Fundación y Tierra (59 page)

Read Fundación y Tierra Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Fue Fallom la primera en reaccionar. Con fuertes y sibilantes chillidos, corrió hacia el hombre, agitando los brazos y gritando desaforadamente:

—¡Jemby! ¡Jemby!

Siguió corriendo y, cuando llegó junto al hombre, éste se agachó y la levantó en el aire. Fallom se abrazó a su cuello, sollozando y sin dejar de gritar «¡Jemby!».

Los otros se acercaron más despacio y Trevize dijo, pausada y claramente (¿entendería aquel hombre el galáctico?)

—Le pedimos disculpas, señor. Esta niña ha perdido a su protector y lo está buscando con verdadera desesperación. Lo que no comprendemos es por qué ha corrido hacia usted, ya que lo que busca es un robot; un aparato mecánico…

El hombre habló por primera vez. Su voz era más práctica que musical y tenía un ligero acento arcaico, pero hablaba el galáctico con fluidez

—Les saludo amigablemente a todos —dijo, y pareció que así era, aunque la expresión de gravedad permaneció fija en su semblante—. En cuanto a esta niña —prosiguió—, da muestras de una percepción más aguda de lo que vosotros creéis, pues soy un robot. Me llamo Daneel Olivaw.

XXI. Termina la búsqueda

Trevize no podía creer lo que estaba viendo. Se había recobrado de la extraña euforia sentida antes y después de aterrizar en la Luna, una euforia, sospechaba, que le había sido impuesta por el singular robot plantado ahora ante él.

Trevize seguía mirándole con atención y en su mente, ahora perfectamente cuerda, permanecía sumido en el asombro. Había hablado atónito, conversado atónito, casi sin saber lo que decía ni lo que oía, mientras buscaba algo en la apariencia de aquel hombre aparente, en su comportamiento, en su manera de hablar, que correspondiese a un robot.

No resultaba extraño, pensó Trevize, que Bliss hubiese detectado algo que no era humano ni robótico, sino «algo nuevo», según había dicho Pelorat. Desde luego, no era mala cosa, pues había llevado el pensamiento de Trevize por otro camino más iluminador, aunque éste permanecía aún en su subconsciente.

Bliss y Fallom se habían apartado para explorar el lugar. Lo habían hecho a sugerencia de Bliss, pero a Trevize le pareció que sólo había sido después de un rapidísimo cambio de miradas entre ella y Daneel.

Cuando Fallom se resistió y quiso quedarse con el ser a quien se empeñaba en llamar Jemby, una palabra grave de Daneel y un movimiento de uno de sus dedos fueron suficientes para que se alejase a toda prisa.

Trevize y Pelorat se quedaron donde estaban.

—Ellas no son de la Fundación, señores —dijo el robot, como si eso lo explicase todo—. Una es Gaia y la otra es una Espacial.

Trevize guardó silencio mientras eran conducidos a unas sencillas sillas al pie de un árbol. Se sentaron, al invitarles a hacerlo el robot con un ademán, y cuando éste se sentó a su vez, con un movimiento perfectamente humano, Trevize preguntó:

—¿Es usted un robot realmente?

—Así es, señor —dijo Daneel..

El semblante de Pelorat resplandeció de alegría.

—En las viejas leyendas, se alude a un robot llamado Daneel. ¿Le pusieron a usted ese nombre en su honor?

—Yo soy aquel robot —dijo Daneel—. No es una leyenda.

—¡Oh, no! —exclamó Pelorat—. Si fuese usted aquel robot, debería tener miles de años.

—Veinte mil —repuso Daneel con aplomo.

Pelorat pareció desconcertado al oírle y miró a Trevize, el cual dijo, con un deje de irritación:

—Si usted es un robot, le ordeno que diga la verdad.

—No necesito que me ordenen que diga la verdad, señor. Tengo que hacerlo. Usted, señor, dispone de tres alternativas: soy un hombre que miente; un robot que ha sido programado para creer que tiene veinte mil años de edad, pero que en realidad no los tiene; o un robot que tiene veinte mil años. Usted debe decidir cuál de ellas acepta.

