Frío como el acero (15 page)

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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

Apartó tales pensamientos y se concentró en la tarea que tenía por delante. Entre la multitud había otros tres miembros de su equipo. Dos eran estudiantes universitarios sacados de la oficina en que trabajaban normalmente para una misión sobre el terreno. El tercero era una mujer casi tan hábil en su trabajo como él.

Mediante unos tejemanejes habían conseguido entradas para una visita guiada por el casi acabado Centro de Visitantes del Capitolio. El complejo de tres plantas y 55.000 m2, situado bajo la zona este de los jardines del Capitolio, cubría una zona mayor que el edificio del Capitolio. Incluía salas de orientación, tiendas de regalos, restaurantes, un gran vestíbulo, zona de exposiciones, un auditorio y otros elementos tanto funcionales como ceremoniales, entre ellos el tan necesario espacio para las actividades de la Cámara de Representantes y el Senado. Una vez abierto, recibiría millones de visitantes al año procedentes de todo el mundo. Y para que Washington no perdiera su reputación de eficacia e integridad, el proyecto sólo llevaba unos cuantos años de retraso y ya se habían gastado varios cientos de millones de dólares más de los presupuestados.

A Finn le intrigaban sobre todo dos elementos: primero, el túnel que conectada el centro de visitantes con el Capitolio en sí, y segundo, un túnel de servicio para los vehículos de reparto. El reparto que él tenía en mente era el que ningún congresista desearía jamás.

Cada miembro del equipo llevaba una cámara digital en el ojal y tomaba fotos subrepticias de todos los rincones del lugar. Túneles inacabados y pasillos que se desviaban hacia direcciones interesantes que luego resultarían muy prácticas para Finn y su equipo.

Finn formuló varias preguntas, aparentemente inocentes, a la guía. Sin embargo, al igual que hacía con las «excavaciones telefónicas», esas preguntas buscaban obtener información que la guía nunca habría revelado de forma consciente. Siguiendo el plan establecido, otros componentes del equipo formulaban preguntas relacionadas que revelaban otros detalles. Combinando todas las respuestas, resultaba que la inocente guía casi les había proporcionado información suficiente para desmontar y volver a montar el Capitolio.

«Eres una mina para los terroristas y ni siquiera lo sabes», pensó Finn de la amable guía.

En el exterior, Finn contempló la estatua de la Libertad de bronce que coronaba la cúpula del Capitolio. Era una imagen bonita, pensó. No obstante, no sabía si quienes trabajaban en el interior del edificio se merecían que su lugar de trabajo estuviera tan bien coronado. Consideraba que conceptos como «libertad», «verdad» y «honor» eran lo último que tenían en mente.

El y su equipo recorrieron los casi 250.000 m2 del Capitolio para recabar datos todavía más útiles. Se reunieron en un vacío
dell
cercano a Independence Avenue para repasar los resultados y plantearse qué añadir al plan de asalto al Capitolio.

—A los congresistas les gusta estar a salvo —observó uno de los miembros del equipo—. Así que tras nuestra operación el Tío Sam tendrá que gastarse una fortuna para ofrecerles seguridad.

—Una minucia para el presupuesto federal —dijo la mujer—. Volvemos a la oficina, Harry. Tengo que hacer un poco de excavación telefónica para la misión del Pentágono.

—De acuerdo —asintió Finn—. Yo tengo que hacer otra cosa.

Salió del bar y se dirigió al edificio Hart de la oficina del Senado, el más nuevo y mayor de los tres complejos dedicados a los cien senadores y su numeroso personal. A veces a Finn le sorprendía que cien personas no fueran capaces de hacer encajar sus actividades en algo menos que los más de 185.000 m2 que sumaban en total los edificios Hart, Russell y Dirksen de las oficinas del Senado. Y aun así los políticos exigían instalaciones más amplias y más dólares procedentes de los impuestos para construirlas.

El edificio Hart estaba situado entre las calles Second y Constitution y había recibido ese nombre en honor a Philip Aloysius Hart, senador de Michigan fallecido en 1976. El difunto Hart, tal como rezaba la inscripción que coronaba la entrada principal, «fue un hombre de una integridad intachable».

«Aquel señor se habría sentido muy solo en el Capitolio en nuestros días», pensó Finn.

Caminó por el interior del edificio admirando el atrio central de casi treinta metros de alto y su elemento principal, un
mobile-stabile
titulado
Montañas y nubes
, obra del célebre Alexander Calder. El escultor había ido a Washington D.C. en 1976 para realizar los últimos ajustes a la pieza, que era enorme —su punto más alto alcanzaba los quince metros—, y había muerto inesperadamente esa misma noche al regresar a Nueva York. Era un testimonio inequívoco del viejo refrán «Washington puede resultar mortal para la salud».

Si bien el edificio Hart albergaba a más de cincuenta senadores, a Finn sólo le interesaba uno: Roger Simpson, del gran estado de Alabama.

