—¿Los hiciste tú? —preguntó Cordelia con curiosidad—. Son bastante buenos.
—Cuando era un chaval —explicó él, todavía buscando—. Y algo más tarde. Lo dejé cuando tenía veintitantos años. Demasiado ocupado.
Su colección de medallas de campaña mostraba una historia peculiar. Las primeras estaban cuidadosamente colocadas y exhibidas sobre terciopelo verde, con notas adjuntas. Las posteriores y más grandes estaban apiladas en una jarra. Una, que Cordelia reconoció como una alta condecoración barrayaresa al valor, estaba suelta en el fondo de un cajón, con el lazo arrugado y enmarañado.
Se sentó en la cama y repasó el portafolios. Eran estudios arquitectónicos meticulosos, pero también había algunos estudios de figuras y retratos realizados con un estilo menos afianzado. Había varios dibujos de una joven de belleza sorprendente, pelo corto y rizado, vestida y desnuda, y Cordelia vio con sorpresa, por las notas que había en ellos, que se trataba de la primera esposa de Vorkosigan. También había tres estudios de un joven sonriente llamado «Ges» que le resultó dolorosamente familiar. Le añadió mentalmente veinte kilos y veinte años, y la habitación pareció tambalearse cuando reconoció al almirante Vorrutyer. Cerró el portafolios en silencio.
Vorkosigan encontró por fin lo que estaba buscando: un par de viejos galones rojos de teniente.
—Bien. Era más rápido que ir al cuartel general.
En el Hospital Militar Imperial los detuvo un enfermero.
—¿Señor? La hora de visita ha terminado, señor.
—¿No ha llamado nadie del cuartel general? ¿Dónde está ese cirujano?
El cirujano de Koudelka, el hombre que lo había atendido con el tractor manual durante la primera visita de Cordelia, fue localizado por fin.
—Almirante Vorkosigan, señor. No, naturalmente que las horas de visita no se aplican a él. Gracias, cabo, puede retirarse.
—No vengo a hacer ninguna visita esta vez, doctor. Asunto oficial. Pretendo relevarle de su paciente esta noche, si es físicamente posible. Koudelka ha sido reasignado.
—¿Reasignado? ¡Pero si le van a dar la baja dentro de una semana! ¿Reasignado a qué? ¿No ha leído nadie mis informes? Apenas puede caminar.
—No lo necesitará. Su nueva misión es trabajo de despacho. Confío en que sus manos funcionen.
—Bastante bien.
—¿Queda por hacerle algún trabajo médico?
—Nada importante. Unas últimas pruebas. Lo estaba reteniendo hasta final de mes, para que pudiera completar su cuarto año. Pensé que eso le ayudaría un poco con su pensión.
Vorkosigan rebuscó entre papeles y discos, y le tendió al doctor los pertinentes.
—Tome. Meta esto en su ordenador y firme el alta. Venga, Cordelia, vamos a darle una sorpresa. —Parecía más feliz de lo que había estado en todo el día.
Entraron en la habitación de Koudelka y lo encontraron vestido con un uniforme negro de diario, debatiéndose con un ejercicio de coordinación terapéutica manual y maldiciendo entre dientes.
—Hola, señor —saludó a Vorkosigan, ausente—. El problema con este maldito sistema nervioso de papel de aluminio es que no se le puede enseñar nada. La práctica sólo ayuda a las partes orgánicas. Juro que algunos días me dan ganas de darme cabezazos contra la pared. —Renunció al ejercicio con un suspiro.
—No lo hagas. Te hará falta la cabeza en los días por venir.
—Supongo. De todas formas, nunca fue mi mejor parte. —Contempló, abstraído y abatido, el tablero, y luego se acordó de estar alegre ante su comandante. Al alzar la cabeza, advirtió la hora que era—. ¿Qué está haciendo aquí a esta hora, señor?
—Asuntos. ¿Cuáles son tus planes para las próximas semanas, alférez?
—Bueno, van a darme de baja la semana que viene, ya sabe. Me iré a casa una temporada. Luego empezaré a buscar trabajo, supongo. No sé de qué clase.
—Lástima —dijo Vorkosigan, manteniendo la cara seria—. Odio tener que alterar tus planes, teniente Koudelka, pero has sido reasignado.
Y colocó sobre la mesilla de noche, en orden, como si fuera una mano de cartas, las órdenes recién emitidas para Koudelka, su ascenso, un par de galones rojos.
Cordelia nunca había disfrutado más de la alegría del rostro de Koudelka. Era un estudio de asombro y esperanza. Tomó las órdenes con cuidado y las leyó.
—¡Oh, señor! ¡Sé que no es una broma, pero tiene que tratarse de un error! Secretario personal del regente electo… no sé nada de ese trabajo. Es un trabajo imposible.
—Sabe, eso es exactamente lo que el regente electo dijo sobre su trabajo, cuando se lo ofrecieron por primera vez —dijo Cordelia—. Supongo que los dos tendrán que aprenderlo juntos.
—¿Cómo me ha elegido a mí? ¿Me recomendó usted, señor? Ahora que lo pienso… —repasó las órdenes, leyéndolas una y otra vez—, ¿quién va a ser el regente?
