—Diagnostique, doctora —susurró Cordelia—. ¿Soy una mujer cuerda haciéndose pasar por loca, o soy una loca fingiendo estar cuerda? ¡Desarrolle agallas!
Su voz se alzó incontrolablemente. Empujó de nuevo a Mehta al agua y descubrió que ella misma contenía la respiración. ¿Y si tiene razón y yo estoy equivocada? ¿Y si soy una agente y no lo sé? ¿Cómo se distingue una copia del original? La piedra aplasta las tijeras…
Tuvo una visión, los dedos temblando, en la que sujetaba la cabeza de la mujer bajo el agua hasta que su resistencia se agotaba, hasta que la inconsciencia se apoderaba de ella y era imposible rescatarla de la muerte cerebral. Poder, oportunidad, voluntad… no carecía de nada.
Así que esto es lo que Aral sintió en Komarr
, pensó.
Ahora comprendo… no. Ahora sé
.
—¿Cuántos? ¿Dónde?
—Cuatro —croó Mehta. Cordelia se derritió de alivio—. Dos ante el vestíbulo. Dos en el garaje.
—Gracias —dijo Cordelia, automáticamente cortés; pero su garganta era apenas una rendija y apretujaba sus palabras hasta convertirlas en una mancha de sonido—. Lo siento…
No pudo decir si Mehta, lívida, oyó o comprendió. El papel envuelve la piedra…
La ató y la amordazó como había visto a Vorkosigan hacerle a Gottyan. La empujó detrás de la cama, donde no pudieran verla desde la puerta. Se metió en los bolsillos tarjetas bancarias, carnets de identidad, dinero. Abrió la ducha.
Se acercó de puntillas a la puerta del dormitorio, respirando entrecortadamente por la boca. Vaciló un minuto, sólo un minuto, para recuperar la compostura, pero Tailor y el tecnomed se habían ido. A la cocina a por café, probablemente. No se atrevió a arriesgarse a asomarse para oír sus pasos.
¡No, Dios…! Tailor estaba de pie en la puerta de la cocina, llevándose una taza de café a los labios. Ella se quedó inmóvil, él se detuvo y se miraron mutuamente.
Cordelia advirtió que sus ojos debían de ser tan grandes como los de un animal nocturno. Nunca podía controlar sus ojos.
La boca de Tailor se retorció extrañamente, observándola. Luego, despacio, alzó la mano izquierda y la saludó. La mano incorrecta, pero con la otra sujetaba el café. Tomó un sorbo, la mirada fija en el borde de la taza.
Cordelia se puso gravemente firmes, devolvió el saludo y salió silenciosa del apartamento.
Encontró a un periodista y su vidman en el pasillo, uno de los más persistentes y molestos, advirtió con terror, el mismo que había expulsado el día anterior del edificio. Le sonrió, mareada por la ansiedad, como un paracaidista que salta al aire.
—¿Todavía quiere hacer esa entrevista?
Él picó el anzuelo.
—Tranquilo. Aquí no. Me están vigilando. —Bajó la voz, en tono conspirador—. El Gobierno ha preparado una tapadera. Lo que sé podría hacer volar por los aires la Administración. Cosas sobre las prisioneras. Usted podría… labrarse una reputación.
—¿Dónde, entonces? —Él estaba ansioso.
—¿Qué tal en el espaciopuerto? Tienen un bar tranquilo. Lo invitaré a una copa, y podremos… planear nuestra campaña.
El tiempo se marcaba en su cerebro. Esperaba que la puerta del apartamento de su madre se abriera de un momento a otro.
—Pero es peligroso. Hay dos agentes del Gobierno en el vestíbulo y otros dos en el garaje. Tengo que salir sin que me vean. Si supieran que estoy hablando con usted, tal vez no tenga una oportunidad para una segunda entrevista. Nada espectacular: sólo una tranquila desaparición en la noche, y un rumor sobre «pruebas médicas». ¿Sabe lo que quiero decir?
