Frío como el acero (22 page)

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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

Acto seguido, encendió el ordenador. La pantalla se iluminó, pero se necesitaba una contraseña. Los ajetreados senadores no tenían tiempo de recordar contraseñas complicadas o retorcidas, así que Finn se dedicó a probar con nombres. El tercero funcionó: «Montgomery», la capital de Alabama.

Tecleó los mandos que necesitaba y apagó el ordenador. Lo último que hizo fue colocar un minúsculo dispositivo de vigilancia cerca de un jarrón en un estante junto al sofá del senador. Las hojas de la planta ofrecían un escondrijo ideal para la pequeña cámara. Así Finn dispondría de un enlace de vídeo y audio directo con el despacho de Simpson. Le haría un gran servicio.

Regresó a la puerta de cristal y consultó la hora para esperar a que la cámara de vigilancia cambiara al otro pasillo. En cuanto lo hizo, salió y se dirigió rápidamente al trastero. Sacó de la caja de herramientas un pequeño receptor parecido a una Blackberry y lo encendió. Observó la imagen en la pantalla. Había elegido bien la ubicación de la cámara en miniatura: veía claramente todo el despacho de Simpson. Apagó el receptor y se tumbó en el suelo para dormir.

A la mañana siguiente salió del trastero y dedicó un rato a subir y bajar en los ascensores, fingiendo dirigirse a realizar labores de mantenimiento. Luego salió del edificio mezclado entre un grupo de personas, fue en metro hasta Virginia, subió a su coche y se fue al despacho.

Ahora lo único que tenía que hacer era esperar que Roger Simpson regresara. Menudo recibimiento tendría en casa el hombre que había ayudado a matar a su padre.

Sin embargo, más que todo eso, la muerte de Simpson significaría el final de la peripecia de Harry Finn. Significaría no tener que volver a matar ni oír la historia de su madre. Algo le decía que su madre seguía viva sólo para ver ese momento. En cuanto Simpson estuviera muerto, Finn intuía que la vida de su madre también tocaría a su fin. La venganza era una fuerza poderosa, capaz incluso de mantener la muerte a raya. Y cuando su madre muriera, Finn la lloraría, lamentaría su pérdida, pero también sentiría un inmenso alivio por quedar por fin libre.

Tras trabajar un poco en la oficina y repasar más detalles del plan de ataque al Capitolio, se marchó y fue a recoger a los niños a la escuela. Se pasó una hora bateando con Patrick, ayudó a Susie a hacer los deberes y revisó con David las opciones de instituto entre las que podía elegir. Cuando Mandy volvió del supermercado, le ayudó a preparar la cena.

—Parece que estás de buen humor —comentó ella mientras él pelaba patatas en el fregadero.

—Ayer tuve un gran día —dijo él.

—Ojalá no hubieras tenido que trabajar toda la noche. Debes de estar agotado.

—No, la verdad es que me siento revitalizado. —Acabó de pelar la última patata, se limpió las manos y rodeó a su mujer con los brazos—. Estaba pensando que podríamos ir de viaje a algún sitio, quizás al extranjero. Los niños nunca han estado en Europa.

—Sería fantástico, Harry, pero es caro.

—Hemos tenido un buen año. Tengo un poco de dinero ahorrado. El verano que viene podría ser un buen momento. Lo tengo todo más o menos planeado.

—¿Cómo es que siempre soy la última en enterarse de estas cosas?

—Sólo quería tener los deberes hechos antes de presentar la propuesta a la comandante en jefe para su aprobación, señora. Así nos lo enseñaron en la Marina. —Le dio un beso.

—Hay que ver qué humor tan cambiante tiene, caballero —repuso ella.

—Como he dicho, veo la luz al final del túnel.

Ella sonrió.

—Esperemos que la luz no sea un tren que viene de frente.

Cuando Mandy se giró hacia los fogones, la actitud jovial de Finn se desvaneció.

«Un tren que viene de frente», pensó. Rogó que las palabras de su mujer no fueran proféticas.

52

Tras el intento de secuestro fallido, Caleb y Paddy se habían alojado en casa de Stone. Annabelle había regresado al hotel a pagar la cuenta y se había ido a otro situado en una zona distinta de la ciudad. Llamó a Stone para darle la nueva dirección.

A primera hora de la mañana Stone recibió una llamada de un alterado Reuben.

—Milton me está volviendo loco, Oliver —se quejó—. Me ha limpiado toda la casa. No encuentro nada de nada. Y a
Delta Dawn
le da miedo incluso entrar porque hace horas que la aspiradora está funcionando. —
Delta Dawn
era el chucho de Reuben. Siguió hablándole en un susurro—: Y no vas a creerte lo que le ha hecho al cuarto de baño. Parece salido de una revista femenina. A mí hasta me da vergüenza utilizarlo.

—Aquí no tengo sitio para él —dijo Stone con voz cansina—. Ahora mismo la casa está a tope.

—Ya lo sé, pero se me ha ocurrido que Paddy podía venir a mi casa y Milton irse a la tuya. Paddy encaja mejor con mi estilo.

