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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

Fénix Exultante (41 page)

—Lacedemonio Sofotec, en cuya sabiduría confió, me advirtió que yo me dejaría seducir por tu causa y compartiría tu exilio. Una funesta predicción que yo intentaba frustrar mediante mi rigor hacia ti. Como de costumbre, Lacedemonio me conoce mejor que yo mismo. Aquí estoy, pues.

—¿Por qué no enviaste a un servidor menor a hablar conmigo?

—¿Y enviarlo al exilio? No podría ordenar a un subalterno que hiciera algo que yo mismo no toleraría. Además, mis subalternos pronto se me unirán si desean conservar su empleo. Sin duda ves el defecto en el plan de los Exhortadores, ¿verdad? No se puede usar la presión social para derrotar a quienes modelan la sociedad. Ahora cada nave bajo aceleración, o cada nave que espera la ignición, tendrá que comunicarse con mi desterrada red de control de tráfico espacial. La ciudad anular que está sobre la Tierra pronto se nos sumará. Y los Exhortadores, a pesar de su prestigio, se encontrarán cercados, sitiados en la Tierra, aislados del espacio por sus propias ínfulas.

Faetón no cabía en sí del asombro.

—¿Por qué haces semejante cosa por mí?

—No seas arrogante. Hago lo que ordena mi conciencia. Tú eres incidental. Los Exhortadores se excedieron en su mandato en este caso, e ignoraron las advertencias de Nabucodonosor Sofotec de no perseguirte. Eso los destruirá.

—Destruir es una palabra fuerte. —Faetón se preguntó por qué había una nota de esperanza, de deleite, en su propia voz.

—¿Has estado incomunicado desde que desembarcaste en la Estación Equilateral de Mercucio? Veo que sí. Aureliano Sofotec ya se ha pronunciado contra el Colegio de Exhortadores.

—¿Qué?

—Aureliano Sofotec está en el exilio. Falta apenas una semana para la Gran Trascendencia. Las combinaciones menores ya están formadas; las mentes colectivas han iniciado la obertura de migración de datos. La Enéada se está preparando; los básicos llaman a todos sus parciales y ordenan sus asuntos. ¿Entiendes? Si los Exhortadores no se retractan, las políticas y visiones que nos guiarán durante los mil años siguientes serán establecidas por desviacionistas y fenómenos, los floteros y costeros de Ceilán.

—Y los neptunianos.

—Y tú y yo.

La imagen de Faetón mostró una sonrisa.

—Una trascendencia pequeña, quizá, pero agradeceré tu compañía.

—Gracias. Cuando haya concluido mi asunto contigo, transmitiré una copia numénica de mí mismo a la Tierra. Quiero caminar por los jardines de Aureliano, y visitar las bibliotecas de pensamiento sin fin. Nadie más está allí, y tendré todo el lugar para mí solo. La reconstrucción de Beethoven hecha por Aureliano dirigirá una versión completa (aunque parahistórica) de su obra maestra inconclusa, la Sinfonía Octogésimo Primera, la primera desde tiempos de Cupriciano, y ofrecerá un concierto. Seré la única persona del teatro.

—Aun así agradezco tu sacrificio, guardián Lacedemonio.

La sonrisa de Temer se ensanchó, asombrosamente blanca contra su tez oscura.

—La gratitud es mutua. Debo decirte algo más, tan sólo entre tú y yo. Cuando abriste el cofre de memoria y recordaste tu
Fénix Exultante,
el mío también se abrió, y pasé un día entero no en la celebración, como habíamos planeado mis esposas y yo, sino sentado bajo un casco de noesis en el consultorio de un oniriatra. Tuve días y años de recuerdos, los pasé pensando y observando lo que ocurría con tu nave. Mi vida entera, desde que abandoné los criaderos marinos, ha consistido en naves, Faetón. Fui miembro de la Sociedad Celeritolumínica antes de que tú nacieras, antes de que hubiera una ciencia de la celeritología. Estoy enamorado de tu nave. Y, dada la interdicción de los Exhortadores, soy el único hombre equipado con los instrumentos para grabar el proceso que podrá observar el despegue de la
Fénix Exultante.
Por favor, infórmame cuando te propongas hacer la primera ignición, y transmite tu vector y zona de descarga y, teniendo en cuenta el tamaño de tu nave, la extensión de tu sombra de oclusión. ¿No tenemos nada más que comentar? Eso es todo, pues. Solicito autorización para desembarcar.

