Frío como el acero (16 page)

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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

El recorrido sólo duró diez minutos, hasta las afueras de la ciudad. Cuando la furgoneta giró y entró por una verja de hierro forjado, a Annabelle se le cortó la respiración.

Stone esperó unos momentos y luego entró también en el cementerio Mount Holy. Al cabo de unos minutos habían bajado del coche y se desplazaban sigilosamente hacia una arboleda. Desde su escondrijo observaron a Paddy acercarse a una tumba plana en el suelo.

Sacó unas flores del interior de su abrigo raído, se arrodilló y las colocó en la tierra.

Se quitó el sombrero y dejó al descubierto un pelo blanco y denso, juntó las manos y pareció rezar. En cierto momento emitió un largo gemido y lo vieron sacar un pañuelo del bolsillo para enjugarse la cara.

—¿Es la tumba de tu madre? —preguntó Stone.

Ella se limitó a asentir.

—Como te dije, nunca he venido, pero sé su ubicación.

—Parece llorar su pérdida.

—Sólo lo hace para lavar su culpa, el muy cabrón. Nunca cambiará.

—Las personas cambian —dijo Stone.

—El no, nunca. —De pronto Annabelle lo sujetó por el brazo—. Oliver, ¿qué vas a hacer?

—Poner a prueba tu teoría.

Antes de que pudiera detenerlo, Stone salió al espacio abierto y se encaminó hacia Paddy. Caminó despacio, aparentando leer las lápidas antes de detenerse en una situada cerca del hombre, que aún sollozaba arrodillado.

—No pretendo perturbar su intimidad —dijo Stone con voz queda—. Hace varios años que no vengo a visitar la tumba de mi tía. Quería presentarle mis respetos.

Paddy alzó la vista hacia él y se frotó el ancho rostro con el pañuelo.

—Es un cementerio público, amigo.

Stone se arrodilló delante de la tumba elegida sin dejar de observar a Paddy de reojo.

—Los cementerios parecen absorberle a uno la energía, ¿verdad? —dijo en voz baja.

El hombre asintió y repuso:

—Es una penitencia para los vivos. Y una advertencia para todos nosotros.

—¿Una advertencia? —Stone se giró para mirarlo y entonces se dio cuenta: aquel hombre era un enfermo en fase terminal. Lo vio en los matices grises que salpicaban su rostro pálido y hundido, el cuerpo esquelético y las manos temblorosas.

Paddy asintió.

—Mire todas estas tumbas. —Levantó un brazo tembloroso—. Todos estos muertos esperando que el Todopoderoso baje a decirles adónde irán. Esperando en la tierra o en el purgatorio, si uno es creyente. Esperando que baje el Hombre y se lo diga. Para el resto de la eternidad.

—El cielo o el infierno —asintió Stone.

—¿Es usted jugador?

Stone negó con la cabeza.

—Me he pasado toda la vida apostando por una cosa o por otra. Si usted fuera jugador, ¿cuántos diría que van a ir al cielo y cuántos al infierno?

—Esperemos que más al cielo —contestó Stone.

—Perdería la apuesta, está claro.

—¿Cree que hay más gente mala que buena?

—Míreme a mí. Ya puedo ir buscándome un lugar soleado en lo más profundo del infierno, porque ése es mi destino, se lo digo yo.

—¿Se arrepiente de muchas cosas?

—¿Arrepentirme? Señor, si los arrepentimientos fueran dólares, tendría tanto dinero como Bill Gates. —Paddy se inclinó hacia delante y besó la lápida—. Adiós, mi querida Tammy. Que descanses, cariño. —Se levantó con piernas temblorosas y se encasquetó otra vez el sombrero.

Se giró hacia Stone.

—Ella sí irá al cielo. ¿Sabe por qué? —Stone negó con la cabeza—. Porque fue una santa. Por aguantar a un tipo como yo. Y aunque sólo sea por eso, cuando llegue el día del Juicio Final san Pedro la recibirá con los brazos abiertos. Ojalá pudiera estar allí para verlo.

