Frío como el acero (17 page)

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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

Al cabo de un minuto estaba en el garaje. Allí guardaba su arsenal de armas. Pesaba casi quinientos kilos y tenía llave, combinación y un sistema de cierre biométrico que sólo él podía abrir. Abrió la pesada puerta y extrajo una caja pequeña protegida también con combinación y llave. Una vez abierta, llevó el archivo a su banco de trabajo y empezó a repasarlo. Las fotos y los informes ya estaban descoloridos, pero nunca dejaban de producirle una rabia prácticamente incontrolable. Leyó en voz alta:

—«Rayfield Solomon, presunto traidor, se suicida en América del Sur.»

Miró la foto de su padre, un hombre muerto con un orificio de bala en la sien derecha, y el legado de haber traicionado a su país.

Finn también sintió rabia esa noche pero fue distinta a las demás ocasiones en que había contemplado los restos del pasado de su padre, y eso se debía a la pregunta de su hija: «¿Mataste alguna vez a alguien, papá?»

«Sí, cariño. Papá ha matado.»

Volvió a guardar los artículos y apagó la luz del garaje. No regresó a la casa. Fue a dar un paseo que se prolongó hasta la medianoche.

Cuando volvió a casa, hacía rato que todos dormían. Su mujer estaba acostumbrada a sus excursiones nocturnas por el vecindario. Entró en el cuarto de Susie, se sentó en la cama y observó cómo respiraba plácidamente, aferrada a uno de sus preciados ángeles de la guardia.

Al amanecer, Finn dejó a su hija, se duchó y se preparó para ir al colegio y hablar de qué suponía ser soldado. Por supuesto, no les hablaría de lo que era ser un asesino. Aunque eso es lo que era.

Mientras recorría el pasillo que llevaba al aula de su hija, el muro mental que separaba a Harry Finn del otro hombre que tenía que ser se agrietó ligeramente. Abrió la puerta del aula y su hija cruzó presurosa la clase para abrazarle.

—¡Es mi papá! —anunció orgullosa a sus compañeros—. Y es una foca, no una morsa. Y es muy bueno.

«¿Seguro?», pensó Harry Finn.

39

Stone relató a Annabelle la conversación mantenida con su padre junto a las tumbas.

—Da la impresión de que está agonizando.

—Me alegro.

—Y parece sentirse sinceramente culpable por lo que le pasó a tu madre.

—Lo dudo mucho.

—¿Quieres seguirle?

—No; quiero matarle.

—Vale, ¿qué hacemos ahora? ¿Seguimos investigando por el pueblo?

—No; volvamos al hotel. Necesito beber y quiero hacerlo en la privacidad de mi habitación.

Stone la dejó en el hotelito y volvió a salir. Recorrió las pocas calles del pueblo en el coche hasta que vio la furgoneta de Paddy aparcada junto al bordillo. Padre e hija habían tenido la misma idea. Aparcó y entró.

El bar era cutre y oscuro. A esa hora de la tarde sólo había un hombre en la barra bebiendo cerveza. Stone se sentó a su lado, y Paddy apenas alzó la vista.

—Supongo que los cementerios dan sed —comentó Stone.

Paddy lo miró de reojo y bebió un sorbo de cerveza. Tenía los ojos entornados y la piel más grisácea que en el camposanto.

—Nunca he necesitado motivos para tomarme un par de pintas —repuso arrastrando un poco las palabras.

—Me llamo Oliver —se presentó Stone tendiéndole la mano.

Paddy no se la estrechó y lo observó con recelo.

—Si te encuentras a un tío una vez, no pasa nada. Si te lo encuentras dos veces en el plazo de una hora, empieza a sospechar.

—Este pueblo no es muy grande.

—Lo suficiente para que un hombre tenga su propio espacio.

—Puedo apartarme.

Paddy lo fulminó con la mirada.

—Bah. ¿Qué quieres tomar? Invito yo.

—No es necesario.