Estaba bastante segura de que no: sus noticias en los medios trataban principalmente de fantasías sexuales, pero pudo ver la visión de la gloria periodística creciendo en su rostro.
Él se volvió hacia el vidman.
—Jon, dale tu chaqueta, tu sombrero y tu holovid.
Ella se recogió el pelo por dentro del sombrero de ala ancha, ocultó su uniforme bajo la chaqueta, y cargó con el vid. Subieron en el tubo elevador hasta el garaje.
Había dos hombres con uniformes azules esperando junto a la salida. Cordelia se colocó el vid al hombro, medio ocultando su rostro con el brazo, cuando pasaron ante ellos camino del vehículo de tierra del periodista.
En el bar del espaciopuerto ella pidió las bebidas y le dio un largo sorbo a la suya.
—Ahora mismo vuelvo —prometió, y lo dejó allí sentado con el licor sin pagar delante.
La siguiente parada fue el ordenador de los billetes. Pulsó solicitando el horario. No salían naves de pasajeros con destino a Escobar durante al menos seis horas. Demasiado tiempo. El espaciopuerto sería sin duda uno de los primeros sitios donde buscarían. Una mujer con el uniforme del espaciopuerto pasó ante ella. Cordelia la abordó.
—Perdóneme. ¿Podría ayudarme a encontrar información sobre los horarios de los cargueros privados, o alguna otra nave privada que vaya a partir pronto?
La mujer frunció el ceño y luego sonrió al reconocerla de repente.
—¡Usted es la capitana Naismith!
El corazón le dio un brinco y redobló con fuerza. No… tranquila…
—Sí. Hum… La prensa me lo ha estado poniendo difícil. Estoy segura de que me entiende. —Cordelia le dirigió a la mujer una mirada que la ascendía a un círculo íntimo—. Quiero hacerlo sin llamar la atención. ¿Podemos ir a una oficina? Sé que usted no es como ellos. Respeta la intimidad. Puedo verlo en su cara.
—¿Puede? —La mujer estaba halagada y nerviosa, y guió a Cordelia. En su oficina, tuvo acceso a los horarios de control de tráfico, y Cordelia los estudió rápidamente.
—Mm. Ésta parece bien. Parte para Escobar dentro de una hora. ¿Sabe usted si el piloto ha subido ya a bordo?
—Ese carguero no puede llevar pasajeros.
—Eso es. Sólo quiero hablar con el piloto. Personalmente. Y en privado. ¿Puede llamarlo por mí?
—Lo intentaré.
Y tuvo éxito.
—Se reunirá con usted en el Muelle de Atraque 21. Pero tendrá que darse prisa.
—Gracias. Um… Sabe, los periodistas me han estado haciendo la vida imposible. No se detienen ante nada. Incluso hay una pareja que ha llegado a ponerse el uniforme de la Fuerza Expedicionaria para intentar abordarme. Se hacen llamar capitana Mehta y comodoro Tailor. Una auténtica lata. Si alguno de ellos viene husmeando, ¿cree que podría olvidar que me ha visto?
—Vaya, claro, capitana Naismith.
—Llámeme Cordelia. ¡Es usted de primera! ¡Gracias!
El piloto era muy joven, dedicado a adquirir experiencia con los cargueros antes de pasar a las responsabilidades mayores de las naves de pasajeros. También la reconoció, y enseguida le pidió un autógrafo.
—Supongo que se estará preguntando por qué ha sido elegido —empezó a decir Cordelia mientras se lo firmaba, sin la menor idea de adónde iba a parar, pero con la impresión de que parecía el tipo de persona que nunca ha ganado un premio en la vida.
—¿Yo, señora?
—Créame, los de seguridad revisaron su vida de cabo a rabo. Es usted digno de confianza. Eso es lo que es. Realmente digno de confianza.
