—Me temo que no puedo compartir su entusiasmo. Estuvo a punto de matarme.
—No puedo decir que sea un gigante moral o intelectual. Es un hombre muy complejo con una gama muy limitada de expresiones, que ha tenido algunas experiencias muy malas. Pero, a su modo retorcido, es honorable.
El terreno se alzó casi imperceptiblemente a medida que se fueron acercando a la base de la montaña. El cambio quedó marcado por la gradual reducción de la vegetación, arbolillos regados por una multitud de arroyuelos de las fuentes secretas de la montaña. Llegaron a la base del sucio cono verde que se alzaba unos mil quinientos metros sobre la pendiente.
Mientras tiraba de Dubauer, que no paraba de dar tumbos, Cordelia maldijo mentalmente, por enésima vez según le parecía, la elección de armas de Vorkosigan.
Cuando el alférez cayó, cortándose la frente, su pena e irritación estallaron en palabras.
—¿Por qué no pueden ustedes usar armas civilizadas? Antes le daría un disruptor a un chimpancé que a uno de Barrayar. Atontados de gatillo fácil.
Dubauer estaba sentado en el suelo, aturdido, y ella le limpió la sangre con el pañuelo sucio. Luego se sentó también.
Vorkosigan se sentó torpemente en el suelo junto a ellos, estirando la pierna mala, concediendo en silencio la pausa. Contempló el rostro tenso y triste de ella, y le ofreció una respuesta seria.
—En ese tipo de situación, siento aversión hacia los aturdidores —dijo lentamente—. Nadie vacila en disparar uno, y si hay suficientes enemigos siempre pueden acabar quitándotelo. He visto morir a hombres, por confiar en sus aturdidores, que podrían haberse librado con un disruptor o un arco de plasma. Un disruptor tiene auténtica autoridad.
—Por otro lado, nadie vacila en disparar un aturdidor —dijo Cordelia de modo sugerente—. Y te da cierto margen de error.
—¿Vacilaría usted en disparar un disruptor?
—Sí. Preferiría no hacerlo.
—Ah.
La curiosidad hizo mella en ella.
—¿Cómo demonios mataron con un aturdidor al hombre que vio?
—No lo mataron con el aturdidor. Después de quitárselo, lo mataron a patadas.
—Oh. —El estómago de Cordelia se tensó—. No… no sería amigo suyo, espero.
—Da la casualidad de que sí. Compartía su actitud hacia las armas. Blando. —Frunció el ceño, contemplando la distancia.
Se incorporaron y se internaron en el bosque. El barrayarés trató de ayudarla un poco más con Dubauer, al cabo de un rato. Pero Dubauer retrocedió ante él, y entre la resistencia del alférez y su pierna mala, el intento fracasó embarazosamente.
Después de eso Vorkosigan se encerró en sí mismo y se volvió menos charlatán. Toda su concentración parecía volcada en avanzar un paso más, pero murmuraba para sí de modo alarmante. Cordelia tuvo la desagradable visión de un colapso y delirios febriles, y no sintió ninguna fe en su habilidad para sustituirlo en su función de identificar y contactar con un miembro leal de su tripulación. Estaba claro que un error de juicio podría ser letal, y aunque no podía decir que todos los barrayareses le parecieran iguales, se vio obligada a recordar el viejo dicho que empieza: «Todos los cretenses son mentirosos.»
Al atardecer, cuando se abrían paso por entre un macizo boscoso más denso, se encontraron de pronto ante un pequeño claro de sorprendente belleza. Una cascada caía sobre un lecho de rocas negras que brillaban como obsidiana, una cascada viva de luz. La hierba que bordeaba el lecho del arroyo quedaba iluminada por el sol con un fulgor dorado translúcido. Los árboles adyacentes, altos, verde oscuro, con buena sombra, hacían que pareciera una gema.
Vorkosigan se apoyó en su bastón y lo contempló durante un rato. Cordelia pensó que nunca había visto a un ser humano más cansado, pero claro, no tenía ningún espejo a mano.
—Todavía nos faltan unos quince kilómetros —dijo él—. No quiero acercarme al escondrijo en la oscuridad. Nos detendremos aquí esta noche, descansaremos, y continuaremos por la mañana.
Se desplomaron en la suave hierba y observaron en silencio la gloriosa puesta de sol, como un viejo matrimonio demasiado cansado para levantarse y apagarlo. Por fin la falta de luz los obligó a ponerse en marcha. Se lavaron la cara y las manos en el arroyo, y Vorkosigan compartió por fin sus raciones de campo barrayaresas. Incluso después de cuatro días de gachas y salsa de queso azul, fueron una decepción.
—¿Seguro que esto no son botas instantáneas? —preguntó Cordelia compungida, pues en color, sabor y olor se parecían mucho a cuero pulverizado para zapatos convertido en obleas.
Vorkosigan sonrió sardónico.
—Son orgánicas, nutritivas y se conservan durante años… Probablemente, es lo que han hecho.
Cordelia sonrió y masticó un reseco bocado. Le dio de comer a Dubauer el suyo (él tenía tendencia a escupirlo), y luego se lavaron y se dispusieron a pasar la noche. Dubauer no había tenido ningún ataque en todo el día, cosa que ella esperaba que fuese un signo de mejora parcial en su estado.
