Authors: John Darnton
Y, de pronto, Jude lo vio. Sentado en una butaca de alto respaldo que casi parecía un trono. Un elegante anciano de enjuto rostro.
Comprendió inmediatamente que aquél era el hombre del que tanto había oído hablar a Skyler y Tizzie: Baptiste. Tío Henry.
El teléfono sonó en el quirófano en el momento menos oportuno. Sin embargo, como la primera operación aún estaba por comenzar, decidieron responder. ¿Quién sabía qué problemas podían haber surgido?
—Doctor Higgins, es para usted —dijo el auxiliar que había contestado.
El médico, ceñudo a causa de la interrupción, se puso al teléfono y tras escuchar unos momentos colgó bruscamente el receptor.
—Vaya por Dios —dijo malhumorado—. Problemas en la sala de pacientes. Lo resuelvo y regreso inmediatamente. No hagáis nada hasta que vuelva... No tardaré.
Salió al antequirófano, se despojó del gorro verde, de la bata y de las zapatillas, y lo echó todo en un cubo, malhumorado por el hecho de que al volver tendría que desinfectarse de nuevo. Se puso unos pantalones rápidamente, una camisa a rayas rosas y azules y unos mocasines. Miró hacia la camilla, donde el clon yacía estupefacto, listo para la sedación profunda. Los ojos del médico examinaron expertamente las partes visibles: piel, tono muscular, ojos. Sin duda, se trataba de un buen espécimen.
Luego Higgins entró en la sala de pacientes con la actitud de un severo maestro de escuela.
El doctor Higgins cumplió su palabra. Sólo tardó unos momentos en regresar al quirófano, se lavó, se vistió de verde y apareció en la sala de operaciones tirando de la camilla ocupada por el clon. Sus colegas se apresuraron a congregarse en torno a él.
Prepararon los instrumentos, contándolos y situándolos en el orden adecuado sobre la bandeja. Ajustaron las luces de arriba y pasaron al clon de la camilla a la mesa de operaciones. Le colocaron los electrodos para monitorizar el corazón y el cerebro, le limpiaron el tronco con antiséptico, lo afeitaron, le cubrieron la boca con una mascarilla de oxígeno, y le suministraron una enorme dosis de anestesia.
Era una rutina que habían realizado cientos de veces a lo largo de sus carreras, y sin embargo eran conscientes de que todas las ocasiones anteriores sólo habían servido como preparativo para la operación que ahora iban a efectuar.
—Comience usted —dijo ampulosamente el doctor Higgins—. Le cedo los honores.
La cirujana se sintió sorprendida, pero también halagada por aquella muestra de respeto profesional.
Se situó junto al cuerpo mientras los demás ocupaban sus posiciones: el anestesista en la parte alta de la mesa, la auxiliar principal a la derecha de la cirujana, junto a la bandeja de instrumentos. La doctora extendió la mano derecha y no necesitó decir ni una palabra. La auxiliar le colocó en ella el mango del primer bisturí.
—Muy bien, caballeros, allá vamos —declaró de forma casi melodramática.
Después procedió a colocar la hoja bajo la punta del esternón, en el centro de la caja torácica, y oprimió con fuerza cortando la pálida piel. El primer chorro de sangre brotó como un pequeño surtidor.
Baptiste indicó a los ordenanzas que se retirasen y, con un lánguido ademán, le señaló a Jude un sillón. Unió las yemas de los dedos de ambas manos y flexionó éstas varias veces. Durante largo rato, guardó silencio, como si esperase que Jude tomara la palabra. Pero al fin habló.
__Ésta es una reunión en la que muchas veces he pensado —dijo.
—¿Ah, sí? —preguntó Jude—. ¿Y eso por qué? Baptiste lanzó un suspiro. —Es una larga historia —dijo.
—Una historia que yo conozco casi en su totalidad —afirmó Jude.
—¿Ah, sí?
