Ella supo por su cara que sus pensamientos se dirigían hacia un laberinto muchas veces transitado de posibilidades militares que nunca fueron.
Maldito Escobar
, pensó,
y maldito sea tu emperador, malditos sean Serg Vorbarra y Ges Vorrutyer, malditas sean todas las casualidades de tiempo y espacio que se combinaron para aplastar los sueños de heroísmo de un muchacho en la pesadilla de asesinatos, crímenes y engaños de un hombre
. Su presencia había sido un gran paliativo para él, pero no era suficiente: en su interior todavía había algo mal, algo desafinado.
Mientras se aproximaban a Vorbarr Sultana desde el sur, el terreno montañoso se convirtió en una fértil llanura, y la población se volvió más concentrada. La ciudad se alzaba a ambas orillas de un ancho río plateado, con los más viejos edificios gubernamentales, antiguas fortalezas reconvertidas la mayoría de ellos, salpicando los acantilados y cumbres que dominaban el curso del río. La ciudad moderna se extendía desde ellos hacia el norte y el sur.
Las oficinas gubernamentales más nuevas, eficientes monolitos, estaban concentradas en medio. Ellos atravesaron este complejo, dirigiéndose a uno de los famosos puentes de la ciudad para cruzar el río, camino de la zona norte.
—Dios mío, ¿qué ha pasado aquí? —preguntó Cordelia, cuando pasaban una manzana de edificios calcinados, ennegrecidos y esqueléticos.
Vorkosigan sonrió amargamente.
—Eso era el Ministerio de Educación Política, antes de los disturbios de hace dos meses.
—Leí algo al respecto, en Escobar, cuando venía de camino. No tenía ni idea de que los disturbios hubieran sido tan grandes.
—En realidad no lo fueron. Cuidadosamente orquestados, eso sí. Personalmente, me pareció que era una forma muy peligrosa de hacer el trabajo. Aunque supongo que fue un avance respecto a la defenestración del Consejo Privado de Yuri Vorbarra. Una generación de progreso, más o menos… No creía que Ezar fuera capaz de volver a meter ese genio en la botella, pero parece haberlo conseguido. En cuanto Grishnov murió, todas las tropas que había congregado, y que por algún motivo parecían haber sido desviadas para proteger la Residencia Imperial —hizo una mueca—, aparecieron y despejaron las calles, y los disturbios cesaron, excepto las manifestaciones de unos cuantos fanáticos y de algunos espíritus heridos que habían perdido familiares en Escobar. Eso sí se puso feo, pero no apareció en las noticias.
Cruzaron el río y llegaron por fin al grande y famoso hospital, casi una ciudad dentro de la ciudad, que se extendía dentro de su parque amurallado. Encontraron al alférez Koudelka solo en su habitación, tendido en la cama con el pijama de uniforme verde. Cordelia pensó al principio que los había saludado al verlos, pero abandonó la idea cuando su brazo izquierdo continuó subiendo y bajando desde el codo siguiendo un lento ritmo.
Koudelka se sentó y sonrió cuando entró su excomandante, e intercambió un saludo con Bothari. La sonrisa se amplió cuando la vio a ella detrás de Vorkosigan. Su cara estaba mucho más envejecida que antes.
—¡Capitana Naismith, señora! Lady Vorkosigan, debería decir. No creí que volvería a verla.
—Yo pensaba lo mismo. Me alegro de haberme equivocado. —Ella le devolvió la sonrisa.
—Y enhorabuena, señor. Gracias por enviar la nota. Le eché de menos en las últimas semanas, pero… puedo ver que tenía usted mejores cosas que hacer. —Su sonrisa hizo que el comentario no tuviera picardía.
—Gracias, alférez. Y… ¿qué le ha pasado en el brazo?
Koudelka hizo una mueca.
—Me caí esta mañana. Algo se ha torcido. El médico vendrá dentro de unos minutos para arreglarlo. Podría haber sido peor.
