Frío como el acero (7 page)

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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

—No sabes cuánto me alegro —dijo Stone.

—De hecho, me sorprende que hayas venido. ¿Después del gesto que me dedicaste al salir de la Casa Blanca?

—¿Qué tal está el presidente, por cierto?

—Bien.

—¿Sentiste algún impulso homicida cuando te colgó la medalla? ¿O ya se te han pasado las ganas de matarlo?

—No voy a responder a esas preguntas tan ridículas; las circunstancias cambian. Nunca se trata de algo personal. Deberías saberlo igual que todo hijo de vecino.

—Lo cierto es que yo no estaría vivo si te hubieras salido con la tuya. —Antes de que Gray pudiera responder, Stone continuó—: Quiero hacerte algunas preguntas y te agradecería que me dieras respuestas, respuestas verdaderas.

Gray dejó el whisky.

—De acuerdo.

Stone apartó la vista del ventanal para mirarlo.

—¿Así de fácil?

—¿Para qué perder el tiempo que nos queda con jueguecitos que ya no importan? Supongo que quieres saber más sobre Elizabeth.

—Quiero saber qué fue de Beth, mi hija.

—Te contaré lo que sé.

Stone se sentó delante de él y fue desgranando preguntas durante veinte minutos. Formuló la última con cierta inquietud.

—¿Alguna vez preguntó por mí, por su padre?

—Como sabes, el senador Simpson y su esposa la adoptaron y criaron.

—Pero me dijiste que les llevaste a Beth cuando Simpson todavía estaba en la CIA. Si ella hubiera dicho algo, seguro que…

Gray levantó una mano.

—Sí. De hecho fue después de que Simpson dejara la CIA e iniciara su carrera política. Supongo que debió de preguntar algo al respecto con anterioridad, pero ésa fue la primera vez que tuve constancia de ello. Hacía años que le habían contado lo de su adopción. No es algo a lo que Beth diera muchas vueltas. De hecho, creo que no se lo contó a casi nadie.

Stone se inclinó hacia delante.

—¿Qué dijo sobre sus verdaderos padres?

—Para ser justos, debes saber que primero preguntó por su madre. Ya sabes, las chicas son así.

—Por supuesto que tenía que saber quién era su madre.

—Tuvieron que andarse con tacto, teniendo en cuenta las… eh… pues las circunstancias de la muerte de su madre.

—De su asesinato, querrás decir. Por parte de personas que intentaban matarme.

—Como te he dicho, yo no tuve nada que ver con eso. La verdad es que tu mujer me caía bien. Y para ser sinceros, hoy estaría viva si tú no…

Stone se levantó y lo miró con una expresión que hizo sentir un escalofrío al mismísimo Gray, que conocía perfectamente los muchos modos en que John Carr era capaz de matar; a ningún hombre de los que había tenido a su cargo se le daba mejor.

—Lo siento, John… quiero decir, Oliver. Reconozco que no fue culpa tuya. —Hizo una pausa mientras Stone se sentaba de nuevo lentamente—. Le hablaron un poco de su madre, todo cosas positivas, te lo aseguro, y le dijeron que había muerto en un accidente.

—¿Y yo?

—Le contaron que su padre era un soldado muerto en acto de servicio. Creo que incluso la llevaron a tu «tumba» en Arlington. Para tu hija moriste como un héroe. —Hizo una pausa antes de añadir—: ¿Eso te satisface?

El tono en que lo dijo hizo que Stone replicara:

—¿Es la pura verdad o es la verdad al estilo de Carter Gray, es decir, un sarta de mentiras para apaciguarme?

—¿Por qué iba a mentirte ahora? Ya no importa, ¿no? Tú y yo ya no pintamos nada.

—¿Por qué querías que viniera esta noche?

A modo de respuesta, Gray fue a buscar una carpeta al escritorio. La abrió y le enseñó tres fotos en color de hombres de unos sesenta años. Las colocó una a una delante de Stone.

