Él la despertó pasada la medianoche. Los músculos de Cordelia parecieron chirriar y crujir por la acumulación de ácido láctico cuando se incorporó envarada para encargarse de su guardia. Esta vez Vorkosigan le dio el aturdidor.
—No he visto nada cerca, pero algo hace un ruido infernal de vez en cuando —comentó; parecía una explicación adecuada para aquel gesto de confianza.
Cordelia comprobó el estado de Dubauer, y luego ocupó su puesto en el peñasco, se acomodó y contempló la negra masa de la montaña. Allí arriba estaba Rosemont en su profunda tumba, pero todavía condenado a descomponerse lentamente. Desvió sus pensamientos hacia Vorkosigan, que yacía cerca, casi invisible con su uniforme de camuflaje en la penumbra de luz verdiazul.
Un acertijo dentro de otro acertijo,
pensó. Sin duda, debía ser uno de los guerreros aristócratas barrayareses de la vieja escuela, enfrentado a la nueva burocracia. Los militaristas de ambas partes mantenían una alianza incómoda y bastarda que controlaba la política gubernamental y las Fuerzas Armadas, pero en el fondo eran enemigos naturales. El emperador establecía sutilmente el equilibrio de poder entre ellos, pero no había duda de que, a la muerte del astuto anciano, a Barrayar le esperaba un periodo de canibalismo político, cuando no una guerra civil abierta, a menos que su sucesor mostrara más fuerza de lo que cabía esperar. Cordelia deseó saber más sobre la matriz de relaciones sanguíneas y poder en Barrayar. Sabía que el apellido del emperador, Vorbarra, estaba asociado con el nombre del planeta pero, aparte de eso, poca cosa más.
Acarició ausente el pequeño aturdidor y fantaseó: ¿quién era ahora el cautivo, y quién el captor? Pero sería casi imposible cuidar de Dubauer ella sola. Tenía que alimentarlo y ya que Vorkosigan se había cuidado mucho de no decir dónde estaba su escondrijo, necesitaba al barrayarés para llegar hasta allí. Además, le había dado su palabra. Era curioso que Vorkosigan hubiera aceptado automáticamente su palabra como si fuera un lazo: evidentemente pensaba igual de sí mismo.
El Este empezó por fin a iluminarse de gris, luego de albaricoque, verde y dorado en una repetición pastel de la espectacular puesta de sol de la noche anterior. Vorkosigan se agitó y se sentó, y la ayudó a llevar a Dubauer a lavarse al arroyo. Desayunaron otra vez gachas y queso azul.
Vorkosigan trató de mezclarlas esta vez, para variar. Cordelia intentó alternar bocados, para ver si servía de algo. Ninguno hizo comentario alguno sobre el menú.
Vorkosigan la condujo hacia el noroeste a través del terreno arenoso, color ladrillo. En la estación seca sería casi un desierto. Ahora estaba brillantemente decorado con hierbas verdes y amarillas, y docenas de variedades de pequeñas flores silvestres. Cordelia vio con tristeza que Dubauer no parecía advertirlas.
Después de unas tres horas a paso rápido llegaron a su primer obstáculo del día, un empinado valle rocoso surcado por un río de color café con leche. Caminaron por el borde de la pendiente buscando un vado.
—Esa roca de allí se ha movido —observó Cordelia de repente.
Vorkosigan se sacó del cinturón su visor de campo y echó un vistazo.
—Tiene usted razón.
Media docena de bultos de color café con leche que parecían rocas resultaron ser hexápodos encogidos y de gruesos miembros que pastaban al sol de la mañana.
—Parece que son anfibios. Me pregunto si serán carnívoros —dijo Vorkosigan.
—Ojalá no hubieran interrumpido mi investigación tan pronto —se quejó Cordelia—. Entonces tendría respuestas para todas esas preguntas. Allí hay más cosas de esas que parecen pompas de jabón. Dios, nunca habría imaginado que pudieran
crecer tanto y ser capaces de volar.
