—McIntyre y Big Pete.
—Bien, al menos tendrán más posibilidades de hacerse pasar por barrayareses que ustedes dos.
—Capitana, ¿qué va a hacer? ¿Por qué no podemos marcharnos sin más?
—Lo explicaré cuando tenga una semana de sobra. Esta vez, cumplan mis malditas órdenes. ¡Quédense aquí!
Salió por la puerta y correteó de puntillas hacia el puente. Sus nervios le gritaban que corriera, pero eso llamaría demasiado la atención. Pasó ante un grupo de cuatro barrayareses que corrían hacia alguna parte: apenas la miraron. Nunca se había sentido más feliz de ser un florero.
Encontró a Vorkosigan en el puente con sus oficiales, todos concentrados alrededor del intercomunicador con la sala de máquinas. Bothari estaba también allí, acechando como si fuera la triste sombra de Vorkosigan.
—¿Quién es ese tipo que está en el comunicador? —le susurró ella a Vorkalloner—. ¿Radnov?
—Sí. Sss.
La cara de la pantalla hablaba.
—Vorkosigan, Gottyan, y Vorkalloner, uno a uno, a intervalos de dos minutos. Desarmados, o todos los sistemas de apoyo vital serán desconectados en toda la nave. Tienen quince minutos antes de que empecemos a dejar entrar el vacío. Ah. ¿Lo han comprendido? Bien. Será mejor no perder el tiempo, capitán. —La inflexión convirtió el rango en un insulto letal.
La cara desapareció, pero la voz regresó como un fantasma por los altavoces.
—Soldados de Barrayar —tronó—. Vuestro capitán ha traicionado al emperador y al Consejo de Ministros. No dejéis que os traicione también a vosotros. Entregadlo a la autoridad adecuada, vuestro oficial político, o nos veremos obligados a matar a los inocentes junto con los culpables. Dentro de quince minutos desconectaremos…
—Apaguen eso —dijo Vorkosigan, irritado.
—No podemos, señor —dijo un técnico.
Bothari, más directo, desenfundó su arco de plasma y con gesto de hastío disparó desde la cadera. El altavoz explotó en la pared y varios hombres se apartaron para esquivar los fragmentos fundidos.
—Eh, puede que lo necesitemos nosotros —dijo Vorkalloner, indignado.
—No importa —atemperó Vorkosigan—. Gracias, sargento.
Un lejano eco de la voz seguía sonando en los altavoces repartidos por toda la nave.
—Me temo que no hay tiempo para nada más elaborado —dijo Vorkosigan, al parecer poniendo fin a una sesión de planificación—. Continúe con su idea, teniente Saint Simon: si puede llevarla a la práctica a tiempo, tanto mejor. Estoy seguro de que todos preferiríamos ser listos antes que valientes.
El teniente asintió y salió rápidamente.
—Si no lo consigue, me temo que tendremos que enfrentarnos a ellos —continuó Vorkosigan—. Son perfectamente capaces de matar a todos a bordo y regrabar el diario de navegación para demostrar lo que se les antoje. Entre Darobey y Tafas tienen los conocimientos técnicos necesarios para hacerlo. Quiero voluntarios. Yo mismo y Bothari, por supuesto.
Un coro unánime se presentó también.
—Gottyan y Vorkalloner quedan descartados. Necesito a alguien que pueda explicar las cosas después. Ahora el orden de batalla. Primero yo, luego Bothari, luego la patrulla de Siegel, después la de Kush. Aturdidores solamente, no quiero que ningún disparo perdido dañe los motores.
Varios hombres miraron el agujero en la pared donde antes estaba el altavoz.
—Señor —dijo Vorkalloner, desesperado—. Cuestiono el orden de batalla. Ellos usarán disruptores con toda seguridad. Los primeros hombres que atraviesen la puerta no tendrán ninguna oportunidad.
