Fragmentos de honor (9 page)

Read Fragmentos de honor Online

Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, ciencia-ficción

—Yo… lo siento por su amigo. ¿Fue hace mucho tiempo?

—A veces lo parece. Hace más de veinte años. Dicen que las personas seniles recuerdan cosas de su juventud con más claridad que las de la semana pasada. Tal vez se está volviendo senil.

—Ya veo.

Ella consideró la historia como una especie de extraño regalo con púas, demasiado frágil para dejarlo caer, demasiado doloroso para sujetarlo. Él se tendió, silencioso de nuevo, y ella volvió a recorrer el claro, escuchando en el borde del bosquecillo un silencio tan profundo que el rugir de la sangre en sus oídos parecía ahogarlo todo. Cuando completó la ronda, Vorkosigan estaba dormido, inquieto y agitándose de fiebre. Cordelia tomó una de las mantas medio quemadas de Dubauer y lo tapó con ella.

4

Vorkosigan despertó unas tres horas antes del amanecer e hizo que ella se acostara para arañar unas cuantas horas de sueño. Cordelia volvió a despertar con la luz gris que precede al amanecer. Era evidente que él se había bañado en el arroyo y había usado el paquetito depilatorio de una sola aplicación que guardaba en el cinturón para eliminar de su rostro la barba de cuatro días.

—Necesito ayuda con esta pierna. Quiero abrirla y drenarla y volver a vendarla. Así aguantará hasta la tarde, y después de eso no importará.

—Bien.

Vorkosigan se quitó la bota y el calcetín, y Cordelia le hizo sujetar la pierna bajo una raíz, al borde de la cascada. Lavó el cuchillo de combate, y luego abrió la hinchada herida con un tajo profundo y rápido. Los labios de Vorkosigan empalidecieron, pero no dijo nada. Fue Cordelia quien dio un respingo. Del corte manó sangre y pus y una sustancia viscosa y maloliente que el arroyo aclaró. Ella trató de no pensar en qué nuevos microbios podrían estar introduciendo en el procedimiento. Sólo necesitaban un paliativo temporal.

Roció la herida con lo que quedaba del ineficaz antibiótico y gastó el tubo de vendaje plástico para cubrirla.

—Me siento mejor.

Pero Vorkosigan se tambaleó y estuvo a punto de caer cuando intentó caminar con normalidad.

—Bien —murmuró—. Ha llegado el momento.

Ceremoniosamente, sacó el último analgésico y una pequeña píldora azul de su botiquín de primeros auxilios, los tragó y tiró el envoltorio vacío. De manera inconsciente, Cordelia lo recogió, descubrió que no tenía sitio donde ponerlo y, subrepticiamente, volvió a dejarlo caer.

—Estas cosas funcionan maravillosamente —le dijo él—, hasta que se agotan, y entonces te caes como una marioneta con las cuerdas cortadas. Ahora estaré bien unas dieciséis horas.

En efecto, para cuando acabaron las raciones de campaña y prepararon a Dubauer para la marcha del día, él no sólo parecía normal, sino fresco y descansado y lleno de energía, Ninguno hizo el menor comentario sobre la conversación de la noche anterior.

Él los condujo en un amplio arco alrededor de la base de la montaña, de modo que a mediodía se acercaban al lado lleno de cráteres desde el oeste.

Se abrieron camino a través de bosques y claros hasta un promontorio situado frente al gran montículo que era todo lo que quedaba de la parte inferior de la montaña de los días anteriores al cataclismo volcánico. Vorkosigan se arrastró hacia un promontorio sin árboles, cuidando de no dejarse ver entre las altas hierbas. Dubauer, pálido y exhausto, se acurrucó de costado en su escondite y se quedó dormido. Cordelia lo observó hasta que su respiración se volvió lenta y firme, y luego siguió a Vorkosigan. El capitán de Barrayar había sacado su catalejo de campaña y estaba escrutando el verde anfiteatro.

