Experimento (68 page)

Read Experimento Online

Authors: John Darnton

La solución era una medida desesperada. Los prototipos de los clones, los hijos de los científicos fundadores, debían someterse a un proceso de cirugía radical. Apabullado, Jude advirtió que las operaciones —que aparecían anotadas en mayúsculas, TRASPLANTE EN BLOQUE DE ÓRGANOS— ya habían sido programadas. Leyó las fechas y consultó su reloj. ¿Sería posible? Según aquel archivo, el primer trasplante en bloque estaba a punto de producirse.

Jude abandonó el ordenador y comenzó a buscar en los armarios y en los cajones de los escritorios. Junto a un montón de papel de carta, encontró lo que buscaba: un estuche de plástico lleno de disquetes. Cogió uno, lo introdujo en el ordenador y comenzó a copiar. Observó cómo el proceso de copia avanzaba con horrible lentitud. Una y otra vez fue pulsando las teclas adecuadas. No podía copiarlo todo, ya que eso llevaría demasiado tiempo; sólo se llevaría los archivos básicos referidos al Laboratorio y al Grupo.

Siete agónicos minutos más tarde terminó su tarea. Retiró el disquete y se lo metió en el bolsillo.

Aún le quedaba una cosa por hacer.

Buscó rápidamente el archivo correspondiente a Eagleton. A su espalda, o quizá en el piso de arriba, le pareció oír un ruido, tal vez de pasos. Sin duda, sería Tizzie regresando al sótano.

No podía interrumpir su trabajo, ya que aquello era de inmensa importancia. Tenía que localizar los archivos de respaldo. Tenía que averiguar qué otros miembros del FBI eran citados como conspiradores, o quiénes trabajaban para ellos. Debía saber en quién podía confiar.

El ruido sonaba más próximo, aparentemente justo a su espalda. Estuvo a punto de volverse, pero cuando ya iba a hacerlo encontró el archivo que andaba buscando y comenzó a leerlo...

Respingó sobresaltado cuando unas manos se posaron bruscamente en sus hombros y brazos. Las manos lo alzaron de la silla y le retorcieron dolorosamente el brazo a la espalda. Le quitaron el teléfono móvil.

Luego lo empujaron fuera de la habitación.

Tizzie estaba sentada en una silla, al fondo del auditorio. No se hallaba en la última fila, pues esto, a su juicio, habría llamado demasiado la atención, y esperaba encontrarse lo bastante alejada de la parte delantera como para que, desde el estrado, resultara difícil verla. Quería pasar inadvertida y deseaba que alguien se sentase a su lado o le dirigiera la palabra, a fin de dar la sensación de que tenía derecho a estar allí. Pero nadie lo hizo. La joven también se había puesto las gafas de sol que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. No sabía quién podía estar entre el público, pero lo último que deseaba era ser reconocida.

Comenzaba a pensar que había actuado con imprudencia. Simplemente, subió la escalera, se unió a la gente que entraba por la puerta principal y se metió en el auditorio, que tenía un gran balcón de madera en la parte de atrás y cuyo techo era abovedado. Desteñidos gallardetes colgaban de las vigas, un vestigio de los anteriores ocupantes. La sala era lo bastante grande como para que todos se sintieran empequeñecidos.

En total habría unas cincuenta personas. Todas ellas parecían gente próspera, y podrían haber pasado por un grupo de miembros de la clase media alta, por ejemplo, padres de alumnos en una reunión de un colegio privado. Sólo que no iban en parejas. Cerca de la mitad, eran los prototipos, se dijo, los bienamados vástagos. Debían de ser más o menos de su edad, aunque lo cierto es que parecían mayores. También estaban presentes algunos de los padres, los fundadores del Laboratorio. Eran los apóstoles, los que lo habían iniciado todo. Todos parecían muy viejos, tenían el cabello ralo y canoso, manchas de edad en la piel y estaban diseminados entre el público como blancos champiñones. Aquí y allá había hombres y mujeres vestidos con batas clínicas como la que ella llevaba, lo cual la hizo sentirse menos llamativa.

La gente guardaba un extraño silencio. Lo más raro era que todos los miembros del público parecían aislados, desconectados del resto. La joven no podía decir con exactitud en qué consistía el fenómeno, pero jamás había formado parte de un grupo que diera la sensación de estar tan atomizado, tan poco conjuntado. Se dijo que cada uno de los asistentes sólo pensaba en sí mismo. «Quizá sea esto lo que ocurre, se dijo, cuando un grupo de hombres está a punto de entrar en combate.»

El hecho de que ella no deseara estar cerca del estrado se debía a que en él se hallaba tío Henry. El hombre, rígidamente sentado en una silla plegable, miraba hacia el público como un capitán observando la mar picada. Tizzie advirtió que estaba a punto de tomar la palabra, ya que sacó un sobre del bolsillo superior de la chaqueta y lo utilizó para anotar algo.

Y, efectivamente, tío Henry se puso en pie, se dirigió hacia un atril situado a la izquierda del escenario y carraspeó. No lo hizo para conseguir la atención del público, pues nadie hablaba y todos los ojos estaban fijos en él.