Vorkosigan se tomó unos segundos y lo miró a la cara. Vorkalloner bajó apenado la cabeza.
—Sí, señor.
—El teniente coronel Vorkalloner tiene razón, señor —intervino una inesperada voz de bajo. Cordelia advirtió con sobresalto que pertenecía a Bothari—. El primer lugar es el mío, por derecho. Me lo he ganado.
Se encaró a su capitán, la barbilla firme.
—Es mío.
Sus ojos se encontraron en extraña comprensión mutua.
—Muy bien, sargento —concedió Vorkosigan—. Usted primero, luego yo, después el resto tal como se ha ordenado. Vamos.
Vorkosigan se detuvo ante ella mientras salían.
—Me temo que no voy a llevarla a ese paseo por la explanada este verano, después de todo.
Cordelia sacudió la cabeza, indefensa, el brillo de una idea aterradora empezaba a tomar forma en su cerebro.
—Y-yo… tengo que violar mi libertad condicional ahora.
Vorkosigan pareció desconcertado y, luego, la preocupación sustituyó esa expresión.
—Si por casualidad acabo como su alférez Dubauer, recuerde mis preferencias. Si es usted capaz de hacerlo, me gustaría que fuera por su mano. Se lo diré a Vorkalloner. ¿Me da su palabra?
—Sí.
—Será mejor que se quede en su camarote hasta que esto haya terminado.
Él extendió una mano hacia su hombro, para tocar un rizo de pelo rojo que había allí posado, y luego se dio la vuelta. Cordelia corrió pasillo abajo, la propaganda de Radnov resonando insensatamente en sus oídos. Su plan florecía furiosamente en su mente. Su razón protestaba, como un jinete en un caballo desbocado: no tienes ningún deber hacia los barrayareses, tu deber es hacia la Colonia Beta, hacia Stuben, hacia la
René Magritte
… tu deber es escapar, y advertir…
Entró en su camarote. Maravilla de maravillas, Stuben y Lai estaban todavía allí. Alzaron la cabeza, alarmados por su salvaje aparición.
—Vayan a la enfermería ahora. Recojan a Dubauer y llévenlo a la lanzadera. ¿Cuándo tenían Pete y Mac que volver aquí si no podían encontrarlos?
—Dentro de… —Lai comprobó la hora—, diez minutos.
—Gracias a Dios. Cuando lleguen a la enfermería, díganle al cirujano que el capitán Vorkosigan les ha ordenado que me traigan a Dubauer. Lai, espere en el pasillo. Nunca engañaría al médico. Dubauer no puede hablar. No se sorprendan por su estado. Cuando lleguen a la lanzadera, esperen… déjeme ver su crono, Lai. Esperen hasta las 0620, tiempo de nuestra nave, y luego despeguen. Si no he llegado para entonces es que no llegaré. A plena potencia y no miren atrás. ¿Exactamente cuántos hombres tienen con ellos Radnov y Darobey?
—Diez u once, supongo —dijo Stuben.
—Muy bien. Déme su aturdidor. Vamos. Vamos. Vamos.
—¡Capitana, hemos venido a rescatarla! —exclamó Stuben, asombrado.
Ella se quedó completamente sin palabras. Colocó en cambio una mano sobre el hombro de Stuben.
—Lo sé. Gracias.
Echó a correr.
Al acercarse a la sala de máquinas desde una cubierta superior, llegó a una intersección de dos pasillos. Al fondo del más grande había un grupo de hombres reunidos, comprobando sus armas. Al fondo del más pequeño había dos hombres que cubrían una portilla de entrada a la siguiente cubierta, un último punto de comprobación antes del territorio cubierto por el fuego de Radnov. Uno de ellos era el soldado Nilesa. Se dirigió a él.
—Me envía el capitán Vorkosigan —mintió—. Quiere que intente un último esfuerzo en la negociación, ya que soy neutral en el asunto.
—Eso será una pérdida de tiempo —observó Nilesa.