Una bandada de una docena de grandes radiales, transparentes como vasos de vino y de más de un palmo de diámetro, vinieron volando sobre el río como una bandada de globos perdidos. Unos cuantos flotaron sobre los hexápodos, aplastándose sobre sus pieles como boinas extrañas. Cordelia tomó el visor para echar un vistazo más atento.
—¿Cree que serán como esos pájaros de la Tierra, que le quitan los parásitos al ganado? ¡Oh! No, supongo que no.
Los hexápodos se agitaron con susurros y silbidos, meneando los cuerpos con una especie de bamboleo obeso, y se deslizaron hacia el río.
Los radiales, ahora del color de vaso de vino lleno de burdeos, se inflaron y se retiraron al aire.
—¿Globos vampiros? —preguntó Vorkosigan.
—Eso parece.
—Qué criaturas más sorprendentes.
Cordelia casi se echó a reír al ver su expresión de asco.
—Como carnívoro, no los puede condenar.
—Condenarlos, no; evitarlos, sí.
—En eso le doy la razón.
Continuaron corriente arriba y dejaron atrás una rebullente cascada de color pardo. Después de un kilómetro y medio, llegaron a un lugar donde se unían dos afluentes, y cruzaron por la parte menos profunda que pudieron encontrar. Al cruzar el segundo afluente, Dubauer perdió pie cuando una roca cedió bajo él, y se desplomó sin un grito.
Cordelia tensó su presa sobre su brazo, compulsivamente, y cayó con él, resbalando hacia una zona más profunda. El terror se apoderó de ella, por miedo a perderlo corriente abajo más allá de su alcance, a merced de aquellos hexápodos anfibios, las afiladas rocas, la cascada. Sin hacer caso al agua que le llenaba la boca, se agarró a él con ambas manos. Allá iban… no.
Algo tiró de ella con una fuerza tremenda para contrarrestar la embestida de las aguas. Vorkosigan la había agarrado por el cinturón, y los aupaba a ambos hacia los bajíos con la fuerza y el estilo de un estibador.
Sintiéndose indigna, pero agradecida, ella se puso en pie y arrastró a Dubauer, que tosía, hasta la orilla.
—Gracias —le dijo a Vorkosigan, jadeando.
—¿Qué esperaba, que dejara que se ahogasen? —inquirió él secamente, vaciando sus botas.
Cordelia se encogió de hombros, cortada.
—Bueno… al menos dejaríamos de retrasarlo.
—Mm.
Él se aclaró la garganta, pero no dijo nada más. Encontraron un lugar rocoso donde sentarse, comieron sus cereales y su salsa de queso, y se secaron un rato antes de continuar.
Fueron recorriendo kilómetros y kilómetros, pero su visión de la gran montaña a su derecha apenas parecía variar. En un momento determinado Vorkosigan pareció tomar una decisión que no compartió, y los condujo hacia el oeste, dejando la montaña a sus espaldas y al sol de lado.
Cruzaron otro río. Al rebasar esa parte del valle, Cordelia casi se topó con un hexápodo de piel roja que yacía tranquilo en una depresión, completamente confundido con el paisaje. Era un ser de formas delicadas, del tamaño de un perro mediano, y recorría las llanuras rojas con graciosos brincos.
Cordelia despertó bruscamente.
—¡Esa cosa es comestible!
—¡El aturdidor! ¡El aturdidor! —exclamó Vorkosigan. Ella se lo entregó rápidamente.
Vorkosigan se hincó de rodillas, apuntó, y abatió a la criatura de un disparo.
—¡Oh, buen tiro! —chilló Cordelia, extasiada.
Vorkosigan sonrió como un crío por encima del hombro y echó a correr hacia su presa.
—Oh —murmuró ella, aturdida por el efecto de la sonrisa. Había iluminado su cara como el sol durante un breve instante.
