Él se echó a reír.
—Fui el almirante más joven de la historia de nuestra flota… Podría acabar siendo el alférez más viejo también. Pero no. —Se puso serio—. Sin duda presentarán contra mí cargos por traición. Los partidarios de la guerra, en los ministerios. Hasta que eso se resuelva, de un modo u otro —la miró a los ojos—, puede que sea difícil zanjar también cualquier asunto personal.
—¿La traición es un crimen capital en Barrayar? —preguntó ella, morbosamente curiosa.
—Oh, sí. Escarnio público y muerte de inanición. —Él alzó una ceja, burlón, viendo su expresión escandalizada—. Si le sirve de consuelo, los traidores de alta cuna siempre parecen conseguir de algún modo suicidarse de manera limpia y en privado, antes de que llegue el acontecimiento. Eso evita que despierten alguna simpatía pública innecesaria. Creo que yo no debería darles la satisfacción, de todas formas. Que sea público, y sanguinolento, y tedioso, tan incómodo como el infierno. —Parecía alarmantemente feroz.
—¿Sabotearía usted la invasión, si pudiera?
Vorkosigan sacudió la cabeza, la mirada distante.
—No. Soy un hombre que se debe a la autoridad. Eso es lo que significa el prefijo de mi apellido. Mientras la cuestión siga debatiéndose, continuaré defendiendo mi postura. Pero si el emperador da la orden, la acataré sin vacilar. La alternativa es el caos civil, y ya hemos tenido suficiente de eso.
—¿Qué tiene esta invasión de diferente? Debió usted estar a favor de invadir Komarr, o no le habrían puesto al mando entonces.
—Komarr era una oportunidad única, casi un caso de manual. Cuando estaba diseñando la estrategia para su conquista, utilicé al máximo esas posibilidades. —Fue marcando los puntos con sus gruesos dedos—. Una población pequeña, toda concentrada en ciudades de clima controlado. Ningún lugar para que las guerrillas se retiraran y reagruparan. Ningún aliado: nosotros no éramos los únicos cuyo comercio estaba siendo estrangulado por sus elevadas tarifas. Lo único que tuve que hacer fue dejar caer que íbamos a reducir el veinticinco por ciento de todo lo que pasara por sus puntos de nexo hasta el quince, y así nos metimos en el bolsillo a los vecinos que deberían haberlos apoyado. Ninguna industria pesada. Gordos y perezosos de vivir a costa de ingresos sin esfuerzo… Ni siquiera querían pelear por sí mismos hasta que esos mercenarios de tres al cuarto que contrataron se dieron cuenta de contra quién se enfrentaban y pusieron pies en polvorosa. Si hubiera tenido las manos libres y un poco más de tiempo, creo que podría haber tomado Komarr sin disparar un solo tiro. Tendría que haber sido una guerra perfecta, si el Consejo de Ministros no hubiera sido tan impaciente.
Frustraciones recordadas asomaron a sus ojos y frunció el ceño contemplando el pasado.
—Este otro plan… Bueno, creo que lo entenderá si le digo que se trata de Escobar.
Cordelia se enderezó, sorprendida.
—¿Han encontrado un punto de salto de aquí a Escobar?
No era extraño, entonces, que los barrayareses no hubieran anunciado su descubrimiento de este lugar. De todas las posibilidades que ella había repasado mentalmente, ésta era la última. Escobar era uno de los principales ejes planetarios en la
red
de salidas de agujeros de gusano que mantenían unidos a la dispersa humanidad. Grande, antiguo, rico, templado, contaba entre sus muchos vecinos con la propia Colonia Beta.
—¡Están locos!
—Sabe, es casi exactamente lo que yo dije, antes de que el ministro del Oeste empezara a gritar, y el conde Vortala amenazara… bueno, se puso muy rudo con él. Vortala puede ser más desagradable diciendo imprecaciones que ningún otro hombre que yo conozca.
—La Colonia Beta quedaría implicada con toda seguridad. La mitad de nuestro comercio interestelar pasa por Escobar. Y el de Tau Ceti Cinco. Y el de Jackson's Whole.
—Como mínimo. —Vorkosigan asintió, mostrando su acuerdo—. La idea era hacer que fuera una operación rápida, y presentar a los aliados potenciales un
fait accompli
. Como sé mejor que nadie lo que salió mal en mi plan «perfecto» para Komarr, les dije que estaban soñando, o palabras parecidas. —Sacudió la cabeza—. Ojalá no hubiera dado rienda suelta a mi temperamento. Podría estar allí todavía, argumentando en contra. En cambio, por lo que sé, ahora mismo la flota ya se está preparando. Y cuanto más avancen los preparativos, más difícil será detenerlos —suspiró.
—Guerra —murmuró Cordelia, inmensamente perturbada—. ¿Se da usted cuenta? Si su flota se dirige… si Barrayar va a la guerra contra Escobar, querrán navegantes en casa. Aunque la Colonia Beta no se implique directamente en la lucha, sin duda que les venderemos armas, asistencia técnica, cargamentos de suministros…
Vorkosigan iba a decir algo, pero se contuvo.