—Todos sabéis por qué nos hemos reunido —comenzó, sin más introducción—. No es necesario que os recuerde el camino que nos ha traído hasta aquí. Diré simplemente, en nombre de todos los médicos mayores, y también en nombre del doctor Rincón, que lamentamos el revés que ha obstaculizado momentáneamente nuestro viaje, ya que estamos seguros de que nuestras actuales dificultades serán pasajeras. No hay camino, por bueno que sea, que en determinado momento no tenga un desvío. No es que vayamos hacia atrás. Es, simplemente, que seguimos adelante en una dirección distinta.

Un hombre sentado cerca de Tizzie, que lucía un bien cortado terno, masculló algo ininteligible. Aunque el sonido fue débil, bastó para crear una ligera alteración que provocó un fruncimiento de entrecejo en el orador.

—Os preguntaréis qué ha ido mal. Permitidme que os recuerde el principal axioma: la ciencia no distingue entre bien y mal. La doble hélice carece de sentido moral. Cada uno de nosotros es un universo separado. «Toda criatura viviente —escribió Darwin—, debe ser considerada un microcosmos, un pequeño universo formado por una pléyade de organismos que se autorreproducen, inconcebiblemente diminutos, y tan numerosos como las estrellas del firmamento.»

»No debéis preocuparos. El péndulo del ciclo histórico-cultural se mueve a nuestro favor. Recitemos al unísono la Primera Ley de Rincón: "Sólo la vida humana es sagrada; su protección y su prolongación son nuestra gran tarea".

Tizzie advirtió que la mayoría del público no había recitado aquellas palabras.

Tío Henry sacó el sobre del bolsillo superior de la chaqueta.

—Ya hemos tomado medidas drásticas. Efectuaremos diez operaciones cada día, y tendremos a tres cirujanos trabajando a pleno rendimiento. Son de los nuestros. Desde el comienzo hasta el final, las operaciones llevarán tres días. Colocaremos el programa de intervenciones en el tablero de anuncios situado en el exterior de este auditorio. Los que no se atengan a él, no serán operados. ¿Está claro?

La severa mirada del hombre barrió el auditorio.

—¿Alguna pregunta?

Se produjo un rumor de descontento. Aquí y allá sonaron algunas toses. Una mano se levantó. Sólo una.

—Doctor Baptiste. ¿Qué posibilidades hay?

—¿Posibilidades?

—De supervivencia.

—Yo diría que no son excesivas. Pero tampoco son insignificantes.

«Ese hombre lo ha llamado doctor Baptiste, se dijo Tizzie. ¡Dios mío! Tío Henry es Baptiste.»

Aquello la asustó más de lo que ella consideraba posible.

En un aparte que no iba dirigido a nadie en particular, el hombre del temo masculló:

—Ciento cincuenta años... Suerte tendré si llego a los cuarenta.

Otro hombre lo taladró con la mirada.

—Cállese, señor juez —dijo.

En el estrado, la voz de tío Henry —Baptiste— seguía, resonante:

—Os alegrará saber que los clones están en buena forma. Durante toda su vida han estado preparándose para un evento como éste. Ésta es, realmente, su mejor hora. Han soportado bien el viaje, y se han adaptado sin dificultad al nuevo entorno. —Su voz cambió ligeramente y el tono pasó a ser el de un severo maestro—: Evidentemente, no podréis conocer a vuestros clones mientras ellos sigan vivos. Hacerlo sería una violación de primer orden del protocolo. Os recomiendo, o, mejor, os ordeno, que permanezcáis en vuestros alojamientos.

Tizzie trató de hundirse más en su silla. La mirada de tío Henry iba como un látigo de un lado a otro del salón de actos. Cuando se posó en Tizzie, el hombre pareció fruncir los párpados, como intentando, sin conseguirlo del todo, ver su rostro.

—Y tú... —clamó el hombre—. Tú, la de la bata blanca. ¿Quieres hacer alguna pregunta?

La joven notó que la sangre le subía a la cara y que tenía las piernas entumecidas. Hizo un débil gesto negativo.

—Pero yo te vi levantar la mano. Dinos quién eres. ¿Por qué llevas bata de laboratorio? ¿Qué haces aquí?

Vagamente, Tizzie se dio cuenta de que la gente se volvía a mirarla. Un rumor se extendió por todo el auditorio. Uno de los miembros del público era un pelirrojo cuyos ojos casi se desorbitaron. Alfred. El hombre comenzó a abrir la boca.

—He venido para ayudar en el parto —dijo con voz temblorosa.

—El parto —repitió el hombre del estrado con falso regocijo—. El parto. Yo diría que si lo que deseas es asistir a un parto, no podrías haber venido a un sitio menos adecuado.

El público rió pero el sonido no resultó nada jovial.

Por el rabillo del ojo, Tizzie vio que dos hombres de cabellera casi blanca avanzaban hacia ella. Notó que sus manos la agarraban fuertemente por los brazos, la levantaban de la silla y la sacaban del auditorio. En el proceso, las gafas de sol se cayeron al suelo. Tizzie volvió la cabeza y vio que tío Henry la miraba con expresión triste.