Oh, hazlo otra vez,
pensó; luego se sacudió del pensamiento. El deber. Cíñete al deber.
Ella lo siguió hasta donde yacía el animal. Vorkosigan había sacado el cuchillo, sin saber por dónde empezar. No podía cortarle la garganta, pues no tenía cuello.
—El cerebro está localizado justo detrás de los ojos. Tal vez podría matarlo clavándoselo entre el primer conjunto de omóplatos —sugirió Cordelia.
—Eso debe ser bastante rápido —reconoció Vorkosigan, y así lo hizo. La criatura se estremeció, suspiró y murió—. Es temprano para acampar, pero aquí hay agua, y la madera que el río arrastra nos servirá como leña para encender un fuego. Pero eso significa que mañana tendremos que caminar más kilómetros —advirtió.
Cordelia contempló el cadáver, pensando en la carne asada.
—No importa.
Vorkosigan se echó el animal al hombro y se puso en pie.
—¿Dónde está su alférez?
Cordelia miró alrededor. No se veía a Dubauer por ninguna parte.
—Oh, señor —resopló, y corrió hacia el lugar donde se encontraba cuando Vorkosigan disparó. Dubauer no estaba allí tampoco. Cordelia se acercó al borde del riachuelo.
Dubauer estaba allí de pie, los brazos colgando a sus costados, mirando hacia arriba, como en trance. Flotando suavemente sobre su rostro vuelto había un gran radial transparente.
—¡Dubauer, no! —chilló Cordelia, y corrió hacia él. Vorkosigan la adelantó de un salto y ambos corrieron hacia la orilla.
El radial se posó sobre la cara de Dubauer y empezó a aplanarse, y él alzó las manos con un grito.
Vorkosigan llegó primero. Agarró la cosa semiflácida con su mano desnuda y la apartó de la cara de Dubauer. Una docena de oscuros apéndices parecidos a tentáculos estaban enganchados en la piel del alférez, y se estiraron y chasquearon cuando la criatura fue arrancada de su presa. Vorkosigan la arrojó a la arena y la pisoteó mientras Dubauer caía al suelo y se enroscaba de costado. Cordelia intentó quitarle las manos de la cara. Estaba haciendo ruidos extraños y roncos, y su cuerpo se estremecía. Otro ataque, pensó. Pero luego advirtió con horror que estaba llorando.
Sostuvo su cabeza sobre su regazo para detener los salvajes movimientos. Los lugares donde los tentáculos habían penetrado su piel eran negros en el centro, rodeados por círculos de carne roja que empezaban a hincharse alarmantemente. Había uno particularmente desagradable en la comisura de un ojo. Cordelia le quitó los tentáculos restantes de la piel y descubrió que le quemaban los dedos, como ácido. Al parecer la criatura estaba toda cubierta de un veneno similar, pues Vorkosigan estaba arrodillado, con la mano metida en el arroyo. Cordelia quitó rápidamente los demás tentáculos y llamó al barrayarés.
—¿Tiene algo en su botiquín que nos ayude con esto?
—Sólo el antibiótico.
Le tendió un tubo y ella roció un poco sobre el rostro de Dubauer. En realidad no era un ungüento adecuado para las quemaduras, pero tendría que valer. Vorkosigan contempló a Dubauer un momento y luego sacó reacio una pequeña píldora blanca.
—Esto es un potente analgésico. Sólo tengo cuatro. Deberá durarle hasta la noche.
Cordelia se lo colocó a Dubauer en la lengua. Evidentemente sabía amargo, pues él trató de escupirlo, pero ella lo recuperó y lo obligó a tragárselo. En unos pocos minutos pudo ponerlo en pie y llevarlo al campamento que Vorkosigan había elegido, dominando el canal arenoso.
Vorkosigan, mientras tanto, había recogido leña para el fuego.