De la tierra todavía emanaba un cómodo calorcillo, y el arroyo ronroneaba suavemente en el silencio. Cordelia deseó poder dormir cien años seguidos, como una princesa encantada. En cambio, se levantó y se ofreció voluntaria para la primera guardia.
—Será mejor que duerma bien esta noche —le dijo a Vorkosigan—. He hecho la guardia más corta dos noches de tres. Ahora es su turno.
—No hay necesidad… —empezó a decir él.
—Si usted no lo consigue, yo no lo conseguiré tampoco —comentó ella bruscamente—. Ni él. —Indicó con el pulgar al tranquilo Dubauer—. Tengo la intención de que lo consiga mañana.
Vorkosigan se tomó otro medio analgésico y se tumbó donde estaba, admitiendo el razonamiento. Con todo, estuvo inquieto, sin poder dormir, observándola en la oscuridad. Sus ojos parecían brillar de fiebre. Finalmente se apoyó en un codo, cuando ella terminaba de patrullar el borde del claro, y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, a su lado.
—Yo… —empezó a decir, y guardó silencio—. No es usted lo que se espera de una oficial femenina.
—¿No? Bueno, usted tampoco es lo que esperaba de un oficial de Barrayar, así que ya somos dos. ¿Qué esperaba exactamente? —añadió con curiosidad.
—Yo… no estoy seguro. Es usted tan profesional como cualquier oficial con el que haya servido jamás, y ni una sola vez ha intentado imitar a un hombre. Es extraordinario.
—No hay nada extraordinario en mí —negó ella.
—Entonces la Colonia Beta debe de ser un lugar muy curioso.
—Es sólo mi hogar. Nada especial. Un clima terrible.
—Eso he oído. —Él tomó una rama y marcó con ella rayas en el suelo, hasta que se quebró—. No tienen matrimonios concertados en la Colonia Beta, ¿verdad?
Ella se lo quedó mirando.
—¡Por supuesto que no! Qué idea tan extraña. Casi parece una violación de los derechos civiles. Cielos… no querrá decir que hacen eso en Barrayar.
—En mi casta, casi siempre.
—¿No se opone nadie?
—No son
obligados
. Los concertan los padres, normalmente. Parece que funciona. Para mucha gente.
—Bueno, supongo que es posible.
—¿Cómo, ah… cómo se las apañan ustedes? Sin intermediarios debe ser muy embarazoso. Quiero decir, rechazar a alguien en su cara.
—No lo sé. Es algo que consiguen los amantes después de conocerse mutuamente durante algún tiempo, cuando desean solicitar el permiso de tener un hijo. Ese contrato que usted describe debe de ser como casarse con un auténtico extraño. Claro que debe de ser embarazoso.
—Mm. —Él encontró otra ramita—. En la Era del Aislamiento, en Barrayar, el hecho de que un hombre tomara a una mujer de la casta guerrera como amante se consideraba como un robo de su honor, y él tenía que morir como un ladrón por eso. Una costumbre poco habitual, estoy seguro, aunque es un tema que aparece mucho en los dramas. Hoy estamos mezclados. Las viejas costumbres han muerto, y seguimos probando cosas nuevas, como ropas mal ajustadas. Es difícil saber lo que está bien.
Tras un momento, añadió:
—¿Qué se esperaba usted?
—¿De un barrayarés? No sé. Algo criminal, supongo. No me entusiasmó que me hicieran prisionera.
Él bajó los ojos.
—Yo… comprendo eso de lo que habla, claro. No puedo negar que exista. Es una infección de la imaginación, que se extiende de hombre a hombre. Es peor cuando llega de arriba abajo. Malo para la disciplina, malo para la moral… Odio sobre todo cuando afecta a los oficiales más jóvenes, cuando lo encuentran en los hombres en quienes deberían estar moldeándose. No tienen el peso de la experiencia para combatirlo mentalmente, ni distinguen cuando un hombre roba la autoridad del emperador para ocultar sus propios apetitos. Y por eso están corrompidos casi antes de darse cuenta de lo que está sucediendo. —En la oscuridad, su voz sonaba intensamente.
—Sólo lo pensaba desde el punto de vista de prisionera. Supongo que he tenido suerte con mi captor.
—Son la hez del servicio. Pero debe creerme, constituyen una pequeña minoría. Aunque tampoco me agradan los que fingen no ver esas cosas, y no son una minoría como… Pero no se equivoque. No es fácil luchar contra esa infección. Aunque no tiene nada que temer de mí. Se lo prometo.
—Yo… ya me había dado cuenta.
Permanecieron un rato en silencio, hasta que la noche cayó para arrancar del cielo los últimos tonos turquesa, y la cascada se dibujó con brillo de perla en el cielo estrellado. A Cordelia le pareció que él se había quedado dormido, pero Vorkosigan se agitó y volvió a hablar. Apenas podía verle la cara, excepto el destello del blanco de sus ojos y sus dientes.