La sacaron del salón y, llevándola casi a rastras, cruzaron con ella el patio en dirección a un edificio en el que no había reparado antes. En uno de sus costados tenía una escalera exterior. Sus captores la hicieron subir por ella y cruzar una gruesa puerta de madera. Para cuando echaron a andar por un largo corredor con puertas a ambos lados, Tizzie comprendió dónde se encontraba: en la prisión militar.

La dejaron a solas en una pequeña celda. Al cabo de menos de un minuto, la joven oyó que en la habitación contigua alguien pronunciaba su nombre. Reconoció inmediatamente la voz de Jude.

CAPÍTULO 31

Por los planos que se había aprendido de memoria, Skyler sabía que el hospital tenía un falso techo. Lo problemático era acceder a él.

Se dirigió a la parte posterior del edificio rectangular de un solo piso y alzó la vista. Los dos aleros del tejado se unían formando una pequeña cúspide triangular. En el centro del pequeño triángulo había algo redondo, un orificio de entrada de aire para el ventilador del ático. El hueco no se encontraba lejos de la extendida rama de un roble. Un recuerdo lejano acudió a la memoria de Skyler: Julia y él encaramándose a un árbol para espiar a Rincón.

Mientras ascendía por el árbol, le sorprendió su propia agilidad. Hacía sólo diez minutos apenas había sido capaz de recorrer la distancia entre dos edificios, y ahora, allí estaba, trepando de rama en rama. Llegó hasta la que había divisado desde el suelo. Se agarró a ella con la mano izquierda, alargó el brazo derecho y cerró los dedos en torno a una de las aspas del ventilador. Tiró de ella pero el aspa no cedió. Hizo tres nuevas intentonas, todas sin éxito. Luego trepó hasta más arriba, se colocó de lado sobre la rama y adelantó los pies poco a poco, hasta que estuvo lo bastante cerca como para asestar una fuerte patada de kárate. El ventilador cayó hacia dentro y chocó contra el suelo con un fuerte golpe. Skyler aguardó conteniendo el aliento, por si alguien aparecía. No apareció nadie y se metió por el hueco.

El espacio del falso techo del ático era tan estrecho que Skyler se vio obligado a gatear. Aparentemente, el lugar había sido pensado para servir del almacén, aunque daba la sensación de que nunca había llegado a usarse para tal fin. La oscuridad quedaba mitigada por los rayos de luz procedentes de abajo que se filtraban entre las tablas del suelo. Junto a una trampilla había una escalera vertical deslizante que, aparentemente, descendía hasta la sala en la que se encontraban los géminis. Aquello era todo un golpe de suerte que le ahorraría bajar por el árbol y acceder a la sala desde el exterior.

El ático era un lugar perfecto para inspeccionar el hospital. A través de los resquicios entre las tablas, podía ver el interior de todas las habitaciones. Se tumbó y pegó el ojo a una de las grietas. Inmediatamente debajo se encontraba la sala de los clones. Desde arriba, Skyler vio las gruesas correas que los mantenían amarrados a las camas, y las temerosas y confusas expresiones de los cautivos. No hacían el menor ruido y Skyler se preguntó si los habrían sedado. Caso de encontrarse drogados, sus posibilidades de salvarlos, que ya de entrada resultaban remotas, pasarían a ser nulas.

Todas las camas tenían las cabeceras pegadas a la pared, aunque una de ellas se hallaba fuera de lugar. Estaba provista de ruedas y sólo pudo divisar los pies. Se situó encima gateando silenciosamente y se inclinó para atisbar de nuevo. No era una cama, sino una camilla y, tendido en ella —al verlo sintió como si le hubiesen asestado un bofetón— estaba Benny. Skyler reconoció inmediatamente a su amigo. Parecía menudo y demacrado, lo cubría una sábana y su rostro redondo estaba rodeado de almohadas. Junto a la camilla había un soporte para sueros intravenosos del que pendía una bolsa que contenía el líquido que estaban suministrándole. Sin embargo, el joven no estaba inconsciente, aún no. Su nerviosa mirada iba de un lado otro. En determinado momento, se posó en la grieta a través de la que Skyler lo estaba mirando, y a éste, por un instante, le dio la sensación de haber establecido contacto visual con su amigo.

Skyler gateó un poco más y miró por otra grieta. Vio una habitación en la que no había nadie. Tenía puertas batientes a ambos lados, un banco de monitores de seguimiento médico, y cinco camas vacías y listas para ser ocupadas. Evidentemente, se trataba de una sala de recuperación. Siguió gateando y llegó al punto en el que una segunda sala, menor que la que acababa de ver, se unía a la primera. Mirando a través del resquicio, vio lo que ya había temido ver, algo que señalaba hacia una conclusión que su cerebro se negaba a aceptar. Allí debajo había un paciente que tenía exactamente el mismo aspecto de Benny.

Other books

L. Ann Marie by Tailley (MC 6)
UnderFire by Denise A. Agnew
Chimera by Will Shetterly
Starlight Peninsula by Grimshaw, Charlotte