—A este paso, estaremos aquí hasta la semana que viene.
Si se movía lo bastante rápido, pensó ella, irritada, ¿conseguiría golpearlo con la pala? Sólo una vez…
—Vaya a sentarse con su botánico. —Él extendió la mano; ella comprendió que por fin iba a ayudarla a cavar.
—Oh… —Soltó la herramienta. Él tomó su cuchillo de combate y lo clavó en las raíces de las hierbas donde Cordelia había marcado su rectángulo y empezó a cavar, de manera mucho más eficaz que ella.
—¿Qué clase de carroñeros han encontrado por aquí? —preguntó entre paletadas—. ¿A qué profundidad cavo?
—No estoy segura —respondió ella—. Sólo llevábamos aquí tres días. Pero es un ecosistema bastante complejo, y los nichos más inimaginables parecen estar ocupados.
—Mmm.
—El teniente Stuben, mi zoólogo jefe, encontró un par de hexápodos muertos y a más que medio devorar. Detectó a algo que definió como cangrejo peludo rondando uno de ellos.
—¿Qué tamaño tenían? —preguntó Vorkosigan con curiosidad.
—No lo dijo. He visto imágenes de los cangrejos de la Tierra, y no parecen muy grandes… Del tamaño de su mano, tal vez.
—Un metro puede ser más que suficiente.
Él continuó la excavación con poderosas y breves mordeduras de la inadecuada pala. La bengala iluminaba su rostro desde abajo, proyectando hacia arriba sombras de la poderosa mandíbula, la nariz ancha y recta, y las tupidas cejas. Tenía una antigua cicatriz en forma de ele, advirtió Cordelia, en el lado izquierdo de la barbilla. Le recordó a un rey enano de alguna saga norteña, cavando en las profundidades insondables.
—Hay un palo junto a las tiendas —se ofreció ella—. Podría colgar esa luz para que ilumine su trabajo.
—Eso ayudaría.
Cordelia regresó a las tiendas, más allá del círculo de la bengala, y encontró el palo donde lo había dejado caer esa mañana. Al regresar a la tumba, amarró la luz al palo con unos cuantos hierbajos y lo clavó en la tierra, haciendo así que el círculo de luz fuera más amplio. Recordó su plan de recolectar helechos para Dubauer, y se dirigió hacia el bosque, pero se detuvo.
—¿Ha oído eso? —le preguntó a Vorkosigan.
—¿Qué? —Incluso él empezaba a respirar entrecortadamente. Se detuvo, hundido hasta las rodillas en el agujero, y prestó atención.
—Una especie de roce, procedente del bosque.
Él esperó un momento, y luego sacudió la cabeza y continuó con su trabajo.
—¿Cuántas bengalas hay?
—Seis.
Tan pocas. Ella odiaba desperdiciarlas usándolas de dos en dos. Estaba a punto de preguntarle si le importaba cavar un rato en la oscuridad, cuando oyó de nuevo el ruido, con más claridad.
—Hay algo ahí fuera.
—Eso ya lo sabemos —dijo Vorkosigan—. La cuestión es…
Las tres criaturas saltaron al unísono hacia el círculo de luz. Cordelia logró atisbar unos cuerpos bajos y rápidos, con demasiadas patas negras y velludas, cuatro ojos negros como perlas en rostros sin cuello, y picos amarillos afilados como cuchillas que chasqueaban y siseaban. Tenían el tamaño de cerdos.
Vorkosigan reaccionó instantáneamente, golpeando al más cercano en la cara con la hoja de la pala. Un segundo animal se abalanzó sobre el cuerpo de Rosemont, mordiendo la carne y la tela de un brazo, e intentando apartarlo de la luz. Cordelia agarró su palo y lo golpeó con saña entre los ojos. El pico rompió el extremo de la vara de aluminio. El animal siseó y retrocedió ante ella.
