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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Fundación y Tierra (32 page)

—Es un ascensor —exclamó Pelorat, satisfecho de su descubrimiento.

—Cierto —dijo Bander—. Desde que nos sumergimos bajo tierra, nunca volvimos a emerger en realidad. Ni tuvimos deseos de hacerlo, aunque a mí me agrada sentir, en ocasiones, la luz del sol. En cambio, aborrezco las nubes o la noche al aire libre. Todo esto da la sensación de encontrarse bajo tierra sin estarlo en realidad, si entendéis lo que quiero decir. Es, en cierto modo, una disonancia cognoscitiva, y la encuentro muy desagradable.

—La Tierra construyó en sus entrañas —dijo Pelorat—. Llamaban Cavernas de Acero a sus ciudades. Y Trantor lo hizo también en el subsuelo e incluso más extensamente en los viejos tiempos imperiales.

Y Comporellon construye en la actualidad bajo tierra. Pensándolo bien, es una tendencia común.

—Los medio-humanos proliferando bajo tierra y nosotros viviendo de igual manera, pero en aislado esplendor, son dos cosas muy diferentes —dijo Bander.

—En Términus, las viviendas están en la superficie —indicó Trevize.

—Expuestas a las inclemencias del tiempo —se horrorizó Bander—. Muy primitivos.

El ascensor, después de la impresión inicial de una menor gravedad advertida por Pelorat, pareció no moverse en absoluto. Trevize se estaba preguntando a qué profundidad irían a bajar cuando hubo una breve sensación de aumento de gravedad y la puerta se abrió.

Ante ojos apareció una habitación grande y amueblada con sumo cuidado. Estaba muy poco iluminada, aunque no se veía de dónde procedía la luz. Daba la sensación de que el aire era ligeramente luminoso.

Bander señaló con un dedo y la luz se hizo un poco más intensa en el Sitio que había indicado. Señaló a otra parte y ocurrió lo mismo. Después, puso la mano izquierda sobre una vara nudosa que había junto a la puerta mientras hacía un amplio ademán circular con la derecha, y toda la estancia se iluminó como si fuese luz solar la que les alumbraba, aunque sin sensación de calor.

—Ese hombre es un charlatán —dijo Trevize a media voz.

—No «Ese hombre», sino «ese solariano» —le corrigió Bander airado—. No estoy seguro de lo que significa la palabra «charlatán», pero, si el tono de la voz no me ha engañado, encierra una ofensa.

—Se le aplica a una persona que no es sincera —explicó Trevize—, que dispone los efectos de lo que hace de manera que parezca más imponente de lo que es en realidad.

—Confieso que me gusta lo espectacular, pero lo que acabo de mostraros no es un efecto. Se trata de algo real.

Dio una palmadita a la vara sobre la que apoyaba la mano izquierda.

—Esta vara conductora de calor se extiende varios kilómetros hacia abajo, Y hay otras similares a ella en muchos lugares estratégicos de mi finca. Sé que también las tienen en otras propiedades, ya que aumentan la intensidad del calor que sube a la superficie de las regiones inferiores de Solaria y facilita su conversión en trabajo. Yo no necesito hacer ademanes con la mano para producir la luz, pero hace que la acción tenga un aire más espectacular, o tal vez, como tú observaste, un ligero toque de artificio; pero yo disfruto con ello.

—¿Dispones de muchas ocasiones para experimentar el placer de estos toques de espectacularidad? —preguntó Bliss.

—No —reconoció Bander, moviendo la cabeza—. Estas cosas no impresionarían a mis robots, ni a mis compañeros solarianos. La oportunidad, desacostumbrada, de conocer a medio-humanos y actuar para ellos es sumamente… divertida.

—La luz de esta habitación era débil cuando entramos —dijo Pelorat—. ¿Está siempre tan baja?

—Sí, un pequeño gasto de energía…, como el de mantener los robots en funcionamiento. Toda mi finca la produce, y aquellas partes en que no se realiza un trabajo activo es desperdiciada.

—¿Y suministras tú la energía constantemente a toda esta vasta hacienda?

—El sol y el núcleo del planeta suministran la energía. Yo sólo hago de conductor. Y no toda la finca es productiva. Conservo la mayor parte de ella en estado salvaje, albergando una gran variedad de animales; en primer lugar, porque protegen mis linderos, y, en segundo, porque encuentro en ellos un valor estético. En realidad, mis campos y mis fábricas son pequeños. Sólo tienen que cubrir mis propias necesidades, aparte de producir algunas especialidades para trocarlas por las de otros. Por ejemplo, yo tengo robots que pueden fabricar e instalar las varas conductoras de calor a quienes las necesiten. Muchos solarianos dependen de mí a este respecto.

—¿Y tu casa? —preguntó Trevize—. ¿Cuáles son sus dimensiones?

Tuvo que ser la pregunta más adecuada, pues Bander resplandeció de orgullo.

—Es muy grande. Creo que una de las más grandes del planeta. Se extiende durante kilómetros en todas direcciones. Tengo tantos robots cuidando de mi casa subterránea como trabajando en los miles de kilómetros cuadrados de la superficie.

