Fundación y Tierra (42 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

—Los edificios no parecen tan sólidos, vistos desde aquí, como desde el cielo. Están llenos de grietas y a punto de derrumbarse. Supongo que es el resultado de los cambios de temperatura y de que la poca agua que hay se hiela y se funde cada noche y cada día desde hace veinte mil años quizá.

—Hay letras grabadas en la piedra de encima de la entrada —dijo Pelorat—, pero el deterioro de aquélla hace difícil su lectura.

—¿No puedes descifrarlas, Janov?

—Se refieren a una institución financiera de alguna clase. Al menos distingo una palabra que podría ser «Banco».

—¿Y qué era eso?

—Un edificio en el que se depositaba, retiraba, cambiaba, invertía y prestaba dinero…, si es lo que parece.

—¿Un edificio entero dedicado a eso? ¿Sin ordenadores?

—Sin ordenadores que se encargasen de todo.

Trevize se encogió de hombros. No encontraba interesantes los detalles de la Historia antigua.

Siguieron andando, cada vez más deprisa, perdiendo menos tiempo en cada edificio. Aquel silencio, aquella ausencia de vida, eran terriblemente deprimentes. El lento colapso milenario del lugar hacía que éste pareciese el esqueleto de una ciudad; una ciudad que sólo conservaba los huesos.

Se hallaban en la zona templada, pero Trevize pensó que podía sentir el calor del. sol en su espalda.

—¡Mira! —exclamó Pelorat, a un centenar de metros a su derecha.

Los tímpanos de Trevize retemblaron.

—No grites, Janov —dijo—. Puedo oír tus murmullos a la perfección por muy lejos que estés. ¿De qué se trata?

Pelorat, bajando inmediatamente la voz, respondió:

—Este edificio es el «Palacio de los Mundos». Al menos, eso es lo que me parece que pone en la inscripción.

Trevize se reunió con él. Ante ellos se alzaba una estructura de tres plantas, con el borde del terrado muy irregular y cargado de grandes fragmentos de piedra, como si allí hubiese habido objetos esculpidos que se hubiesen caído a pedazos.

—¿Estás seguro? —dijo Trevize.

—Si entramos, lo averiguaremos.

Subieron cinco bajos y anchos escalones y cruzaron un atrio muy amplio. En el aire tenue, las pisadas de su calzado metálico producían, más que ruido, una sorda vibración.

—Ahora veo lo que querías decir con «grande, inútil y caro, —murmuró Trevize.

Entraron en un ancho y alto vestíbulo, donde la luz del sol penetraba por los altos ventanales e iluminaba el interior con tal intensidad que deslumbraba donde daba de lleno pero dejaba en sombra todo lo demás. La fina atmósfera difundía muy poco la luz.

En el centro había una figura humana de más que tamaño natural esculpida en lo que parecía ser piedra sintética. Uno de los brazos se había desprendido. El otro aparecía rajado a la altura del hombro y Trevize pensó que también se rompería si lo golpeaba. Retrocedió, como temiendo que, si se acercaba demasiado, se vería tentado a cometer aquel acto de vandalismo.

—Me pregunto quién será —dijo—. No hay ninguna indicación. Supongo que los que lo pusieron aquí pensaron que su fama era tan evidente que no necesitaba ser identificado; pero ahora…

Se sintió en peligro de volverse filosófico y desvió su atención.

Pelorat estaba mirando hacia arriba y Trevize siguió la dirección de su mirada. En la pared había signos esculpidos que no podía leer.

—Sorprende —dijo Pelorat—. Esas inscripciones tienen tal vez veinte mil años, pero, de algún modo, han estado resguardadas del sol y de la humedad, y todavía son legibles.

—No para mí —dijo Trevize.

—Es una vieja escritura y, por si esto fuera poco, adornada. Veamos: siete…, una…, dos… —Su voz se extinguió en un murmullo. Después, prosiguió—: Aquí hay cincuenta nombres que presumo deben corresponder a cincuenta mundos Espaciales, y éste es «El Palacio de los Mundos». Supongo que los cincuenta nombres se inscribieron por el orden en que fueron fundados los respectivos mundos. Aurora es el primero y Solaria el último. Si te fijas, verás que hay siete columnas, con siete nombres en cada una de las seis primeras y ocho en la última.

Es como si hubiesen proyectado un gráfico de siete por siete, añadiendo Solaria con posterioridad. De ello deduzco, viejo amigo, que esta lista data de antes de que Solaria fuese transformada y poblada.

—¿Y cuál es el planeta en el que nos hallamos? ¿Puedes saberlo?

—Verás que el quinto de la tercera columna —respondió Pelorat—, el decimonono por orden numérico, aparece inscrito en letras un poco más grandes que los otros. Parece ser que los autores de la lista eran lo bastante ególatras como para envanecerse del lugar. Además…

—¿Cuál es ese nombre?

—Por lo que puedo descifrar, creo que ahí dice Melpomenia. Es un nombre que desconozco en absoluto.

—¿Podría representar la Tierra?