—El primero es Joel Walter, el segundo, Douglas Bennett, y el último, Dan Ross.

—Los nombres no me dicen nada y las fotos tampoco.

Gray sacó tres fotos más de la carpeta, mucho más antiguas y en blanco y negro.

—Creo que éstos te resultarán más familiares. Y los nombres también: Judd Bingham, Bob Cole y Lou Cincetti.

Stone apenas escuchó los nombres. Tenía ante sí las fotos de hombres con quienes había convivido, trabajado y casi muerto durante más de una década. Alzó la vista hacia Gray.

—¿Por qué me enseñas esto?

—Porque en los últimos dos meses estos tres antiguos compañeros tuyos han muerto.

—¿Cómo?

—A Bingham lo encontraron en la cama. Tenía lupus. La autopsia no encontró nada extraño. Cole se ahorcó; por lo menos eso parecía, y la policía dio por cerrado el caso. Cincetti se emborrachó, tropezó, se cayó en su piscina y se ahogó.

—Así pues, causa natural para Bingham, suicidio para Cole y accidente en el caso de Cincetti.

—Y tú te crees todo eso tanto como yo; ¿tres hombres de la misma unidad mueren en un periodo de dos meses?

—El mundo es un lugar peligroso —comentó Stone.

—Algo que los dos sabemos demasiado bien.

—¿Crees que los mataron?

—Por supuesto.

—¿Y me has invitado aquí para qué? ¿Para advertirme?

—Me parecía lo más prudente.

—Pero, como dijiste, John Carr está muerto. ¿Quién querría matar a un muerto?

—Estos tres hombres tenían una tapadera excelente. La identidad de Cincetti estaba especialmente «enterrada». Si alguien fue capaz de encontrarle, podría descubrir que John Carr no está en ese ataúd de Arlington, que en realidad está vivito y coleando y que se hace llamar Oliver Stone.

—¿Y tú? Carter Gray era el maestro estratega de nuestro grupito. Y no has tenido ninguna tapadera durante todos estos años.

—Yo tengo protección. Tú no.

—Entonces ya estoy avisado. —Stone se levantó.

—Siento que las cosas acabaran como acabaron. Te merecías algo mejor.

—No hace mucho estuviste dispuesto a sacrificarnos a mí y mis amigos por el bien del país.

—Todo lo que hice fue por el bien de este país —se justificó Gray.

—Por lo menos así lo definías tú. No yo.

—Podemos estar o no de acuerdo al respecto.

Stone se giró y salió por la puerta.

14

El correo de Carter Gray pasaba por el control de un centro externo gestionado por el FBI y se le entregaba por la tarde. El mensajero aparecía puntualmente en su vehículo y entregaba el correo a uno de los guardaespaldas de Gray. Estos hombres vivían en una casita situada a unos cien metros de la residencia principal. Gray no aceptaba que nadie viviera con él en la casa, protegida por un sistema de seguridad de última generación.

Gray fue abriendo las cartas y paquetes sin prestarles demasiada atención hasta que llegó a un sobre rojo con matasellos de Washington D.C. Sólo contenía una foto. Observó la imagen y luego dedicó una mirada a la carpeta que tenía en el escritorio. Parecía que había llegado su momento.

Apagó las luces del estudio y se dirigió al dormitorio. Besó las fotos de su esposa e hija, que ocupaban un puesto de honor en la repisa de la chimenea. En una jugarreta grotesca del destino, ambas mujeres habían perecido el 11-S en el Pentágono. Se arrodilló, pronunció sus oraciones habituales y apagó la luz.

En el exterior, a escasos quinientos metros de la casa, Harry Finn bajó la mira nocturna telescópica de largo alcance. Había visto a Gray abriendo el sobre rojo. Le había visto la cara perfectamente mientras observaba la foto. Ahora Gray lo sabía. La escalada por el acantilado rocoso y escarpado había sido toda una hazaña, incluso para Finn. Pero le había permitido llegar hasta allí. Y ahora le quedaba muy poco.

