Observó de nuevo la foto de Ronny y él, y después empujó la carpeta hacia un montón de otros casos. El pasado era el pasado y el presente, el presente, nada podía cambiarlo; y cuatro minutos antes había leído el mensaje de Mona en el que lo llamaba «Cariño mío». Había prioridades.
Sonrió, sacó el móvil del bolsillo y observó cabreado el diminuto teclado. Si enviaba un
sms
a Mona, tardaría diez minutos en escribirlo, y si la llamaba por teléfono podía esperar otro tanto hasta que ella respondiera.
Suspiró y empezó a escribir el mensaje. Sin duda, la tecnología de los teclados de móvil la había creado un pigmeo con dedos del tamaño de un macarrón, y los nórdicos normales de talla mediana debían de sentirse al hacerlo como hipopótamos tocando la flauta dulce.
Después observó el resultado de sus esfuerzos, y con un suspiro pasó por alto una serie de errores tipográficos. Mona ya entendería el contenido: su ganso de San Martín había recibido una buena acogida.
Cuando apartó el móvil, una cabeza apareció en el hueco de la puerta.
Desde la última vez, se había cortado los tristes mechones que le cubrían la calva, y su chaqueta de cuero había pasado por la tintorería, pero el hombre de su interior seguía tan arrugado como siempre.
—¡Bak! ¿Qué coño haces aquí? —preguntó por automatismo.
—Como si no lo supieras —respondió el hombre, a quien la falta de sueño le colgaba del rabillo del ojo—. Estoy a punto de perder los estribos. ¡Por eso!
Se dejó caer en la silla de enfrente, pese a los gestos de rechazo de Carl.
—Mi hermana Esther nunca volverá a ser la misma. Y el cabrón que le lanzó ácido a la cara está en un sótano de Eskildsgade partiéndose el culo de risa. Comprenderás que, como antiguo policía que soy, no estoy orgulloso de que mi hermana lleve una casa de putas, pero ¿crees que ese cabronazo va a irse de rositas después de lo que ha hecho?
—No tengo ni idea de por qué vienes aquí, Bak. Habla con los de la comisaría del centro, o por lo menos con Marcus Jacobsen o alguno de los otros jefes de departamento, si es que estás descontento con la marcha del caso. No suelo ocuparme de casos de violencia ni de los de la Brigada Antivicio, ya lo sabes.
—He venido para pediros a ti y a Assad que me acompañéis para obligar a confesar a ese hijoputa.
Carl notó que las arrugas de su frente se acentuaban. ¿Estaba majara el tío?
—Te ha llegado un caso nuevo, pero seguro que ya te has dado cuenta —continuó Bak—. Lo he traído yo. Me lo dio hace unos meses un viejo colega de Hjørring. Lo he dejado en el despacho de Rose por la noche.
Carl miró al tipo mientras sopesaba las posibilidades. Por lo que veía, se reducían a tres.
Levantarse y plantarle un yunque en la jeta era una posibilidad. Una patada en el culo, otra; pero Carl eligió la tercera.
—Sí, la carpeta está ahí —le hizo saber, señalando con el dedo el infierno de papel de la esquina del escritorio. ¿Por qué no me la has dado a mí? Habría sido más decente.
Bak esbozó una sonrisa.
—¿Desde cuándo ha habido decencia entre nosotros? No, no. Solo quería asegurarme de que alguna otra persona viera el caso, para que no desapareciera de pronto, ¿vale?
Las otras dos posibilidades volvieron a asomar. Menos mal que aquel imbécil ya no andaba por allí a diario.
—He guardado la carpeta hasta que se ha presentado el momento oportuno. ¿Entiendes?
—Ni por el forro. ¿Qué momento?
—¡Necesito tu ayuda!
—No pensarás que voy a machacarle el cráneo al supuesto delincuente porque me paseas por las narices un caso de hace treinta años. Y ¿sabes por qué?
Carl fue levantando un dedo por cada afirmación que hacía.
—¡
Primero
! El caso ha prescrito. ¡
Segundo
! Fue un accidente. Mi tío se ahogó. Debió de ponerse mal y caer al lago, y esa fue la conclusión que sacaron los investigadores del caso. ¡
Tercero
! Yo no estaba allí cuando sucedió, y tampoco mi primo. ¡
Cuarto
! A diferencia de ti, soy un poli decente que pasa de maltratar a sospechosos.
Carl se quedó un rato con la última frase en la punta de la lengua. Que él supiera, Bak no podía tener ninguna prueba de lo contrario. Al menos era lo que parecía expresar su rostro.
—¡
Y quinto
! —Carl extendió todos los dedos y después cerró el puño—. Si de mí dependiera, diría que todo esto es cosa de cierto señor que juega a policía aunque ya no lo es.
Las patas de gallo de Bak desaparecieron.
—Vale. Pero déjame decirte que a uno de los antiguos colegas de Hjørring le gusta viajar a Tailandia. Dos semanas en Bangkok, todo incluido.
¿Qué coño me importa a mí eso?, pensó Carl.
