Expediente 64 (5 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Nadie iba a tocar el trabajo de La Lucha Secreta sin su permiso.

Estaba sentada ante la pantalla, donde él la había dejado cuando se marchó, así que la asistenta solo la había cambiado y se había ocupado de darle algo de beber.

Curt se quedó a cierta distancia, observándola. La luz de la araña de prismas reflejaba diamantes en su cabello. Una gran ligereza se había asentado en su rostro, como cuando bailó para él por primera vez. Quizá soñara con otras épocas en las que tenía toda la vida por delante.

—¿Has visto el programa, corazón? —preguntó con voz queda, para no sobresaltarla.

Beate sonrió un poco, pero su mirada seguía estando muy ausente. Bien sabía él que sus momentos de lucidez eran escasos. Que la hemorragia cerebral era como una cuña entre el alma de Beate y la vida que la rodeaba, y aun así Curt tenía la impresión de que tal vez hubiera entendido algo.

—Voy a acostarte, Beate. Hoy nos hemos retrasado un poco.

Tomó en sus brazos la frágil figura. Cuando eran jóvenes, la solía levantar como si fuera un copo de nieve. Después hubo años en que sus fuerzas no podían con la corpulencia de la mujer madura, pero ahora volvía a levantarla como si nada.

Quizá debiera alegrarse de poder hacerlo, pero no era así; cuando la acostó estaba temblando. Era increíble la rapidez con que cerraba los ojos. Casi antes de que la cabeza rozara la almohada.

—Querida mía, veo que la vida se extingue. Pronto nos llegará la hora.

Cuando volvió a la sala apagó el televisor, se dirigió al mueble bar y se sirvió un coñac.

—Dentro de diez años seguiré vivo, Beate, te lo prometo —dijo para sí—. Y cuando volvamos a encontrarnos, todas nuestras visiones se habrán cumplido.

Asintió con la cabeza y vació la copa de un trago.

—Y nadie va a impedirlo, amiga mía, nadie.

3

Noviembre de 1985

Lo primero que registró fue el cuerpo extraño en la nariz. Eso, y después unas voces. Voces apagadas, pero autoritarias. Claras y amables.

Tras sus párpados los ojos giraban, como buscando un rincón donde hubiera más información. Después cayó en una modorra, rodeada de oscuridad y respirando con sosiego. Vio imágenes de ociosos días veraniegos y juegos despreocupados.

Entonces el dolor la golpeó con fuerza desde la mitad de la columna vertebral hacia abajo.

Echó la cabeza atrás de un tirón, y la parte inferior de su cuerpo se fundió en una larga descarga dolorosa.

—Vamos a darle otros cinco mililitros —dijo la voz, mientras se alejaba envuelta en una neblina y la dejaba con el mismo vacío de antes.

Nete nació querida. La única chica, y la más pequeña, de un montón de hijos a quienes, a pesar de la precaria situación, no les faltó de nada.

Su madre tenía dos buenas manos. Manos para las caricias y para el trabajo de la casa, y Nete se convirtió en su espejo. Mirada despierta, un vestido a cuadros y manos para todo lo que se movía en la pequeña granja.

Cuando ella tenía cuatro años, su padre llevó un semental a la pequeña propiedad, lo plantó ante la fachada y sonrió, mientras su hermano mayor guiaba la yegua sobre los adoquines.

Los mellizos se echaron a reír cuando el miembro del semental empezó a estremecerse, y Nete dio un paso atrás cuando el enorme animal montó a su dulce
Molly
y se apretó contra ella.

Estuvo a punto de gritar que no lo hicieran, pero su padre se echó a reír con una risa desdentada y dijo que pronto iban a tener otro animal de tiro.

Después Nete aprendió que la vida comienza a menudo de forma tan dramática como puede terminar, y que el arte está en gozar entre los dos extremos de todo cuanto se pueda.

—Ha tenido una buena vida —decía su padre siempre mientras hundía el cuchillo en el cuello de un cerdo pataleante. Y dijo lo mismo de la madre de Nete cuando la vio en el ataúd con solo treinta y ocho años.

Esas eran las palabras que agobiaban la cabeza de Nete cuando despertó al fin en la cama metálica del hospital y miró aturdida alrededor en la oscuridad.

A su lado había lucecitas y máquinas brillantes. No sabía dónde estaba.

Entonces giró el cuerpo. Solo un poco, pero el efecto la pilló desprevenida y la obligó a doblar el cuello hacia atrás, mientras los pulmones se dilataban y hacían explotar sus cuerdas vocales.

No percibió los gritos como si fueran suyos, porque los dolores de las piernas lo acallaban todo. Pero sí que gritó.

La luz tenue de una puerta que se abrió de golpe se deslizó sobre su cuerpo, y de pronto todo se convirtió en un caos de luces parpadeando como tubos fluorescentes y manos resueltas trabajando con su cuerpo.

—Tranquila, Nete Rosen —dijo una voz, y después llegaron el pinchazo y las palabras de sosiego; pero esta vez no se desvaneció.