—Nunca es necesario invitar a alguien a una copa. Es un privilegio para el invitado. Y no lo rechaces. Soy irlandés. Tendría que cortarte el pescuezo si rehúsas.

Al cabo de dos horas, Stone y Paddy salieron del bar, el primero sujetando al segundo.

—Eres un buen tío —lloriqueó Paddy—. Un buen amigo.

—Me alegro de que lo pienses. Oye, no estás en condiciones de conducir. Dime dónde vives y te llevo.

Paddy se quedó dormido en el coche de Stone, lo cual resultó oportuno porque éste llevaba al padre a ver a su hija.

Annabelle había estado contemplando la botella de ginebra durante una hora sin probar ni gota. Sólo bebía cuando una estafa se lo exigía. Los recuerdos de su padre borracho diciendo y haciendo estupideces le habían hecho prometer no emborracharse jamás. La llamada a la puerta apenas le hizo levantar la mirada.

—¿Sí?

—Soy Oliver.

—Está abierto.

Entró. Annabelle no miró hasta que reparó en el sonido de cuatro pies en lugar de dos.

—¿Qué cono pretendes? —gritó azorada.

Stone llevó medio a cuestas a Paddy a un sillón y lo dejó caer.

La voz de su hija consiguió atravesar la bruma de alcohol, y Paddy medio se incorporó.

—¿Annabelle?

Ella se movió tan rápido que Stone no pudo detenerla. Se abalanzó sobre Paddy, le golpeó en el estómago y los dos cayeron al suelo. Ella lo inmovilizó y empezó a abofetearlo.

Stone la apartó y consiguió mantenerla alejada pese a que ella lanzaba patadas y puñetazos a su padre. La arrastró hasta colocarla contra la pared y la sujetó. Como no dejaba de patalear, le dio una bofetada. Ella se quedó paralizada de la sorpresa. Entonces miró a su padre tendido en el suelo a tiempo de verlo palidecer y vomitar.

Al cabo de unos instantes logró zafarse de Stone y salió corriendo de la habitación.

Dos horas después Paddy abrió los ojos y miró alrededor. Se incorporó y notó la mano de Stone en el hombro.

—Tranquilo —dijo éste—. Te has dado un buen golpe.

—¿Annie? ¿Dónde está Annie? —Paddy recorrió la habitación con la mirada.

—Volverá. Ha tenido que… que salir un momento. —Ya había limpiado el vómito de Paddy y había esperado que el hombre volviera en sí.

—¿De verdad era Annie? —preguntó Paddy, agarrando a Stone del brazo con mano temblorosa.

—Sí, era ella.

Cuando Stone oyó los pasos de Annabelle en las escaleras se colocó delante de Paddy para protegerlo de un nuevo ataque. La puerta se abrió y allí estaba ella, con el semblante pálido y vacío de expresión. Durante un instante aterrador, Stone se preguntó si había ido a comprar una pistola.

Ella cerró la puerta tras de sí, cogió una silla del pequeño salón y se sentó delante de los dos hombres.

Miró a Stone y a su padre alternadamente hasta clavar la mirada en Paddy.

—¿Has acabado de vomitar?

Él asintió y dijo:

—Annie…

Ella levantó una mano.

—Cállate. No he dicho que pudieras hablar, ¿verdad?

El meneó la cabeza y se recostó en el sofá con una mano encima de su vientre plano.

Annabelle se dirigió a Stone.

—¿Por qué cono lo has traído?

—He supuesto que ya era hora de que hablarais.

—Pues te has equivocado.

—No he tenido ocasión de decírtelo antes de que salieras en estampida. Cuando tu madre fue asesinada, tu padre estaba en una cárcel federal de Boston acusado de falsificar cheques.

Stone se sentó al lado de Paddy y observó a Annabelle, cuyo rostro no denotó el menor atisbo de emoción ante la sorprendente noticia. Desde luego, aquella mujer era la mejor estafadora de su generación, pensó él.

—¿Cómo lo sabes? —dijo ella al final, sin apartar la mirada de su amigo.

