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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (77 page)

Los jinetes abandonaban la mezquita. Zulaika fue empujada por los peldaños mientras la multitud era arrastrada hacia la arcada de la entrada. Avanzó a trompicones; ya no importaba qué pudiera ocurrirle, pues no era más que otra alma condenada a sufrir por los pecados de su pueblo.

Cerca de la puerta de Ibrahim, el Kan ordenó que todos los hombres ricos de Bukhara le entregaran sus posesiones, y después los habitantes de la ciudad recibieron la orden de abandonarla llevándose sólo las ropas que tenían puestas. Los condujeron a través de la puerta y más allá de los canales que regaban los jardines del "rabat", hasta llegar a la llanura. El polvo había oscurecido el sol y el cielo era rojo como sangre. Los habitantes de la ciudad pasaron la noche en la llanura, rodeados por sus captores.

Los soldados que habían quedado en la fortaleza de la ciudadela resistían en lo alto de la muralla. Al llegar la mañana, el humo y las llamas se alzaban en la parte central de la ciudad. La resistencia de aquellos que todavía tenían valor para luchar, para ocultarse tras las murallas y atacar a los salvajes saqueadores, sólo había servido para condenar a Bukhara. Las catapultas lanzaron piedras contra las murallas hasta que sólo quedaron de ellas montículos de tierra y ladrillos. Hombres y niños, mercaderes y eruditos, imanes y esclavos, fueron conducidos hacia la fortaleza y obligados a arrojarse a los fosos, donde los cadáveres de los que caían muy pronto los colmaron. Se arrojaron bolas de fuego contra los defensores de la ciudadela. Al cabo de cinco días, la fortaleza cayó. Las cabezas de los defensores fueron apiladas delante de la muralla en ruinas. Bukhara era un montón de piedras humeantes, y sus canales eran un reguero de sangre.

Zulaika esperó con los demás cautivos, asistiendo a la muerte de la ciudad. Los bárbaros se movían entre ellos, llevándose algunos prisioneros para ejecutarlos y otros a sus propias tiendas. Arrojaban restos de comida a los cautivos, que se tambaleaban para buscar jarras de agua mientras los soldados se reían. Las mujeres gemían al ver que se llevaban a sus hijos; las muchachas gritaban mientras eran arrastradas por grupos de soldados.

Ella seguía sin saber qué había sido de su padre y sus hermanos. Tal vez estaban entre los hombres torturados hasta confesar dónde habían escondido sus riquezas; tal vez se habían ocultado en el "shahristan" sólo para ser consumidos por el fuego; tal vez habían muerto en los fosos que rodeaban la ciudadela.

Varios días después de que el viento de la Ira de Dios irrumpiera a través de las puertas de Bukhara, la horda desarmó sus tiendas, juntó su botín y se desplazó al este a lo largo del río Zerafshan en dirección a Samarkanda, llevándose a sus cautivos. Los viejos, los heridos, los moribundos y los débiles fueron dejados atrás ya que no serían de utilidad cuando se pusiese sitio a Samarkanda. La tierra verde que antes indicaba oasis florecientes estaba casi desnuda; los canales que alimentaban la ciudad se secaban, sin nadie que los atendiera. La horda había talado los árboles para construir sus torres de asedio, y sus caballos habían destruido los jardines floridos. Las ruinas de Bukhara humeaban, sólo los muros de piedra de sus edificios públicos, unos pocos minaretes, y las ruinas de las cúpulas despojadas de oro señalaban el lugar donde antes se había alzado la ciudad.

Zulaika fue una de las dejadas atrás. Los buitres devoraban los cadáveres que sembraban la llanura. Una niña, casi ciega después de trabajar durante años como esclava para un fabricante de alfombras, se acercó arrastrándose a ella y murió en sus brazos; los bárbaros la habían violado salvajemente.

Después de cubrir el cadáver con arena, Zulaika se sentó junto al río, ignorando a los sobrevivientes que pasaban junto a ella. Algunos volvían a la ciudad, aunque allí prácticamente no quedaba nada. Unos pocos se detuvieron y le dijeron que buscarían refugio en una aldea alejada, y le rogaron que fuera con ellos. Zulaika se negó y desvió la mirada hasta que aquella gente siguió su camino.