La piel de sus brazos, advirtió Cordelia, estaba cubierta por una red de finas cicatrices rojas que marcaban las líneas de los implantes nerviosos prostéticos.
—Está caminando, entonces. Es bueno oír eso —lo animó Vorkosigan.
—Sí, más o menos. —Koudelka sonrió—. Y al menos ahora tienen mis tripas bajo control. No me importa no poder sentir nada en esa zona, ahora que por fin me he librado de esa maldita colostomía.
—¿Siente mucho dolor? —preguntó Cordelia, atenta.
—No mucho —contestó Koudelka; ella pensó que estaba mintiendo—. Pero lo peor, además de sentirme tan torpe y desequilibrado, son las sensaciones. No dolor, sino cosas raras. Falsos informes de inteligencia. Como saborear colores con el pie izquierdo, o sentir cosas que no están ahí, como insectos reptando por todo tu cuerpo, o no sentir cosas que sí están, como el calor… —Su mirada cayó sobre su vendado tobillo derecho.
Entró un médico y la conversación se interrumpió mientras Koudelka se quitaba la camisa. El doctor conectó un aparato a su hombro y se puso a buscar el circuito adecuado con un delicado tractor quirúrgico manual. Koudelka se puso pálido y miró fijamente sus rodillas, pero por fin el brazo detuvo su lenta oscilación y colgó flácido a su costado.
—Me temo que voy a tener que dejarlo así durante el resto del día —se disculpó el doctor—. Nos dedicaremos a él mañana, cuando se ponga usted a trabajar con esos abductores de la pierna derecha.
—Sí, sí. —Koudelka lo despidió con un gesto de su mano derecha, y el médico se marchó con su material.
—Sé que debe parecerle una eternidad —dijo Vorkosigan, mirando el rostro frustrado de Koudelka—, pero siempre que vengo me parece que ha hecho progresos. Saldrá de aquí —lo animó.
—Sí, el cirujano dice que me dará la patada dentro de unos dos meses —sonrió—. Pero dicen que nunca volveré a ser apto para el combate. —La sonrisa desapareció, y su rostro se arrugó—. ¡Oh, señor! ¡Van a darme de baja! ¡Todo este interminable suplicio para nada!
Apartó el rostro, rígido y avergonzado, hasta que volvió a controlar sus rasgos.
También Vorkosigan desvió la mirada, para no descubrir su compasión, hasta que el alférez volvió a mirarlos, con la sonrisa cuidadosamente pegada de nuevo a su rostro.
—Comprendo por qué —dijo Koudelka, señalando con la cabeza al silencioso Bothari, que estaba apoyado en la pared y al parecer se contentaba sólo con escuchar—. Unos cuantos golpes como los que solía usted propinarme en el ring de prácticas, y empezaré a boquear como un pescado. No seré un buen ejemplo para mis hombres. Supongo que tendré que buscar… algún tipo de trabajo burocrático. —Miró a Cordelia—. ¿Qué fue de su alférez, el que resultó golpeado en la cabeza?
—La última vez que lo vi, después de Escobar… lo visité dos días antes de marcharme de casa. Está igual. Salió del hospital. Su madre renunció a su trabajo y ahora se queda en casa para cuidar de él.
Koudelka bajó los ojos, y Cordelia se apiadó de la vergüenza que asomó a su rostro.
—Y yo me quejo por unos cuantos puntos de sutura. Lo siento.
Ella sacudió la cabeza, incapaz de hablar.
Más tarde, a solas un momento con Vorkosigan en el pasillo, Cordelia apoyó la cabeza contra su hombro, y él la rodeó con sus brazos.
—Comprendo por qué empezabas a beber después del desayuno. Ahora mismo a mí también me vendría bien un trago.
—Te llevaré a almorzar después de la próxima parada, y todos podremos tomar uno —prometió él.