37

Era temprano. Jerry Bagger estaba sentado en su suite del lujoso hotel pensando seriamente que debía subir el precio de las habitaciones del Pompeii. Para él las vistas a la Casa Blanca no valían mil dólares la noche.

Mientras miraba por la ventana la residencia del presidente, Mike, un miembro de su equipo de seguridad, entró en la habitación.

—Anoche muy tarde recibimos una llamada del casino, pero no quisimos despertarle. Un tío estuvo hablando con Dolores.

Bagger se giró.

—¿Hablando con Dolores de qué?

—Por lo poco que oyó, el nombre de la hija salió un par de veces.

—La buena de Cindy —dijo Bagger lentamente—. Supongo que Dolores sigue sufriendo por la pérdida de su hija. ¿Quién era el tipo? ¿Un poli? ¿Del FBI?

—Estamos investigándolo. Iba acompañado de un tío muy fornido. Les estamos siguiendo. Se alojan en un hotelucho lejos de la primera línea de mar.

—Pues investigad rápido.

—¿Y si es poli?

—Me informáis y ya veremos. Matar a un poli no es moco de pavo. Si te cargas a uno, aparecen muchos más, lo mismo con los del FBI. Seguid en ello. Comprobad en qué otros sitios ha estado ese tío. —Bagger se sentó mientras Mike se disponía a marcharse—. Espera un momento. ¿Ha llamado ese idiota republicano y
amish
?

—No, señor.

—Lo que me contó parecía cierto, pero tengo la impresión de que mentía como un bellaco.

—Usted es la persona con el mejor instinto que conozco, señor Bagger.

«Pero no basta —pensó Bagger—. Annabelle Conroy me pilló por los huevos y me los apretó hasta dejarme seco.» —¿Quiere que mantengamos una charla con él?

Bagger negó con la cabeza.

—Ahora mismo no. Pero seguidle. Quiero saber adónde va esa rata de biblioteca por la noche.

—Entonces, ¿nos quedaremos en la ciudad unos días?

Bagger miró por la ventana.

—¿Por qué no? Este sitio empieza a gustarme. —Señaló la Casa Blanca—. Mira ahí, Mike. Ahí vive el presidente, el hijo de puta más poderoso del mundo. Un simple movimiento de su cabeza y se carga un país entero. Si suelta un pedo raro, la bolsa cae mil puntos. Está rodeado de un ejército de cojones. Si quiere algo, lo consigue. —Bagger chasqueó los dedos—. Así. Una mamada en el Despacho Oval, reducciones fiscales para los ricos, invadir otros países, pellizcarles el culo a las reinas, cualquier cosa. Porque él es quien manda. Lo respeto. El tío sólo gana cuatrocientos mil dólares al año, pero tiene un montón de privilegios y viaja gratis en un jet mucho mayor que el mío. Y a pesar de todo eso, ¿sabes qué, Mike?

—¿Qué, señor Bagger?

—Cuando deja el cargo, es un don nadie. Pero yo sigo siendo Jerry Bagger.

38

Harry Finn vio que Patrick, su hijo pequeño, bateaba y fallaba una pelota que le venía a la altura de los ojos. Los padres en las gradas situados cerca de Finn gimieron, se produjo el tercer
strike
y acabó el partido. Patrick había dejado en la segunda base al jugador cuya carrera representaría el empate y el bateador tenía en sus manos la victoria. El muchacho de diez años regresó abatido al banquillo, arrastrando el bate, mientras el otro equipo empezaba a celebrarlo.

El entrenador de Patrick les dio una pequeña charla para animarlos, los chicos se tomaron el tentempié de después del partido que, para muchos, era el gran acontecimiento de la tarde, y los padres empezaron a reunir a sus futuras estrellas para la vuelta a casa.

