—De hombre del espacio a cavernícola en tres días —meditó en voz alta—. Imaginamos que la civilización está en nosotros mismos, cuando en realidad está en nuestras cosas.
Vorkosigan miró con una sonrisa torcida a Dubauer, tan cuidadosamente atendido.
—Parece que usted lleva la civilización por dentro.
Cordelia se ruborizó, incómoda, y se alegró del camuflaje que le prestaba la hoguera.
—Sólo cumplo con mi deber.
—Algunas personas consideran que su deber es más elástico. O… ¿estaba usted enamorada de él?
—¿De Dubauer? ¡Cielos, no! No soy una cazadora de bebés. Pero era un buen chico. Y me gustaría devolvérselo a su familia.
—¿Tiene usted familia?
—Claro. Mi madre y mi hermano, allá en la Colonia Beta. Mi padre también se dedicaba a la Exploración.
—¿Fue uno de esos de los que nunca volvieron?
—No, murió en un accidente con una lanzadera, a unos diez kilómetros de casa. Había estado en casa de permiso, y regresaba.
—Mis condolencias.
—Oh, eso fue hace muchísimos años.
Se pone un poco personal,
¿no?, pensó ella. Pero era mejor que intentar esquivar un interrogatorio militar. Cordelia esperó fervientemente que el tema, digamos, del último equipamiento betano no saliera a colación.
—¿Y usted? ¿Tiene familia?
De repente, a ella se le ocurrió que la frase era también una forma amable de preguntar: «¿Está casado?»
—Mi padre vive. Es el conde Vorkosigan. Mi madre era medio betana, ¿sabe? —preguntó él, vacilante.
Cordelia decidió que si Vorkosigan, lleno de frialdad militar, era formidable, Vorkosigan intentando parecer amable era verdaderamente aterrador. Pero la curiosidad superó la urgencia por interrumpir la conversación.
—Eso es poco habitual. ¿Cómo sucedió?
—Mi abuelo materno fue el príncipe Xav Vorbarra, el diplomático. Fue embajador en la Colonia Beta durante un tiempo, en su juventud, antes de la Primera Guerra Cetagandiana. Creo que mi abuela estaba en su Oficina de Comercio Interestelar.
—¿La conoció usted bien?
—Después de que mi madre… muriera, y la Guerra Civil de Yuri Vorbarra terminara, pasaba a veces las vacaciones escolares en la casa del príncipe en la capital. No se llevaba bien con mi padre, antes y después de la guerra, porque eran de distintos partidos políticos. Xav era el jefe de los liberales, y por supuesto mi padre era, es, parte del último reducto de la antigua aristocracia militar.
—¿Fue feliz su abuela en Barrayar? —Cordelia calculó los días escolares de Vorkosigan en unos treinta años atrás.
—No creo que llegara a ajustarse por completo a nuestra sociedad. Y, naturalmente, la Guerra de Yuri… —Se calló, y luego empezó de nuevo—. Los extranjeros, los betanos en particular, tienen esa extraña visión de Barrayar como si fuera una especie de monolito, pero somos una sociedad fundamentalmente dividida. Mi Gobierno siempre está combatiendo esas tendencias centrífugas.
Vorkosigan se inclinó hacia delante y lanzó otro trozo de madera al fuego. Las chispas revolotearon como una bandada de pequeñas estrellas anaranjadas que saltaran al cielo. Cordelia sintió un fuerte anhelo de volar con ellas.
—¿A qué partido pertenece usted? —preguntó, esperando llevar la conversación a un plano que resultara menos enervante en lo personal—. ¿Al de su padre?
—Mientras él viva. Siempre quise ser soldado y evitar todos los partidos. Tengo aversión a la política; ha sido la muerte de mi familia. Pero ya es hora de que alguien se encargue de esos malditos burócratas y de sus espías. Se imaginan que son la avanzadilla del futuro, pero sólo son detritos que caen cuesta abajo por la pendiente.