A estas alturas Vorkosigan ya había desenvainado su cuchillo de combate. Atacó vigorosamente al tercer animal, gritando, apuñalando y pateando con sus pesadas botas. La sangre brotó cuando las garras arañaron su pierna, pero él descargó un golpe con su cuchillo que envió a la criatura aullando y siseando hacía el refugio del bosque junto con sus compañeros de camada. Dándose un momento para respirar, Vorkosigan pescó su pistola aturdidora del fondo de la funda demasiado grande del disruptor donde, a juzgar por sus maldiciones en voz baja, se había deslizado, y se quedó de pie, escrutando la oscuridad.
—Cangrejos peludos, ¿eh? —jadeó Cordelia—. ¡Stuben, se te va a caer el pelo! —gritó, y apretó los dientes.
Vorkosigan limpió en la hierba la oscura sangre del cuchillo y lo devolvió a su vaina.
—Será mejor que la tumba tenga al menos dos metros de profundidad —dijo seriamente—. Tal vez un poco más.
Cordelia suspiró, mostrando su acuerdo, y devolvió el palo algo más corto a su posición original.
—¿Cómo está su pierna?
—Puedo encargarme de ello. Será mejor que se ocupe de su alférez.
Dubauer, aturdido, se había despertado con el estrépito y trataba de marcharse a gatas. Cordelia intentó tranquilizarlo, luego tuvo que vérselas con otro ataque, y al final, para su alivio, Dubauer se quedó dormido.
Vorkosigan, mientras tanto, se había curado su arañazo usando el pequeño botiquín de emergencia de su cinturón y siguió cavando, apenas un poco más despacio. Cuando se hundió en el agujero hasta la altura de los hombros, hizo que ella ayudara a sacar tierra de la tumba usando la caja vacía de especímenes botánicos como cubo improvisado. Era casi medianoche cuando él llamó desde el fondo del pozo.
—Creo que ya está —dijo, y salió—. Lo podría haber hecho en cinco segundos con un arco de plasma —jadeó, recuperando el resuello. Estaba sucio y sudoroso bajo el frío aire de la noche. Hilillos de niebla surgían del barranco y el arroyo.
Juntos arrastraron el cadáver de Rosemont hasta el borde de la tumba. Vorkosigan vaciló.
—¿Quiere la ropa para su alférez?
Era una sugerencia inevitablemente práctica. A Cordelia le repugnaba la indignidad de bajar a Rosemont desnudo a la tierra, pero deseó al mismo tiempo haberlo pensado antes, cuando Dubauer tenía tanto frío. Sacó el uniforme de los miembros ya tiesos con la macabra sensación de que estaba desnudando un muñeco gigantesco, y luego lo arrojaron a la fosa. Rosemont cayó de espaldas con un golpe ahogado.
—Espere un momento.
Sacó el pañuelo de Rosemont del bolsillo de su uniforme y saltó a la tumba y resbaló con el cadáver. Extendió el pañuelo sobre su rostro. Era un pequeño gesto de desafío a la realidad, pero se sintió mejor por hacerlo. Vorkosigan le sujetó la mano y la aupó.
—Muy bien.
Volvieron a verter la tierra en el agujero mucho más rápidamente de lo que la habían excavado, y la apisonaron lo mejor posible caminando sobre ella.
—¿Desea realizar algún tipo de ceremonia? —preguntó Vorkosigan.
Cordelia sacudió la cabeza, pues no le apetecía recitar el vago servicio funeral oficial. Pero se arrodilló junto a la tumba durante unos minutos y rezó una oración más seria, menos segura por sus muertos. La oración pareció revolotear y desvanecerse en el vacío, tan silenciosa como una pluma.
Vorkosigan esperó paciente a que se levantara.
—Es bastante tarde —dijo—, y hemos visto tres buenas razones para no ir dando tumbos en la oscuridad. Bien podemos quedarnos aquí hasta el amanecer. Yo me encargaré de la primera guardia. ¿Todavía quiere golpear mi cabeza con una roca?