Las medidas de seguridad del edificio, incluso después del 11-S, eran de risa. Una vez traspuesto el detector de metales, se podía ir prácticamente a cualquier sitio. Finn tomó el ascensor hasta la planta en que se encontraba la oficina de Simpson. Era difícil no verla. La bandera de Alabama se enarbolaba junto a la puerta del hombre. Mientras esperaba cerca de la puerta de cristal, hizo varias fotos del interior de la oficina con la cámara del ojal, enfocando a la joven recepcionista. Se fijó en los demás detalles de la planta y estaba a punto de marcharse cuando la puerta volvió a abrirse y salió el senador en persona, acompañado de un séquito considerable.

Roger Simpson era alto, de casi dos metros, y esbelto, de pelo rubio y canas incipientes y el aspecto tranquilo y distante de un hombre acostumbrado a que se respeten sus límites personales y obedezcan sus órdenes.

La puerta del ascensor situado al final del pasillo se abrió y apareció una mujer alta y rubia. Simpson sonrió y avanzó para darle un abrazo rápido. A su vez, ella lo obsequió con un besito en la mejilla que, a ojos de Finn, era pura apariencia. Era la señora Simpson, ex Miss Alabama, con un máster en Administración de Empresas por una prestigiosa universidad estadounidense. Poseía un currículo poco convencional para una posible primera dama.

Finn se fijó en los dos hombres que flanqueaban a Simpson. Llevaban pinganillos e iban armados; seguramente eran del Servicio Secreto. Sin duda Simpson había extremado las precauciones, sobre todo después de la muerte de los tres ex Triple Seis y Carter Gray. El plan de Finn no consistía en un ataque directo a Simpson. El único elemento problemático quizá fuera la foto de Rayfield Solomon. Simpson debía saber por qué tenía los días contados. Sin embargo, a Finn ya se le ocurriría el modo; siempre se le ocurría.

Abandonó el edificio discretamente.

35

Stone se levantó temprano, pero Annabelle ya estaba abajo tomándose un té humeante frente a la chimenea. Él asintió hacia ella al entrar en la sala y a continuación comprobó si había alguien más allí.

—Estamos solos —declaró ella—. ¿Quieres desayunar algo?

Comieron en un frío salón contiguo a la pequeña cocina. Annabelle apenas probó su comida mientras Stone tomaba los huevos y las tostadas y la miraba.

—¿Has vuelto a tener noticias de Milton y Reuben después de que te llamaran? —preguntó—. ¿Han descubierto algo más?

—Todavía no, pero estoy seguro de que nos mantendrán informados.

En cuanto Stone apuró la taza de café, ella se levantó.

—¿Preparado?

—¿Vamos a ver la casa?

—No podemos. La derribaron y levantaron una monstruosidad en su lugar, pero podemos visitar la zona.

Annabelle tenía las mejillas encendidas y la mirada perdida. Stone se preguntó si no estaría enferma.

Como si le hubiera leído el pensamiento, ella dijo:

—Estoy bien, lo que pasa es que no he dormido mucho.

Al cabo de media hora estaban delante de la parcela en que la madre de Annabelle había sido asesinada.

—Es aquí. O por lo menos era aquí. Mi madre vivía en una casita modesta —dijo.

La casa actual no tenía nada de modesta. Se trataba de una casa de mil metros cuadrados con tejas de madera y torrecilla incluidas justo enfrente del océano, candidata a ocupar la portada de
Architectural Digest
.

—¿Cuánto hace que derribaron la casita? —preguntó Stone.

—Seis años. No mucho después de que la mataran. Las vistas al océano pueden más que un brutal asesinato.

—Bueno, ¿cómo quieres que lo hagamos? —inquinó Stone.

—Sugiero que finjamos ser padre e hija, no te lo tomes a mal, buscando un lugar para cuando te jubiles. Acudimos a un agente inmobiliario local y empezamos a hacer preguntas.

Esa tarde, Annabelle y Stone acompañaron a una mujer morena de pelo corto con cuerpo de barril de cerveza a visitar una casa grande y bastante deteriorada. Se encontraba cuatro parcelas más abajo de donde la madre de Annabelle había recibido un balazo en la cabeza cortesía de Jerry Bagger.

—Es encantadora, papá —susurró Annabelle mientras inspeccionaban el ruinoso lugar—. Quedémonosla.

—Humm. Para empezar, no es pequeña, y está claro que necesita reformas —replicó Stone.

—Venga ya, papá. Está en primera línea de playa. Llevas mucho tiempo buscando y nunca has encontrado nada que valiera la pena. ¿No te imaginas aquí jubilado? Mira qué vistas.

Stone se dirigió a la agente inmobiliaria.

—Esa casa al final de la calle sí que es bonita y está en perfectas condiciones. ¿Sabe si tienen intención de venderla?

—¿Los Macintosh? No, no creo que quieran vender.

—¿Macintosh? —repitió Annabelle—. No me suenan. Pero sí que conocí a una gente que vivía por aquí. Bueno, no personalmente, eran amigos de amigos. Los visité una vez; por eso hemos venido a mirar aquí, la verdad. Recuerdo que era muy bonito.