—¿Dónde estoy? —preguntó cuando la parte inferior del cuerpo desapareció envuelta en un calor chisporroteante.

—Estás en el hospital de Nykøbing Falster, Nete. Y estás en buenas manos.

En un momento fugaz vio que la enfermera giraba la cabeza hacia su colega y levantaba las cejas.

En ese instante recordó lo que había sucedido.

Le sacaron el tubo de oxígeno de las ventanas de la nariz y le cepillaron el pelo. Como si fueran a acicalarla para recibir la sentencia definitiva. Que su vida había terminado.

Había tres médicos a los pies de su cama cuando el jefe de servicio, de ojos grises bajo sus cejas depiladas, le dio la noticia.

—Su marido murió al instante, señora Rosen —fueron las primeras palabras que atravesaron sus labios.

Pasó un tiempo.

—Lo sentimos.

Se trataba de encajar los hechos correctos en las circunstancias correctas. Andreas Rosen había muerto, seguramente aplastado por el motor, que se había incrustado en el asiento delantero. En lugar de intentar salvarlo a él, que no tenía remedio, se concentraron en rescatar a Nete, y la ayuda prestada por el equipo de salvamento resultó ejemplar. Marcó la última palabra como si Nete debiera sonreír mientras él la pronunciaba.

—Hemos salvado sus piernas, Nete Rosen. Tal vez cojee un poco, pero a pesar de todo es mejor eso que la otra alternativa.

Entonces dejó de escuchar.

Andreas había muerto.

Había muerto sin que ella lo acompañara al otro lado, y ahora debía vivir sin él. La única persona por quien había sentido un amor profundo, total. La única persona que hizo que se sintiera plena.

Y lo había matado ella.

—Se está durmiendo —dijo uno de los otros médicos, pero no era verdad. Se había recogido en su interior, nada más. Allí donde la desesperación, la derrota y los motivos se fundían, donde el rostro de Curt Wad ardía con tanta intensidad como el fuego del infierno.

Si no hubiera sido por él, toda su existencia habría sido diferente.

Si no hubiera sido por él y por los demás.

Y Nete reprimió los gritos y las lágrimas a los que debería haber dado rienda suelta, y se prometió que antes de que abandonara esta vida los demás iban a arrepentirse del daño que le habían causado.

Oyó que la gente abandonaba la estancia. Ya se habían olvidado de ella. Ahora lo importante era la siguiente habitación.

Tras enterrar a la madre de Nete, la casa se llenó de palabras groseras, y Nete tenía cinco años y era espabilada. La palabra y los mensajes de Dios eran para los domingos, decía su padre. Y Nete aprendió palabras que otras chicas conocieron bastante más tarde en la vida. Los colaboracionistas que trabajaban para los alemanes y reparaban su material en Odense eran unos «sucios cerdos asquerosos», y los que les hacían los recados, unos «putos cabrones». En su casa una pala era una pala, y los cojones eran los cojones.

Si alguien quería hablar con finura, ya podía ir a otro sitio.

Así que desde el primer día de escuela Nete se enteró de lo que era una bofetada. Sesenta alumnos alineados en columnas frente al edificio, y Nete en primera fila.

—Joder, cuántos niños —dijo en voz alta, y logró a cambio el enfado y la aversión permanente de la directora, además de probar la efectividad de su mano derecha.

Más tarde, cuando el ardor de la mejilla se convirtió en un moratón, animada por varios chicos de tercero que iban a hacer la confirmación, les contó que sus hermanos mayores le habían dicho que se podía estirar el pellejo atrás y adelante, y hacer que el pito escupiera.

Aquella noche, en la sala, trató de explicar a su padre entre sollozos por qué tenía la cara llena de cardenales.

—Seguro que lo merecías, joder —la amonestó su padre, y allí terminó la cosa.

Se había desvelado a las tres de la mañana, y estaba cansado. Solía ocurrirle desde que el hijo mayor consiguió trabajo en Birkelse y los mellizos se embarcaron en Hvide Sande.

Las quejas sobre Nete se sucedieron a rachas, pero su padre nunca fue consciente de la gravedad del asunto.

Y la pequeña Nete no entendía nada.

Una semana después del accidente, una de las enfermeras jóvenes se colocó junto a su cama y le preguntó si no había nadie a quien pudieran avisar.

—Creo que eres la única que no tiene visitas —explicó, queriendo animarla a salir del silencioso caparazón en el que se encontraba; pero no consiguió más que endurecerlo.

—No, no tengo a nadie —respondió, y pidió que la dejaran en paz.

Aquella misma noche se presentó un joven abogado de Maribo que dijo ser administrador de la herencia de su esposo, y que harían falta algunas firmas para poder realizar la testamentaría. No se interesó por su situación.

—¿Tiene alguna idea de si desea continuar con la empresa de su esposo, Nete? —preguntó, como si fuera una cuestión sobre la que hubieran hablado con anterioridad.

Ella sacudió la cabeza. ¿Cómo podía preguntar algo así? Era técnica de laboratorio. Había conocido a su marido en su empresa, como técnica, nada más.