—En este momento, no —respondió ella con sinceridad.
—Muy bien. La despertaré más tarde.
Vorkosigan empezó su guardia con una patrulla del perímetro del calvero, llevándose la bengala consigo, que temblequeó entre la negra distancia como una luciérnaga cautiva. Cordelia se tendió junto a Dubauer. Las estrellas titilaban débilmente a través de la bruma. ¿Podría una de ellas ser todavía su nave, o la de Vorkosigan? No era probable, a la distancia a la que sin duda estaban ya.
Se sintió vacía. Energía, voluntad, deseo resbalaban entre sus dedos como líquido brillante, absorbidos por una especie de arena infinita. Miró a Dubauer, tendido a su lado, y apartó su mente del fácil vórtice de la desesperación.
Todavía soy comandante,
se dijo a sí misma bruscamente;
tengo el mando. Todavía me sirves, alférez, aunque no puedas servirte a ti mismo…
La idea pareció el hilo que conducía a una gran reflexión, pero se fundió en sus manos, y poco después se quedó dormida.
Dividieron los escasos restos del campamento en mochilas improvisadas y empezaron a bajar de la montaña con las grises brumas de la mañana. Cordelia llevaba a Dubauer de la mano y lo ayudaba cuando tropezaba. No estaba segura de que la reconociera claramente, pero se aferraba a ella y evitaba a Vorkosigan.
El bosque se fue haciendo más denso y los árboles más altos a medida que descendían. Vorkosigan se abrió paso entre los matorrales con su cuchillo durante un rato y luego llegaron al lecho del arroyo. Manchas de luz empezaron a filtrarse entre las copas de los árboles, iluminando los regazos del agua y las piedras del fondo como si fueran una capa de monedas de bronce.
La simetría radial era común entre las diminutas criaturas que ocupaban los nichos ecológicos de los insectos de la Tierra. Algunas variedades aéreas parecidas a medusas llenas de gas flotaban en nubes iridiscentes sobre el arroyo como bandadas de delicadas pompas de jabón, asombrando a Cordelia con su visión. Parecían tener un efecto tranquilizador también sobre Vorkosigan, pues detuvo el paso tras lo que a ella le había parecido un ritmo mortífero.
Bebieron del arroyo y permanecieron sentados un rato mientras veían los pequeños remolinos correr e hincharse en el chorro de la cascada. Vorkosigan cerró los ojos y se apoyó contra un árbol. Cordelia advirtió que también él estaba al borde del agotamiento. Lo estudió con curiosidad, puesto que ahora no la observaba. Se había comportado todo el tiempo con cortante pero digna profesionalidad militar. Sin embargo, a ella seguía molestándole una alarma subliminal, una persistente sensación de que había olvidado algo importante. Surgió en su mente de repente, como una pelota mantenida bajo el agua y que rompe la superficie al ser soltada y botar al aire.
—Sé quién es usted. Vorkosigan, el Carnicero de Komarr.
Inmediatamente deseó no haber hablado, pues él abrió los ojos y se la quedó mirando, mientras un peculiar juego de expresiones surcaba su rostro.
—¿Qué sabe usted de Komarr? —Su tono añadía: «betana ignorante».
—Lo que sabe todo el mundo. Era una canica sin valor que su pueblo se anexionó por la fuerza para así dominar sus agujeros de gusano. El Senado se rindió, y sus miembros fueron asesinados inmediatamente. Usted estaba al mando de la expedición, o…
Sin duda el Vorkosigan de Komarr era almirante, ¿no?
—¿Era usted? Creí que había dicho que no mataba prisioneros.
—Lo era.
—¿Lo degradaron por eso? —preguntó ella, sorprendida. Pensaba que ese tipo de conducta era normal en Barrayar.
—Por eso no. Por lo que vino después.