—Fue un gran placer hablar contigo, Lacedemonio. Confieso que abrigaba pensamientos hostiles contra ti después de mi paso por tu sector de la torre espacial. Esos recuerdos quedarán despojados de fuerza y serán reemplazados por mi grata remembranza de este encuentro. Mis mejores deseos.

—Buen viaje para ti y tu hermosa nave.

La imagen de Temer se cuadró y se marchó, y el maniquí vacío se desinfló.

Cuando Faetón gesticuló para aceptar el segundo icono, el maniquí se puso rígido.

El filtro sensorial de Faetón mostraba una imagen de Atkins, brillando oscuramente con su armadura negra. Un puñal y una katana, una pistola inteligente y un inyector colgaban de sus fundas y vainas. Los puntos de su gorguera mostraban puertos mentales unidireccionales, obviamente destinados a proyectar virus mentales en sistemas, pero incapaces de recibirlos. Su anillo tenía una piedra negra, un color que indicaba que allí estaban almacenados peligrosos ponzoñadores y corruptores de autopropagación. Faetón quedó impresionado por la capacidad mortífera de ese hombre; se mostraba en cada detalle de su apariencia; en otra época de su vida, Faetón no lo habría notado.

Sin una palabra de saludo, Atkins extrajo una tarjeta de memoria del cinturón y la alzó.

—He aquí las instrucciones de la Mente Bélica. He revisado el plan y he llegado a la conclusión de que es el mejor que nos permiten nuestros limitados conocimientos actuales. El objetivo fundamental de este plan es localizar el alto mando enemigo, la entidad que tú llamas Nada Sofotec.

—¿Acaso tiene otro nombre?

—No creemos que sea un sofotec. Las cosas que te dijo Scaramouche podían estar calculadas para crear esa impresión, quizá para desalentar toda oposición. Nadie desea luchar contra un sofotec, ¿verdad? Pero insisto en que accedas a atenerte a las estipulaciones de este plan, antes de que te las muestre.

Faetón tardó un instante en comprender lo que le pedían.

—¿Cómo puedo dar mi consentimiento en la ignorancia?

—¿Cómo crees que puedes ser útil en la campaña militar para defender la Ecumene Dorada cuando te niegas tercamente a ingresar en las fuerzas armadas? La necesidad de acción coordinada, guiada por un plan unificado, es tan obvia en emergencias de este tipo que me asombra que las leyes no me permitan reclutarte y confiscar tu nave con ese propósito. Las leyes no me permiten hacer lo que necesito para que sobrevivamos a esta guerra. Es posible que esas leyes nos maten. ¿Qué puedo hacer? Me he quejado ante mi superior acerca de ti, y me explicó que las fuerzas armadas necesitan de ti y de tu nave para que este plan tenga una oportunidad.

—Y sospecho que la respuesta no te agradó demasiado.

—Bórrate esa sonrisa burlona de la cara, amigo —replicó Atkins con fastidio—. Esto no es gracioso.

—¡No quería mofarme de ti, mariscal Atkins! Tampoco sonreía burlonamente. Es sólo mi expresión natural. Pero no puedo ocultar el placer con que oigo la noticia de que mis derechos individuales son celosamente respetados por el Parlamento y los sofotecs, aun en tiempos como éstos. Temía que el Parlamento fuera el mayor peligro para mi libertad. Qué extraño que la defiendan.