Alzó los ojos hacia Vorkosigan e hizo la conexión por fin.
—Dios mío —susurró. No sonrió y le felicitó, como Cordelia pensó que iba a hacer, sino que pareció bastante serio—. Es… es un trabajo infernal, señor. Pero creo que el Gobierno ha hecho por fin algo bien. Me sentiré orgulloso de servir de nuevo a sus órdenes. Gracias.
Vorkosigan asintió, mostrando su acuerdo y aceptación.
Koudelka sonrió al recibir la orden de ascenso.
—Gracias también por esto, señor.
—No me des las gracias tan pronto. Pienso hacer que sudes sangre a cambio.
La sonrisa de Koudelka se hizo más amplia.
—Nada nuevo en eso. —Luchó torpemente con las insignias.
—¿Puedo hacerlo yo, teniente? —preguntó Cordelia. Él alzó la cabeza, a la defensiva—. Será un placer para mí —añadió.
—Sería un honor, milady.
Cordelia se las colocó en el cuello, con mucho cuidado, y dio un paso atrás para admirar su trabajo.
—Enhorabuena, teniente.
—Mañana podrás conseguir unas nuevas —dijo Vorkosigan—. Pero pensé que éstas valdrían por hoy. Voy a sacarte de aquí ahora mismo. Te llevaremos a la residencia del conde, mi padre, porque el trabajo empieza mañana al amanecer.
Koudelka acarició los rectángulos rojos.
—¿Eran sus galones, señor?
—Lo fueron. Espero que no te den mi suerte, que siempre fue mala, pero… llévalos con buena salud.
Koudelka asintió, y sonrió. Estaba claro que consideraba el gesto de Vorkosigan profundamente significativo, y que excedía su capacidad de hablar. Pero los dos hombres se entendían perfectamente bien sin palabras.
—Creo que no quiero unos galones nuevos, señor. La gente pensaría que fui alférez hasta ayer.
Más tarde, acostada en la oscuridad de la habitación de Vorkosigan, en la casa del conde, Cordelia recordó algo.
—¿Qué le dijiste de mí al emperador?
Él se agitó junto a ella, y le cubrió tiernamente el hombro desnudo con la sábana.
—¿Mm? Oh, eso —vaciló—. Ezar me estuvo preguntando por ti, en nuestra discusión acerca de Escobar. Dio a entender que habías influido en mi valor, para mal. Entonces no sabía si volvería a verte o no. Él quiso saber qué vi en ti. Le dije… —hizo una pausa, y luego continuó, casi tímidamente—, que vertías honor a tu alrededor, como una fuente.
—Qué extraño. No me siento llena de honor, ni de nada más, excepto tal vez confusión.
—Por supuesto que no. Las fuentes no se quedan con nada para sí mismas.
La nave destrozada flotaba en el espacio, una masa negra en la oscuridad. Todavía giraba, lenta e imperceptiblemente; un borde eclipsaba y engullía el brillante punto de una estrella. Las luces del grupo de salvamento corrían sobre el esqueleto.
Hormigas, saqueando una polilla muerta
, pensó Ferrell.
Carroñeros
…
Suspiró desazonado ante su pantalla de observación, y recordó la nave tal como era hacía unas pocas semanas. El naufragio se desplegó en su mente: un crucero, lleno de esas luces brillantes que le hacían pensar invariablemente en una fiesta vista a través de aguas nocturnas. Respondiendo siempre como una seda a la mente bajo el casco de su piloto, donde hombre y máquina penetraban la interconexión para convertirse en una sola cosa. Rápida, resplandeciente, funcional… Ya no. Miró a su derecha y se aclaró la garganta.
—Bien, tecnomed —le dijo a la mujer que estaba a su lado, contemplando la pantalla con la misma intensidad sobrecogida que él—. Ése es nuestro punto de partida. Supongo que bien podríamos empezar ya.
—Sí, por favor, oficial piloto. —Ella tenía una voz grave, adecuada para su edad, que Ferrell calculaba en unos cuarenta y cuatro años. Los cinco finos galones de plata de su manga izquierda resplandecían de manera impresionante contra el oscuro uniforme rojo del servicio médico militar de Escobar. Pelo oscuro veteado de gris, muy corto por necesidades del servicio, no por estilo; una amplitud propia de matrona en sus caderas. Una veterana, parecía. La manga de Ferrell todavía tenía que desarrollar incluso su sardineta de primer año, y el resto de su cuerpo aún mantenía cierta falta de desarrollo adolescente.
Pero ella no era más que una tecno, se recordó, ni siquiera médico. Él era un oficial piloto de pleno derecho. Sus implantes neurológicos y su formación de
biofeedback
eran completos. Se había licenciado y graduado… tres días demasiado tarde para participar en lo que ahora era conocido como la Guerra de los 120 Días. Aunque de hecho habían pasado 118 días y casi una hora entre el tiempo en que la punta de lanza de la flota invasora de Barrayar penetró el espacio local escobariano y el momento en que los últimos supervivientes huyeron del contraataque, corriendo hacia la salida del agujero de gusano para volver a casa como si buscaran una madriguera.