—¿Cómo va a encenderlo? —inquirió Cordelia.
—Cuando era un niño pequeño, tuve que aprender a encender fuego por fricción —recordó Vorkosigan—. Campamento de verano de la escuela militar. No era fácil. Llevaba toda la tarde. Ahora que lo pienso, nunca llegué a conseguirlo. Lo encendí diseccionando un comunicador de la mochila.
Rebuscó en su cinturón y sus bolsillos.
—El instructor se puso furioso. Creo que el comunicador era suyo.
—¿No hay prendedores químicos? —preguntó Cordelia, haciendo un gesto con la cabeza hacia su actual inventario del cinturón.
—Se supone que si quieres calor, puedes encender tu arco de plasma. —Él palpó con los dedos la cartuchera vacía—. Tengo otra idea. Un poco drástica, pero creo que será efectiva. Será mejor que vaya con su botánico. Esto va a sonar fuerte.
Sacó un cartucho de energía del inútil arco de plasma de su cinturón.
—Oh-oh —dijo Cordelia, apartándose—. ¿No será un poco exagerado? ¿Y qué va a hacer con el cráter? Será visible desde el aire desde kilómetros de distancia.
—¿Quiere sentarse aquí y frotar dos palitos? Pero supongo que será mejor que haga algo respecto al cráter.
Pensó un instante y luego se acercó al borde del vallecillo. Cordelia se sentó junto a Dubauer, rodeó sus hombros con un brazo y se encogió, esperando la explosión.
Vorkosigan llegó corriendo desde el borde del valle y alcanzó el suelo rodando. Hubo un brillante destello blanquiazul, y una explosión que estremeció el terreno. Una gran columna de humo, polvo y vapor se alzó al aire, y guijarros, tierra y trozos de arena fundida empezaron a caer como lluvia alrededor. Vorkosigan desapareció de nuevo tras el risco y regresó poco después con una antorcha encendida.
Cordelia fue a echar un vistazo a los daños. Vorkosigan había colocado el cartucho cortocircuitado corriente arriba, a unos doscientos metros, en el borde exterior de un recodo donde el arroyo se curvaba corriente arriba. La explosión había dejado un espectacular cráter cristalino de unos quince metros de ancho y cinco de profundidad que todavía humeaba. Pero mientras ella miraba el arroyo erosionó el borde y entró en el hueco, provocando una columna de vapor. Dentro de una hora sería un agujero de aspecto natural.
—No está mal —murmuró, aprobando la acción.
Para cuando el fuego se redujo a un lecho de brasas, tenían trozos de oscura carne roja preparados ya en las espetas.
—¿Cómo le gusta la carne? —preguntó Vorkosigan—. ¿Poco hecha? ¿En su punto?
—Creo que será mejor que esté bien pasadita —sugirió Cordelia—. Todavía no habíamos completado la investigación sobre parásitos.
Vorkosigan miró su carne con gesto dubitativo.
—Ah. Vaya —dijo débilmente.
La cocinaron a conciencia y luego se sentaron junto al fuego y se lanzaron a la humeante carne con feliz salvajismo. Incluso Dubauer consiguió alimentarse solo, con pequeños bocados. La carne era dura y correosa, quemada por fuera y con un saborcillo amargo, pero nadie sugirió un acompañamiento de gachas o salsa de queso azul.
Cordelia se sintió de buen humor. Las ropas de Vorkosigan estaban sucias, húmedas y salpicadas de sangre seca por haber arrastrado la cena, igual que las suyas. Él tenía barba de tres días, su rostro brillaba a la luz de la hoguera con grasa de hexápodo y apestaba a sudor seco.
A excepción de la barba, ella no tenía mejor aspecto y sabía que tampoco olía mejor. Se sintió inquietantemente consciente del cuerpo de él, musculoso, compacto, completamente masculino, agitando sentidos que ella creía haber suprimido. Sería mejor que pensara en otra cosa…