—En estos momentos encontrarte el compañero ideal no es una prioridad; seguir con vida, sí —espetó Stone—. Y cuanto menos salga Paddy, mejor.

Reuben exhaló un largo suspiro.

—Vale, supongo que puedo estar con Don Limpio un poco más. Pero más vale que trinquemos pronto al asqueroso ese de Bagger. Milton ya ha empezado a hablar de llevarme a comprar ropa. Y eso ya es pasarse de la raya.

Al cabo de varias horas, Stone vio que Caleb, muy irritado y arrugado, salía del cuarto de baño vestido con la ropa de la noche anterior.

—Caleb, cuando esos hombres te pillaron anoche, ¿dijeron algo?

—Oh, sí. ¡Dijeron que si abría la boca me matarían! —Frunció el ceño—. ¡Y pensar que cuando introduje la llave en la cerradura estaba pensando en tomarme una copita de jerez y releer el comienzo de
Don Quijote
!—Me refiero a si mencionaron que trabajaban para Jerry Bagger.

—No. En realidad no dijeron nada. No hacía falta, iban armados.

—¿Mencionaron a Annabelle?

—No. ¿Por qué?

—¿Y a un tal John Carr?

—¿Quién es ése?

—Da igual. ¿Mencionaron ese nombre?

—No.

Stone no tenía forma de saber si los secuestradores iban a por Annabelle o John Carr. Llegó a la conclusión de que podían haberle seguido el rastro a través de Caleb. Había ido a ver a su amigo a la biblioteca con anterioridad. Todos habían dado por supuesto que Bagger había enviado a esos hombres, pero ¿y si pertenecían al equipo que había matado a los Triple Seis? ¿Los que habían matado a Carter Gray? Sin embargo, si iban a por él, seguro que habrían descubierto su álter ego y también dónde vivía.

—¿Qué hago ahora? —preguntó Caleb, interrumpiendo las cavilaciones de Stone—. Tendría que haberme marchado a trabajar hace diez minutos. No tengo ropa ni artículos de tocador, ni nada.

—Llama y di que estás enfermo —dijo Stone secamente, molesto por la interrupción.

—Eso me sirve para hoy, pero ¿y mañana? ¿Y pasado?

—¿Tienes derecho a vacaciones?

—Sí, pero trabajo para el Gobierno Federal. No puedo pedir las vacaciones de un día para otro. Hay que planificarlo, avisar con antelación.

—Bueno, pues mañana ya te preocuparás de eso. Por el momento, quédate aquí y relájate.

—¡Qué me relaje! ¿Después de que me secuestraran y casi me mataran? ¿Después de tener que dejar mi casa y mi trabajo porque un maniaco viene a por mí? ¿Pretendes que me relaje?

—Pues eso o te cortas las venas. Decide tú —espetó Stone mientras salía por la puerta.

—¿Adónde vas?

—A ver a nuestra amiga.

—Perfecto. Puedes decirle a Annabelle que necesito más amigas como ella tanto como una colonoscopia sin anestesia.

Paddy salió del baño con el pelo húmedo después de la ducha.

—¿Qué pasa?

—Nada, Caleb iba a prepararte algo para desayunar, ¿verdad que sí?

—¿Cómo?

Paddy miró a Stone y luego a Caleb con una sonrisa.

—Pues mira qué detalle por tu parte.

Por un instante dio la impresión de que Caleb iba a ponerse a chillar, pero se contuvo. Mientras Paddy dormía, Stone había puesto al corriente a Caleb de su situación, incluido el hecho de que se estaba muriendo.

—Al fin y al cabo soy funcionario público —dijo Caleb con magnanimidad.

—Pues entonces lo dejo en tus manos —repuso Stone, y se marchó.

Mientras salía rápidamente del cementerio pensó que tal vez, tras los peligros corridos la noche anterior, Annabelle había huido otra vez.

Sin embargo, al cabo de una hora la encontró en la habitación del nuevo hotel. Acababa de desayunar. Tras servirle una taza de café se encaramó al borde de la cama enfundada en el albornoz del hotel; tenía aspecto angustiado y cansado.

—¿Cómo está Paddy?

—Esta mañana se le ve mejor, más animado.

—Eso se debe a la movida de anoche. Le encantan esas cosas. Siempre ha sido así.

—Tuvimos suerte de que estuviera allí. Nos salvó la vida.

—Lo sé —admitió Annabelle a regañadientes—. Y eso me fastidia. Ahora es como si estuviera en deuda con él.

—¿Reconociste a los hombres de anoche? —preguntó Stone midiendo sus palabras—. Me refiero a si estás segura de que eran esbirros de Bagger.

—No, pero ¿quiénes si no iban a ser?

—¿Te acuerdas del problemilla del que te hablé?

—Sí.

—Pues podría ser que esos hombres me buscaran a mí, no a ti.

—¿Qué? ¿Quién va a por ti?

—Vístete. Vamos a hacer una breve excursión. Hay algo que debes saber sobre mí.

—¿Adónde vamos?

—Al cementerio nacional de Arlington. Tengo que enseñarte una cosa.