—Seguro que lo empleas toda para vivir —dijo Pelorat.

—Es posible que haya cámaras en las que no he entrado nunca, pero, ¿qué importa eso? —dijo Bander—. Los robots mantienen todas las habitaciones limpias, bien aireadas y en orden. Pero venid, salgamos por aquí.

Atravesaron una puerta, distinta de aquella por la que habían entrado y se encontraron en otro pasillo. Ante ellos, había un pequeño vehículo descubierto que se desplazaba sobre carriles.

Bander les indicó que subiesen a él, y lo hicieron de uno en uno.

No había bastante espacio para ellos cuatro y el robot, pero Pelorat y Bliss se apretujaron a fin de que Trevize pudiese subir. Bander se sentó delante, con un aire de cómoda naturalidad y el robot lo hizo a su lado.

El vehículo arrancó sin dar más señales de manipulación de controles que unos suaves movimientos de la mano de Bander.

—En realidad, es un robot en forma de vehículo —dijo Bander, con negligente indiferencia.

Avanzaron a marcha regular, cruzando puertas que se abrían al acercarse ellos y se cerraban a su espalda. Los adornos de cada una de ellas eran exclusivos, diferentes de los de las demás, como si se hubiese ordenado a los robots inventar combinaciones al azar.

Tanto delante como detrás de ellos, el pasillo permanecía a oscuras.

Sin embargo, dondequiera que se encontrasen, les iluminaba algo parecido a una fría luz solar, también en las habitaciones se hacía la claridad al abrirse las puerta… Y cada vez, Bander movía las manos, lenta y delicadamente.

Aquel viaje parecía no tener fin. De vez en cuando, describían curvas que ponían de manifiesto que la mansión subterránea se extendía en dos dimensiones. «No, en tres», pensó Trevize, al llegar a un punto en que descendieron por un suave declive.

En todas partes había robots, a docenas, a veintenas, a cientos, realizando un lento trabajo cuya naturaleza Trevize no podía adivinar.

Cruzaron la pueda abierta de una gran estancia donde hileras de robots se encontraban inclinados en silencio sobre sendos pupitres.

—¿Qué están haciendo! —preguntó Pelorat.

—Teneduría de libros —repuso Bander—. Estadísticas, cuentas financieras y otras mil cosas que, celebro poder decirlo, no me preocupan en absoluto. Ésta no es una finca improductiva. Casi una cuarta parte de su zona de cultivo está dedicada a huertos. Una décima parte corresponde a campos de cereales, pero los huertos son mi mayor orgullo. Producimos las mejores frutas del planeta, en el mayor número de variedades. Un «melocotón Bander» es el melocotón de Solaría. Casi nadie se preocupa de plantar melocotoneros. También cultivamos veintisiete variedades de manzanas. Los robots pueden daros plena información de todo esto.

—¿Y qué haces con la fruta? —preguntó Trevize—. No puedes comerla toda tú solo.

—Ni soñarlo. Además, la fruta no me gusta mucho. Hacemos trueques con otras firmas.

—¿A cambio de qué?

—De minerales sobre todo. En mis tierras no tengo minas dignas de mención. Además, cambio la fruta por otras cosas que necesito para mantener un buen equilibrio ecológico. Tengo una gran variedad de plantas y animales en mi hacienda.

—Supongo que los robots cuidan de todo ello —dijo Trevize.

—Lo hacen, y muy bien por cierto.

—Todo para un solariano.

—Todo para la finca y sus niveles ecológicos. Resulta que soy el único solariano que visita las diversas partes de su hacienda…, cuando me viene en gana… Pero esto es parte de mi absoluta libertad.

—Supongo que los otros…, los otros solarianos… —dijo Pelorat—, también mantienen un equilibrio ecológico local y tal vez posean marismas o zonas montañosas o fincas en la orilla del mar.

—Supongo que si —repuso Bander—. Tratamos de estas cosas en las conferencias que los asuntos de nuestro mundo nos exigen a veces.

—¿Con qué frecuencia os reunís? —preguntó Trevize.

Ahora, rodaban por un pasadizo bastante estrecho, muy largo, sin habitaciones en ninguno de los lados. Trevize presumió que podía haber sido construido a través de un sector que no permitía una mayor anchura, y que debía servir de enlace entre dos alas capaces de extenderse mucho más.

—Demasiado a menudo —respondió Bander—. Es raro el mes que no me libro de pasar algún tiempo reunido en conferencia con uno de los comités de que soy miembro. Volviendo a lo que os decía, aunque puede no haber montañas ni marismas en mi finca, mis huertos, mis estanques con peces y mis jardines botánicos son los mejores del mundo.

—Pero, mi querido amigo… —dijo Pelorat—, quiero decir, Bander…, yo suponía que nunca salías de tu finca para visitar las de los demás…

—Claro que no —respondió Bander, con aire ofendido.

