La línea que le había llamado particularmente la atención se refería al «cobarde almirante Vorkosigan y su grupo de rufianes».
—Vorkosigan es el hombre más valiente que he conocido en mi vida.
Gould la agarró con firmeza por el brazo y la guió hasta la compuerta de la lanzadera.
—Tenemos que salir ya, para entrar a tiempo en el holovid. Tal vez pueda saltarse esa línea, ¿de acuerdo? Ahora, sonría.
—Quiero ver a mi madre.
—Está con el presidente. Allá vamos.
Salieron del tubo de la compuerta a una turba de hombres, mujeres y equipo. Todos empezaron a hacer preguntas a gritos al unísono. Cordelia empezó a temblar, de arriba abajo, en oleadas que comenzaban en la boca del estómago y se extendían.
—No conozco a nadie —le susurró a Gould.
—Siga caminando —respondió él, con la sonrisa clavada en la cara. Subieron a una tribuna montada en la grada que asomaba al gran salón del espaciopuerto. El salón estaba repleto de gente pintoresca en un ambiente festivo. Se nublaron ante los ojos de Cordelia. Vio por fin un rostro familiar, su madre, sonriendo y llorando, y cayó en sus brazos, para deleite de la prensa que grabó la escena a placer.
—Sácame de aquí lo más rápido que puedas —susurró Cordelia desesperada al oído de su madre—. Estoy a punto de perder los estribos.
Su madre la miró, sin comprender, todavía sonriendo. Su lugar fue ocupado por el hermano de Cordelia, su familia se encontraba apiñada nerviosa y orgullosamente tras él, mirándola con ojos que, según le pareció, la devoraban.
Divisó a su tripulación, todos vestidos con los nuevos uniformes, de pie junto a algunos miembros del Gobierno. Parnell le hizo un gesto positivo con los pulgares, sonriendo como un demente. La arrastraron a un podio con el presidente de la Colonia Beta.
Freddy
el Firme
le pareció más grande que la vida a sus ojos confusos, alto y sonriente. Tal vez por eso daba tan bien en el holovid. Le agarró la mano y la sostuvo, para alegría de la multitud. Ella se sintió como una idiota.
El presidente dio bien su discurso, sin usar ni una sola vez el chivato. Estaba lleno de la jerga patriótica que tanto había intoxicado el lugar cuando ella partió, y ni una sola palabra entre una docena tocaba la verdad ni siquiera desde el punto de vista betano. Se dirigió gradualmente y con perfecta teatralidad hacia la medalla. El corazón de Cordelia empezó a latir con fuerza al darse cuenta. Trató desesperadamente de no enterarse y se volvió hacia el secretario de prensa.
—¿Todo esto es por mi tri-tripulación, por los espejos de plasma?
—Ellos ya tienen las suyas. —¿Iba a dejar de sonreír alguna vez?— Ésta es para usted.
—Y-ya veo.
Por lo que parecía, la medalla era para recompensar su valiente asesinato del almirante Vorrutyer. Freddy
el Firme
evitó la palabra asesinato, así como términos más burdos como «matanza» y «muerte», y optó por frases más correctas como «librar al universo de una víbora de iniquidad».
El discurso se fue acercando a su fin, y el presidente, con su propia mano, le pasó sobre la cabeza la chispeante medalla con su pintoresco lazo, el más alto honor de la Colonia Beta. Gould la situó delante de la tribuna y le indicó las brillantes letras verdes del chivato que flotaban veloces en el aire ante sus ojos.
—Empiece a leer —susurró.
—¿Estoy en el aire? Oh. Uh… Pueblo de la Colonia Beta, mi amado hogar. —Eso era cierto, hasta ahí—. Cuando os dejé para enfrentarme a la a-amenaza de la tiranía de Barrayar que asolaba a nuestra amiga y aliada Escobar, fue sin saber que el destino me llevaría a enfrentarme a un de-destino más no-noble.