—No te apresures a celebrar la boda.

—¿Cómo has dicho?

—No te enamores del Parlamento. El Parlamento habría hecho todo lo que yo quería en un santiamén si los sofotecs, sin excepción, no hubieran aconsejado lo contrario. La Mente Oeste predijo que la Curia anularía el decreto parlamentario al instante. Sabía que el Censor los censuraría, y predijo que los Exhortadores los harían exiliar y caminar por la basura de Talaimannar antes de que el día terminara, si te trataban de ese modo.

Nabucodonosor mismo habló a tu favor.

—Qué irónico.

Atkins alzó la tarjeta de memoria.

—Si él no lo hubiera hecho, ahora serías un soldado raso, y éstas serían descargas, configuraciones y órdenes de entrenamiento, no sugerencias.

—¿Qué dijo Nabucodonosor?

—Dijo que toda civilización que no pudiera generar hombres capaces de ofrecerse voluntariamente para luchar y morir en su defensa no merecía sobrevivir. —Atkins hizo una pausa dramática y añadió en voz más dura—: Y yo le dije que preferiría que mi civilización, mis parientes y mis amigos sobrevivieran, lo merecieran o no. Hay algo realmente escalofriante en una situación donde un hombre como tú termina por decidir si nuestra civilización «merece» sobrevivir o no. —Atkins alzó la tarjeta y concluyó—: ¿Y bien? ¿Tenemos un trato? ¿Seguirás el plan al pie de la letra?

—¿Me pides que sacrifique mi nave y quizá mi vida por un plan que no se me permite examinar? ¿Qué clase de empresario crees que soy?

—Me importa un bledo qué clase de empresario eres. Trato de averiguar qué clase de patriota eres. Si te revelo el plan, y no accedes a respetarlo, y luego cometes alguna estupidez y caes en manos enemigas, ellos tendrán el plan, y no quiero eso.

—Vamos, mariscal. Lo que me pides es irracional.

—La guerra es irracional. Si fuera racional, se llamaría paz. Lo única otra cosa que puedo hacer es mostrarte el plan bajo sello, y luego eliminar tu recuerdo del plan, permitiéndote retener el conocimiento de que existe un plan que tú aprobaste.

—Al despertar de la alteración, no sabría por qué había aceptado. Ni siquiera sabría si el recuerdo de mi aprobación es cierto o es un recuerdo falso que me has implantado con algún propósito militar. Sólo recientemente escapé del laberinto de la memoria faltante. ¿Crees que regresaré a ese laberinto?

—Lo lamento. ¿Qué más podemos hacer? No quiero que el enemigo averigüe el plan a través de ti. Ademas, piénsalo de este modo: esta vez, cuando regreses al laberinto, serás Teseo. Esta vez será el monstruo que habita el laberinto quien tendrá motivos para tener miedo.

—Tienes alma de poeta, mariscal Atkins.

—Kipling, espero.

—Quiero decir que salpimentas tu discurso con tales arcaísmos que pareces un Gris Plata.

—Con el debido respeto, mi tradición es más antigua que la tuya, más antigua que ninguna otra. Mi profesión fue la primera del hombre, y será la última en desaparecer. Es la que posibilita todas las demás. ¿Qué dices? —Alzó la tarjeta por tercera vez—. ¿Nuestra civilización merece vivir o no?

Faetón deslizó a un costado el panel de la tabla de símbolos. Debajo estaba el lector noético portátil que Aureliano le había dado a Dafne.

—Puedo usar esto para la alteración. En mi armadura y en la mente de la nave tengo capacidad suficiente para hacer toda la intropsicometría. Cuando despierte, estaré volando a ciegas, supongo —Faetón soltó un gran suspiro—. Cualquiera diría que ya debería estar habituado.