La pregunta fue hecha en un tono de condescendencia que a Jude le resultó difícil de tragar.
—Sí.
—A ver si es verdad.
—Sé lo del Laboratorio. Sé que todo comenzó en Arizona. Se lo de la isla, isla Cangrejo, y lo de los clones, y lo de que los criaron para que sirvieran simplemente como depósitos de repuestos de órganos. Estoy al corriente de los descubrimientos científicos que lograron, y de que vendieron sus hallazgos a los ricos. Y también sé que todos ustedes esperaban vivir ciento sesenta años.
Baptiste escuchaba con atención pero no parecía impresionado.
—Estoy al corriente de lo de W, la conspiración. —Jude hizo una pausa valorativa y añadió—: Y conozco los nombres de cuantos participan en ella.
—No importa —lo interrumpió Baptiste—. No seguirán en ella durante mucho tiempo.
—Lo dice porque están envejeciendo. Eso también lo sé. Progeria. Todos la tienen. Los miembros del Laboratorio la padecen. Y sus hijos también. Y usted también.
Baptiste asintió con la cabeza y se encogió de hombros.
—Sé que han matado a mucha gente.
Baptiste volvió a encogerse de hombros.
—Clones —dijo—. Matamos a clones, no a personas.
—Los clones son personas.
Baptiste volvió a mirarlo con condescendencia, como diciendo: «Tienes mucho que aprender».
—¿Y Raymond? ¿Qué me dice de él? ¿Lo mataron ustedes?
—Nosotros, desde luego, no. Fue el FBI. Muchacho, trata de distinguir entre unas conspiraciones y otras.
Jude se sintió, no sólo escandalizado, sino también fascinado por el cinismo del hombre.
—No, lo de Raymond no fue cosa nuestra. Hubo alguien a quien sí matamos... hace mucho tiempo... Pero eso fue todo. —dijo Baptiste y no añadió más.
—Mi padre.
—Querido muchacho, tu padre murió en un accidente de automóvil. Y no hubo nadie que sintiera más que yo su fallecimiento. Lo quería entrañablemente.
—No es eso lo que me han contado.
—Pues te han contado mal. —De pronto, con solícita actitud, Baptiste preguntó—: ¿Te apetece un café o un té?
Jude se quedó atónito.
—Cristo bendito. Me encarcelan. Me dan una paliza. ¿Y ahora usted me invita a tomar el té? ¿Qué demonios está sucediendo? ¿Qué demonios pretende usted?
Baptiste se permitió una fina sonrisa.
—Pero... ¿no acabas de decir que lo sabes todo?
—Todo, no. Casi todo.
—Es evidente que desconoces la parte más importante. La pieza que falta del rompecabezas. Y ésa es la pieza que le da sentido a todo el rompecabezas. Será mejor que me aceptes una taza de té.
Jude trató de calmarse. Baptiste hizo sonar una campanilla y apareció un viejo criado negro que, tras recibir la orden, se retiró. El anciano se retrepó en el sillón. Su actitud era la de quien se dispone a divulgar un secreto de enorme importancia, y eso parecía divertirlo.
—¿Dices que te dieron una paliza? ¿Los ordenanzas?
—Sí.
Baptiste movió reprobatoriamente la cabeza.
—Eso es grave. Esos hombres tienen la obligación de obedecer las instrucciones al pie de la letra. Ocurre, sin embargo, que están muy trastornados. En su opinión, tú fuiste el responsable de la muerte de su hermano. Y los criaron para la agresión, por así decirlo. Además, ellos fueron los primeros en recibir el tratamiento, que por entonces aún no había pasado de la etapa experimental, y también fueron los primeros afectados por la reacción adversa. Cuando uno está acostumbrado a la fortaleza, debilitarse con tanta rapidez debe de resultar muy duro.
—El tratamiento. ¿Se refiere a la telomerasa?
Baptiste se limitó a asentir con la cabeza y consultó su reloj.