—He dicho que lo suponía —le corrigió Pelorat suavemente—. Pero, en este caso, ¿cómo puedes estar seguro de que la tuya es la mejor, si nunca has visitado, ni siquiera visto, las otras?

—Lo sé por la demanda de mis productos en el comercio entre las fincas —aseguró Bander.

—¿Y qué me dices de la manufacturación? —preguntó Trevize.

—Hay propiedades donde fabrican herramientas y maquinaria. Como ya he dicho, en la mía hacemos varas conductoras de calor, pero éstas son bastante sencillas.

—¿Y robots?

—Ellos son fabricados en muchos lugares. A lo largo de toda la Historia, Solaria ha ido a la cabeza de toda la Galaxia en el diseño más sutil e inteligente de los robots.

—Supongo que también hoy —dijo Trevize, cuidando muy bien de conseguir el tono de una afirmación y no el de una pregunta en su observación.

—¿Hoy? —preguntó Bander—. ¿Con quién podríamos competir? Solaria es la única que construye robots en la actualidad. Vuestros mundos no los construyen, si interpreto correctamente lo que oigo por la hiperonda.

—¿Y los otros mundos Espaciales?

—Ya te lo he dicho. Dejaron de existir.

—¿Por completo?

—No creo que exista un Espacial viviente, si no es en Solaria.

—Entonces, ¿no hay nadie que sepa la situación de la Tierra?

—¿Por qué habría alguien que quisiera hacerlo?

—Yo quiero saberlo —terció Pelorat—. Es mi campo de estudio.

—Entonces —dijo Bander—, tendrás que estudiar otra cosa. Yo no sé nada sobre la situación de la Tierra, ni he oído de nadie que la conozca, ni me importa una viruta de robot.

El Vehículo se detuvo y, por un instante, Trevize pensó que el solariano se había ofendido. Pero el frenazo fue suave, y Bander, al apearse, pareció tan divertido como de costumbre al indicar a los otros que se apeasen también.

La iluminación de la habitación en la que entraron era muy tenue, a pesar de que Bander la había aumentado con un ademán. Daba a un corredor lateral, en ambos lados del cual había otras habitaciones más pequeñas. En cada una de ellas aparecía una vasija adornada, a veces flanqueada de unos objetos que podían haber sido proyectores de película.

—¿Qué es esto, Bander? —preguntó Trevize.

—Cámaras funerarias de los antepasados, Trevize —dijo Bander.

Pelorat miró a su alrededor con interés.

—Supongo que tienes las cenizas de tus antepasados enterradas aquí, ¿verdad?

—Sí por «enterradas; quieres decir sepultadas en el suelo, no estás enteramente en lo cierto —dijo Bander—. Podemos estar bajo tierra, Pero esto es mi mansión. Y las cenizas están en ella, como nosotros estamos ahora. En nuestro idioma decimos que las cenizas están «guardadas en casa». —Vaciló un momento y añadió—: «Casa» es una palabra arcaica que quiere decir «mansión».

Trevize lanzó una ligera mirada a su alrededor

—¿Y son éstos todos sus antepasados? ¿Cuántos?

—Casi cien —respondió, sin disimular el tono orgulloso de su voz—. Noventa y cuatro, para ser exacto. Desde luego, los primeros no son verdaderos solarianos…, en el sentido actual de la palabra, Fueron medias-personas, varones y hembras. A estos medio-antepasados, sus descendientes inmediatos los colocaron en urnas contiguas. Yo no entro en esas habitaciones, desde luego. Es bastante «vergoncifero». Al menos, éste es el vocablo que se emplea en Solaria; pero no conozco su equivalente galáctico. Tal vez no lo tengáis.

—¿Y las películas? —preguntó Bliss—. Yo diría que ésos son proyectores.

—Diarios —dijo Bander—, la historia de sus vidas. Escenas de ellos mismos en sus lugares predilectos de la finca. Quiere decir que no mueren en todos los sentidos. Parte de ellos permanece, y mi libertad me permite acompañarles cuando quiera; puedo ver cualquier trozo de película cuando me plazca.

—Pero no los «vergonciferos».

Bander desvió la mirada.

—No —contestó—, aunque todos tenemos que considerarlos como parte de nuestro linaje. Es una desgracia común.

—¿Común? ¿También tienen los otros solaríamos estas cámaras de la muerte? —preguntó Trevize.

—Oh, sí; todos las tenemos, pero las mías son las mejores, las más adornadas, las mejor conservadas.

—¿Tienes preparada tu cámara mortuoria ya? —dijo Trevize.

—Por supuesto. Está totalmente construida y dispuesta. Fue lo primero que hice al heredar la propiedad. Y cuando sea reducido a cenizas, para emplear un lenguaje poético, mi sucesor construirá la suya como su primer deber.

—¿Tienes un sucesor?

—Lo tendré cuando llegue el momento. Todavía me queda mucho tiempo de vida. Cuando tenga que irme, habrá un sucesor adulto, lo bastante maduro para gozar de la finca y bien preparado para la transducción energética.

—Supongo que será hijo tuyo.

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