Arrugas diminutas aureolaron los ojos de Atkins. No era la simbología facial estándar, pero Faetón reconoció la expresión por viejos documentos históricos. Aunque el hombre no movía la boca, como de costumbre, sonreía. Era una expresión de admiración, de placer, incluso de alegría.

—Vaya, vaya —dijo Atkins—. Las maravillas nunca cesan. Eres un hombre audaz, a pesar de todo.

—El más audaz, espero —replicó Faetón.

—El segundo más audaz —corrigió Atkins.

—No obstante, pareces complacido, mariscal Atkins.

—Me alegra entrar en acción, Faetón. Siempre es peor de lo que se espera, y las autoridades civiles suelen estar más dispuestas a ir a la guerra que los militares profesionales, y cuando estas cosas empiezan, los buenos habitualmente no están preparados, entrenados ni equipados. Pero aun así, aun así…

—Aun así es la tarea para la cual te has preparado durante un sinfín de siglos, ¿verdad, mariscal Atkins?

Atkins entornó los ojos y miró a la izquierda, casi con timidez, y divertido por su propia timidez. Resopló por la nariz.

—El desenlace más probable es que estiremos la pata, Faetón.

—¿Qué pata?

—Perdón, quiero decir que ambos moriremos. Quizá muchas veces. Aunque mis copias de seguridad crean que son yo mismo, la muerte no me será más fácil. Y si en efecto luchamos contra un sofotec, quizá nos espere un destino peor que la muerte. Nos podrían alterar. Modificar. Transformar en copias leales de nosotros mismos que trabajan para el otro bando. Así que no hay motivos para sonreír…

—Estimado Atkins, no estoy sonriendo. Como dije antes, ésta es mi expresión normal.

—No tenías esa cara en tierra.

—Ésta es mi expresión normal a bordo de mi nave. Nadie ha tenido el privilegio de verla antes.

Atkins rió entre dientes, y Faetón no pudo contener una carcajada de irreprimible alegría. Echó la cabeza hacia atrás como si hubiera oído una trompeta a lo lejos.

—¡Vamos! No temo a ninguna Ecumene Silente, ni a cisnes oscuros de una estrella muerta, ni a los sofotecs malignos. No tengo miedo de nada. Mi corazón está lleno de fuego. ¡Tengo en mí la fuerza de titanes! Aquí nos rodea mi sueño, vuelto realidad tal como yo deseaba, cada ergio de energía, cada molécula y campo de fuerza adecuado a mi diseño; de proa a popa, de la quilla a la supraestructura, todo esto representa mis ideas hechas realidad, y hechas realidad para retar a un mundo que se ha olvidado lo que significaba «realidad». Bienvenido a bordo de mi nave, mariscal Atkins. Nos enfrentaremos juntos al enemigo. Triunfaremos, o pereceremos con honor. Lo prometo. Y aquí está mi mano para probarlo.

Atkins tensó apenas las mejillas, como si sonriera ante las ínfulas de Faetón. O quizá le complacía el entusiasmo.

—Esta nave no es legalmente tuya, y sólo iremos hasta Júpiter para recibir a bordo al auténtico propietario; quien, si tuviera la opción, huiría y se ocultaría en vez de enfrentarse a mí. Pero no tiene opciones. Se mostrará. —Se puso el guantelete y ofreció la mano a Faetón.

—¿Marchamos a la batalla, pues? —dijo Faetón.

—A la batalla. ¿Hay algo para beber a bordo de este navío? Esta circunstancia reclama un brindis.

Se dieron la mano.

Faetón se sentó en su trono. Los puertos mentales de su armadura se abrieron.

—¡Todos los puestos, sistemas, subsistemas, parciales, rutinas y comandos! Atención. Habla el capitán. Aprestad la mayor nave jamás fabricada por la civilización para su vuelo de bautismo; y aunque sea un viaje que termine en fuego y destrucción, preparémonos con la debida premura. Iniciad vuestras secuencias y ejecutad los chequeos. ¡Hoy zarpa la
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Exultante.

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