Jude quería saber cómo habían criado a los ordenanzas, además de otras cosas, pero lo que más deseaba era conseguir la pieza clave del rompecabezas. Permaneció en silencio mientras el criado negro, que había llegado con el té, servía las tazas. El periodista puso dos terrones de azúcar en la suya y Baptiste lo imitó. Mientras revolvía la infusión miró a Jude en pensativo silencio.
—Hace unos momentos nos acusaste de haber matado a gente —dijo al fin—. Estando en esa equivocada creencia, ¿nunca te preguntaste por qué no te matamos a ti?
—Claro que me lo pregunté. Oportunidades no les faltaron.
—Sí que las hubo. Nueve, si mis cuentas no fallan.
Jude no dijo nada.
—¿Nunca se te pasó por la cabeza que esos ordenanzas, de cuyas iras acabas de ser blanco, no se proponían eliminarte? ¿No se te ocurrió que tal vez trataran de protegerte?
Jude, atónito, no fue capaz de articular palabra.
—¿Y tampoco te preguntaste por qué no matamos a Skyler? A fin de cuentas, él nos causó muchos problemas. Su fuga supuso un gravísimo revés para nosotros y, en realidad, fue la causa de que todo el edificio se derrumbara, de que nos viéramos obligados a abandonar la isla.
—¿Por qué respetaron su vida?
—Por ti. Porque tal vez tú tengas que vivir ciento sesenta años. Quizá te veas obligado a hacerlo. Estás señalado para representar un especialísimo papel en nuestro gran drama histórico.
—¿El drama de la muerte de todos ustedes?
—No, todo lo contrario.
Con súbita animación, Baptiste se puso en pie y comenzó a caminar en círculos. Cuando se acercó a la luz, Jude advirtió por primera vez que el cabello del hombre no era negro, sino gris.
—¿Qué es lo contrario de la muerte? El nacimiento, claro. Y ése es el motivo de que yo esté aquí, junto con otros cuantos, los escasos elegidos que nos hemos congregado en este lugar tan poco acogedor. Me apresuro a aclarar que no me refiero a los que van a ser operados, que sólo piensan en ellos mismos y en sus propias vidas. Me refiero a la selecta minoría, los que ya estamos listos para la siguiente etapa, para el gran avance final.
—¿A qué se refiere?
—No te preocupes. Tú mismo serás testigo de ello.
—Pero... ¿por qué yo? ¿Cuál es ese papel esencial que, según usted, debo desempeñar?
Baptiste lo taladró con la mirada durante unos largos momentos.
—Pobre muchacho. Lo cierto es que no tienes ni idea, ¿verdad? ¿Por qué no me acompañas al piso de arriba y así podrás verlo con tus propios ojos? Pero, antes, un poco más de té.
Hizo sonar la campanilla y el criado negro regresó y les sirvió sendas tazas. Al tiempo que tendía a Jude la suya con firme mano, el criado negro lo miró fijamente y dijo:
—
Tie yuh mout. Study yuh head
.
—Cornelius —dijo Baptiste—. Nuestro huésped no habla gullah.
—¿Qué pasa? ¿Qué me ha dicho?
—Cornelius es mi cocinero. Es un artista de la cocina tan consumado que lo llevo allá donde voy.
—¿Y qué ha dicho?
—Me temo que ha sido un poco descortés. Literalmente, la traducción sería: «Cierra la boca y usa la cabeza».
El viejo negro se inclinó sobre Baptiste y le susurró algo al oído. Éste frunció el entrecejo y se puso en pie.
—Me acaba de informar de que no disponemos de tiempo para terminarnos el té.
—Pero... ¿adonde vamos?
—Arriba. —Hizo la más breve de las pausas y añadió—: Creo que ha llegado la hora de que conozcas a Rincón.