—Se resolverá por sí solo si seguimos conversando —repuso secamente Trevize—. A propósito, es difícil creer que esto sea el interior de la Luna. Ni la luz —y miró hacia arriba al decir esto, pues parecía una suave y difusa luz de sol, aunque no hubiese sol en el cielo y éste tampoco fuese claramente visible —ni la gravedad parecen creíbles. Este mundo debería tener en la superficie una gravedad de menos de 0,2 g.

—En realidad, la gravedad normal en la superficie debería ser de 0,16 g, señor. Sin embargo, es aumentada por las mismas fuerzas que le dan a usted, en su nave, la sensación de una gravedad normal, incluso cuando aquélla descienda en caída libre o bajo aceleración. Otras necesidades energéticas, incluida la luz, son también satisfechas gravíticamente, aunque empleamos la energía solar cuando ésta es la adecuada.

Todas las necesidades materiales que tenemos nos son suministradas por el suelo de la Luna, salvo los elementos ligeros, hidrógeno, carbono y nitrógeno, que la Luna no posee. Los obtenemos capturando algún cometa ocasional. Una de estas capturas cada siglo es más que suficiente para satisfacer nuestras necesidades.

—De ello deduzco que la Tierra es inútil como fuente de abastecimiento.

—Desgraciadamente, así es, señor. Nuestros cerebros positrónicos son tan sensibles a la radiactividad como las proteínas humanas.

—Emplea usted el plural, y esta mansión parece grande, hermosa y perfecta, al menos vista desde fuera. Existen, pues, otros seres en la Luna. ¿Humanos? ¿Robots?

—Sí, señor. Tenemos una ecología completa en la Luna, y una vasta y compleja oquedad en la que existe dicha ecología. Sin embargo, todos los seres inteligentes son robots, más o menos como yo. Pero ustedes no verán ninguno de ellos. En cuanto a esta mansión, sólo es utilizada por mí y fue modelada exactamente igual que aquella en la que viví hace veinte mil años.

—Y que recuerda con detalle, ¿no?

—Perfectamente, señor. Yo fui fabricado y existí durante un tiempo (¡qué breve me parece ahora!) en el mundo espacial de Aurora.

—¿El de los…?

Trevize se interrumpió.

—Sí, señor. El de los perros.

—¿Está enterado de eso?

—Sí, señor.

—¿Y cómo vino a parar aquí, si al principio vivió en Aurora?

—Si vine aquí, señor, en los mismos comienzos de la colonización de la galaxia, fue para impedir la creación de una Tierra radiactiva. Conmigo vino otro robot, Giskard, que podía penetrar las mentes e influenciar en ellas.

—¿Cómo puede hacer Bliss?

—Sí, señor. Fracasamos, en cierto modo, y Giskard dejó de funcionar. Sin embargo, antes de esto, me transmitió su talento y dejó que yo cuidase de la Galaxia; de la Tierra, en particular.

—¿Por qué de la Tierra en particular?

—En parte a causa de un hombre llamado Elijah Baley, un terrícola.

Pelorat intervino, con excitación:

—Es el héroe cultural que te mencioné hace algún tiempo, Golan.

—¿Un héroe cultural, señor?

—El doctor Pelorat quiere decir que es alguien a quien le fueron atribuyendo muchas cosas —explicó Trevize—, y que pudo ser una amalgama de muchos personajes históricos o una persona totalmente inventada.