Esperó una hora más hasta que Gray se durmió y entonces se acercó sigilosamente a la caseta donde se encontraba el regulador de la entrada de gas. Habían hecho llegar hasta allí una tubería de gas especialmente para Gray porque prefería la calefacción y la cocina a gas. Diez minutos después la presión de gas que entró en la casa reventó todos los pilotos y saturó los sistemas de seguridad incorporados. En cuestión de segundos, la casa se inundó del gas mortífero. Si todavía estaba despierto, Gray lo olería porque la compañía le añadía un olor al gas, inodoro por naturaleza, a modo de advertencia. Sí, Gray lo olería si estuviera despierto, pero eso sería todo lo que podría hacer.

Finn cargó una bala en el rifle. No parecía nada del otro mundo, salvo que la punta era verde. Apuntó y disparó al ventanal trasero de la casa. La bala incendiaria resquebrajó el cristal y provocó una explosión. El tejado salió despedido tres metros hacia arriba mientras las paredes se derrumbaban estrepitosamente. Lo que quedaba de tejado cayó de pleno encima del fuego infernal. En cuestión de segundos pareció imposible que allí hubiera habido una casa.

Finn se había girado para huir por la ruta de escape planeada cuando oyó un grito y se volvió. Uno de los guardias había salido de la casa de invitados y, alcanzado por un fragmento de escombros en llamas, estaba quemándose. No había ni rastro del otro guardia. Sin vacilar, Finn corrió, se abalanzó sobre el hombre, que se revolvía enloquecido, y lo hizo rodar por el suelo para apagar las llamas. Acto seguido, se levantó de un salto y corrió a toda velocidad hacia el equipo que había dejado al lado de la caseta del gas. Ya había colocado el ajuste de presión en la posición normal y cerró la portilla de acceso. Recogió la bolsa y la pistola, esprintó hasta el acantilado y lanzó el rifle y otros artículos por el borde. La marea pronto se los llevaría a alta mar.

Luego retrocedió unos pasos y corrió hacia el acantilado. Se lanzó al vacío y cayó en picado colocando el cuerpo en la postura clásica de la inmersión desde una gran altura. Entró en el agua limpiamente, se sumergió y luego salió a la superficie. Dio brazadas fuertes y con estilo y alcanzó la orilla situada a unos cientos de metros. En una pequeña zona boscosa había cubierto con hojarasca una motocicleta. Tomó varias pistas hasta llegar a una carretera y al final paró en un callejón donde había una furgoneta aparcada. Introdujo la motocicleta en la parte trasera, se puso al volante y salió a toda velocidad. Dejó furgoneta y motocicleta en un parking privado que tenía a unos quince kilómetros de su casa, adonde fue en su Prius. Se cambió en el garaje antes de entrar en casa, introducir la ropa sucia en la lavadora y ponerla en marcha.

Al cabo de unos minutos subió rápidamente a la planta de arriba y echó un vistazo a sus hijos. Mandy estaba dormida, con el libro que había estado leyendo aún abierto encima del pecho. Harry cerró el libro, lo dejó a un lado y apagó la lámpara de la mesita de noche antes de introducirse en la cama. Tachó mentalmente a Carter Gray de su lista y pasó al siguiente nombre.

Se miró las manos. Aunque se había puesto guantes, las tenía ligeramente chamuscadas por haber sofocado el fuego del guardia en llamas. Se había puesto hielo y un poco de pomada en la cocina antes de subir.

—No vuelvas a hacerlo, Harry —musitó.