Fue aquí donde se desvió del guión, y se notó irse sin remedio, como un barco condenado que se hunde bajo las olas.
—No veo qué tiene de no-noble ma-matar a ese gilipollas sádico de Vorrutyer. Y no aceptaría una medalla por a-asesinar a un hombre de-desarmado ni aunque lo hubiera hecho.
Se sacó la medalla por encima de la cabeza. El lazo se le quedó enganchado en el pelo, y lo soltó de un tirón, airada, dolorosamente.
—Por última vez, yo
no
maté a Vorrutyer. Uno de sus propios hombres lo hizo. Lo agarró por detrás y le cortó la garganta de oreja a oreja. Yo estaba allí, maldición. Se desangró encima de mí. La prensa de ambas partes os está contando mentiras sobre esa es-estúpida guerra. ¡Mal-malditos
voyeurs
! Vorkosigan
no
estaba a cargo del campamento de prisioneras cuando tuvieron lugar las atrocidades. En cu-cuanto estuvo al mando las detuvo. Fu-fusiló a uno de sus propios oficiales sólo para alimentar vuestra se-sed de venganza, y le costó su honor, puedo asegurarlo.
El sonido de la tribuna se cortó bruscamente. Cordelia se volvió hacia Freddy
el Firme
, con la visión nublada por lágrimas de furia, y le lanzó la medalla con la fuerza de su brazo.
No llegó a alcanzarlo en la cabeza y cayó chispeando hacia la multitud.
Le agarraron los brazos por detrás. Eso disparó en ella algún reflejo enterrado, y pataleó frenéticamente.
Si el presidente no hubiera intentado esquivarla, no habría pasado nada. Pero la punta de su bota lo alcanzó en la entrepierna con perfecta precisión no planificada. La boca de Freddy
el Firme
dibujó una O muda y cayó detrás de la tribuna.
Cordelia, hiperventilando incontrolablemente, empezó a gritar cuando una docena de guardias más la agarraron por los brazos, la cintura, las piernas.
—¡P-por favor, no me vuelvan a encerrar! No podría soportarlo. ¡Sólo quería ir a casa! ¡Aparte esa maldita ampolla! ¡No! ¡No! ¡Nada de drogas, por favor! ¡Lo
siento
!
La sacaron a rastras, y el acontecimiento mediático del año se vino abajo igual que Freddy
el Firme
.
Inmediatamente después, la llevaron a una habitación tranquila: uno de los despachos administrativos del espaciopuerto. El médico personal del presidente llegó al cabo de un rato y se hizo cargo de la situación.
Ordenó salir a todo el mundo excepto a la madre de Cordelia, y le permitió que recuperara el autocontrol manteniéndose apartado. Cordelia tardó casi una hora en dejar de llorar. La vergüenza y la furia dejaron de alternarse por fin, y pudo sentarse y hablar con voz ronca, como si tuviera un resfriado.
—Por favor, pídale disculpas al presidente en mi nombre. Si me hubieran advertido, o me hubieran preguntado primero. N-no estoy en muy bu-buena forma ahora mismo.
—Tendríamos que habernos dado cuenta —dijo el médico con tristeza—. Su experiencia, después de todo, ha sido mucho más personal que la experiencia habitual de los soldados. Somos nosotros quienes tenemos que pedir disculpas por someterla a una tensión innecesaria.
—Creíamos que sería una sorpresa agradable —añadió su madre.
—Fue una sorpresa, sí. Sólo que espero que no acabe conmigo encerrada en una celda acolchada. Estoy un poco harta de celdas en este momento.
Esa idea le tensó la garganta, y respiró con cuidado para volver a calmarse.
Se preguntó dónde estaría Vorkosigan en aquel momento, qué estaría haciendo.
Emborracharse era algo que le parecía cada vez más atractivo, y deseó estar con él, haciéndolo. Se frotó el puente de la nariz con dos dedos, masajeando la tensión.
—¿Se me permite irme a casa ya?