El ala de investigación fue su siguiente destino. El doctor militar al mando saludó cordialmente a Vorkosigan, y sólo se quedó un poco aturdido cuando Cordelia fue presentada, sin más explicaciones, como lady Vorkosigan.
—No sabía que estaba usted casado, señor.
—Desde hace poco.
—¿Sí? Enhorabuena. Me alegro de que haya venido a verlos, señor, antes de que terminemos con todos. Es casi la parte más interesante. ¿Desea milady esperar aquí mientras nos encargamos de este asuntito? —Parecía cohibido.
—Lady Vorkosigan ha sido plenamente informada.
—Además —añadió Cordelia animosa—, tengo en ello un interés personal.
El doctor parecía desconcertado, pero los condujo a la sala de monitorización. Cordelia contempló dubitativa la media docena de contenedores que quedaban, todos alineados. El técnico de servicio se acercó a ellos, manejando un equipo obviamente prestado del departamento de obstetricia de algún otro hospital.
—Buenos días, señor —dijo alegremente—. ¿Viene a ver cómo sacamos al pollito del cascarón hoy?
—Me gustaría que empleara algún otro término para ello —dijo el médico.
—Sí, pero no se puede decir que nazcan —recalcó razonablemente el hombre—. Técnicamente, ya han nacido una vez. Dígame usted lo que es, entonces.
—En casa lo llaman descorchar la botella —sugirió Cordelia, observando con interés los preparativos.
El técnico, tras extender los aparatos medidores y colocar una cunita bajo una luz cálida, le dirigió una mirada de curiosidad.
—Es usted betana, ¿verdad, milady? Mi esposa se enteró en las noticias del matrimonio del almirante. Yo nunca leo la sección de estadísticas vitales.
El doctor alzó la cabeza, sorprendido, pero luego se concentró de nuevo en su lista. Bothari fingió apoyarse contra la pared, con los ojos entrecerrados, ocultando su aguda atención. El doctor y el técnico terminaron sus preparativos y los permitieron acercarse.
—¿Tiene preparada la sopa, señor? —murmuró el técnico.
—Aquí mismo —contestó el médico—. Inyecte en el administrador C…
El técnico insertó la mezcla hormonal correcta en la apertura adecuada, mientras el doctor comprobaba repetidas veces el disco de instrucción en su monitor.
—Cinco minutos de espera, desde… ya. —El doctor se volvió hacia Vorkosigan—. Una máquina fantástica, señor. ¿Sabe algo más sobre lo de conseguir fondos y personal especializado para intentar duplicarlas?
—No —respondió Vorkosigan—. Estaré fuera de este proyecto oficialmente en cuanto el último bebé vivo sea… liberado, terminado, o como quiera llamarlo. Va a tener que trabajarse usted a sus superiores normales, y tendrá que pensar en una aplicación militar para justificarlo, o al menos algo que lo parezca, para camuflarlo.
El doctor sonrió, pensativo.
—Creo que merece la pena conseguirlo. Podría ser un buen cambio tras pensar en tantas formas nuevas para matar a la gente.
—Tiempo, señor —dijo el técnico, y se volvió hacia el proyecto actual.
—La separación de placenta parece ir bien… un poco más tensa de lo habitual. Sabe, cuanto más lo estudio, más me impresionan los médicos que hicieron las secciones en las madres. Tenemos que conseguir que más estudiantes de medicina se formen fuera del planeta. Conseguir esas placentas sin daños debe ser… ya. Aquí. Y aquí. Rompa el sello. —Completó los ajustes y alzó la tapa—. Cortamos la membrana… y aquí sale. Succión, rápido, por favor.
Cordelia advirtió que Bothari, todavía pegado a la pared, contenía la respiración.