—Me lo confirmó Alex cuando venía hacia aquí. Ahora está todo informatizado.

—¿Cómo se te ocurrió comprobar tal cosa? —preguntó ella con apatía.

—Porque este hombre me preguntó por la muerte de tu madre cuando estábamos en el bar —intervino Paddy—. Se lo dije. Me pasé casi un mes en esa dichosa celda. No tenían suficientes pruebas para condenarme pero no podía pagarme un abogado. Para cuando salí, hacía tiempo que tu madre estaba enterrada.

—Eso no cambia el hecho de que muriera por tu culpa.

—Nunca lo he negado. No pasa un solo minuto en que no piense que quien debería estar enterrado soy yo, no ella.

Annabelle miró fijamente a Stone.

—¿Y te has tragado esa historia lacrimógena? Es la estafa ciento una.

—¡Es la verdad y me importa un bledo que te la creas o no! —exclamó Paddy poniéndose en pie con inseguridad.

—Va asiduamente a visitar su tumba —añadió Stone.

—¿Qué más da? —espetó Annabelle—. De no haber sido por los miserables diez mil dólares que este cerdo le robó a Bagger, hoy ella estaría viva.

—Nunca pensé que se fijaría en tu madre. No sé quién le chivó a Bagger dónde estaba. Si lo supiera, mataría al muy cabrón.

—Guárdatelo para quien le importe.

—Y no pasa un solo día en que no piense en estrangular a Jerry Bagger.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué no lo has hecho? No puede decirse que no sepas dónde vive.

—Está rodeado de un puto ejército.

—Cuéntame algo nuevo, venga.

Paddy la observó.

—He oído que Bagger tuvo un problema gordo. Rumores en el mundillo de los estafadores. ¿Fuiste tú?

Annabelle se levantó y abrió la puerta.

—Lárgate.

—Pero Annie…

—¡Venga, largo de aquí!

Al marcharse, Paddy tropezó con el marco de la puerta. Annabelle miró a Stone.

—Nunca te lo perdonaré.

—No busco el perdón. —Se levantó.

—Entonces, ¿por qué lo has traído aquí?

—¿Por qué no te lo piensas e intentas encontrar la respuesta tú sola? Así quizá te resulte más significativa.

Stone también se marchó, y Annabelle cerró la puerta de un puntapié.

40

Dos de los hombres de Bagger descubrieron que Milton había estado en el hotel situado frente al Pompeii. Hablaron con el recepcionista y también con Helen, la masajista cuyos servicios había utilizado Milton. Ante los duros esbirros de Bagger, ninguno de los dos ocultó nada. Y Milton no era poli ni federal. A continuación informaron a Bagger.

—Cogedlo a él y su amigo, descubrid qué traman y luego los matáis —fue la decisión del jefe—. Luego os aseguráis de que Dolores se entere. Si así no calla para siempre, le ajustaremos las tuercas definitivamente.

Los hombres se dirigieron en coche al motel donde se alojaban Milton y Reuben, descubierto por los hombres de Bagger, lejos de la zona de los casinos.

Pararon el coche delante y bajaron. Milton y Reuben estaban en la segunda planta, habitación 214.

Entraron sin miramientos. Milton estaba recogiendo sus cosas.

—Bueno, pedazo de… —dijo un esbirro de Bagger. No pudo continuar porque el puño de Reuben le partió la mandíbula. Cayó en la moqueta, conmocionado.

Reuben agarró al otro hombre, lo levantó y lo estampó contra la pared. Sin darle tiempo de rehacerse, le propinó un codazo en la nuca y lo dejó caer inerte al suelo.

Luego les registró los bolsillos rápidamente, les quitó la munición de las pistolas y las llaves del coche. Echó un vistazo a sus documentos. Casino Pompeii. Eran matones de Bagger. Los había visto llegar en un Hummer, se había escondido tras la puerta y luego todo había sido coser y cantar.