—Allí está la lanzadera. Han acampado en las cuevas donde está oculto el material. ¿Ve esa veta oscura junto a la cascada grande? Ésa es la entrada.

Le prestó el catalejo para que pudiera ver mejor.

—Oh, está saliendo alguien. Se les puede ver la cara con este magnífico aumento.

Vorkosigan recuperó el catalejo.

—Koudelka. No hay problema. Pero el tipo delgado que lo acompaña es Darobey, uno de los espías de Radnov en mi sección de comunicaciones. Recuerde su cara: necesitará saber cuándo mantener la cabeza gacha.

Cordelia se preguntó si el aire de diversión de Vorkosigan era producido por el estimulante o si era una especie de expectación primitiva del inminente enfrentamiento. Sus ojos parecían chispear mientras observaba, contaba y calculaba.

Siseó entre dientes y, por un momento, pareció uno de los carnívoros locales.

—¡Allí está Radnov, por Dios! Cuánto me gustaría ponerle las manos encima. Pero esta vez puedo llevar a juicio a los hombres del Ministerio. Me gustaría ver cómo intentan sacar a uno de sus lacayos de una acusación de motín. El Alto Mando y el Consejo de Condes estarán conmigo esta vez. No, Radnov, vas a vivir… y a lamentarlo.

Se apoyó en el suelo con el estómago y los codos y devoró la escena con la mirada.

De repente se enderezó y sonrió con una mueca.

—Es hora de que cambie mi suerte. Allí está Gottyan, armado, así que debe estar al mando. Casi estamos ya en casa. Vamos.

Se arrastraron de vuelta al refugio entre los árboles. Dubauer no estaba donde lo habían dejado.

—Oh, señor —suspiró Cordelia, dándose la vuelta y escrutando el bosque en todas direcciones—. ¿Por dónde se ha ido?

—No puede haber llegado muy lejos —la tranquilizó Vorkosigan, aunque también él parecía preocupado.

Cada uno trazó un círculo de un centenar de metros en el bosque.
¡Idiota!
, se castigó furiosamente Cordelia, llena de pánico.
Tuviste que ir a mirar
… Se reunieron en el punto original sin ver ninguna marca que hubiera dejado el alférez errante.

—Mire, ahora no tenemos tiempo para buscarlo —dijo Vorkosigan—. En cuanto haya recuperado el mando, enviaré a una patrulla en su busca. Con rastreadores adecuados, darán con él más rápido que nosotros.

Cordelia pensó en carnívoros, acantilados, lagos profundos, patrullas barrayaresas de gatillo fácil.

—Hemos llegado tan lejos… —empezó a decir.

—Y si no recupero el mando pronto, ninguno de ustedes sobrevivirá de todas formas.

Dolorida, pero obedeciendo a la razón, Cordelia permitió que Vorkosigan la tomara del brazo. Tras apoyarse levemente en ella, se abrió camino por el bosque. Cuando se acercaron al campamento barrayarés, se llevó un grueso dedo a los labios.

—Avance lo más silenciosamente que pueda. No he llegado hasta aquí para que me dispare uno de mis propios hombres. Ah. Tiéndase aquí.

La depositó en un lugar tras unos troncos caídos y vegetación alta, desde donde podían dominar un sendero entre los matorrales.

—¿No va a ir a llamar a la puerta?

—No.

—¿Por qué no, si su Gottyan le es fiel?

—Porque sucede algo raro. No sé por qué esta partida de desembarco está aquí.

Vorkosigan meditó un instante, luego le entregó el aturdidor.

—Si tiene que usar un arma, será mejor que sea una que pueda manejar. Todavía le queda un poco de carga: uno o dos disparos. Este sendero corre entre los puestos de los centinelas y, tarde o temprano, por aquí vendrá alguien. Mantenga la cabeza baja hasta que yo la llame.

Aflojó el cuchillo en su vaina y se ocultó al otro lado del sendero. Esperaron un cuarto de hora, luego otro. El bosquecillo dormitaba bajo el aire cálido, suave y blanco.