Pelorat sacudió la cabeza enérgicamente, pero ese gesto pasó inadvertido a causa del casco.

—Las viejas leyendas —dijo —emplean docenas de palabras para designar la Tierra. Como ya sabes, Gaia es una de ellas. También lo son Terra y Erda. Todas son cortas. No conozco ningún nombre largo que se refiera a ella, ni nada que se parezca a una abreviatura de Melpomenia.

—Entonces, estamos en Melpomenia, y no es la Tierra.

—Sí. Y además, como iba a decirte antes, hay una indicación todavía más significativa que el tamaño mayor de las —letras, y es que las coordenadas de Melpomenia se consignan como 0, 0, 0, y cabe esperar que se refieran al planeta propio.

—¿Coordenadas? —preguntó Trevize con expresión de asombro—. ¿Da esa lista las coordenadas también?

—Bueno, hay tres cifras para cada nombre y supongo que deben ser las coordenadas. ¿A qué otra cosa podrían referirse?

Trevize no respondió. Abrió una especie de bolsillo en la parte del traje espacial que cubría su muslo derecho y sacó un pequeño aparato conectado con unos hilos al traje. Lo puso delante de sus ojos y enfocó cuidadosamente la inscripción de la pared, moviendo los enguantados dedos con dificultad para hacer algo que, en circunstancias normales, habría requerido un breve instante.

—¿Una cámara? —preguntó Pelorat.

—Transmitirá la imagen directamente al ordenador de la nave —le explicó Trevize.

Tomó varias fotografías desde diferentes ángulos y después dijo:

—¡Espera! Tengo que elevarme más. Ayúdame, Janov.

Pelorat cruzó las manos, a manera de estribo, pero Trevize negó con la cabeza.

—Eso no soportaría mi peso. Ponte de rodillas y apoya las manos en el suelo.

Pelorat lo hizo así, con bastante trabajo, y Trevize, después de meter la cámara de nuevo en su compartimento, subió con igual dificultad sobre los hombros de Pelorat y, desde allí, al pedestal de la estatua.

Sacudió cuidadosamente ésta para juzgar su firmeza y puso un pie sobre la rodilla doblada y empleó ésta como punto de apoyo para encaramarse y agarrar el hombro sin brazo. Colocando los dedos de los pies en algunos relieves del pecho de la estatua, fue subiendo y, por último, después de varios gruñidos, consiguió sentarse sobre el hombro de aquélla.

Para los antiguos que habían venerado la estatua y lo que ésta representaba, la acción de Trevize les hubiese parecido una blasfemia, y él, que se sintió lo bastante influido por esa idea, trató de sentarse con delicadeza.

—Te caerás y te harás daño —gritó Pelorat, con ansiedad.

—No voy a caerme ni a hacerme daño, pero tú puedes dejarme sordo.

Trevize sacó su cámara, enfocándola después una vez más. Tomó otras fotografías, luego, la guardó de nuevo en su bolsillo y descendió cuidadosamente hasta que sus pies tocaron el pedestal. Saltó al suelo y la vibración de su contacto fue, por lo visto, lo único que faltaba, pues el brazo todavía intacto se desprendió, convirtiéndose en un pequeño montón de cascotes al pie de la estatua. Virtualmente, no hizo ruido al caer.

Trevize permaneció inmóvil, aunque su primer impulso había sido el de buscar un lugar donde esconderse antes de que el vigilante llegase y lo detuviese. Era sorprendente, pensó después, con qué rapidez se reviven los días de la infancia en situaciones como aquélla cuando, por accidente, se ha roto algo que parece importante. Sólo había sido un momento, pero se sentía profundamente impresionado.

Pelorat tenía la voz cascada, como correspondía a quien había presenciado e incluso sido cómplice de un acto de vandalismo, pero consiguió encontrar unas palabras de consuelo.

—No pasa nada, Golan. Estaba a punto de desprenderse por sí solo.

Se acercó a los fragmentos que estaban repartidos sobre el pedestal y en el suelo, como si fuese a hacer una demostración, y cogió uno de los trozos más grandes.

—Golan, ven aquí.

Trevize se aproximó y Pelorat le señaló un pedazo de piedra que correspondía claramente a la porción del brazo contigua al hombro.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Trevize miró. Era una pelusa de color verde brillante. La frotó suavemente con un dedo enguantado. Aquello se desprendió sin dificultad.

—Parece musgo —dijo.

—¿La vida sin mente a la que te referiste?

—No estoy completamente seguro de su carencia total de inteligencia. Supongo que Bliss insistiría en que también esto es consciente…, pero, asimismo diría que esta piedra lo es.

—¿Crees que el musgo está dañando la piedra?

—No me sorprendería que contribuyese a ello —respondió Trevize—. Este mundo tiene mucha luz de sol y un poco de agua. La mitad de su atmósfera es vapor de agua. La otra mitad, nitrógeno y gases inertes.