—Si expresa esas opiniones con tanto ardor en casa, no me extraña que se la tengan jurada. —Ella atizó el fuego con un palo, liberando más chispas para su viaje.
Dubauer, sedado por el analgésico, se quedó dormido rápidamente, pero Cordelia permaneció despierta largo rato, repasando mentalmente la perturbadora conversación. Pero, al fin y al cabo, ¿qué le importaba si a este barrayarés le gustaba darse cabezazos contra los demás? No había motivos para implicarse. Ninguno. Seguro que no. Aunque la hechura de sus fuertes manos cuadradas fuera un sueño de poder en forma de…
Despertó en mitad de la noche con un sobresalto. Pero sólo era el fuego restallando cuando Vorkosigan añadió una inusitada cantidad de leña. Ella se sentó, y él se le acercó.
—Me alegro de que esté despierta. La necesito. —Le colocó en la mano el cuchillo de combate—. Ese cadáver parece estar atrayendo algo. Voy a lanzarlo al río. ¿Quiere sujetar la antorcha?
—Claro.
Ella se desperezó, se levantó y seleccionó una rama adecuada. Lo siguió hasta el arroyo, frotándose los ojos. Las fluctuantes luces anaranjadas provocaban saltarinas sombras negras con las que era casi más difícil ver que con la simple luz de las estrellas. Cuando llegaron al borde del agua Cordelia vio movimiento por el rabillo del ojo, y oyó un roce entre las rocas y un siseo familiar.
—Oh-oh. Hay un grupo de carroñeros corriente arriba, a la izquierda.
—En efecto.
Vorkosigan lanzó los restos de la cena en mitad del río, donde se desvanecieron con un borboteo sordo. Hubo un sonido de chapuzón, fuerte, no un eco.
¡Ajá!
pensó Cordelia,
también te he visto dar un respingo, barrayarés.
Pero fuera lo que fuese lo que había saltado al agua no salió a la superficie, y sus ondas se perdieron en la corriente. Oyeron algunos siseos más y un alarido aterrador, corriente abajo. Vorkosigan desenfundó el aturdidor.
—Hay una camada entera ahí delante —comentó Cordelia, nerviosa. Unieron espalda con espalda, tratando de penetrar la negrura. Vorkosigan se apoyó el aturdidor en una muñeca y lanzó un disparo tras apuntar cuidadosamente. Hubo un zumbido, y una de las oscuras formas se desplomó en el suelo. Sus camaradas lo olisquearon con curiosidad y siguieron acercándose.
—Me gustaría que su pistola tuviera más de un disparo.
Él apuntó de nuevo y abatió dos más, sin ningún efecto sobre el resto. Se aclaró la garganta.
—¿Sabe? Su aturdidor casi no tiene carga.
—¿No hay suficiente para eliminar al resto, entonces?
—No.
Uno de los carroñeros, más atrevido que el resto, se abalanzó hacia delante. Vorkosigan lo recibió con un grito y avanzando a su vez. La bestia se retiró temporalmente. Los carroñeros que ocupaban las llanuras eran ligeramente más grandes que sus primos de las montañas, e incluso más feos, si eso era posible. Obviamente, también viajaban en grupos mayores. El círculo de bestias se tensó cuando ellos intentaron retirarse hacia el borde del valle.
—Oh, demonios —dijo Vorkosigan—. Lo que faltaba.
Una docena de silenciosos y espectrales globos flotaba en las alturas.
—Qué forma tan asquerosa de morir. Bueno, llevémonos por delante tantos como sea posible.
La miró, pareció a punto de decir algo más, pero luego sacudió la cabeza y se dispuso a correr.
Cordelia, con el corazón desbocado, contempló los radiales que descendían, y entonces tuvo una idea luminosa.
—Oh, no —jadeó—. No es el último cartucho. Es la caballería al rescate. Venid, pequeñines —llamó—. Venid con mamá.
—¿Se ha vuelto loca? —preguntó Vorkosigan.