—Sus costumbres me parecen tan libres, tan tranquilas… Tan inocentes como la luz del sol. Ninguna pena, ningún dolor, ningún error irrevocable. Ningún niño convertido en criminal por puro miedo. Ningún celo estúpido. Ningún honor perdido.
—Eso es una ilusión. Sí que se puede perder el honor. Sólo que no es algo que pase de noche a la mañana. Puede tardar años perderse, poco a poco. —Hizo una pausa en la amistosa oscuridad—. Conocí a una mujer… una buena amiga mía. En Exploración. Era bastante… inepta socialmente. Todo el mundo parecía encontrar su Pareja, y cuanto mayor se hacía, más pánico sentía de quedarse colgada. Patéticamente ansiosa.
»Finalmente se enamoró de un hombre con un sorprendente talento para convertir el oro en plomo. Ella no podía usar en su presencia una palabra como amor, o confianza, u honor, sin provocar sus burlas. La pornografía estaba permitida; la poesía, nunca.
»Daba la casualidad de que tenían el mismo rango cuando el cargo de capitán de su nave quedó libre. Ella se había partido los cuernos por ese mando, esforzándose al máximo… bueno, estoy segura de que ya sabe cómo es. Hay pocos puestos de mando y todo el mundo quiere uno. Su amante la persuadió, en parte con promesas que más tarde resultaron mentiras (tener hijos) de que le dejara el campo libre, y él obtuvo el puesto. Un gran estratega. Todo terminó poco después. En malos términos.
»Después de eso ella ya no tuvo estómago para otro amante. Así que ya ve, creo que ustedes los barrayareses no andan tan descaminados después de todo. Los ineptos necesitan reglas, por su propia protección.
La cascada continuó susurrando en medio del silencio.
—Yo… conocí a un hombre —dijo él—. Se casó, a los veinte años, con una chica de alto rango que tenía dieciocho. Un matrimonio pactado, por supuesto, pero él estaba contento con eso.
»Estaba fuera casi todo el tiempo, de servicio. Ella descubrió que era libre, rica y que estaba sola en la capital rodeada de gente… no viciosa en sí, pero mayor que ella. Ricos parásitos, sus parásitos, abusadores. Le doraron la píldora y se le subió a la cabeza. Creo que no al corazón. Se echó amantes, como hacían todos a su alrededor. Pensándolo bien, creo que no sentía hacia ellos otra emoción que la vanidad y el orgullo de la conquista, pero en ese momento… Él se había construido una falsa imagen de ella, y ver que de pronto se venía abajo… El muchacho tenía muy mal carácter. Era su maldición particular. Decidió retar a duelo a los amantes.
»Ella tenía a dos pretendientes, o era al revés. No estoy seguro. A él no le importaba quién sobreviviera, ni si lo arrestaban. Creyó que estaba deshonrado, ¿sabe? Consiguió que se reunieran con él en un lugar desierto, con media hora de diferencia.
Hizo una pausa durante largo rato. Cordelia esperó, sin apenas respirar, insegura de si debía animarlo a continuar o no. Él continuó al cabo de un rato, pero su voz se volvió átona y habló atropelladamente.
—El primero era otro joven aristócrata testarudo como él mismo, y jugó según las reglas. Conocía el uso de las dos espadas, luchó con estilo y estuvo a punto de matarm… de matar a mi amigo. Lo último que dijo fue que siempre había querido morir a manos de un marido celoso, pero a los ochenta años.
A estas alturas, el pequeño gazapo no resultó ninguna sorpresa para Cordelia, y se preguntó si su propia historia había sido tan transparente para él. Desde luego, lo parecía.
—El segundo era un alto ministro del Gobierno, un hombre mayor. No quiso pelear, aunque lo derribó y lo hizo levantarse varias veces. Después… después del otro, que había muerto con un chiste en los labios, apenas pudo soportarlo. Finalmente lo mató en medio de sus súplicas, y lo dejó allí.
»Se pasó por el apartamento de su esposa, para decirle lo que había hecho, y regresó a su nave para esperar su arresto. Todo esto sucedió en una sola tarde. Ella se enfureció, llena de orgullo herido; se habría batido con él, de haber podido… y se suicidó. Se disparó en la cabeza, con su arco de plasma de servicio. No era lo típico en una mujer. Veneno, o cortarse las venas, o algo parecido, sí. Pero ella era una auténtica Vor. La cara le voló por completo. Tenía el rostro más bello que se pueda imaginar…
»Las cosas resultaron muy extrañas. Se asumió que los dos amantes se habían matado entre sí (juro que él nunca lo planeó de esa forma), y que ella se había suicidado en consecuencia. Jamás nadie le preguntó a él.
Su voz se hizo más lenta, más intensa.
—Él vivió toda aquella noche como un sonámbulo, como un actor, diciendo las frases esperadas, realizando los movimientos esperados, y al final su honor no se sintió mejor. No se había logrado nada, no se había demostrado ningún argumento. Todo fue tan falso como los romances de ella, excepto por las muertes. Esas fueron reales. —Hizo una pausa—. Así que ya ve, ustedes los betanos tienen una ventaja. Al menos se permiten aprender de sus errores.