—¿Estará en condiciones de participar mañana en el funeral? —preguntó el joven después.

Nete notó que mordía ligeramente un lado de su labio inferior. Que su respiración se detenía, y con ella, el mundo. Que la luz del techo se hacía demasiado intensa.

—¿Funeral?

Y no pudo decir más.

—Sí. La hermana de su esposo, Tina, se ha encargado de todo, junto con nuestro bufete de abogados. Las instrucciones de su esposo eran sumamente claras, de modo que el funeral y el resto del protocolo tendrán lugar en la iglesia de Stokkemarke mañana a la una del mediodía. En la intimidad, como era su deseo, así que solo estarán los allegados.

Nete no soportaba oír más.

4

Noviembre de 2010

El nuevo teléfono del despacho de Assad era un auténtico poema; sonaba como un carillón de Bohemia acelerado y, si Assad no estaba presente para atenderlo, la musiquita seguía un buen rato antes de parar. Carl le había pedido dos veces que se llevara el trasto aquel, pero Assad decía que el teléfono de Jefatura hacía ruidos, y ya que tenía ese, ¿por qué no utilizarlo?

Con amigos así no hacen falta enemigos, pensó Carl cuando el teléfono volvió a sonar, haciéndole bajar los pies del cajón inferior del escritorio.

—Ya es hora de que cambies ese cacharro —lo regañó, mientras se oía a Assad balbuceando algo en su cuarto—. ¿Has oído lo que te he dicho? —preguntó Carl cuando el rostro rechoncho lleno de mocos apareció en la puerta.

Assad no respondió. Es posible que la pregunta no deseada provocara que la mucosidad se acumulara en los canales auditivos.

—Ha llamado ese Bak —informó Assad, sin responder. Dice que está en Eskildsgade, delante del sótano donde vive ese lituano que atacó a su hermana.

—¿Qué dices? ¡Børge Bak! Joder, habrás colgado, ¿no, Assad?

—No, ha colgado él, pero antes de colgar ha dicho que si no ibas allí, o sea, iba a ser peor para ti, Carl.

—¿Para mí? Entonces ¿por qué carajo te ha llamado a ti?

Assad se alzó de hombros.

—Estaba aquí esta noche cuando ha bajado a dejar la carpeta en el despacho de Rose. Han atacado a su hermana, ¿lo sabías?

—Cómo no.

—Ha dicho que sabía quién había sido, y le he dicho que no se quedara cruzado de brazos, entonces.

Carl miró aquellos ojos oscuros, devastados por la fiebre. ¿Qué coño pasaba por el cerebro de ese hombre? ¿Lo tendría forrado de lana de dromedario?

—¡Por Dios, Assad! Ya no es policía. A eso en lo que quiere que participemos se le llama tomarse la justicia por su mano, y está castigado por la ley. ¿Sabes lo que significa, Assad? Significa comida gratis durante bastante tiempo, y significa también que una vez que dejas atrás el Hotel Palace ya no hay comida en la mesa.
Adiós, amigo
.

—No conozco ese hotel del que hablas, Carl, y ¿por qué hablas de comida? No debo comer nada con este desfilado.

Carl sacudió la cabeza.

—Resfriado, Assad. Se dice resfriado.

¿El catarro le habría dañado también el vocabulario?

Carl se estiró hacia su teléfono y tecleó el número del inspector jefe de Homicidios. Allí también la voz, por lo demás autoritaria, había perdido algo de garra.

—Sí, sí —comentó cuando Carl lo informó de la llamada de Bak—. Bak estaba en mi despacho a las ocho de la mañana exigiendo su antiguo empleo. Un momen…

Carl contó ocho estornudos hasta que el pobre volvió a hablar. Otra zona infectada más a la que él no iba a acceder por nada del mundo.

—El problema es que Bak debe de tener razón. Ese lituano, Linas Verslovas, fue condenado por un ataque parecido en Vilnius, y no cabe duda de que sus ingresos proceden de la prostitución. Lo que pasa es que no podemos demostrarlo —continuó.

—Bien. Ya he oído en la radio de la Policía que ella dice que no podría señalar a quien la ha maltratado, pero algo le ha debido de contar a su hermano.

—No, él asegura que no. Pero ella ya ha tenido antes problemas con ese Verslovas, Bak estaba al corriente.

—Y ahora Børge
Expoli
Bak está en Vesterbro jugando a policía.

Volvieron a oírse varios estornudos.

—Entonces igual es mejor que vayas allí y lo evites, Carl. Es lo menos que podemos hacer por un antiguo colega.

—¿
Podemos
? —soltó Carl, pero para entonces Marcus Jacobsen ya había dado por terminada la conversación. Hasta un inspector jefe puede arrojar la toalla ante un océano de mocos.

—¿Qué, Carl? —preguntó Assad por detrás, como si el tío no lo hubiera adivinado. Al menos, estaba embutido ya en aquel plumífero que parecía un mausoleo—. He dicho a Rose que estaremos fuera unas horas, pero no ha escuchado. Esa Rita Nielsen es lo único que tiene en la cabeza.

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