Su mujer gimió y se revolvió un poco en la cama. Harry le puso una mano en la cabeza y empezó a acariciarle el pelo. Su mano enrojecida y el hermoso cabello rubio de su esposa; esa curiosa combinación hizo que de repente sintiera unas ganas terribles de echar a correr, como si fuera capaz de huir de alguna de esas dos cosas. Su querida esposa y sus tres hijos maravillosos. Una casa bonita, un trabajo con el que disfrutaba y en el que sobresalía. Su vida estaba llena de cosas que siempre había deseado tener, y sólo había una a la que nunca había querido enfrentarse. La verdad es que no parecía justo. Pero ¿cómo demonios iba a parar? Se lo habían grabado en la mente desde que tenía uso de razón. Formaba más parte de él que cualquier otra cosa, incluso más que su papel de esposo y padre. Y eso era lo único de todo aquello que realmente le asustaba.

Ocultó las manos bajo las mantas e intentó conciliar el sueño.

15

—Bagger encontró a Tony —dijo Annabelle. No había pegado ojo en toda la noche y al amanecer había llamado a su antiguo compañero Leo Richter. No tenía ni idea de en qué franja horaria se encontraba y lo cierto es que le daba igual.

Al otro lado de la línea Leo se incorporó y notó que su última comida empezaba a subírsele a la boca.

—¿De qué cono estás hablando?

—Tony la cagó. Fardó de dinero y Bagger lo localizó. Bagger mató a tres personas y dejó a Tony medio muerto después de machacarle la cabeza.

—Pues entonces seguro que ese cabroncete nos delató. ¿Por qué no hay nadie que se cargue a Bagger? ¿Tan difícil es?

—¿Y si Tony descubrió mi apellido? Tú se lo dijiste a Freddy y a lo mejor Freddy se lo dijo a Tony. O quizás el chico lo oyera en algún momento.

—No sé qué decirte, Annabelle. A lo mejor los dos estamos jodidos de todos modos. En el mundo de los estafadores no hay tantos Leos y Annabelles que actúen a ese nivel.

—Si sabes dónde está Freddy quizá debas advertirle.

—Haré lo que pueda. Mira, ¿quieres que nos veamos para intentar salir de este lío?

—¿Para qué así Jerry mate dos pájaros de un tiro? Quédate dónde estás, Leo, y pasa desapercibido.

Colgó y se sentó otra vez en la cama. Quizás había llegado el momento de aprovechar sus millones. Utilizarlos para marcharse lo más lejos posible. Avión privado, isla privada, un montón de guardias. Le resultaba tentador pero su instinto le decía que aquello sería como ondear un pañuelo rojo delante de un toro. Seguía planteándose qué hacer cuando sonó el teléfono. Era Oliver Stone.

—Espero no haberte despertado —dijo él.

—Soy madrugadora —mintió ella.

—Tengo noticias. Podemos reunimos en mi casa luego.

—¿Por qué no vienes tú aquí, Oliver? Podemos desayunar juntos. Hay una cafetería en la esquina. —Le dio la dirección.

Al cabo de media hora ocupaban una mesa esquinera del fondo, lejos del resto de los clientes. Después de pedir el desayuno, Stone le contó sus descubrimientos.

—No acabo de ver de qué me sirve eso —dijo Annabelle mientras le añadía azúcar al café.

—La mejor defensa es un buen ataque. Al Gobierno le encantaría atraparlo con las manos en la masa. Si podemos ayudarles a hacerlo, dudo que tenga tiempo para ti. De hecho, si conseguimos distraer a Bagger con una inspección federal, quizá sea suficiente para mantenerte a salvo.

Annabelle no estaba muy convencida.

—No conoces a Jerry. Tiene cuarenta millones de razones para dedicar cada segundo del resto de su vida a intentar matarme.

Stone asintió con complicidad.

—Conozco a Jerry, por lo menos a hombres como él. No es sólo el dinero, por supuesto. Es la pérdida de prestigio, de respeto. Tiene que parecer invencible a ojos de todo el mundo. De lo contrario deja de ser Jerry Bagger.

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