—¿Sigue habiendo una multitud ahí fuera? —preguntó su madre.
—Me temo que sí. Trataremos de hacer que se marchen.
Con el médico a un lado y su madre al otro, Cordelia recordó el beso de Vorkosigan durante el largo trayecto hasta el vehículo de tierra familiar. La multitud todavía los acosaba, pero de manera respetuosa, silenciosa, casi asustada, un gran contraste con su anterior ambiente festivo. Cordelia lamentó haberles estropeado la fiesta.
También había una multitud cerca del apartamento de su madre, en el vestíbulo junto a los tubos elevadores, e incluso en el pasillo ante su puerta. Cordelia sonrió y saludó un poco, con cautela, pero se negó con la cabeza a responder las preguntas, pues no confiaba en hablar coherentemente. Lograron abrirse paso y cerraron la puerta por fin.
—¡Fiuuuu! Supongo que sus intenciones eran buenas, pero ¡Dios mío… siento como si me quisieran comer viva!
—Hay mucha excitación por causa de la guerra, y la Fuerza Expedicionaria… cualquiera que lleve el uniforme azul recibe tratamiento de estrella. Y cuando los prisioneros llegaron a casa, y tu historia se hizo pública… menos mal que ya sabía que estabas a salvo. ¡Mi pobrecita niña!
Cordelia recibió otro abrazo, y lo agradeció.
—Bueno, eso explica de dónde salen tantas tonterías. Es un rumor descabellado. Los barrayareses lo iniciaron y todo el mundo se lo tragó. No pude detenerlo.
—¿Qué te hicieron?
—Me siguieron a todas partes, molestándome con ofertas de terapia… pensaban que los barrayareses habían estado manipulando mi memoria… Oh, ya veo. Te refieres a lo que me hicieron los barrayareses. Poca cosa. A Vo-Vorrutyer le habría gustado, pero tuvo ese accidente antes de empezar. —Decidió no preocupar a su madre con los detalles—. Pero pasó algo importante —vaciló—. Me encontré otra vez con Aral Vorkosigan.
—¿Ese hombre horrible? Me pregunté, cuando oí su nombre en las noticias, si era el mismo tipo que mató a tu teniente Rosemont el año pasado.
—No. Sí. Quiero decir que él no mató a Rosemont, lo hizo uno de sus hombres. Pero es el mismo.
—No comprendo por qué le tienes tanta simpatía.
—Deberías estarle agradecida. Me salvó la vida. Me escondió en su camarote durante los dos días siguientes a la muerte de Vorrutyer. Si me hubieran capturado antes del cambio en el mando, me habrían ejecutado por ello.
Su madre parecía más preocupada que apreciativa.
—¿Te… te hizo algo?
La pregunta estaba llena de una ironía imposible de responder. Cordelia no se atrevió a hablarle siquiera a su madre de la intolerable carga de verdad que él había depositado sobre ella. Su madre malinterpretó la expresión atormentada de su rostro.
—Oh, querida. Lo siento muchísimo.
—¿Eh? No, maldición. Vorkosigan no es ningún violador. Tiene esa cosa con respecto a los prisioneros… No los tocaría ni con un palo. Me pidió… —Se calló y contempló la amable, preocupada y amorosa muralla del rostro de su madre—. Hablamos mucho. Es buena gente.
—No tiene muy buena reputación.
—Sí, ya lo he visto. Son todo mentiras.
—¿Entonces… no es un asesino?
—Bueno… —Cordelia vaciló—. Ha ma-matado gente, supongo. Es soldado, ya sabes. Es su oficio. No se puede evitar. Sólo tres de sus víctimas no fueron por deber.
—¿
Sólo
tres? —repitió su madre débilmente. Hubo una pausa—. ¿Entonces no es un, ejem, criminal sexual?
