Expediente 64 (6 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Qué persona más extraordinaria, aquel Assad. ¿Cómo podía pasársele por la cabeza salir a la calle con aquella humedad de noviembre típica de Copenhague en su estado de salud? ¿Sería cosa de sus genes? ¿El polvo del desierto había taponado sus terminales sensoriales?

Carl dio un suspiro y tomó el abrigo de la silla.

—Una cosa —dijo mientras subían con esfuerzo las escaleras del sótano—. ¿Por qué has venido tan temprano? Me han contado que estabas aquí a las cuatro.

Carl había esperado una respuesta concreta, como: «He estado chateando con mi tío por Skype. Es que es la hora que más le conviene», y no aquella mirada suplicante, como la que podría dirigir una persona a punto de sufrir los peores tormentos.

—¿Qué más da? —objetó, pero con Carl no se podía jugar de aquella manera. «Qué más da» era una pijada que soltaba la gente cuando no sabía qué decir. Carl no conocía expresión más horrible, aparte de «paso de eso» y «para nada».

—Si quieres subir un poco el listón de nuestra conversación, ya puedes aguzar el oído, Assad. Cuando te pregunte algo, no me vengas con «qué más da».

—¿Qué dices del oído?

—Venga, Assad, responde —dijo Carl, irritado, metiendo el brazo en la manga del abrigo—: ¿por qué has venido tan pronto? ¿Es por algo de la familia?

—Sí, es por eso.

—Escucha, Assad. Si tienes problemas con tu mujer, no es asunto mío. Y si es porque tienes que hablar con tu tío, o con quien sea, por el ordenador, tampoco hace falta que lo hagas antes de que cante el puto gallo, ¿no? ¿No tienes ordenador en casa, si tanta falta te hace?

—¿Por qué me llamas, o sea, puto gallo?

A Carl se le atoró un brazo en la manga del abrigo.

—Joder, Assad, es una manera de hablar. ¿No tienes ordenador en casa?

Assad se alzó de hombros.

—No, en este momento, o sea, no. Es muy difícil de explicar, Carl. Venga, vamos adonde Bak, entonces, ¿no?

En la mañana de los tiempos, cuando Carl se ponía los guantes blancos para empezar su patrulla mañanera por la zona de Vesterbro, había gente asomada a las ventanas gastadas que lo provocaba en el dialecto de la capital, diciendo que los palurdos jutlandeses deberían calzarse los zuecos y volver al estercolero. En aquel entonces se mosqueaba, pero ahora echaba de menos todo aquello. Estando allí, mirando aquel barrio donde arquitectos sin talento habían cautivado a políticos locales descerebrados con horripilantes bloques de hormigón en los que ni el nivel social más bajo se encontraba a gusto, veía aquella época a millones de años luz. En esas estrechas transversales vivía la gente a la que no quedaba otro remedio. Así de sencillo. Y todos los que habían vivido antes allí estaban en el suburbio de Ishøj, aún menos atractivo, soñando con volver.

Si querías ver un sólido edificio de ladrillo con sus cornisas y chimeneas tiznadas de hollín, tenías que ir al quinto pino, hasta Istedgade. Pero si querías ver bloques de cemento, gente culicaída vestida con chándal u hombres de rostro hermético, estabas en el sitio perfecto. Allí medraban macarras nigerianos junto a estafadores de los países del Este. Allí se daban buenas condiciones para las formas más vergonzosas y extrañas de delincuencia.

Børge Bak había pateado aquellas calles más tiempo que cualquier otro del departamento, así que se conocía todas las trampas, y una de ellas era que nunca jamás había que entrar en un sitio cerrado sin un colega para guardarte las espaldas.

Carl y Assad estaban en medio de la lluvia, observando la calle triste, vacía, y Bak no estaba. Así que habría caído en la trampa.

—Ha dicho, o sea, que nos esperaría —dijo Assad, señalando, en el extremo inferior de unas escaleras, una tienda descalabrada con los cristales encalados.

—¿Estás seguro de la dirección?

