfectamente sincero e indudablemente respetable.

Para entonces ya había dicho que sí.

Eso había sido seis años atrás. Cuando había sido capaz de suspender su habitual estado de incredulidad sobre la gente, de renovar su fe en la inocencia de la vida. Una fe que había perdido hacía mucho tiempo, durante su adolescencia, cuando empezaron a sucederse las desgracias en su familia.

Así que entonces había creído —o había querido creer, necesitaba creer— que podía dejar a un lado su cinismo para casarse con este hombre y llevar con él una vida en apariencia normal. Después de haberle investigado a placer, decidió que nunca más lo haría.

Era consciente de que aquello tal vez fuera un acto de ignorancia deliberada, de que cabía la posibilidad de que, durante todos aquellos años, hubiera estado intentando engañarse a sí misma.

—Ben —dijo deteniendo a su hijo pequeño cuando este corría a jugar a un juego que al parecer no podía esperar.

—¿Qué?

—Ven aquí. —Abrió los brazos y el niño se pegó a ella, rodeándole los muslos con sus delgados brazos—. Te quiero.

—Yo también, mami, pero me tengo que ir, así que adiós te quiero adiós.

Tal vez se había engañando a sí misma. Pero gracias a ello ahora tenía esto.

No lo pudo evitar y abrió el mueble archivador, pasando con el dedo pulgar extractos bancarios de tarjetas de crédito, pólizas de seguros y recibos viejos. Nada. Después fue un paso más allá, despacio, sacando cada carpeta del cajón superior y revisando cada papel, pasando las hojas de manuales de instrucciones de
routers
, discos duros externos y un equipo de música que, estaba segura, se había quedado en Washington.

Se sirvió otra taza de café y volvió al cajón inferior, empezando por las carpetas del fondo. Encontró una de color marrón y vieja, con los bordes doblados y un visor roto que decía: «Refinanciación de la hipoteca». Dentro, detrás del formulario de solicitud de préstamo y delante de la declaración de activos, lo encontró: un contrato estándar de prestación de servicios entre Dexter Moore y el European Continental Bank.

Leyó las dos páginas de terminología legal dos veces. No había nada fuera de lo común.

Se sintió un poco enfadada con Dexter por esconder el contrato. Pero, claro, era normal que lo hiciera si no quería que ella supiera para qué banco trabajaba.

Así que le perdonó. Y se reprendió a sí misma por sospechar, por husmear. Por hacer precisamente lo que había prometido no hacer, por sentir cosas que había prometido no sentir.

Pero después se perdonó y se fue a recoger a los niños al colegio.

—Mi padre y mi madre están muertos —dijo Kate—. Les enterramos juntos, mi hermana y yo, hace diez años.

—Madre mía —dijo Julia—. Y tu hermana, ¿dónde está ahora?

—En Hartford, creo. O New London. Hemos perdido el contacto.

—¿Os peleasteis?

—No exactamente —dijo Kate—. Emily es alcohólica. Y también yonqui ocasional.

—Uf.

—Cuando mis padres se pusieron enfermos no había nadie que se ocupara de nosotras. Y tampoco teníamos dinero. Mis padres eran demasiado jóvenes para Medicare y la fábrica de componentes electrónicos donde trabajaba mi padre había cerrado, así que los dos tenían empleos a tiempo parcial, sin seguro médico o con cobertura insuficiente cuando enfermaron. Fue una putada, les trataron de una forma inhumana.

—¿Por eso os habéis venido al extranjero?

—No, hemos venido porque nos apetecía la experiencia. Pero supongo que sí sigo un poco resentida. Aunque no sé si resentida es la palabra. ¿Decepcionada? No me malinterpretes, me encanta mi país, pero tiene cosas que no me gustan. Total, que mi hermana fue una víctima más de las catástrofes familiares y acabó convirtiéndose en una catástrofe más.

Mientras Emily se entregaba a la promiscuidad, al alcohol y a las drogas, Kate se enterró en una tumba de indiferencia, distanciada y distante, una solitaria adicta al trabajo. También empezó a poner en práctica uno de los papeles que definirían su vida adulta, el de mártir. La que cuida a los demás, la que gana el dinero, pero también la que se ocupa de la casa. Los sacrificios, el sufrimiento. Hasta que desaparecieron, Kate no fue consciente de cuánto había disfrutado de esa faceta de su vida.

—Con el tiempo ya no pude seguir cuidando de Emily. Se había convertido en un caso perdido.

—¿Y cómo deja alguien de hablarse con su hermana?

—Ella nunca fue mucho de mantener el contacto. Cuando nuestros padres murieron, como no teníamos apenas relación con otros familiares, no necesitábamos comunicarnos sobre nada en particular. Así que me resultó fácil dejar de llamarla.

Eso no era cierto. Kate había seguido en contacto con Emily durante años después de muertos sus padres, durante todos los años en que ella estudiaba en la universidad mientras su hermana iba cayendo poco a poco en la indigencia. Pero cuando Kate se unió a la Compañía, mantener una relación con Emily se convirtió no solo en un sufrimiento personal, también en una desventaja profesional, en algo que podía ser utilizado en su contra. Kate sabía que tenía que deshacerse de la compasión a la que se había estado aferrando, tenía que quitársela de encima como si fueran ropas mojadas y rotas que ya no se pueden lavar o remendar y hay que tirar directamente a la basura.

Durante su primer año en la CIA, tuvo noticias ocasionalmente de ella, le enviaba mensajes que Kate no respondió. Después estuvo cinco años sin saber nada de ella, hasta que tuvo que pagarle la fianza para que pudiera salir de la cárcel. Pero Kate desde El Salvador no podía ayudarla. Y cuando volvió a Estados Unidos decidió que ya no quería hacerlo.

—En cuanto a la familia de Dexter —prosiguió—, su madre, Louise, está muerta y su padre se ha vuelto a casar con una mujer horrorosa. Y su hermano también murió.

—¿Su hermano? ¡Qué horror!

—Se llamaba Daniel y era mucho mayor que Dexter; nació cuando Andre y Louise eran unos críos, en realidad. Terminó alistándose en los marines a finales de los ochenta. Unos años más tarde dejó los marines y se fue a los Balcanes en una misión extraoficial, en calidad de eso que llaman consejeros militares y que ahora son contratistas privados. En definitiva, Daniel era un mercenario.

—¡Vaya!

—Encontraron su cuerpo en un callejón de Dubrovnik.

—Madre mía —dijo Julia sin entonación alguna. Parecía sorprendentemente poco sorprendida; o al revés, estaba tan conmocionada que parecía indiferente. Kate no sabía cuál de las dos cosas era.

—Bueno —dijo cambiando de tono—, supongo que te he dado más información de la que me habías pedido. ¿Y tú? ¿Echas de menos a tu familia?

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