—¡Desde luego que no! Aunque supongo que pasó por una fase bastante extraña, después de que su esposa se suicidara… No creo que sepa cuánto sé del asunto, y no es que ese maniaco de Vorrutyer sea fiable como fuente de información, aunque estuviera allí. Sospecho que en parte es verdad, al menos lo de su relación. Vorrutyer estaba claramente obsesionado con él. Y Aral fue muy poco explícito cuando le pregunté al respecto.
Al ver el rostro asombrado de su madre, Cordelia pensó que era una suerte que no hubiera querido ser abogada defensora. Todos mis clientes estarían en terapia eternamente.
—Tiene mucho más sentido si lo conoces en persona —dijo, esperanzada.
La madre de Cordelia se rió, insegura.
—Desde luego, parece que te ha hechizado. ¿Qué tiene entonces? ¿Conversación? ¿Buen físico?
—No estoy segura. Casi siempre habla de los políticos de Barrayar. Dice que les tiene aversión, pero más bien me parece una obsesión.
»No puede dejarlos en paz ni cinco minutos. Es como si los llevara dentro.
—¿Es un… tema muy interesante?
—Es horrible —dijo Cordelia sinceramente—. Sus historias te pueden mantener despierta durante semanas.
—No puede ser por su físico —suspiró su madre—. He visto un holovid suyo en las noticias.
—Oh, ¿lo grabaste? —preguntó Cordelia, interesada al instante—. ¿Dónde está?
—Estoy segura de que hay algo en los archivos vid —concedió su madre, mirándola de hito en hito—. Pero de verdad, Cordelia… tu Reg Rosemont era diez veces más guapo.
—Supongo que sí —reconoció Cordelia—, según cualquier valoración objetiva.
—¿Entonces qué tiene ese hombre?
—No lo sé. Las virtudes de sus vicios, tal vez. Valor. Fuerza. Energía. Tiene poder sobre la gente. No liderazgo exactamente aunque eso también. O lo adoran o lo odian a muerte. El hombre más extraño que he conocido jamás sentía por él las dos cosas a la vez. Pero nadie se queda dormido cuando él está cerca.
—¿Y tú en qué categoría entras, Cordelia? —preguntó su madre, divertida.
—Bueno, no lo odio. No puedo decir tampoco que lo adore.
Hizo una larga pausa y alzó la cabeza para mirar a su madre a los ojos.
—Pero cuando él se corta, yo sangro.
—Oh —dijo su madre, poniéndose pálida. Su boca sonrió, sus ojos parpadearon, y se dedicó con vigor innecesario a arreglar las escasas pertenencias de Cordelia.
La cuarta tarde de su permiso, el comandante en jefe de Cordelia trajo consigo una visita preocupante.
—Capitana Naismith, ésta es la doctora Mehta, del Servicio Médico de la Fuerza Expedicionaria —presentó el comodoro Tailor.
La doctora Mehta era una mujer delgada y de piel bronceada aproximadamente de la misma edad que Cordelia, con el pelo negro peinado hacia atrás, fría y aséptica con su uniforme azul.
—Otra psiquiatra no —suspiró Cordelia. Los músculos de la nuca se le agarrotaron. Más interrogatorios, más retorcimientos, más evasivas, telarañas de mentiras cada vez más temblorosas para cubrir los agujeros en su historia en donde habitaban las amargas verdades de Vorkosigan…
—Los informes de la comodoro Sprague finalmente han llegado para engrosar su archivo, aunque parece que un poco tarde. —Tailor apretó los labios—. Horrible. Lo siento. Si los hubiéramos recibido antes, habríamos podido ahorrarle lo de la semana pasada. A usted y a todo el mundo.
Cordelia se ruborizó.
—No quería darle una patada. Tropezó conmigo. No volverá a suceder.
El comodoro Tailor reprimió una sonrisa.
—Bueno, yo no voté por él. Freddy el Firme no es mi principal preocupación. Aunque —se aclaró la garganta—, se ha tomado un interés personal en su caso. Ahora es usted una figura pública, le guste o no.