Durante tres días vagó por la orilla del río, alimentándose de melones podridos que encontraba en los jardines devastados. La muerte vendría a buscarla pronto: sin nada que comer, con los helados vientos de la noche y la arena que volaba y amenazaba con sepultarla cada mañana, ya casi no le quedaba vida.

Cuando el fuego del sol llameaba en el este, vio una masa oscura que se desplazaba por la llanura. Zulaika se sentó a la sombra de un árbol y apoyó la espalda en el tronco; estaba demasiado débil para ponerse de pie. Miró hacia el noreste, suponiendo que aquella visión se desvanecería; en cambio, la masa creció hasta que pudo distinguir carros, camellos, caballos y jinetes que portaban los estandartes de los invasores.

Tal vez uno de ellos se apiadara de ella y pusiese fin a sus sufrimientos con el filo de una espada. Cuando la horda se acercó, la joven vio grandes tiendas sobre los carros, por encima del polvo. El cielo se oscureció. Zulaika cayó en un pozo oscuro, y antes de que el silencio la engullera pudo oír los aullidos de las otras almas condenadas.

Abrió los ojos. Tenía que estar muerta, pero sintió el polvo bajo las manos y agua sobre los labios. A su alrededor había varias criaturas con cabezas cuadradas y alargadas: los demonios habían venido a buscarla. Un brazo la rodeaba, sosteniéndola; se encontró frente a un rostro de mujer.

La mujer susurró unas palabras. Zulaika meneó la cabeza, después vio que las otras criaturas también eran mujeres con altos tocados cuadrados adornados con plumas; sus pequeños ojos oscuros la escrutaban por encima de unos velos blancos. Dos hombres le apuntaban con sus arcos.

La mujer que la sostenía dijo unas palabras duras; los hombres bajaron sus armas. "Dejadme", trató de decir Zulaika, pero no pudo pronunciar palabra. Los grandes ojos pardos de la desconocida la miraban fijamente.

Un joven que llevaba turbante fue empujado repentinamente hacia ella; la mujer le murmuró algo. Él asintió, después se arrodilló mientras Zulaika se cubría el rostro con el borde de su "chador".

—La Khatun dice que ahora estarás a salvo —dijo—. ¿Comprendes? Te trasladarán a su carro. Cuando los animales hayan abrevado, seguirás viaje con nosotros.

"Dejadme morir", pensó la joven mientras unos brazos se tendían para alzarla.

106.

Los mercaderes de Khwarezm habían hablado a menudo de la belleza de aquella tierra. Mientras seguía la estela del ejército de Temujin, Khulan vio poco de esa belleza. En algunas ciudades y aldeas lo único que quedaba era algún muro y monumentos de cráneos; sus únicos habitantes eran ahora los pájaros negros. La arena volaba sobre la hierba seca que bordeaba los canales secos; el desierto reclamaría esa tierra.

Todavía quedaban unas pocas ciudades en pie —las que se habían rendido sin ofrecer resistencia—, pero también allí los campos estaban arrasados. Temujin había respetado Samarkhanda, aun cuando se veía un montículo de cabezas fuera de las incendiadas murallas de su fortaleza. Los miembros de la guarnición habían sido los primeros en rendirse, pero el Kan no confiaba en los mercenarios turcos que luchaban a cambio del oro del Shah, de modo que los habían hecho ejecutar a todos. Samarkhanda había sido saqueada y miles de sus artesanos eran ahora cautivos que seguían al ejército mongol o que hacían el largo viaje de regreso a las tierras del Kan, pero la ciudad había sobrevivido.

Los carros de Khulan llevaban tazas y recipientes de cobre tomados en Bukhara, junto con las alfombras que se producían en esa ciudad. Sus baúles estaban llenos de géneros de seda y algodón de colores brillantes, telas plateadas y tinajas de vino y aceite saqueadas de Samarkhanda. El cereal de las ciudades alimentaba a sus animales, unos frutos redondos llamados melones, de carne suculenta bajo una cáscara dura, la alimentaban a ella. Esclavas de Khwarezm atendían directamente sus rebaños, preparaban sus comidas y cuidaban sus posesiones. Khulan no quería nada de ese botín, pero las esclavas habrían sido ejecutadas si ella no lo hubiera aceptado. Eso se dijo a sí misma, mientras sentía que Temujin había triunfado sobre ella obligándola a quedarse con su parte del botín.