Patrick seguía sentado en el banquillo con el casco y los guantes puestos como si estuviera esperando otra oportunidad para lanzar la pelota al otro lado de la valla. Finn fue a buscarle algo de comer y se sentó a su lado en el banquillo.

—Has hecho un gran partido, Pat —dijo tendiéndole una bolsa de Doritos y un refresco de naranja—. Estoy orgulloso de ti.

—He quedado eliminado, papá. Hemos perdido por mi culpa.

—También has llegado a la base un par de veces, has marcado las dos y ayudado en tres más. Y jugando en el centro del campo has pillado una pelota muy difícil. Ahí has salvado tres carreras. —Le frotó el hombro a su hijo—. Has hecho un buen partido. Pero no siempre se gana.

—¿Es ahora cuando me dices lo de que «perder forja la personalidad»?

—Sí, ahora. Pero no te acostumbres. Lo cierto es que a nadie le gustan los perdedores. —Le dio una palmada juguetona en el casco—. Y si no piensas comerte los Doritos, me los quedo. —Cogió la bolsa.

—Eh, son míos. Me los he ganado.

—Pensaba que el equipo había perdido por tu culpa.

—No habríamos estado a punto de ganar de no ser por mí.

—Al final lo admites, ¿verdad? Ya sabía yo que tenías el cerebro de los Finn en algún sitio. —Golpeó el casco con los nudillos—. Y quítate esto, ya tienes la cabeza suficientemente dura.

—Vaya, papá, gracias por tu apoyo.

—¿Qué te parece si cenamos algo por ahí antes de volver a casa?

Patrick se llevó una agradable sorpresa.

—¿Tú y yo solos?

—Exacto.

—¿David no se enfadará?

—Tu hermano tiene trece años. No le gusta demasiado estar todo el día pegado a su viejo. No soy tan guay ni tan espabilado. Eso cambiará dentro de unos diez años, cuando tenga problemas para pagar la universidad y no encuentre trabajo, entonces volveré a ser guay.

—Yo creo que eres espabilado y guay.

—Eso es lo que me gusta de ti. —Mientras caminaban hacia el coche, Finn se colocó a Patrick sobre los hombros y echó a correr.

Cuando llegaron al parking, Finn, jadeante, bajó a su hijo.

—Papá, ¿por qué sigues llevándome a hombros? —preguntó Patrick entre risas.

A Finn se le borró la sonrisa.

—Porque muy pronto ya no podré hacerlo, hijo. Serás demasiado grande. Y aunque no lo fueras, no querrás que te lleve de ese modo.

—¿Tan grave es?— preguntó Patrick mientras comía Doritos. Finn abrió el coche y lanzó la bolsa de su hijo al interior. —Sí, sí que lo es. Lo comprenderás cuando seas padre.

Comieron en una hamburguesería local situada a menos de dos kilómetros de su casa.

—Me encanta esta comida, todo grasa.

—Disfrútala mientras puedas. Cuando tengas mi edad, tu cuerpo no la asimilará con tanta facilidad.

Patrick se llevó una patata frita a la boca y preguntó:

—¿Cómo está la abuela? —Finn se puso un poco tenso—. Mamá me dijo que habías ido a verla. ¿Qué tal está?

—Bien. Bueno, de hecho no tan bien.

—¿Cómo es que ya no vamos a verla?

—No sé si le gustaría que la vierais en su estado actual.

—Esas cosas no me importan —dijo el niño—. Era divertida aunque hablase de una forma un poco rara.

—Sí, es verdad —reconoció Finn bajando la mirada hacia su hamburguesa a medio comer; de repente había perdido el apetito—. A lo mejor vamos a verla dentro de poco.

—¿Sabes qué, papá? No tiene pinta de irlandesa.