Daneel consideró esto durante un momento y después habló, pausadamente:

—No fue así, señores. Elijah Baley fue un hombre real y único. Yo no sé lo que dicen sus leyendas de él, pero, según la verdadera Historia, la galaxia nunca hubiese sido colonizada sin él. Yo hice cuanto pude, en su honor, para salvar lo más posible de la Tierra cuando ésta empezó a volverse radiactiva. Mis compañeros robots fueron distribuidos en toda la Galaxia en un esfuerzo de influir en diferentes personas. Una vez traté de iniciar el reciclado del suelo de la Tierra. Otra vez, mucho más tarde, procuré empezar la reforma, a semejanza de la Tierra, de un mundo que giraba alrededor de la estrella vecina, la llamada Alfa ahora. En ninguno de ambos casos tuve verdadero éxito. No pude ajustar nunca las mentes humanas como yo quería, pues siempre había la posibilidad de que pudiese dañar a los diversos humanos que fuesen ajustados. Yo estaba ligado, y lo sigo estando, por las Leyes de la Robótica.

—¿Sí?

No se necesitaba tener el poder mental de Daneel para detectar incertidumbre en aquel monosílabo.

—La Primera Ley —dijo —es ésta, señor: «Un robot no puede dañar a un ser humano o, con su inactividad, permitir que un ser humano sufra daño.» Segunda Ley: «Un robot tiene que obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, salvo cuando tales órdenes vulneren la Primera Ley.» La Tercera Ley: «Un robot debe proteger su propia existencia, siempre que esta protección no vulnere la Primera o la Segunda Ley.» Naturalmente, he enumerado las leyes traduciéndolas en un lenguaje aproximado. En realidad, representan complicadas configuraciones matemáticas de nuestros canales cerebrales positrónicos.

—¿Le resulta difícil actuar de acuerdo con estas Leyes?

—A la fuerza, señor. La Primera es tan absoluta que casi me prohíbe ejercitar mis facultades mentales. Tratándose de la Galaxia, no es probable que cualquier curso de acción evite el daño por completo. Siempre algunas personas, tal vez muchas, sufrirán hasta el punto de que el robot tendrá que elegir el mal menor. Sin embargo, la complejidad de posibilidades es tal que se requiere tiempo para tomar la decisión, e incluso entonces, nunca se está seguro de acertar.

—Lo comprendo —dijo Trevize.

—A lo largo de toda la Historia galáctica —prosiguió Daneel—, he tratado de mitigar los peores aspectos de la lucha y los desastres que perpetuamente se producían en la Galaxia. En ocasiones, pude conseguirlo hasta cierto punto, pero, si conoce usted la Historia galáctica, sabrá que no triunfé a menudo, ni con mucho.

—Lo sé —repuso Trevize, con una sonrisa forzada.

—Justo antes de morir, Giskard concibió una ley robótica que derogaba incluso la primera. La llamamos la «Ley Cero», porque no pudimos pensar otro nombre que tuviese sentido. Es la siguiente: «Un robot no puede perjudicar a la Humanidad ni, por omisión, permitir que la Humanidad sufra daño.» Esto significaba automáticamente que la Primera Ley tenía que ser modificada así: «Un robot no debe perjudicar a un ser humano ni, por omisión, permitir que un ser humano sufra daño, salvo cuando esto vulnere la Ley Cero.» Y parecidas modificaciones tuvieron que hacerse en la Segunda y la Tercera Leyes.

Trevize frunció el ceño.

—¿Cómo deciden lo que es o no es perjudicial para la Humanidad en su conjunto?

—Ahí estriba el problema, señor —dijo Daneel—. En teoría, la Ley Cero era la solución de nuestras dudas. En la práctica, nunca podíamos decidir. El ser humano es un objeto concreto. Los daños a una persona pueden ser calculados y juzgados. Pero la Humanidad es una abstracción. ¿Cómo resolver esta dificultad?

—No lo sé —respondió Trevize.

—Un momento —dijo Pelorat—. Se podría convertir la Humanidad en un solo organismo. Gaia.

—Eso fue lo que traté de hacer, señor. Yo concebí la fundación de Gaia. Si la Humanidad podía convertirse en un solo organismo, sería un objeto concreto y no habría problema. Sin embargo, no era fácil crear un superorganismo como yo había esperado. En primer lugar, no podía hacerse a menos que los seres humanos diesen más valor al superorganismo que a su individualidad, y para ello tenía que encontrar un modelo mental adecuado. Pasó mucho tiempo antes de que yo pensara en las Leyes de la Robótica.