—¿Quería una explosión? Yo le daré una explosión. ¿Qué cree que mantiene a esas cosas en el aire?
—No lo había pensado. Pero naturalmente tiene que ser…
—¡Hidrógeno! Le apuesto lo que quiera a que si analizáramos esos pequeños conjuntos químicos descubrimos agua electrolizada. ¿Se ha fijado en que siempre están cerca de ríos y arroyos? Ojalá tuviera unos guantes.
—Permítame.
La sonrisa de Vorkosigan brilló en la oscuridad veteada de fuego. Saltó, agarró un radial en el aire, tomándolo por los tentáculos marrones, y lo lanzó al suelo ante los carroñeros que se acercaban. Cordelia, empuñando la antorcha como si fuera el florete de un espadachín, estiró la mano hacia delante. Las chispas revolotearon cuando golpeó dos, tres veces.
El radial explotó en una bola de llamas cegadoras que le chamuscó las cejas, con un gran retumbar y un hedor sorprendente. Fogonazos naranjas y verdes bailaron ante sus retinas. Cordelia repitió el truco con la siguiente presa de Vorkosigan. La piel de uno de los carroñeros ardió, y eso provocó la retirada general, entre chirridos y siseos. Cordelia pinchó de nuevo un radial en el aire. Estalló con un destello que iluminó toda la extensión del valle fluvial y las espaldas jorobadas de la camada de carroñeros en fuga.
Vorkosigan la palmeó frenéticamente en la espalda; no fue hasta que notó el olor, que ella advirtió que su pelo estaba ardiendo. Él lo apagó. El resto de los radiales se perdió en las alturas, excepto uno que Vorkosigan capturó y mantuvo sujeto por los tentáculos.
—¡Ja! —Cordelia bailó a su alrededor una danza de la guerra. La subida de adrenalina provocaba en ella unas tontas ganas de reír. Inspiró profundamente—. ¿Está bien su mano?
—Un poco quemada —admitió él. Se quitó la camisa y metió dentro el radial. El bicho latía y apestaba—. Tal vez nos haga falta más tarde.
Se lavó la mano brevemente en el arroyo y volvieron corriendo al campamento. Dubauer dormía tan tranquilo, aunque unos pocos minutos más tarde un carroñero perdido apareció en el borde del círculo de luz, olisqueando y siseando. Vorkosigan lo puso en fuga con la antorcha, el cuchillo y algunas maldiciones… susurradas, para no despertar al alférez.
—Creo que será mejor que nos mantengamos con las raciones de campaña el resto del viaje —dijo al regresar.
Cordelia asintió de todo corazón.
Despertó a los hombres con las primeras luces grises del amanecer, tan ansiosa ahora como Vorkosigan por completar el viaje hasta la seguridad del escondite de suministros lo más rápido posible. El radial que Vorkosigan tenía cautivo en la camisa había muerto y se había desinflado durante la noche, convirtiéndose en una horrible masa gélida. Vorkosigan invirtió unos minutos en lavar la camisa en el arroyo, pero los hedores y manchas que el bicho había dejado lo convirtieron en el indiscutible campeón en la competición de suciedad que a Cordelia le parecía que estaban manteniendo. Tomaron un rápido refrigerio de sus sosas pero seguras gachas y su salsa de queso azul, y se pusieron en marcha en cuanto salió el sol.
Cerca de su descanso de mediodía Vorkosigan desapareció detrás de unos matorrales para atender sus necesidades biológicas. Unos momentos después se oyó una sarta de maldiciones, y Vorkosigan salió saltando de un pie a otro y sacudiendo las perneras de sus pantalones. Cordelia le dirigió una mirada de inocente curiosidad.
—¿Sabe esos conos amarillos de arena que hemos visto…? —dijo Vorkosigan, desabrochándose los pantalones.
—Sí.
—No pise ninguno para hacer pis.
Cordelia no pudo sofocar una risita.
—¿Qué ha encontrado? ¿O debo decir qué lo ha encontrado a usted?