—Llevo aquí mucho tiempo, ¿te acuerdas del nombre?

Annabelle fingió pensárselo.

—Connor o Conway. No, Conroy, eso es, Conroy.

—¿No sería Tammy Conroy? —preguntó la agente.

—Creo que sí. Ahora me acuerdo. Una mujer alta, delgada y pelirroja.

La agente pareció súbitamente incómoda.

—Tammy Conroy, oh, cielos. ¿Está segura?

—¿Por qué? ¿Pasa algo? —dijo Annabelle.

—¿La conocía mucho?

—Como he dicho, era amiga de una amiga. ¿Por qué?

—Bueno, supongo que se enterará tarde o temprano. Hace unos años Tammy Conroy murió en la casita que había en la parcela en que ahora viven los Macintosh.

—Oh. —Annabelle se agarró al brazo de Stone.

—¿Se refiere a que tuvo un accidente? —preguntó Stone.

—Pues no, fue… pues… fue asesinada. —La mujer se apresuró a añadir—: Pero desde entonces no se ha producido ningún hecho violento. Este sitio es muy seguro.

—¿Pillaron al culpable? —preguntó Annabelle.

La agente arrugó el entrecejo.

—La verdad es que no, nunca detuvieron a nadie.

—Vaya, podría estar por ahí a la espera de volver a matar. Quizá tenga una fijación con este vecindario. Cosas más raras se han visto —declaró Stone.

—No lo creo —dijo la agente—. Antes de que fuera propiedad de la mujer asesinada, ahí vivía una viuda anciana. Murió de vieja y su hijo le vendió la casa a la señora Conroy. De hecho, yo me ocupé del papeleo.

—A lo mejor fue su marido —sugirió Annabelle—. Si es que estaba casada, claro. La violencia doméstica se cobra muchas vidas. ¡Es terrible!

—Hubo un marido, aunque ahora mismo no recuerdo su nombre. Pero cuando la mataron él ya se había marchado, me parece. Al menos la policía nunca lo consideró sospechoso. Siempre pensé que lo había hecho algún forastero. Tammy era muy reservada. Creo que ni siquiera tuvieron hijos. Pero eso fue hace años y, como he dicho, esta zona es muy segura. Bueno, ¿quieren ver el interior de la casa?

Tras una visita rápida al inmueble, cogieron la tarjeta de la mujer y le dijeron que ya le dirían algo.

Mientras se marchaban en el coche, Annabelle sacó un fular marrón del bolsillo y lo acarició suavemente.

—¿Qué es eso?

—Un regalo de mi madre por mi cumpleaños. Es lo último que me dio.

—Lo siento, Annabelle.

Ella se reclinó en el asiento y cerró los ojos.

—Ni siquiera pude asistir al funeral. Había oído rumores en el mundillo de los estafadores de que Bagger estaba implicado y que mi padre había quedado impune, como de costumbre. Sabía que Bagger estaría por aquí. Ni siquiera he visto su tumba.

—¿Y crees que tu padre está muerto?

—Digamos que, si mi sueño se convirtió en realidad, sí lo está.

Mientras circulaban calle abajo, el semáforo cambió y Stone se paró. Annabelle miró distraídamente a un hombre alto y delgado que salía de un bar y se quedó pasmada.

Stone advirtió su expresión.

—¿Qué sucede?

—Ese hombre que acaba de salir del bar al otro lado de la calle —susurró.

Stone lanzó una mirada.

—¿Qué le pasa?

—Es mi padre, Paddy Conroy.

36

—Para, Oliver —suplicó Annabelle.

—¿Qué vas a hacer?

—Ahora mismo me estoy esforzando por no vomitar. —Apoyó la barbilla en el salpicadero sin apartar la vista de su padre—. Dios mío, es como si estuviera viendo a un puto fantasma.

Se reclinó en el asiento lentamente y se secó el sudor húmedo de la frente.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó él.

—No sé. Me he quedado bloqueada.

—Bueno, decidiré yo. Lo seguiremos. Quizá nos conduzca a algo útil.

—El muy cabrón dejó morir a mi madre.

Stone vio que agarraba con tal fuerza el reposabrazos que los dedos le blanqueaban. Le puso una mano en el hombro para tranquilizarla.

—Te entiendo, Annabelle. Entiendo perfectamente el hecho que ciertas personas vivan y mueran por motivos equivocados. Y sé que ha sido todo un golpe descubrir que tu padre está vivo, y que encima está aquí. Pero tenemos que mantener la calma. No creo que sea una coincidencia que esté aquí. ¿Y tú?

Annabelle negó con la cabeza.

—Así que vamos a seguirlo —repitió—. ¿Estás preparada? ¿O quieres que te deje? Puedo seguirlo yo solo.

—No; yo también iré —repuso ella rápidamente. Y ya más tranquila, añadió—: Ya estoy bien, Oliven Gracias. —Le apretó la mano en señal de agradecimiento.

Los dos vieron cómo Paddy Conroy subía a una vieja furgoneta.

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