—¿Desea que permanezcamos a la espera? —preguntó él.
Ella negó con la cabeza.
—No. La zona interior ha sido bien trabajada en las tres últimas semanas. No espero encontrar nada en las primeras cuatro vueltas, aunque no está de más que seamos concienzudos. Tengo unas cuantas cosas que preparar en el departamento, y luego creo que daré una cabezada. Mi departamento ha estado terriblemente ocupado en los últimos meses —añadió, a modo de disculpa—. Falta de personal, ya sabe. Pero, por favor, llámeme si divisa algo. Prefiero manejar el tractor yo misma, cuando es posible.
—Por mí, bien. —Se giró en la silla hacia la comconsola—. ¿Con qué masa mínima quiere que la ayude? ¿Unos cuarenta kilos?
—Un kilo es el estándar que prefiero.
—¡Un kilo! —Él se la quedó mirando—. ¿Está bromeando?
—¿Bromear? —Ella le devolvió la mirada, y luego cayó en la cuenta—. Oh, ya veo. Estaba usted pensando en términos generales… Verá, puedo hacer una identificación positiva con piezas muy pequeñas. Ni siquiera me importaría detectar trocitos más pequeños que eso, pero con menos de un kilo se pasa demasiado tiempo con falsas alarmas como micrometeoros y otra basura. Un kilo parecer ser el mejor compromiso práctico.
—Puaf.
Pero él colocó obedientemente sus sondas para una masa de un kilo, mínimo, y terminó de programar el rastreador.
Ella hizo un gesto con la cabeza; se retiró de la diminuta sala de navegación y control. La obsoleta nave correo había sido rescatada de la órbita basura y dotada rápidamente para convertirla en un transporte de personal para oficiales de rango medio (los jefazos con prisa tenían el monopolio de las naves nuevas), pero, como el propio Ferrell, se había graduado demasiado tarde para participar. Así que ambos se habían dedicado juntos a los aburridos deberes que él consideraba similares a la colocación de sanitarios, o cosas peores.
Contempló un último momento la reliquia de la batalla en la pantalla de proa, su andamiaje sobresaliendo como si fueran huesos a través de la piel, y sacudió la cabeza por semejante desperdicio. Luego, con un pequeño suspiro de placer, conectó su casco a los círculos plateados de sus sienes y su frente, cerró los ojos y tomó el control de la nave.
El espacio pareció extenderse a su alrededor, animado como el mar. Él era la nave, un pez, un tritón; sin respiración, sin límites, sin dolor. Conectó los motores como si una llama brotara de sus dedos, y empezó la lenta rotación en espiral de la pauta de búsqueda.
—¿Tecnomed Boni? —Pulsó el intercomunicador de su cabina—. Creo que tengo algo para usted.
Ella se frotó la cara para espantar el sueño.
—¿Ya? Qué hora… oh. Debía estar más cansada de lo que creía. Ahora mismo voy, oficial piloto.
Ferrell se desperezó y comenzó una serie automática de ejercicios en su asiento. Había sido una guardia larga y aburrida. Debería tener hambre, pero lo que contemplaba ahora a través de los visores le había quitado el apetito.
Boni apareció al momento y se sentó a su lado.
—Oh, muy bien, oficial piloto. —Descolgó los controles del rayo tractor exterior y flexionó los dedos antes de asirlos con delicadeza.
—Sí, no había mucha duda en eso —reconoció él, echándose hacia atrás y viéndola trabajar—. ¿Por qué tanto cuidado con los tractores? —preguntó con curiosidad, advirtiendo el bajo nivel de energía que estaba utilizando.
—Bueno, ahora mismo están congelados, ya sabe —contestó ella, sin apartar los ojos de los indicadores—. Son quebradizos. Si no se va con cuidado, pueden romperse. Detengamos esa rotación, primero —añadió, casi para sí misma—. Un giro lento está mejor. Eso parece. Pero si giran rápido, a veces… debe ser muy incómodo para ellos, ¿no cree?
Él desvió su atención de la pantalla y se la quedó mirando.
—¡Pero si están muertos, señora!
Ella sonrió lentamente mientras el cadáver, hinchado por la descompresión, los miembros retorcidos como congelados en un gesto de convulsión, era atraído lentamente hacia la bodega de carga.
—Bueno, no es culpa suya, ¿no? Uno de nuestros camaradas, lo veo por el uniforme.
—¡Puaf! —repitió él, y luego dejó escapar una risa nerviosa—. Actúa usted como si le gustara.
—¿Gustarme? No… Pero llevo ya nueve años en Recuperación e Identificación de Personal. No me importa. Y, naturalmente, trabajar en el vacío es siempre un poco más agradable que el trabajo planetario.
—¿Más agradable? ¿Con esa maldita y horrible descompresión?
—Sí, pero hay que considerar también los efectos de la temperatura. No hay descomposición.
Él tomó aire y lo dejó escapar lentamente.
—Ya veo. Supongo que uno se vuelve… duro, con el tiempo. ¿Es cierto que los llaman ustedes témpanos?