Entonces oyeron en el sendero el sonido de botas pisando la capa de hojas. Cordelia se quedó inmóvil, tratando de ver por entre los matorrales sin alzar la cabeza. Una forma alta, vestida con el maravilloso y efectivo uniforme de camuflaje de Barrayar se convirtió en un oficial de pelo gris. Cuando pasaba, Vorkosigan se levantó de su escondite, como si hubiera resucitado.

—Korabik —dijo en voz baja, pero con sincero afecto. Permaneció de pie, sonriente, cruzado de brazos, esperando.

Gottyan se giró, desenfundando con una mano el disruptor neural de su cadera. Un segundo después, una expresión de sorpresa asomó a su rostro.

—¡Aral! La partida de aterrizaje informó de que los betanos le habían matado.

Y dio un paso, no adelante, como Cordelia había esperado por el tono de voz de Vorkosigan, sino atrás. Todavía sostenía en la mano el disruptor, como si se hubiera olvidado de guardarlo, pero lo empuñaba con fuerza. El estómago de Cordelia se encogió.

Vorkosigan parecía levemente aturdido, como decepcionado por la fría y controlada recepción.

—Me alegro de saber que no eres supersticioso —bromeó.

—Sé bien que no lo podía dar por muerto hasta que lo hubiera visto enterrado con una estaca en el corazón —dijo Gottyan, tristemente irónico.

—¿Qué ocurre, Korabik? —preguntó Vorkosigan suavemente—. No eres ningún lameculos del Ministerio.

Al oír estas palabras, Gottyan alzó el disruptor, apuntando claramente. Vorkosigan se quedó muy quieto.

—No —respondió con sinceridad—. Me pareció que la historia que Radnov contó sobre usted y los betanos apestaba. E iba a asegurarme de que llegara a un tribunal de investigación cuando regresáramos a casa. —Hizo una pausa—. Pero claro… yo habría tenido el mando. Después de actuar como capitán en funciones durante seis meses, sin duda que me confirmarían en el puesto. ¿Cuáles cree que son mis posibilidades de conseguir un puesto de mando a mi edad? ¿El cinco por ciento? ¿El dos? ¿Cero?

—No son tan pocas como crees —dijo Vorkosigan, todavía suavemente—. Se preparan algunas cosas de las que poca gente ha oído hablar. Más naves, más puestos.

—Los rumores de costumbre —despreció Gottyan.

—¿Así que no creíste que estuviera muerto? —sondeó Vorkosigan.

—Estaba seguro de que sí. Me hice cargo… ¿dónde dejó las órdenes selladas, por cierto? Revolvimos su camarote de cabo a rabo para encontrarlas.

Vorkosigan sonrió secamente y sacudió la cabeza.

—No voy a aumentar tus tentaciones.

—No importa. —El pulso de Gottyan no tembló—. Anteayer ese idiota psicópata de Bothari vino a verme a mi camarote. Me contó la historia de lo que había sucedido en el campamento betano. Me sorprendió de muerte… creí que le habría encantado tener una oportunidad de cortarle la garganta. Así que volvimos aquí para hacer prácticas sobre el terreno. Estaba seguro de que volvería usted a aparecer tarde o temprano… Esperaba que llegase antes.

—Me he retrasado un poco. —Vorkosigan cambió levemente de posición, apartándose de la línea de tiro de Cordelia hacia Gottyan—. ¿Dónde está Bothari ahora?

—En confinamiento solitario.

Vorkosigan dio un respingo.

—Lo siento por él. ¿He de suponer que no difundiste la noticia de mi huida?

—Ni siquiera Radnov lo sabe. Todavía piensa que Bothari lo eliminó.

—Es sibilino, ¿eh?

—Como un gato. Me habría encantado restregarle la cara contra el Consejo; si al menos hubiera tenido usted el detalle de tener un accidente en el camino…

Vorkosigan hizo una mueca amarga.

—Parece que todavía no has decidido lo que quieres hacer. ¿Puedo sugerir que no es demasiado tarde, ni siquiera ahora, para cambiar de rumbo?