—Parece ser que también le gusta a tu primo Ronny, a quien también le gusta empinar el codo —continuó Bak. Y ¿sabes qué, Carl? Cuando tu primo Ronny bebe más de la cuenta, le da por hablar.
Carl reprimió un profundo suspiro. Ronny, ¡valiente payaso! ¿Volvía a tener problemas? Hacía al menos diez años que no se veían: fue en una desacertada confirmación, en Odder, en la que Ronny no se cortó un pelo en el bar, ni con la bebida ni con las camareras. Tampoco habría mucho que objetar, si no fuera porque una de ellas tenía demasiadas ganas y además, y no es moco de pavo, era menor de edad y hermana del confirmando. El escándalo no fue para tanto, pero quedó como una espina clavada en la rama familiar de Odder. No, Ronny no era hombre de muchas luces.
Carl agitó la mano a la defensiva. ¿Qué coño le importaban a él las movidas de Ronny?
—Pues nada, hombre, ve donde Marcus y cuéntale lo que quieras, Bak, pero ya lo conoces. Te va a decir lo mismo que te he dicho yo. No se pega a los sospechosos, y no se amenaza a antiguos colegas con viejas historias como esta.
Bak se arrellanó en el asiento.
—Pues en ese bar de Tailandia, y delante de testigos, tu primo fanfarroneó de haber matado a su padre.
Carl entornó los ojos. No le parecía muy creíble.
—Vaya, así que dijo eso. ¡Pues la priva debe de haberle comido el seso! Pero denúncialo, si te parece. Yo ya sé que es imposible que ahogara a su padre. Precisamente porque estaba conmigo.
—Y declaró que tú lo ayudaste. Qué simpático, tu primo.
Las arrugas de la frente de Carl cayeron lentamente hacia la nariz, mientras se levantaba y tomaba aire con parsimonia.
—¡Ven un momento, Assad! —gritó con todos sus pulmones a la cara de Bak.
No habían pasado diez segundos cuando el pobre enfermo apareció en la puerta sorbiéndose los mocos.
—Querido Assad, atacado por la gripe. ¿Quieres tener la amabilidad de toser a este idiota? Aspira bien de aire.
—¿Qué más había en el montón de nuevos casos, Rose?
Rose parecía estar pensando en recoger todo aquello y plantárselo en el regazo, pero Carl sabía con quién se jugaba los cuartos. Algo había atraído la atención de Rose.
—El caso de la madame de chicas de compañía que fue atacada anoche me ha hecho pensar en otro que nos acaba de llegar de Kolding. Estaba en el montón que he ido a buscar al Centro Nacional de Inteligencia.
—¿Ya sabes que esa a la que llamas «madame de chicas de compañía» es hermana de Bak?
Rose hizo un gesto afirmativo.
—A él no lo conozco, pero aquí dentro los rumores se extienden como la pólvora. Es el que ha estado antes, ¿no?
Palmeó la primera carpeta del montón y la abrió con sus uñas esmaltadas de negro.
—Atiende bien, Carl; si no, vas a tener que leerte todo el tocho.
—Vale, vale —aceptó él, mientras su mirada se deslizaba por el despacho minimalista gris y blanco. Casi echaba de menos el infierno rosa de su álter ego Yrsa.
—Este caso trata de una mujer llamada Rita Nielsen y de «nombre artístico»… —Rose dibujó unas comillas en el aire— Louise Ciccone. Lo usó en los años ochenta, en los que organizaba unas denominadas —y volvió a hacer el gesto— «danzas eróticas» en clubes nocturnos de la zona de Vejle, Fredericia y Kolding. Condenada varias veces por fraude, y después por proxenetismo. Propietaria de una agencia de señoritas de compañía en Kolding durante los años setenta y ochenta; después desapareció sin dejar rastro en Copenhague, en 1987. Durante la investigación, la Brigada Móvil investigó su desaparición en ambientes porno del centro de Jutlandia y Copenhague, pero pasados tres meses el caso se archivó, con una observación: contemplaban la posibilidad de que se tratara de un suicidio. Entretanto habían surgido cosas más serias y no pudieron seguir gastando energías en el caso, por lo que pone.
Dejó la carpeta sobre la mesa y se concentró en adoptar una expresión avinagrada.
—Archivado, al igual que archivarán, sin duda alguna, el caso de Esther Bak de esta noche. ¿Has visto quizá a la gente de aquí frenética, tratando de echar el guante al tipo que ha hecho eso a esa pobre mujer?
Carl se alzó de hombros. Lo único frenético que había visto aquella mañana era la cara de cabreo de su hijo postizo Jesper cuando lo despertó a las siete y le dijo que se las arreglara solo para ir al instituto de Gentofte.
—En mi opinión, no había nada que sugiriese tendencias suicidas en ese caso —continuó Rose—. Rita Nielsen se mete en su lujoso Mercedes blanco 500 SEC y se va de casa con toda tranquilidad. A las dos horas es como si la hubiera tragado la tierra; y eso es todo.
Sacó una foto y la arrojó ante él. Era una imagen del coche junto al borde de una acera y desvalijado por dentro.