El bebé, mojado y resbaladizo, tomó aliento y tosió cuando el aire frío lo alcanzó. Bothari respiró también. Limpia de sangre, a Cordelia le pareció una niña bastante bonita, y mucho menos roja y arrugada que los vids de los recién nacidos corrientes que había visto. La niña lloró bien fuerte. Vorkosigan dio un respingo, y Cordelia soltó una carcajada.
—Bueno, parece perfecta.
Cordelia miró por encima del hombro de los dos médicos, que tomaban medidas y muestras de su diminuta, sorprendida, asombrada y parpadeante carga.
—¿Por qué llora tan fuerte? —preguntó Vorkosigan, nervioso, sin moverse del sitio, como Bothari.
Porque sabe que ha nacido en Barrayar
, fue el comentario que Cordelia reprimió. En cambio, dijo:
—Bueno, tú también llorarías si un puñado de gigantes te sacara de un sueño calentito y te fueran agitando por ahí como si fueras un saco de patatas.
Cordelia y el técnico intercambiaron una mirada medio divertida medio seria.
—Muy bien, milady —reconoció el técnico, mientras el médico volvía a su preciosa máquina.
—Mi cuñada dice que hay que abrazarlos así, con fuerza. No a un brazo de distancia. Yo también protestaría si me dejaran suspendido sobre un pozo y estuviera a punto de caer. Ya está, nena. Sonríe o algo para tu tía Cordelia. Eso es, tranquilita. ¿Eras lo bastante mayor para recordar los latidos de tu madre?
Le canturreó al bebé, quien chasqueó los labios y bostezó, y la arropó con la manta.
—Qué viaje tan largo y extraño has realizado.
—¿Quiere mirar el interior, señor? —continuó el doctor—. Usted también, sargento… Hizo usted tantas preguntas la última vez que estuvo aquí…
Bothari negó con la cabeza, pero Vorkosigan se acercó a recibir la exposición técnica que el doctor obviamente ansiaba proporcionar. Cordelia le llevó el bebé al sargento.
—¿Quiere sostenerla?
—¿Estará bien, milady?
—Cielos, no tiene que pedirme permiso. En todo caso, al contrario.
Bothari la sostuvo con torpeza. Sus grandes manos parecieron absorberla. La miró a la cara.
—¿Seguro que es ésta? Creí que iba a tener la nariz más grande.
—Lo han comprobado una y otra vez —le aseguró Cordelia, esperando que no le preguntara cómo lo sabía. Pero parecía una suposición segura—. Todos los bebés tienen la nariz pequeña. No se sabe cómo van a ser los niños hasta que tienen dieciocho años.
—Tal vez se parecerá a su madre —dijo él, esperanzado. Cordelia secundó la esperanza, en silencio.
El doctor terminó de enseñar a Vorkosigan las tripas de su máquina ideal. Vorkosigan consiguió amablemente parecer sólo un poco inquieto.
—¿Quieres sostenerla tú también, Aral? —invitó Cordelia.
—No sé si estaría bien —se excusó él rápidamente.
—Te vendrá bien la práctica. Tal vez la necesites algún día.
Intercambiaron una mirada de privada esperanza, y él cedió y se dejó convencer.
—Mm. He sostenido gatos con más peso. No sirvo para estas cosas.
Pareció aliviado cuando los médicos volvieron a recogerla para terminar su análisis técnico.
—Hum, veamos —dijo el doctor—. Ésta es la que no llevaremos al Orfanato Imperial, ¿verdad? ¿Adónde la llevamos, después del periodo de observación?
—Me han pedido que cuide de ella personalmente —dijo Vorkosigan tranquilamente—. Por bien de la intimidad de su familia. Yo… Lady Vorkosigan y yo la entregaremos a su tutor legal.
El doctor pareció extremadamente pensativo.
—Oh. Ya veo, señor —miró a Cordelia—. Es usted el hombre a cargo del proyecto. Puede hacer lo que quiera con ellos. Nadie le hará preguntas, se… se lo aseguro, señor.