—Más seguro que un día sin pan.

Creo que Assad no ha entendido bien ese dicho, pensó Carl mientras leía el papel, amarillento por el sol, sujeto al marco del cristal de la puerta del sótano: «Kaunas Trading / Linas Verslovas». Muy inocente a primera vista, pero a aquellas empresas les ocurría que desaparecían tan rápido como surgían, y muchas veces los propietarios estaban más podridos que los pilotes de los muelles de Hirtshals.

En el coche patrulla Assad había citado algunos datos de la ficha de Linas Verslovas. Lo habían llevado a Jefatura varias veces, y todas ellas salió libre. Lo describía como un psicópata brutal con unas dotes increíbles para hacer que europeos del Este tontos e ingenuos se comieran su marrón por cuatro perras. La cárcel de Vestre estaba abarrotada de tipos como ellos.

Carl asió la manilla y empujó, y la campanilla de la puerta sonó cuando esta se abrió para revelar una estancia alargada vacía por completo, a excepción de unos embalajes y papel arrugado abandonados en el suelo por el anterior dueño.

Oyeron a la vez el ruido sordo procedente de la trastienda. Sonó como un puñetazo, pero sin los habituales gemidos después.

—¡Bak! ¿Estás ahí dentro? —gritó Carl. Llevó la mano a la funda de la pistola y se preparó para sacar el arma y quitarle el seguro.

—Estoy bien —se oyó tras la puertucha arañada.

Carl la empujó con cuidado y observó el espectáculo que se ofrecía ante sus ojos.

Ambos hombres presentaban un aspecto lamentable, pero al lituano flaco y nervudo le había ido peor. Un cardenal rodeaba el tatuaje del dragón que se retorcía por su cuello, haciéndolo casi tridimensional.

Carl sintió que su rostro se contraía en una mueca. Menos mal que no era su careto.

—¿Qué cojones haces, Bak? ¿Estás chalado, tío?

—Me ha dado un navajazo.

Bak señaló con la cabeza el suelo, donde yacía el cuchillo con la punta ensangrentada. Era uno de esos malditos cuchillos mariposa que se abren con un simple golpe, Carl aborrecía aquel trasto. Si de él dependiera, habría una multa de medio millón para quien llevara encima algo así.

—¿Estás bien? —preguntó, y Bak hizo un gesto afirmativo.

—Cuchillada superficial en el antebrazo, se me pasará. Ha sido una maniobra defensiva, así que puedes escribir en el atestado que fue en defensa propia —recomendó, y después dio al lituano tal puñetazo en la nariz que Assad se sobresaltó.

—¡Hostias! —rugió el paliducho, chapurreando, mientras Carl avanzaba y se interponía entre ellos—. ¡Lo habéis visto! No he hecho nada. Igual que cuando ha entrado. ¡Me ha pegado! ¿Qué tenía que hacer? —se quejó el lituano. No llegaría a los veinticinco y ya estaba de mierda hasta las orejas.

El hombrecillo volvió a soltar otro par de frases balbuceantes diciendo que era del todo inocente. Que no sabía nada de ningún ataque a nadie en ninguna casa de putas, y que ya se lo había contado a la Policía mil veces.

—Vámonos, Bak. ¡YA! —bramó Carl, a lo que Bak reaccionó dando otro puñetazo, y el hombre retrocedió tambaleándose contra la mesa.

—No se va a librar después de haber arrojado ácido a mi hermana.

Bak volvió la cabeza hacia Carl, con todos los músculos faciales temblando.

—¿Sabes que va a perder la visión de un ojo? ¿Que la mitad de su cara va a ser una gran cicatriz? Hay que sacar a este tipo de aquí. ¿Vale, Carl?

—Bak, como sigas así, voy a llamar a la comisaría del centro. Te vas a jamar unas hostias —hizo saber Carl, y lo decía en serio.

Assad sacudió la cabeza.

—Un momento —dijo, evitando a Carl, agarró a Bak y lo separó de un tirón tal que las costuras de la chaqueta de cuero saltaron.