53

—Oliver, ¿no te cansas de los cementerios? Es que me parece un poco obsesivo —comentó Annabelle mientras caminaban fatigosamente por los senderos asfaltados de Arlington, el camposanto militar más célebre del país.

La mayoría de las tumbas tenían una sencilla placa blanca, aunque algunas de las estatuas que coronaban las tumbas de los famosos, o los muy ricos, eran sumamente ostentosas y de bastante mal gusto. Stone tenía la impresión de que, cuanto menos majestuosa era la placa, más había hecho por el país el fallecido.

—Vamos, ya estamos llegando —dijo.

La condujo por un sendero, contando las hileras mentalmente. Era una zona tranquila del cementerio, un lugar que había visitado a menudo para encontrar algo de paz.

Al cabo de unos instantes se sintió desfallecer y se tambaleó un poco. Ese día la zona no estaba tan tranquila. De hecho, en el indicador número 39 de la cuarta fila de esa sección de difuntos había mucha actividad. Unos hombres estaban excavando. Bajo la mirada de Stone y Annabelle, desenterraron un ataúd y lo transportaron a una furgoneta que esperaba en el sendero.

—Oliver —dijo Annabelle—, ¿qué es esto? ¿Qué pasa? —Le puso una mano en el hombro mientras él se apoyaba en un árbol para no caerse.

Al final Stone fue capaz de articular palabra.

—Será mejor que te vayas. Coge el coche. Ya nos veremos en mi casa.

—Pero…

—Vete. —Stone se marchó en dirección a la furgoneta que partía.

Mientras los trabajadores del cementerio empezaban a rellenar el hueco otra vez, Annabelle se acercó a la tumba como quien no quiere la cosa.

—Pensaba que lo normal era meter los ataúdes bajo tierra, no sacarlos —dijo.

Uno de los hombres la miró pero no dijo nada. Continuó dando paladas.

Ella se acercó un poco más para leer el nombre del indicador.

—¿Podría decirme a qué hora hacen el cambio de guardia? —preguntó.

Mientras el trabajador le contestaba, ella por fin consiguió distinguir el nombre de la placa.

«John Carr», leyó.

Stone siguió a la furgoneta a pie hasta la carretera principal y la vio alejarse, tras pasar por la rotonda que desviaba el tráfico del cementerio. No cruzó el Memorial Bridge para entrar en Washington sino que se dirigió al oeste, para adentrarse en Virginia. Stone intuyó el destino del ataúd: Langley, cuartel general de la CIA.

Llamó a Reuben por el móvil.

—Quiero que te pongas en contacto con todos los amigos que tengas en la DIA y averigües por qué han exhumado hoy una tumba en Arlington.

—¿De quién era la tumba? —preguntó Reuben.

—De un tal John Carr.

—¿Le conocías?

—Tan bien como a mí mismo. Date prisa, Reuben, es importante.

Stone colgó e hizo otra llamada, esta vez a Alex Ford, la única persona viva aparte de Annabelle Conroy que sabía que su nombre verdadero era John Carr.

—¿Los has visto desenterrándolo? —preguntó Alex.

—Sí. Por favor, averigua lo que puedas.

Stone volvió caminando a su casa, sabiendo que Annabelle, con quien había ido en coche hasta el cementerio de Arlington, le estaría esperando.

Al entrar la encontró junto al escritorio.

—Tienes buen aspecto para estar muerto.

—¿Dónde están Paddy y Caleb? —preguntó él.

—Han ido al supermercado. Al parecer aquí no tienes mucha comida. Caleb me ha pedido que te dijera que estaba horrorizado. —Señaló los papeles que Stone tenía en la mesa—. Hay que ver la cantidad de información que tienes sobre Jerry.

—Jerry y tú —dijo él, sobresaltándola.

—¿Has hecho averiguaciones sobre mí?

—No, mi amigo sólo sacó el expediente de Bagger. Las averiguaciones sobre ti no son más que conjeturas.

Stone se sentó tras el escritorio.

—Deduzco que lo del cementerio es una mala noticia —dijo ella.

—Digamos que, cuando abran ese ataúd, les sorprenderá lo que no van a encontrar, es decir, a mí —dijo.

—¿Hay otro cadáver en el ataúd?

Stone se encogió de hombros.

—No me pidieron opinión al respecto. Yo estaba demasiado ocupado intentando evitar ser el cadáver del ataúd.

—¿Por qué crees que lo exhuman ahora?

—No lo sé.

—¿Cuál es el problema que mencionaste antes?

—No puedo hablar de ello.

Annabelle se sulfuró.

—¿Ahora me sales con ésas? ¿Después de que yo te lo contara todo? Encima era la primera vez que se lo contaba a alguien. ¡La primera! Quiero la verdad.

Stone hizo una mueca de dolor para sus adentros. Durante años había tenido plantada una pancarta en Lafayette Park que rezaba: «Quiero la verdad.»—Annabelle, no es algo de lo que…

—No sigas. No me vengas con excusas peregrinas. Yo las convertí en una expresión artística.

Stone se quedó inmóvil mientras ella daba golpecitos con el tacón en el suelo.

—Mira, Oliver, o John, o cómo demonios te llames…

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