—Oh… ¡No pueden haber descubierto lo de la cordolita! —El sentido de la alarma luchó con la respuesta a los halagos.
—Y lleno de recursos también —repuso Cordelia, preguntándose qué era la cordolita. Nunca había oído hablar del asunto—. Justo el hombre para esta misión.
—¡Qué misión!
—Sssh. No tan fuerte. Estoy en una misión secreta para el presidente. Es tan delicada que ni siquiera el departamento de Guerra está al tanto. Habría profundas repercusiones políticas si se descubriera. Tengo que entregar un ultimátum secreto al emperador de Barrayar. Pero nadie debe saber que he salido de la Colonia Beta.
—¿Se supone que tengo que llevarla hasta allí? —preguntó él, sorprendido—. La ruta de mi carguero…
Creo que podría convencer a este chaval para que me llevara hasta Barrayar con el combustible de su jefe
, pensó ella.
Pero sería el fin de su carrera
. La conciencia controló la ambición desbocada.
—No, no. La ruta de su carguero debe parecer exactamente la misma de siempre. Tengo que reunirme con un contacto secreto en Escobar. Usted simplemente llevará un artículo de carga que no aparecerá en la consigna. Yo.
—No tengo permiso para llevar pasajeros, señora.
—Santo cielo, ¿cree que no lo sabemos? ¿Por qué supone que el presidente en persona lo escogió entre todos los demás candidatos?
—Guau. Y ni siquiera voté por él.
La llevó a bordo de la lanzadera, y la hizo sentarse entre el cargamento de última hora.
—Conoce usted a todos los grandes nombres en Exploración, ¿verdad, señora? Lightner, Parnell… ¿Cree que podría presentarme?
—No sé. Pero… conocerá a un montón de grandes nombres de la Fuerza Expedicionaria, y de Seguridad, cuando vuelva de Escobar. Se lo prometo.
Si supieras
…
—¿Puedo hacerle una pregunta personal, señora?
—¿Por qué no? Todo el mundo lo hace.
—¿Por qué va en zapatillas?
Ella se miró los pies.
—Yo… lo siento, piloto Mayhew. Es información clasificada.
—Oh.
Él se dispuso a despegar la nave.
Sola por fin, Cordelia apoyó la frente contra el frío costado de plástico de una caja, y lloró en silencio.
Era casi mediodía, hora local, cuando el volador que había alquilado en Vorbarr Sultana sobrevoló el gran lago. La orilla estaba bordeaba de pendientes cubiertas de viñedos y detrás se alzaban empinadas montañas cubiertas de matorrales. La población aquí era escasa, excepto en los alrededores del lago, que tenía una aldea al pie. Un acantilado al borde del agua estaba coronado por las ruinas de una antigua fortificación. Lo sobrevoló, comprobando de nuevo su mapa, donde aparecía de forma destacada. Tres grandes propiedades más al norte, posó el volador en un camino de acceso que serpenteaba hasta una cuarta.
Una casa antigua construida en piedra nativa se mezclaba con la vegetación de la falda de la montaña. Cordelia contrajo las alas, apagó el motor, se metió las llaves en el bolsillo y se sentó contemplando insegura su soleada fachada.
Una alta figura con un extraño uniforme marrón y plata deambulaba por la esquina. Llevaba un arma a la cintura, y su mano se posaba sobre ella descuidadamente. Ella supo que Vorkosigan debía de estar cerca, pues se trataba del sargento Bothari. Parecía en buena forma, al menos físicamente.
Salió del volador.
—Ejem, buenas tardes, sargento. ¿Está en casa el almirante Vorkosigan?
Él se la quedó mirando con los ojos entornados, luego su cara pareció despejarse y la saludó.
—Capitana Naismith. Señora. Sí.
—Tiene mucho mejor aspecto que la última vez que nos vimos.
—¿Señora?
—En la nave insignia. En Escobar.
Él pareció preocupado.
—Yo… no me acuerdo de Escobar. El almirante Vorkosigan dice que estuve allí.