—¡Quitadme de encima a este negro imbécil! —gritó el lituano cuando Assad lo agarró y lo empujó contra otra puerta de la parte trasera del local.

El lituano amenazó a todos los presentes con que iban a morir si no se largaban enseguida. Que iban a reventar sus tripas y cortarles la cabeza. Amenazas que normalmente había que tomarse en serio, viniendo de un hombre como él. Amenazas que, de por sí, bastaban para meterlo entre rejas.

Entonces Assad agarró al lituano del cuello con tanta fuerza que las protestas ya no podían salir de su garganta, dio un portazo a la puerta del fondo y lo arrastró adentro.

Bak y Carl se miraron cuando la puerta se cerró de una patada.

—¡Assad! No lo mates, ¿vale? —gritó Carl, por si acaso.

El silencio tras la puerta fue ensordecedor.

Bak sonrió, y Carl comprendió por qué: en efecto, lo habían dejado sin herramientas. No podía blandir una pistola. No podía llamar a la comisaría del centro. Y es que no podía correr el riesgo de exponer a su ayudante a problemas, y bien que lo sabía Bak.

—Veo que refunfuñas, Carl.

Bak asintió en silencio mientras se subía la manga e inspeccionaba el rasguño del antebrazo. Harían falta un par de puntos. Sacó del bolsillo un pañuelo bien usado y vendó con él la herida. Carl no lo habría hecho, pero allá él. Si se pillaba una septicemia ya aprendería a no meter las narices donde no lo llamaban.

—Pero conozco bien tu pasado, Carl. Tú y Anker sabíais sacar información a esos cabrones mejor que nadie. Hacíais buena pareja. De no haber entrado Hardy en vuestro grupo, podríais haber terminado mal. Así que no te hagas el ofendido ahora.

Carl observó la puerta de la trastienda. ¿Qué diablos estaba haciendo Assad? Luego se volvió hacia Bak.

—No sabes ni hostias, Børge Bak. No sé de dónde has sacado esa impresión, pero estás equivocado.

—Me he informado por ahí. Es un milagro que no hayan tomado medidas disciplinarias contra ti. Pero hay que reconocer que habéis sabido ofrecer resultados de vuestros interrogatorios. Igual es por eso.

Se bajó la manga de la camisa.

—Quiero volver a Jefatura. Creo que deberías ayudarme —razonó—. Sé que Marcus está en contra, pero también sé que tu palabra tiene cierto peso para él. Sabe Dios por qué.

Carl sacudió la cabeza. Si el tacto era algo innato, entonces había un gen que brillaba por su ausencia en la cadena de ADN de Bak.

Luego avanzó un par de pasos y abrió la puerta de la trastienda.

El espectáculo que vio era de lo más apacible. El lituano estaba junto al borde de la mesa y miraba casi hipnotizado a Assad. Su expresión, antes furiosa y crispada, era ahora muy seria. Su rostro no estaba ya ensangrentado. Sus hombros estaban relajados.

A un gesto de Assad se levantó, pasó junto a Carl y Bak sin mirarlos, y sin decir palabra recogió del suelo una bolsa de deporte, fue a un armario y tiró de un cajón. Sacó de allí ropa, zapatos y un pequeño fajo de billetes, y lo metió todo de cualquier manera en la bolsa.

Assad estaba callado a dos metros de distancia, observando al hombre, con la nariz aún enrojecida y una mirada húmeda de perro. No parecía una expresión que pudiera asustar a nadie.

—¿Me lo devuelves ahora? —preguntó el lituano, señalando la mano de Assad.

Dos fotos y una cartera cambiaron de manos.

El hombre abrió la cartera y miró los compartimentos. Bastante dinero y tarjetas de plástico.

—Dame también el carné de conducir —dijo, pero Assad sacudió la cabeza. Por lo visto ya lo habían discutido antes—. Pues me voy —hizo saber el lituano. Bak iba a protestar, pero Assad le hizo un gesto con la cabeza. Lo tenía bien controlado.