Sólo una pizca de bióxido de carbono, lo cual induciría a creer que no hay vida vegetal; pero puede suceder que la escasez de bióxido de carbono se deba a que todo él esté virtualmente incorporado a la corteza rocosa. Ahora bien, si esta piedra tiene algún carbonato, quizás este musgo lo descomponga segregando ácido y aproveche después el bióxido de carbono producido. Ésa puede ser la forma dominante de vida que queda en el planeta.

—Fascinante —dijo Pelorat.

—Lo es —repuso Trevize—, pero sólo en un grado limitado. Las coordenadas de los mundos Espaciales son bastante más interesantes, pero lo que realmente queremos saber son las coordenadas de la Tierra. Si no están aquí, deben encontrarse en alguna otra parte del edificio…, o en otro edificio. Vamos, Janov.

—Pero tú sabes… —empezó a decir Pelorat.

—No, no —le interrumpió Trevize, con impaciencia—. Más tarde hablaremos. Ahora, tenemos que ver si hay algo más en este edificio. El calor empieza a apretar. —Miró el pequeño termómetro en el dorso de su guante izquierdo—. Vamos, Janov.

Recorrieron las habitaciones, caminando con el mayor cuidado posible, no porque hiciesen ruido, en el sentido normal de la palabra, ni porque pudiese oírles alguien, sino porque temían causar más daños con las vibraciones.

Levantaron un poco de polvo, que volvió a posarse rápidamente a través del tenue aire, y dejaron huellas de pisadas detrás de ellos.

De vez en cuando, en algún rincón oscuro, veían nuevas manchas de musgo que allí crecía. Parecían hallar cierto consuelo en la presencia de vida, por rudimentaria que fuese, pues mitigaba la horrible y sofocante impresión de caminar por un mundo muerto, sobre todo habida cuenta de que abundaban en él artefactos que demostraban que antaño, mucho tiempo atrás, había estado lleno de vida.

—Creo que esto debe ser una biblioteca —dijo Pelorat.

Trevize miró a su alrededor con curiosidad. Había estanterías y, al observar con más atención, pensó que lo que primero había considerado como meros adornos podía muy bien ser volúmenes de películas, gruesos y pesados. Alargó un brazo para asir uno de ellos y, entonces, se dio cuenta de que eran estuches. Abrió con torpes dedos el que había cogido y vio varios discos en su interior. También eran gruesos y daban sensación de fragilidad, aunque se abstuvo de comprobarlo.

—Increíblemente primitivos —dijo.

—Tienen miles de años —repuso Pelorat, corno defendiendo a los antiguos melpomenianos de la acusación de tecnología atrasada.

Trevize señaló el lomo del estuche donde se veía una vaga inscripción en la adornada caligrafía empleada por los antiguos.

—¿Es el título? ¿Qué dice?

Pelorat lo estudió.

—No estoy muy seguro, viejo. Creo que una de las palabras se refiere a la vida microscópica. Tal vez significa «microrganismo». Sospecho que son términos técnicos microbiológicos que no comprendería aunque estuviesen escritos en galáctico corriente.

—Probablemente —dijo Trevize, malhumorado—. También es probable que no nos sirviese de nada aunque pudiésemos leerlo. No nos interesan los gérmenes. Hazme un favor, Janov. Echa un vistazo á los otros volúmenes y mira si encuentras algún título interesante. Mientras tanto, yo examinaré estos aparatos de proyección.

—¿Son proyectores? —preguntó Pelorat extrañado.

Eran unas estructuras macizas y cúbicas, rematadas por una pantalla inclinada y una prolongación curva en la parte de encima que podía servir para apoyar el codo o para insertar un electrobloc en ella, si es que los había habido en Melpomenia.

—Si esto es una biblioteca —dijo Trevize—, debían tener proyectores de alguna clase, y esto puede ser uno de ellos.

Quitó el polvo de la pantalla, poniendo mucho cuidado en ello, y se sintió aliviado al ver que ésta, fuese cual fuere su material, no se rompía a su contacto. Manipuló los controles ligeramente, uno tras otro. No ocurrió nada. Probó otro proyector, y después otro, pero sólo obtuvo el mismo resultado negativo.

No le sorprendió. Aunque el aparato se hubiese conservado bien durante veinte milenios en una atmósfera tenue, y fuese resistente al vapor de agua, todavía quedaba la cuestión de la energía. La energía acumulada tenía filtraciones siempre, por mucho que se hiciese para impedirlas. Ése era otro aspecto de la universal e irresistible segunda ley de Termodinámica.

Pelorat estaba ahora detrás de él.

—¿Golan?

—Sí.

—Aquí tengo un volumen…

—¿De qué clase?

—Creo que es una Historia del vuelo espacial.

—Perfecto, pero de nada nos servirá si no puedo hacer que el proyector funcione.

Cerró los puños, desalentado.

—¿Y si llevásemos la película a la nave?

—Yo no sabría cómo adaptarla a nuestro proyector. Estoy seguro de que es incompatible con nuestro sistema.

—Pero, ¿es todo esto realmente necesario, Golan? Si nosotros…

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