Pareció reacio a decir nada más, pero la sorprendió de nuevo al continuar.
—Lo que vino después fue reprimido de manera más efectiva. Yo había dado mi palabra,
mi
palabra, como Vorkosigan, de que los miembros del Senado iban a ser respetados. Mi oficial político contravino mi orden y los hizo matar a mis espaldas. Lo ejecuté por eso.
—Santo Dios.
—Le rompí el cuello con mis propias manos, en el puente de mi nave. Era un asunto personal, ¿sabe?, que afectaba a mi honor. No podía ordenárselo a un pelotón de fusilamiento: todos tenían miedo del ministro de Educación Política.
Eso era el eufemismo oficial para la policía secreta, recordó Cordelia, de la cual los oficiales políticos eran la rama militar.
—¿Y usted no lo tiene?
—Ellos me tienen miedo a mí —añadió él agriamente—. Como esos carroñeros de anoche, atacan cuando tienen la ocasión. Por eso no hay que darles la espalda.
—Me sorprende que no lo hicieran ahorcar.
—Hubo un gran clamor, a puerta cerrada —admitió él, al recordarlo, y se acarició las insignias del cuello—. Pero no se puede hacer desaparecer a un Vorkosigan en la noche, todavía no. Me creé algunos enemigos poderosos.
—Apuesto a que sí.
Esta historia pelada, contada sin adornos ni excusas, sonaba a verdad, aunque ella no tenía ningún motivo lógico para confiar en él.
—¿Le dio, uh, la espalda a uno de esos enemigos ayer?
Él la miró bruscamente.
—Es posible —dijo muy despacio—. Pero hay algunos problemas con esa teoría.
—¿Como qué?
—Todavía sigo vivo. No creía que fueran a arriesgarse a iniciar el trabajo sin terminarlo. Para asegurarse, les tentaría la oportunidad de achacarles mi muerte a ustedes, los betanos.
—Vaya. Y yo que creía que tenía problemas al mando de un puñado de
prima donnas
intelectuales que colaboraban en el trabajo meses seguidos. Dios me mantenga al margen de la política.
Vorkosigan sonrió levemente.
—Por lo que he oído de los betanos, eso no es tarea fácil. Creo que no me cambiaría por usted. Me molestaría tener que discutir cada orden.
—No discuten
cada
orden. —Ella hizo una mueca, porque su puya despertó algún recuerdo—. Además, se acaba por aprender a convencerlos.
—¿Dónde supone que estará ahora su nave?
La alerta cortó su diversión como un telón.
—Supongo que eso depende de dónde esté la suya.
Vorkosigan se encogió de hombros y se levantó; aseguró la mochila a sus hombros.
—Entonces tal vez no deberíamos perder más tiempo para averiguarlo.
Le ofreció la mano para ayudarla a levantarse, la máscara de soldado cubriendo de nuevo sus rasgos.
Tardaron todo el día en descender desde la gran montaña hasta las llanuras de tierra roja. Estaban marcadas por canales de agua, turbia por las lluvias recientes, salpicadas por macizos rocosos. Atisbaron grupos de hexápodos herbívoros. Cordelia dedujo de su conducta en manada que cerca tenían que acechar depredadores.
Vorkosigan habría continuado, pero Dubauer sufrió una seria y prolongada convulsión a la que siguió un estado de letargo antes de quedarse dormido. Cordelia insistió inflexible en que acamparan para pasar la noche. Y eso hicieron, si podía llamarse campamento al hecho de detenerse y sentarse en un claro entre los árboles, a unos trescientos metros sobre el terreno liso. Compartieron su cena de gachas y salsa de queso azul en abatido silencio. Vorkosigan encendió otra luz cuando los últimos colores del atardecer se borraron del cielo, y se sentó en una gran piedra plana. Cordelia se tendió y observó al barrayarés de guardia hasta que el sueño la alivió del dolor que sentía en las piernas y la cabeza.