—Ya veo.
Te borraron la memoria, ¿eh? ¿O fuiste tú mismo?
No podía saberlo ahora.
—Lamento oír eso. Sirvió usted con valentía.
—¿Sí? Me dieron de baja, después.
—Oh. ¿Qué es ese uniforme?
—Las armas del conde Vorkosigan, señora. Me tomó como guardia personal suyo.
—Estoy segura de que le servirá bien. ¿Puedo ver al almirante Vorkosigan?
—Está en la parte de atrás, señora. Puede usted subir. —Él continuó su camino, evidentemente haciendo alguna especie de ronda.
Ella rodeó la casa, sintiendo el calor del sol en la espalda, tropezando con la desacostumbrada falda que vestía y reacomodándola sobre sus rodillas. Había comprado la ropa ayer en Vorbarr Sultana, en parte por diversión, en parte porque su viejo uniforme pardo de Exploración con las insignias llamaba la atención por la calle. Su oscuro diseño floral le gustó. Llevaba el pelo suelto, con la raya en medio y apartado de la cara por dos peinetas, también compradas ese día.
Un poco más arriba había un jardín, rodeado por un bajo muro de piedra gris. No, no era un jardín, advirtió al acercarse: un cementerio. Un anciano vestido con un viejo mono trabajaba en el, arrodillado en la tierra, plantando florecillas. Alzó la vista para mirarla cuando Cordelia empujó la pequeña cancela. Ella no confundió su identidad. Era un poco más alto que su hijo, y su musculatura se había vuelto fina y nudosa con la edad, pero vio a Vorkosigan en los huesos de su cara.
—¿General conde Vorkosigan, señor? —lo saludó automáticamente, y entonces advirtió lo peculiar que debía parecer el saludo militar con aquel vestido. Él se puso trabajosamente en pie— Soy la cap… Soy Cordelia Naismith. Soy amiga de Aral. Yo… no sé si me habrá mencionado alguna vez. ¿Se encuentra aquí?
—¿Cómo está usted, señora? —Él se puso más o menos firme, y le dirigió un amable gesto con la cabeza que le resultó dolorosamente familiar—. Dijo muy poco, y no me hizo pensar que pudiera llegar a conocerla. —Una sonrisa agrietó su rostro, como si aquellos músculos estuvieran entumecidos por no haber sido utilizados en mucho tiempo—. No tiene ni idea de cuánto me complace ver que estaba equivocado. —Hizo un gesto por encima del hombro, indicando colina arriba—. Hay un pequeño pabellón en lo alto de nuestra propiedad, asomado al lago. Él, ah, se sienta allí casi todo el tiempo.
—Ya veo. —Cordelia divisó el sendero, que serpenteaba más allá del cementerio—. Um. No estoy segura de cómo expresarlo… ¿Está sobrio?
El anciano miró el sol, y arrugó sus labios correosos.
—Probablemente no, a esta hora. Cuando llegó a casa, al principio, sólo bebía después de cenar, pero gradualmente ha ido haciéndolo antes. Muy preocupante, pero no hay mucho que yo pueda hacer al respecto. Aunque si las tripas le vuelven a sangrar, tal vez… —Se interrumpió, mirándola con intensa, insegura especulación—. Creo que se ha tomado el fracaso de Escobar como algo innecesariamente personal. Ni siquiera le pidieron la dimisión.
Ella dedujo que el anciano conde no contaba con la confianza del emperador en este asunto, y pensó que no era el fracaso de Aral lo que amargaba su espíritu, sino su éxito. En voz alta, dijo:
—La lealtad para con su emperador era un tema de honor muy importante para él, lo sé.
Casi su último bastión, y su emperador escogió arrasarlo hasta los cimientos al servicio de su gran necesidad…
—¿Por qué no sube? —sugirió el anciano—. Aunque hoy no tiene un buen día… será mejor que se lo advierta.