—Es lo que espera —improvisó ella—. Los mantendrá entretenidos mientras él se prepara. ¿Puede hacerme entrar sin alarmar a nadie?
—Puedo intentarlo, supongo.
Nilesa avanzó y liberó una compuerta circular en el suelo, al fondo del pasillo.
—¿Cuántos guardias hay en esta entrada? —susurró ella.
—Dos o tres, creo.
La compuerta se abrió, revelando un acceso de la anchura de un hombre con una escalera a un lado y una barra en el centro.
—¡Eh, Wentz! —gritó Nilesa. .
—¿Quién es? —preguntó una voz.
—Yo, Nilesa. El capitán Vorkosigan quiere enviar a esa tía betana a hablar con Radnov.
—¿Para qué?
—¿Y cómo demonios quieres que yo lo sepa? Sois vosotros los que se supone que tenéis receptores en las camas de todo el mundo. Tal vez no tiene un polvo tan bueno después de todo. —Nilesa se encogió de hombros hacia ella, pidiendo disculpas por la expresión, y ella las aceptó con un gesto.
Abajo oyeron un debate entre susurros.
—¿Está armada?
Cordelia, preparando sus dos aturdidores, negó con la cabeza.
—¿Le darías un arma a una tía betana? —preguntó Nilesa retóricamente, observando asombrado sus preparativos.
—Muy bien. Métela, cierra la escotilla y déjala caer. Si no cierras la escotilla antes de que caiga, le dispararemos. ¿Entendido?
—Sí.
—¿Qué veré cuando llegue al fondo? —le preguntó Cordelia a Nilesa.
—Es un sitio feo. Estará en una especie de hueco en el almacén de la sala principal de control. Sólo puede pasar un hombre cada vez, y estará atrapada allí como un blanco de tiro, rodeada por la pared por tres lados. Fue diseñado así a propósito.
—¿No se puede entrar a la fuerza por ahí? ¿No planea hacerlo?
—Ni de coña.
—Bien. Gracias.
Cordelia se encaramó a la barra, y Nilesa cerró la escotilla con un sonido que hizo que pareciera la tapa de un ataúd.
—Muy bien —dijo la voz de abajo—, déjese caer.
—Está muy lejos —dijo ella, sin ningún problema para parecer asustada—. Tengo miedo.
—Jódase. Yo la agarraré.
—Muy bien.
Pasó las piernas y un brazo por la barra. Su mano tembló al meter el segundo aturdidor en su funda. El estómago le bombeaba bilis agria a la garganta. Deglutió, inspiró profundamente para mantenerla allí, preparó el aturdidor, y se dejó caer.
Aterrizó cara a cara ante el hombre de abajo, que sujetaba desenfadadamente el disruptor neural a la altura de la cintura. Los ojos del hombre se abrieron como platos al ver el aturdidor. La costumbre barrayaresa de tener tripulaciones exclusivamente masculinas jugó a favor de Cordelia, pues el hombre vaciló antes de disparar contra una mujer. En esa fracción de segundo, ella disparó primero. Cayó pesadamente sobre ella, la cabeza posada sobre su hombro. Ella lo sujetó como escudo y siguió avanzando.
Su segundo disparo alcanzó al siguiente guardia cuando éste alzaba su disruptor para apuntar. El tercer guardia lanzó una rápida descarga que fue absorbida por la espalda del hombre que Cordelia sujetaba, aunque la aureola le chamuscó el borde exterior del muslo izquierdo. El dolor hizo que quisiera gritar, pero de sus dientes apretados no escapó ningún sonido. Con salvaje precisión que no parecía formar parte de ella, le disparó también, y luego buscó frenéticamente un lugar donde ocultarse.