—¡Ah! Entonces, los gaianos son robots. Lo sospeché desde el principio.

—En ese caso, fue una sospecha errónea, señor. Son seres humanos, pero tienen firmemente inculcado en el cerebro el equivalente de las Leyes de la Robótica. Tienen que dar valor a la vida, darle realmente Valor, incluso después de que esto se hubo conseguido, un grave defecto persistió. Un superorganismo compuesto únicamente de seres humanos tiene que ser inestable. No puede sostenerse. Había que añadir los otros animales; después, las plantas, y por último, el mundo inorgánico. El superorganismo más pequeño que puede ser realmente estable es todo un mundo, y un mundo lo bastante grande y complejo para tener una ecología estable. Se necesitó mucho tiempo para comprender esto, y sólo en este último siglo quedó Gaia plenamente establecida Y dispuesta a expandirse en la Galaxia…, algo que también requerirá mucho tiempo. Tal vez no tanto como el que se ha necesitado hasta ahora, pues conocemos las reglas.

—Pero necesitaban que yo tomase la decisión, ¿no es cierto Daneel?

—Sí, señor. Las Leyes de la Robótica no me permitían, ni tampoco permitían a Gaia, tomar la decisión y exponernos a dañar a la Humanidad. Y mientras tanto, hace cinco siglos, cuando parecía que nunca encontraría métodos para salvar todas las dificultades que se oponían al establecimiento de Gaia, busqué otra manera de salir del paso Y contribuí al desarrollo de la ciencia de la psicohistoria.

—Hubiese tenido que adivinarlo —murmuró Trevize—. ¿Sabe una cosa, Daneel? Empiezo a creer que realmente tiene veinte mil años.

—Gracias, señor.

—Un momento —dijo Pelorat—. Creo que veo algo. ¿Es usted parte de Gaia, Daneel? ¿Fue por esto que sabía lo de los perros de Aurora? ¿A través de Bliss?

—En cierto modo —respondió Daneel—, usted tiene razón. Estoy asociado a Gaia, aunque no formo parte de ella.

Trevize arqueó las cejas.

—Se parece un poco a Comporellon, el mundo que visitamos inmediatamente después de salir de Gaia. Insiste en que no forma parte de la Confederación de la Fundación, pero que está asociado a ella.

Daneel asintió lentamente con la cabeza.

—Supongo que la analogía es correcta, señor. Como asociado de Gaia, puedo saber lo que Gaia sabe, por ejemplo en la persona de esa mujer, de Bliss. En cambio, Gaia no puede saber lo que yo sé, de modo que conservo mi libertad de acción. Ésta es necesaria hasta que Galaxia quede bien establecida.

Trevize miró fijamente al robot durante un momento y después dijo:

—¿Y empleó su conocimiento a través de Bliss para intervenir en sucesos de nuestro viaje, con el fin de amoldarlos a su conveniencia?

Daneel suspiró de una manera curiosamente humana.

—No podía hacer mucho, señor. Las Leyes de la Robótica me lo impedían. Y sin embargo, aligeré la carga que pesaba sobre la mente de Bliss, asumiendo una pequeña parte de la responsabilidad para que pudiese enfrentarse con los lobos de Aurora y el espacial de Solaria con más rapidez y menos peligro para ella. Además, influí en la mujer de Comporellon y en la de la Nueva Tierra, a través de Bliss, para que le apreciasen a usted y pudiese continuar su viaje.

Other books

A Lady's Secret Weapon by Tracey Devlyn
A Step Beyond by Christopher K Anderson
Gabriel's Mate by Tina Folsom
The Fatal Funnel Cake by Livia J. Washburn
Opal by Lauraine Snelling
Flesh: Alpha Males and Taboo Tales by Scarlett Skyes et al
To Murder Matt by Viveca Benoir