—Supongo que eso harían —dijo, sombrío—. Y nosotros intentaríamos bloquearlos.
Ella notó la sangre latiendo en sus oídos en el silencio que siguió. Los ruiditos y vibraciones de la nave de Vorkosigan todavía se colaban por las paredes, Bothari se agitó en el pasillo y oyeron pasos.
Cordelia sacudió la cabeza.
—Voy a tener que pensar en esto. No es tan fácil como parecía, al principio.
—No, no lo es. —Él extendió la mano con la palma hacia afuera, un gesto que daba por finalizada la conversación, y se levantó torpemente, porque la pierna aún le molestaba—. Es todo lo que quería decir. No tiene usted que responder nada.
Ella asintió, agradeciendo el quedarse a solas, y Vorkosigan se marchó, recogió a Bothari y cerró la puerta firmemente tras él. Cordelia suspiró, sintiéndose inquieta y profundamente insegura, y se tumbó mirando al techo hasta que el soldado Nilesa le trajo la cena.
A la mañana siguiente, hora de la nave, Cordelia se quedó en su camarote leyendo. Quería tiempo para asimilar la conversación del día anterior antes de volver a ver a Vorkosigan. Estaba tan inquieta como si todos sus mapas estelares se hubieran mezclado, dejándola perdida; pero al menos sabía que estaba perdida. Unos cuantos pasos para atrás en pos de la verdad, suponía, era mejor que certezas erróneas. Ansiaba tozudamente esas certidumbres, aunque se le escaparan de las manos.
La biblioteca de la nave ofrecía una amplia gama de material barrayarés. Un caballero llamado Abel había producido una copiosa historia general, llena de nombres, fechas y detalladas descripciones de batallas olvidadas cuyos participantes estaban ya todos irrelevantemente muertos. Un erudito llamado Acztih lo había hecho mejor, con una vívida biografía del emperador Dorca Vorbarra
el Justo
, la ambigua figura que Cordelia suponía que era el tatarabuelo de Vorkosigan, y cuyo reinado había marcado el final de la Era del Aislamiento. Profundamente absorta en la multitud de personalidades y políticas retorcidas de su época, ni siquiera alzó la cabeza cuando llamaron a la puerta.
—Adelante.
Un par de soldados con uniforme de camuflaje planetario verde y gris atravesaron la puerta y la cerraron presurosamente tras de sí.
Qué pareja más extraña
, pensó ella;
por fin, un soldado de Barrayar más bajo que Vorkosigan
. Sólo un instante después le pareció reconocerlos, y entonces en el pasillo exterior, ahogado por la puerta, empezó a sonar rítmicamente una sirena de alarma.
—¡Capitana! —exclamó el teniente Stuben—. ¿Se encuentra bien?
Todo el aplastante peso de la antigua responsabilidad cayó sobre ella al verle la cara. Su pelo castaño, que antes llevaba a la altura de los hombros, había sido sacrificado por una imitación del corte militar barrayarés, ese que parecía haber sido mordisqueado por algún herbívoro, y su cabeza parecía pequeña, desnuda y extraña sin él. El teniente Lai, a su lado, liviano y delgado y algo encorvado como buen erudito, parecía todavía menos un guerrero, porque el uniforme le quedaba demasiado grande en las muñecas y los tobillos, y una de las perneras se le había desdoblado y se la pisaba con el talón de la bota.
Ella abrió la boca como para hablar, la cerró, y finalmente exclamó:
—¿Por qué no van ustedes camino de casa? ¡Le di una orden, teniente!
Stuben, que esperaba un recibimiento más caluroso, se quedó momentáneamente fuera de onda.
—Votamos —dijo simplemente, como si eso lo explicara todo.
Cordelia sacudió la cabeza.
—Qué bien. Una votación. Perfecto. —Enterró la cara en las manos un instante y sofocó una carcajada—. ¿Por qué? —preguntó sin apartar las manos.
—Identificamos la nave de Barrayar como la
General Vorkraft
… investigamos y descubrimos quién estaba al mando. No podíamos dejarla en manos del Carnicero de Komarr. Fue un voto unánime.
Ella se sintió divertida durante un momento.
—¿Cómo demonios pudieron tener un voto unánime para…? No, no importa. —Lo interrumpió cuando él se disponía a responder, con un brillo de satisfacción en los ojos.
Me daré con la cabeza contra la pared… No. Necesito más información. Y él también.
—¿Se dan cuenta —dijo cuidadosamente—, de que los barrayareses planeaban llevar hasta allí una flota invasora, para atacar Escobar por sorpresa? Si hubierais llegado a casa e informado de la existencia de ese planeta, el efecto sorpresa habría quedado destruido. Ahora todo está perdido. ¿Dónde está la
René Magritte
en este momento y cómo llegaron ustedes aquí?
El teniente Stuben parecía perplejo.
—¿Cómo ha descubierto todo eso?
—Tiempo, tiempo —le recordó ansiosamente el teniente Lai, indicando su cronómetro de muñeca.
Stuben continuó.