—Nunca me perdonaría esto —declaró Gottyan, inseguro.

—En mis días más jóvenes y más estirados, tal vez no. Pero si te digo la verdad, me estoy cansando un poco de matar a mis enemigos para darles una lección. —Vorkosigan alzó la barbilla y miró a Gottyan a los ojos—. Si quieres, te doy mi palabra. Ya sabes lo que vale.

El disruptor tembló levemente en la mano de Gottyan, mientras él se tambaleaba al borde de la decisión. Cordelia, sin apenas respirar, vio que sus ojos se humedecían.
No se llora por los vivos,
pensó,
sino por los muertos;
en ese momento, mientras Vorkosigan todavía dudaba, supo que Gottyan pretendía disparar.

Alzó su aturdidor, apuntó con cuidado, y descargó una andanada. Zumbó débilmente, pero fue suficiente para que Gottyan, que volvió la cabeza ante el súbito movimiento, cayera de rodillas. Vorkosigan se abalanzó hacia el disruptor, y luego lo despojó del arco de plasma y lo derribó al suelo.

—Maldito sea —croó Gottyan, semiparalizado—. ¿Es que no se le puede vencer nunca?

—Si se pudiera no estaría aquí. —Vorkosigan se encogió de hombros. Sometió a Gottyan a un rápido registro y confiscó su cuchillo y varios objetos—. ¿A quién han apostado de guardia?

—A Sens al norte, y a Koudelka al sur.

Vorkosigan le quitó el cinturón y le ató las manos a la espalda.

—Te costó trabajo decidirte, ¿eh?

En un aparte, le explicó a Cordelia:

—Sens es uno de los hombres de Radnov. Koudelka es de los míos. Como si lanzáramos una moneda al aire.

—¿Y éste era su amigo? —Cordelia alzó una ceja—. Me parece que la única diferencia entre sus amigos y sus enemigos es cuánto tiempo se dedican a charlar antes de dispararle.

—Sí —reconoció Vorkosigan—. Podría enfrentarme al universo con este ejército si pudiera conseguir que todas sus armas apuntaran en la misma dirección. Ya que sus pantalones aguantarán sin ayuda, comandante Naismith, ¿puede prestarme su cinturón?

Terminó de asegurar con él las piernas de Gottyan, lo amordazó, y luego permaneció un momento pensativo antes de echar a andar sendero abajo.

—Todos los cretenses son mentirosos —murmuró Cordelia, y luego preguntó en voz alta—: ¿Al norte o hacia el sur?

—Una pregunta interesante. ¿Cómo la respondería usted?

—Tuve un profesor que me devolvía las preguntas de esa forma. Yo creía que era el método socrático y me impresionaba muchísimo, hasta que descubrí que lo usaba cada vez que no sabía la respuesta.

Cordelia miró a Gottyan, a quien habían dejado en el lugar donde ella se había ocultado de manera tan efectiva, preguntándose si sus indicaciones eran un regreso a la lealtad o un último esfuerzo por completar el intento de asesinato de Vorkosigan. Él le devolvió la mirada, lleno de resentimiento y hostilidad.

—Al norte —dijo Cordelia por fin, reacia. Vorkosigan y ella intercambiaron una mirada de comprensión, y él asintió brevemente.

—Vamos pues.

Emprendieron silenciosamente el camino, rebasaron un promontorio y atravesaron un pequeño valle cubierto de arbustos.

—¿Hace mucho tiempo que conoce a Gottyan?

—Hemos servido juntos los cuatro últimos años, desde mi degradación. Me parecía un buen oficial de carrera. Apolítico siempre. Tiene familia.

—¿Cree que podría… recuperarlo, más tarde?

Other books

The Green Turtle Mystery by Ellery Queen Jr.
Dear Rose 2: Winter's Dare by Mechele Armstrong
The Good Doctor by Damon Galgut
The Father's House by Larche Davies
Qualinost by Mark Anthony & Ellen Porath
Essential Stories by V.S. Pritchett