Menudo cochazo. En aquel capó entraban por lo menos la mitad de las chicas alegres del barrio de Vesterbro envueltas en sus visones de imitación, fruto de duros sacrificios. Nada que ver con su gastado coche patrulla.
—La vieron por última vez el 4 de septiembre de 1987, un viernes, y por los movimientos de su tarjeta de crédito podemos seguir su recorrido desde su domicilio de Kolding, a las cinco de la mañana. Después atraviesa Fionia, donde llena el depósito, se sube al transbordador del Gran Belt y se dirige a Copenhague. Allí compra tabaco en un quiosco de Nørrebrogade a las 10.10. Nadie la ha visto desde entonces. Encuentran su Mercedes unos días más tarde, con la mayor parte del contenido saqueado. Asientos de cuero, rueda de recambio, radiocasete y un montón de cosas más. Se habían llevado hasta el volante. Solo quedaban un par de cintas y algunos libros en la guantera.
Carl se rascó la barbilla.
—Por aquella época no había muchos establecimientos que tuvieran terminal de tarjeta de crédito, y menos aún un quiosco como el de Nørrebro. ¿Por qué tanto afán por pagar con tarjeta? Seguro que pasaron la tarjeta por un aparato de aquellos para imprimirla y firmar el papel, todo por un birrioso paquete de tabaco. Ostras, se necesita paciencia.
Rose se encogió de hombros.
—Igual no le gustaba el dinero en metálico. Igual no le gustaba el tacto. Igual le encantaba tener el dinero en el banco y dejar que otros pagaran los intereses. Igual solo tenía un billete de quinientas coronas y en el quiosco no tenían cambio, ig…
—Vale, vale. Ya basta. —Carl agitó las manos—. Pero dime: ¿en qué se basaba la teoría del suicidio? ¿Tenía alguna enfermedad grave o era por la economía? ¿Por eso compraba tabaco con tarjeta de crédito?
Rose alzó los hombros dentro de su enorme jersey gris antracita. Seguramente tricotado por Yrsa.
—Sí, no es mala pregunta. De hecho, es extraño. Rita Nielsen, alias Louise Ciccone, era una señora acaudalada, y según su poco envidiable currículum no se dejaba intimidar. Sus «chicas» de Kolding decían que era dura como el acero, una superviviente. Quitaría de en medio al resto del mundo antes que suicidarse, dijo una de ellas.
—¡Hmm!
Una sensación fastidiosa se apoderó de Carl, porque aquello había despertado su interés. Las preguntas iban surgiendo sin parar. Sobre todo lo de los cigarrillos. ¿Compras tabaco antes de suicidarte? Bueno, tal vez sí, para tranquilizar las ideas y el cuerpo.
¡Mierda! Ya estaba el molino dando vueltas en su cabeza. Total, ¿para qué? Si le hincaba el diente a aquello, iba a tener más trabajo del que convenía.
—¿Crees, contra la opinión de muchos de nuestros colegas, que estamos ante un crimen? Pero ¿es que hay algo que indique un homicidio o, para el caso, un asesinato?
Las preguntas quedaron flotando en el aire.
—Aparte de que el caso no está cerrado, solo archivado, ¿qué base tienes para investigar?
Hubo otro movimiento dentro del descomunal jersey. O sea que tampoco ella tenía nada.
Carl miró con fijeza la carpeta. La foto de Rita Nielsen, que estaba sujeta con un clip a la portada, irradiaba una gran fuerza. La parte inferior del rostro era delgada, y las mandíbulas, muy anchas. En sus ojos ardían la obstinación y las ganas de luchar. Era evidente que pasaba del cartel de criminal que colgaba de su pecho. Seguro que no era la primera vez que la fotografiaban para los archivos policiales. No, a las mujeres como ella no las afectaban las condenas de cárcel. Era una superviviente nata, tal como habían dicho las putas de su local.
¿Por qué diablos había de quitarse la vida?
Atrajo la carpeta hacia sí, la abrió y no hizo caso de la sonrisa torcida de Rose.
Una vez más, aquel mamarracho pintado de negro era quien ponía en marcha otro caso.
Noviembre de 2010
La furgoneta verde llegó exactamente a las 12.30, tal como habían convenido.
—Tengo que ir a otros cinco sitios de Selandia hoy, señor Wad —dijo el chófer—, así que espero que esté todo listo.
Era un buen hombre aquel Mikael. Diez años a su servicio sin hacer una sola pregunta. Bien vestido, limpio y educado. Justo el tipo de hombre con quien a Ideas Claras le gustaría verse representado entre la gente corriente. Eran hombres como él los que le daban a uno ganas de afiliarse al partido. Sosegado y leal, con una mirada cálida en sus ojos azules. El cabello muy rubio y ondulado, siempre bien peinado. Tranquilo hasta en las situaciones más peliagudas, como la del mes anterior durante los tumultos del barrio de Haderslev, en una de las asambleas constituyentes del partido. Allí aprendieron nueve manifestantes con carteles cargados de odio que los hombres decentes no se andaban con chiquitas.
Gracias a gente como Mikael, todo había terminado sin problemas para cuando llegó la Policía.
Seguro que a aquellos manifestantes no iban a volver a verlos.