—Déjeme contárselo camino de la lanzadera. ¿Sabe dónde está Dubauer? No estaba en el calabozo.
—Sí, ¿qué lanzadera? No… empiece por el principio. Tengo que saberlo todo antes de poner un pie en el pasillo. Doy por supuesto que saben que están ustedes a bordo. —El sonido de la sirena seguía ululando en el exterior, y ella esperaba que la puerta se abriera de golpe de un momento a otro.
—No, no lo saben. Eso es lo bueno —dijo Stuben orgullosamente—. Tuvimos una suerte enorme.
»Nos persiguieron durante dos días cuando escapamos por primera vez. No lo hicimos a plena potencia… sólo lo suficiente para permanecer fuera de su alcance y mantenerlos en nuestra persecución.
»Pensé que podríamos tener una oportunidad de dar media vuelta y recogerla, de algún modo. Entonces ellos se pararon de repente, se dieron media vuelta, y regresaron aquí.
»Esperamos hasta que estuvieron bien lejos, y luego dimos media vuelta nosotros también. Esperábamos que estuviera usted todavía oculta en los bosques.
—No, me capturaron la primera noche. Continúe.
—Lo preparamos todo, dimos impulso máximo, y luego desconectamos todo lo que consideramos que pudiera tener impulso electromagnético. El proyector funcionó bien como embozamiento, por cierto, igual que la simulación de Ross del mes pasado. Pasamos junto a ellos y ni parpadearon…
—Por el amor de Dios, Stu, vaya al grano —murmuró Lai, impaciente—. No tenemos todo el día.
—Si el proyector cae en manos barrayaresas… —empezó a decir Cordelia, subiendo la voz.
—No caerá, se lo aseguro. De todas formas, la
René Magritte
está describiendo una parábola alrededor del sol… En cuanto estén lo bastante cerca para quedar enmascarados por su ruido, frenarán y usarán el impulsor, y luego volverán a recogernos. Tenemos un margen de dos horas para sincronizar velocidades empezando… bueno, empezando hace unos diez minutos.
—Demasiado arriesgado —criticó Cordelia, mientras todos los desastres posibles derivados de aquel panorama desfilaban ante sus ojos.
—Funcionó —se defendió Stuben—. Al menos, va a funcionar. Luego tuvimos suerte. Encontramos a esos dos barrayareses deambulando por el bosque mientras estábamos buscándola a usted y a Dubauer.
Cordelia sintió un nudo en el estómago.
—¿Radnov y Darobey, por casualidad?
Stuben se la quedó mirando.
—¿Cómo lo sabe?
—Continúe, continúe.
—Eran los cabecillas de una conspiración para derrocar al maníaco homicida Vorkosigan. Vorkosigan iba tras ellos, así que se alegraron de vernos.
—Apuesto a que sí. Como maná caído del cielo.
—Una patrulla de barrayareses fue a buscarlos. Preparamos una emboscada… los aturdimos a todos, excepto a uno a quien Radnov alcanzó con un disruptor neural. Esos tíos juegan en serio.
—No sabrá por casualidad quién… no, no importa. Continúe. —Tenía el estómago revuelto.
—Nos hicimos con sus uniformes, con la lanzadera y abordamos la
General
así de fácil. Entre Radnov y Darobey sabían todas las contraseñas. Llegamos a los calabozos: fue fácil, porque allí era donde esperaban que la patrulla fuera de todas formas. Pensábamos que Dubauer y usted estarían allí. Radnov y Darobey soltaron a todos sus amigos y fueron a apoderarse de la sala de máquinas. Desde allí pueden interrumpir todos los sistemas, armas, soporte vital, lo que sea. Se supone que se harán con las armas cuando escapemos con la lanzadera.
—Yo no contaría con eso —le advirtió Cordelia.
—No importa —dijo Stuben alegremente—. Los barrayareses estarán tan ocupados luchando entre sí que podremos marcharnos sin problemas. ¡Piense en la espléndida ironía! ¡El Carnicero de Komarr muerto a manos de sus propios hombres! Ahora comprendo cómo funciona el judo.
—Espléndido —repitió ella, ausente.
Su cabeza
, pensó.
Es su cabeza la que voy a estampar contra la pared, no la mía
—. ¿Cuántos de los nuestros hay a bordo?
—Seis. Dos en la lanzadera, dos buscando a Dubauer y nosotros dos.
—¿No se quedó nadie en el planeta?
—No.
—Muy bien. —Se frotó la cara, tensa, ansiando una inspiración que no llegaba—. Qué lío. Dubauer está en la enfermería, por cierto. Con daños causados por un disruptor. —Decidió no dar más detalles sobre su estado en aquel momento preciso.
—Asesinos repugnantes —dijo Lai—. Espero que se maten unos a otros.
Ella se volvió hacia la conexión con la biblioteca y recuperó el burdo esquema de la
General Vorkraft
sin los datos técnicos, al que podía acceder.
—Estudien esto, y localicen la ruta hacia la enfermería y la escotilla de la lanzadera. Voy a averiguar algo. Quédense aquí y no respondan a la puerta. ¿Quiénes son los otros dos que están deambulando por la nave?