La cirujana se sentía preocupada por lo que estaba viendo. Al principio la operación había ido bien. Había cortado limpiamente la piel y la había retirado con una simetría en la que se veía sin duda la mano del experto. Luego pasó a la siguiente etapa, abrió la cavidad torácica y amplió el corte para dejar al aire las partes superior e inferior del abdomen.
Fue entonces cuando reparó en que los órganos no tenían buen aspecto. El color del estómago era desvaído; la textura del hígado, inadecuada; y el tacto del intestino, flácido.
—No lo entiendo —dijo bajo la mascarilla—. Se supone que los clones están en perfecta condición. Para eso fueron criados. ¿Cómo vamos a trasplantar estos órganos con alguna posibilidad de éxito?
—Algo anda mal —dijo el segundo cirujano.
—Un momento —intervino la auxiliar.
Sin pedirle permiso a nadie, la mujer retiró los instrumentos que habían quedado sobre el paño blanco estéril situado sobre la parte inferior del cuerpo del paciente. Uno a uno, fue dejándolos sobre la bandeja.
—¿Se puede saber qué haces? —preguntó la cirujana.
—Quiero verificar algo —respondió la mujer comenzando a bajar la sábana.
Primero dejó a la vista el vello púbico, luego los genitales y por último las piernas. Todos se dieron cuenta más o menos al mismo tiempo, y a todos se les hizo difícil articular palabra debido a la impresión que les produjo lo que no vieron en el muslo. No vieron el tatuaje de Géminis. Al que estaban operando no era un clon, sino un prototipo.
La auxiliar dejó caer la sábana.
—Higgins —exclamó la cirujana dándose media vuelta—. Has cometido un error. Un terrible error. Te equivocaste de paciente.
La mujer miró en torno pero Higgins no estaba en el quirófano. Se había escabullido en algún momento. La cirujana dejó el bisturí que tenía en la mano, se arrancó la mascarilla y cruzó corriendo las puertas dobles. Atravesó el antequirófano e intentó entrar en la sala de pacientes, pero la puerta golpeó contra algo. Resultaba difícil abrirla y tuvo que empujar con el hombro. Una vez logró trasponer el umbral, vio qué había bloqueado la puerta: el cuerpo de Higgins. Lo habían dejado inconsciente de un golpe, y yacía en el suelo, en pantalones y camisa a rayas. La cirujana se inclinó para tomarle el pulso y, estaba tan concentrada en hacerlo, que no comprendió por qué los que llegaban tras ella perdían la compostura y se ponían a dar voces.
En cuanto alzó la vista lo entendió todo. Vio que todas las camas que habían estado ocupadas por los clones se hallaban ahora vacías. Las sábanas estaban diseminadas por el suelo, la puerta del otro extremo de la sala estaba abierta y las gruesas correas que habían servido para inmovilizar a los clones colgaban hacia el suelo. Algunas todavía se mecían suavemente.
Tizzie llevaba casi media hora peleándose con la llave que el ordenanza había dejado puesta en el otro lado de la cerradura. Había quitado el imperdible de la parte posterior de su placa de identificación y, tras enderezar el extremo punzante, lo había insertado en el orificio tratando de alinear la llave con el hueco de la cerradura. Luego desenroscó su bolígrafo y utilizó la punta del tubo de plástico para tratar de empujar la llave hacia afuera. Le resultó difícil porque no la podía ver —tenía que usar las dos manos, y éstas le impedían distinguir la cerradura—, y porque la llave no dejaba de resbalar hacia su posición inicial.
Pero al fin lo consiguió. Notó que la llave cedía y caía al suelo. El tintineo quedó ligeramente amortiguado debido a que la llave había caído sobre la blusa de Tizzie, que ésta había pasado por debajo de la puerta, extendiéndola todo lo que pudo. Ahora, lenta y cuidadosamente, tiró de la blusa rezando porque la llave no hubiese rebotado y caído sobre las baldosas. No se creyó del todo que lo había conseguido hasta que vio asomar la redonda cabeza de la llave por la rendija inferior de la puerta.