Por encima se extendían varios conductos; la gente al entrar en una habitación normalmente mira hacia abajo y alrededor antes de pensar en mirar hacia arriba. Se guardó el aturdidor en el cinturón, y de un salto que nunca podría haber duplicado a sangre fría se encaramó entre los conductos y el techo blindado. Respirando silenciosamente a través de la boca abierta, desenfundó de nuevo el aturdidor y se preparó para lo que pudiera venir por la puerta oval que daba a la sala principal de máquinas.
—¿Qué ha sido ese ruido? ¿Qué está pasando ahí?
—Lanza una granada y sella la puerta.
—No puedo, nuestros hombres están ahí dentro.
—¡Wentz, informa!
Silencio.
—Entra tú, Tafas.
—¿Por qué yo?
—Porque yo te lo ordeno.
Tafas se arrastró cuidadosamente por la puerta, pasando el umbral casi de puntillas. Se dio la vuelta dos veces, observando. Temeroso de que pudiera cerrar la puerta y sellarla al oír otro disparo, ella esperó a que por fin mirara hacia arriba.
Le sonrió y le hizo un gesto con los dedos.
—Cierra la puerta —silabeó en silencio, apuntando.
Él se la quedó mirando con una expresión muy extraña en la cara: aturdimiento, esperanza y furia a la vez. La boca de su disruptor parecía tan grande como una linterna, y apuntaba con bastante precisión a su cabeza. Era como mirar a los ojos del juicio final. Una especie de tablas.
Vorkosigan tiene razón
, pensó ella,
un disruptor tiene auténtica autoridad
.
Entonces Tafas exclamó:
—Parece que hay una fuga de gas o algo parecido. Será mejor que cierre la puerta mientras lo compruebo.
La puerta se cerró obediente tras él.
Cordelia sonrió desde el techo, los ojos entornados.
—Hola. ¿Quieres salir de este lío?
—¿Qué está haciendo aquí… betana?
Excelente pregunta
, pensó ella con tristeza.
—Intentar salvar algunas vidas. No se preocupe: sus amigos están aturdidos nada más.
No mencionó el que había sido alcanzado por fuego amigo y que quizás estaba muerto, por haberle servido de escudo.
—Pásese a nuestro bando —lo coaccionó, repitiendo locamente un juego infantil—. El capitán Vorkosigan le perdonará, limpiará su historial. Le dará una medalla —prometió sin cortarse un pelo.
—¿Qué medalla?
—¿Cómo quiere que lo sepa? La medalla que usted quiera. Ni siquiera tendrá que matar a nadie. Tengo otro aturdidor.
—¿Qué garantía tengo?
La desesperación la volvió arrojada.
—La palabra de Vorkosigan. Dígale que yo se la ofrecí.
—¿Quién es usted para ofrecerla por él?
—Lady Vorkosigan, si los dos vivimos.
¿Una mentira? ¿La verdad? ¿Una fantasía desesperada?
Tafas soltó un silbido, mirándola. La credulidad empezó a iluminar su rostro.
—¿De verdad quiere ser responsable de dejar que ciento cincuenta amigos suyos respiren vacío sólo por salvar la carrera de ese espía ministerial? —añadió ella, persuasiva.
—No —respondió él firmemente por fin—. Déme el aturdidor.
Ahora había que poner a prueba la confianza… Le lanzó uno.
—He eliminado a tres, faltan siete. ¿Cuál es el mejor plan?
—Puedo atraer a un par más de ellos. Los otros están en la entrada principal. Podemos sorprenderlos desde atrás, si tenemos suerte.
—Adelante.
Tafas abrió la puerta.
—Era un escape de gas —rió convincente—. Ayúdame a sacar a estos tíos y sellaremos la puerta.
—Me pareció oír un aturdidor hace un rato —dijo su compañero mientras entraba.
—Tal vez intentaban llamar la atención.
El rostro del amotinado se llenó de recelo cuando advirtió la estupidez de la sugerencia.
—No tenían aturdidores —empezó a decir. Por fortuna, el segundo hombre entró en ese momento. Cordelia y Tafas dispararon al unísono.