Vorkosigan dio vuelta a los pantalones y empezó a quitar las pequeñas criaturas redondas y blancas que corrían entre sus pliegues. Cordelia agarró una y la sostuvo en la palma de la mano para mirarla con atención. Era otro modelo de radial, con cilios por patas, una forma subterránea.
—¡Ay! —Se libró rápidamente del bicho.
—Pica, ¿eh? —rugió Vorkosigan.
Un borbotón de risa se acumuló en su interior. Pero evitó perder el control cuando advirtió un rasgo más preocupante en el aspecto de él.
—Eh, ese arañazo no tiene buen aspecto, ¿no?
La marca de la garra del carroñero en el muslo derecho que Vorkosigan había recibido la noche en que enterraron a Rosemont estaba hinchada y azulina, con feas vetas rojas que llegaban hasta la rodilla.
—No pasa nada —dijo él con firmeza, y empezó a ponerse los pantalones libres de radiales.
—No tiene buena pinta. Déjeme ver.
—No hay nada que pueda hacer —protestó él, pero se sometió a un breve reconocimiento—. ¿Satisfecha? —inquirió sarcástico, y terminó de vestirse.
—Ojalá sus microespecialistas hubieran sido un poco más concienzudos cuando crearon ese apósito. —Cordelia se encogió de hombros—. Pero tiene usted razón. No podemos hacer nada.
Continuaron el camino. Cordelia lo observó con más atención a partir de entonces. De vez en cuando él empezaba a cojear, luego advertía que ella lo estaba mirando y avanzaba con paso aún más decidido. Pero al final del día abandonó las pretensiones y cojeó sin disimulo. A pesar de eso, continuaron andando hasta la puesta de sol y también después, hasta que la montaña hacia la que se dirigían se convirtió en una masa negra en el horizonte. Por fin, dando tumbos en la oscuridad, él cedió y detuvo la marcha. Cordelia se alegró, pues Dubauer no podía más, y se apoyaba en ella pesadamente y trataba de tumbarse. Durmieron en el lugar donde se detuvieron, en el suelo de arena rojiza. Vorkosigan rompió una bengala y se encargó de la guardia, mientras Cordelia yacía en tierra y observaba las inalcanzables estrellas girar en el cielo.
Vorkosigan había pedido que lo despertaran antes del amanecer, pero ella lo dejó dormir hasta pasado un buen rato. No le gustaba el aspecto que tenía, alternativamente pálido y enrojecido, ni la forma entrecortada de su respiración.
—¿No cree que sería mejor que se tomara uno de sus analgésicos? —le preguntó ella cuando se despertó, pues él apenas podía apoyar el peso en la pierna, que estaba mucho más hinchada.
—Todavía no. Tengo que guardar un poco para el final.
Cortó en cambio una larga vara, y los tres comenzaron la tarea del día caminando hacia el sol.
—¿Cuánto falta? —preguntó Cordelia.
—Calculo que un día, día y medio, depende del ritmo que podamos seguir. —Hizo una mueca—. No se preocupe. No va a tener que llevarme en brazos. Soy uno de los hombres más en forma de mi regimiento. —Continuó cojeando—. De los de más de cuarenta años.
—¿Cuántos hombres de más de cuarenta hay en su regimiento?
—Cuatro.
Cordelia hizo una mueca.
—De todas formas, si es necesario, tengo un estimulante en mi equipo médico que animaría a un cadáver. Pero quiero guardarlo también para el final.
—¿Qué clase de problemas espera?
—Depende de quién atienda a mi llamada. Sé que Radnov, mi oficial político, tiene al menos a dos agentes en mi sección de comunicaciones. —Frunció los labios, midiéndola de nuevo— Verá, no creo que hubiera un motín general. Creo que fue un intento de asesinato improvisado en el acto por parte de Radnov y unos cuantos. Usaron a los betanos, pensando que podrían deshacerse de mí sin implicarse. Si tengo razón, todo el mundo a bordo de la nave cree que estoy muerto. Todos menos uno.