Finn pensó en aquella mujer alta y de espaldas anchas, con las facciones angulosas y casi demacradas típicas de muchos europeos del Este de esa generación. Apenas era capaz de cuadrar esa imagen con el cuerpo encogido en que su madre se había convertido. Su hijo tenía razón, no parecía irlandesa porque no lo era. De todos modos, Finn se parecía más a su madre que a su padre.

—No lo es —dijo—. Tu abuelo sí era irlandés. —No le gustaba mentir a su hijo pero sabía que, en este tema, no podía decirle la verdad. Sí, su padre, el judío irlandés.

—Dijiste que era un tío guay.

—Muy guay.

—Ojalá le hubiera conocido.

«Yo también —pensó Finn—. Durante más tiempo del que lo conocí.»—Entonces, ¿de dónde es la abuela?

—En realidad tu abuela es de todas partes —respondió con vaguedad.

Mandy los recibió en la puerta cuando llegaron a casa. Tras mandar a Patrick a que se preparara para acostarse, dijo:

—Harry, mañana se supone que vas a la clase de Susie. Es el día de profesiones de padres.

—Mandy, ya te dije que no me apetece.

—Todos los demás padres lo hacen. No podemos dejar a Susie en la estacada. Yo iría pero no sé si cocinar, limpiar y conducir se considera una profesión.

Él la besó.

—Yo sí. Trabajas más que todas las personas que conozco.

—Tienes que ir, Harry. Susie tendrá una decepción si no vas.

—Cariño, no me presiones.

—Vale, pero si te escaqueas, se lo dices tú. Te está esperando despierta en la cama.

Mandy se alejó y Finn se quedó de pie junto a la puerta. Quejándose, subió las escaleras fatigosamente.

Susie estaba sentada en la cama, rodeada de once de sus peluches. Era incapaz de irse a dormir sin ellos. Los llamaba sus «ángeles de la guardia». A los pies de la cama tenía diez más, los «caballeros de la mesa redonda».

Lo miró con sus grandes ojos azules al formularle la anhelada pregunta:

—¿Irás mañana, papá?

—Ahora mismo estaba hablando con mamá del tema.

—Hoy ha ido la madre de Jimmy Potts. Es bióloga marina. —Susie lo dijo lentamente mientras se rascaba la mejilla—. No sé qué es eso pero, papi, ha traído peces vivos.

—Fantástico.

—Sé que tú también estarás fantástico. Les he hablado a todos de ti.

—¿Y qué les has contado? —Susie no tenía ni idea de a qué se dedicaba su padre.

—Que eres soldado.

—Oh, es verdad, lo fui.

—Les he contado a todos que estuviste en el ejército. Y que eras una morsa —añadió dándose importancia.

Finn intentó no reírse mientras le explicaba que había sido un SEAL
[1]
,
no una morsa.

—Recuerda, cielo, que en esta zona hay mucha gente que ha estado en el ejército. No es nada del otro mundo.

—Pero tú serás el mejor, papi, lo sé. Por favor, ven mañana, por favor. —Le tiró de la manga y lo rodeó con los brazos.

Así las cosas, ¿qué padre habría sido capaz de negarse?

—De acuerdo, cariño, allí estaré.

Cuando apagó la luz para marcharse, Susie le dijo:

—Papi, ¿puedo preguntarte algo?

—Claro.

—Cuando eras soldado, ¿mataste alguna vez a alguien, papá?

Finn se apoyó en la puerta. No era la pregunta que esperaba.

—Joey Menkel dijo que su padre había matado a un montón de gente mala en Irak —añadió Susie—. Y él también es soldado. ¿Tú también mataste?

Finn se sentó otra vez a su lado, le cogió la mano y le dijo con voz queda:

—Cuando las personas pelean, hay heridos, cielo. Nunca es bueno hacer daño a otra persona. Y los soldados lo hacen para protegerse a sí mismos y a su país, donde viven sus familias.

—Entonces, ¿tú también mataste? —insistió.

—Mañana nos veremos en el colegio, hija. Que duermas bien. —La besó en la frente y salió de la habitación.

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