—Tienes treinta horas, o sea, ¡ni un segundo más! ¿Entendido? —indicó Assad con calma, y el lituano asintió con la cabeza.

—¡Ostras, tío! ¡Un momento! ¡¿Vas a dejarlo marchar?! —gritó Bak, pero se calló cuando Assad se volvió hacia él y le dijo tranquilamente:

—De ahora en adelante es mi hombre, Bak, ¿no lo ves? Así que, entonces, no pienses más en él, ¿vale?

El rostro de Bak se puso blanco un instante, pero después el color retornó a sus mejillas. La sensación que irradiaba Assad era como una bomba de hidrógeno a punto de explotar. El caso no estaba ya en manos de Bak, y este se había resignado.

Lo último que vieron del lituano cuando abrió la puerta y atravesó el local fue el tatuaje del dragón, y que estuvo a punto de perder un zapato. La transformación había sido total. El barniz se había pelado. Lo único que quedaba era el joven de veinticinco años, que salió corriendo de allí.

—Ya puedes decir a tu hermana que os habéis vengado —dijo Assad, sorbiéndose los mocos—. No vais a volver a verlo. ¡Te lo aseguro!

Carl arrugó el entrecejo, pero no dijo nada hasta que estuvieron en la acera, frente al coche patrulla.

—¿Qué ha pasado ahí dentro, Assad? —preguntó—. ¿Qué le has hecho? ¿Y qué significa eso de las treinta horas?

—Lo he agarrado, o sea, del cuello un poco, y le he dicho varios nombres, Carl. Nombres de gente que puede agredirlos a él y a su familia, a menos que se marche enseguida del país. Le he dicho que no me importaba qué pudiera hacer, pero que tendrá que esconderse bien si no quiere, o sea, que lo encuentren.

Assad hizo un gesto afirmativo.

—Aunque si quieren lo encontrarán.

En la mirada que dirigió Bak a Assad había una desconfianza acumulada durante años.

—Esos tipos solo respetan una cosa, que es la mafia rusa —aseguró Bak—. Y no pretendas que me crea que también controlas a esos.

Estuvo esperando una respuesta de Assad, pero no llegó.

—Lo que significa que has dejado escapar al tipo, payaso.

Assad giró un poco la cabeza y miró a Bak con ojos enrojecidos.

—Tú dile a tu hermana que todo se ha arreglado. Ya es hora de volver, ¿no, Carl? Me sentará bien una taza de té bien caliente.

5

Noviembre de 2010

La mirada de Carl vagó entre la carpeta de la mesa y la pantalla plana de la pared, y ninguna de las dos cosas lo tentaba. En la cadena de noticias la ministra de Asuntos Exteriores hacía malabarismos sobre sus tacones de aguja, tratando de aparentar que era competente, mientras periodistas domesticados asentían con la cabeza y sucumbían a su mirada centelleante; y ante él, sobre el escritorio, estaba el expediente del accidente mortal de su tío en 1978.

Era como tener que elegir entre la peste y el cólera.

Se rascó tras la oreja y cerró los ojos. Vaya puta mierda de día. No estaba siendo tan refrescantemente inactivo y sin estructurar como había esperado.

Un metro de estantería con nuevos casos, y dos de ellos mantenían ocupadísima a Rose, sobre todo el de Rita Nielsen, la dueña de una casa de putas que desapareció en Copenhague; ese mero hecho no anunciaba nada bueno. Por no mencionar que Assad, al otro lado del pasillo, se sonaba la nariz cada dos por tres, de modo que las bacterias brotaban en auténticos bloques de su armario para escobas. Estaba bien pocho, pero aun así, apenas hora y media antes, había tenido contra la pared a un delincuente curtido, con amenazas tan claras que el tipo había tenido que largarse precipitadamente con el terror pintado en su rostro. ¿Qué coño se traía entre manos Assad? Incluso su viejo colega Anker, que a decir verdad era capaz de poner los pelos de punta a los detenidos, era un blando en comparación.

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