—¿Cómo sabías que vendrían aquí? —le preguntó Milton observando a los dos hombres inconscientes.

—Imaginé que, si habían matado a la tal Cindy, probablemente vigilarían a la madre. Debieron de verte anoche hablando con ella, te siguieron el rastro y descubrieron que estabas interesado en Robby Thomas. Bagger debió de ordenarles que te honraran con una visita.

—Buena deducción.

—No pasé diez años en la inteligencia militar para nada. Vamos.

Cargaron el equipaje en el vehículo de Reuben. Al cabo de cinco minutos se dirigían hacia el sur al máximo de velocidad que daba el coche de Reuben, teniendo en cuenta sus diez años de antigüedad.

—Reuben, tengo miedo —reconoció Milton en cuanto llegaron a la interestatal.

—No me extraña. Yo me estoy cagando en los pantalones.

41

Carter Gray estaba informando al actual director de la CIA sobre el asunto de Rayfield Solomon.

—Creo que se trata de alguien cercano a Solomon —le dijo—. La foto que mandaron indica que querían que supiera por qué me mataban.

—¿Solomon tenía familia? —preguntó el director—. Conozco el caso, claro, pero fue antes de que ocupara el cargo.

—Solomon se lio con una rusa. Ese fue el detonante de todo. Sólo sabemos su nombre de pila: Lesya.

—¿Y qué pasó tras la muerte de Solomon?

—Ella desapareció. De hecho, desapareció antes de que muriera. Creemos que estaba preparado de antemano. Sabían que íbamos por ellos. Lo pillamos a él pero no a ella.

—¿Y cuánto hace de eso?

—Más de treinta años —dijo Gray.

—Eso significa que, si sigue viva, dudo que vaya por ahí matando gente.

—Ya. Pero eso no significa que no esté implicada. Siempre fue muy buena manipuladora.

—¿Sabes tanto de ella y no su apellido?

—De hecho, como es rusa, debería tener tres nombres: su nombre de pila o
imia
, un patronímico u
otchestvo
y un apellido
o familia
. —A juzgar por la expresión condescendiente de Gray, podría haber acabado la minilección con la palabra «idiota», pero tuvo el detalle de contenerse.

—El bagaje de la guerra fría —repuso el director—. Ya no es nuestra prioridad.

—Pues quizás os las tengáis que replantear. Mientras os dedicáis de pleno a los Mohamed, Putin, Chávez y Hu se están poniendo las botas. Y hacen que Al Qaeda parezca una guardería con respecto a su potencial para la destrucción masiva.

El director carraspeó.

—Sí, bueno. ¿Cómo es que entonces no intentasteis localizar a la tal Lesya?

—Teníamos otras prioridades. Solomon debía ser eliminado y Lesya había pasado a una absoluta clandestinidad. Se decidió que utilizar más medios para buscarla no valía la pena. Consideramos que, a todos los efectos, estaba fuera de servicio. Y lo ha estado durante más de tres décadas.

—Hasta ahora, al menos es lo que piensas. ¿Algún socio de Lesya que debamos tener en cuenta?

—Tenemos que averiguarlo.

—¿Qué sabes en concreto de la mujer?

—Era una de las mejores agentes de contraespionaje de la Unión Soviética. Nunca la he visto en persona, sólo en fotos. Alta y guapa, no encajaba mucho con la imagen de una espía, porque destacaba mucho. Pero demostró que eso no es más que un estereotipo. Tenía más agallas que cualquier otro sobre el terreno. De hecho, su nombre le hacía justicia porque Lesya significa «valentía» en ruso. No trabajaba directamente para el KGB. Estaba por encima. Siempre creímos que su cadena de mando llegaba directamente al líder soviético. Trabajó en nuestro país durante una temporada, luego en Inglaterra, Francia, Japón, China y otras misiones de alto nivel. Su especialidad era entregar a otros. Reclutó a Solomon, se casaron en secreto y lo puso en contra de su país. América pagó un alto precio por su traición.

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