"Nunca estarás lejos de mí", le había dicho su esposo, y había cumplido su promesa.

Allí donde todavía había sobrevivientes, Khulan dejaba para ellos cuando podía: un baúl de ropa, una vaca, canastos llenos de cereal. Kulgan se burlaba de ella por eso, haciéndose eco de su padre al decirle que sólo estaba prolongando unas vidas inútiles. Sus pequeños actos de piedad terminaron cuando su hijo volvió con otros jóvenes a una aldea miserable para reclamar lo que su madre había dejado y para divertirse un poco con los desdichados pobladores.

Después de eso, Khulan empezó a llevarse con ella a algunos sobrevivientes. Uno de los primeros fue una joven que había encontrado fuera de las ruinas de Bukhara, una criatura medio muerta de hambre con grandes ojos oscuros. Las otras mujeres la llamaban la Muda, ya que nunca hablaba, pero Khulan sabía que la joven tenía voz: había oído sus sollozos ahogados durante la noche y sus gritos agudos cuando despertaba sobresaltada. Temujin le había permitido que se quedase con ella, ya que disfrutaba al ver cómo la joven palidecía de terror cada vez que él entraba en la tienda de Khulan.

Con otras, el Kan no fue tan amable. Una muchacha fue entregada a algunos hombres para que se divirtieran. Otra fue cedida a Kulgan; Khulan aún recordaba los sollozos de la desdichada cuando su hijo la arrastró a su tienda. Nunca sabía qué decretaría su esposo para las que ella trataba de salvar, y los tristes ojos de la Muda le decían que su piedad no había proporcionado paz a la muchacha. De modo que dejó de buscar personas a las que rescatar.

Después de la rendición de Samarkhanda, el Kan levantó su campamento al sur de la ciudad, donde unas verdes llanuras sombreadas por árboles ofrecían pasto a sus caballos. Para el otoño, cuando el ala del ejército comandada por Temujin se desplazó hacia Termez, la tierra ya estaba desnuda. El pueblo de Termez había cometido el error de resistirse; la ciudad fue tomada y arrasada y sus habitantes ejecutados. Temujin dio a Khulan perlas de Termez, encontradas, según le dijo, en el estómago de una anciana. Se rumoreaba que algunos habitantes de Termez se habían tragado sus joyas; el Kan había ordenado a sus hombres que abrieran los vientres de los muertos.

A pesar de sus victorias, el menor revés podía despertar la ira de Temujin. Reía y cantaba con sus hombres cuando celebraban, pero cuando estaba solo no dejaba de cavilar. El Shah seguía eludiéndolo, y Khulan creía que ésa era la causa del malhumor de Gengis Kan y de su salvaje comportamiento. Muhammad había huido de su capital, Urgenj, rumbo a Balkh, después al sudoeste hacia Khorassan, con Jebe y Subotai pisándole los talones. Khulan había supuesto que las historias de disputas entre Chagadai y Jochi también le preocupaban, e incluso que echaba de menos su propia tierra.

Sin embargo, nada de eso bastaba para justificar la expresión vacía que ella solía ver en sus ojos. Su oscuro estado de ánimo sólo desaparecía cuando debía comandar sus fuerzas; su única alegría ahora era la guerra.

Ella ya había advertido esa expresión en él cuando regresó de Khitai. Temujin había contemplado su botín —las tazas pintadas, las delicadas tallas de jade, los rollos destinados a sus consejeros que él mismo no podía leer— sin disimular su perplejidad. El vacío interior de Temujin parecía aumentar con sus conquistas; jugaba con su botín como si no supiera qué hacer con él. Khulan ignoraba qué causaba ese vacío en su alma, pero advertía al menos que él quería que sus enemigos compartieran esa sensación.

Comprender aquello hizo que sintiera compasión por él, aunque en su interior sabía que era justo que sufriera. Temujin despreciaría su compasión, aunque tal vez también le complaciera que Khulan sintiese al menos eso por él. Ya no era indiferente.

107.

—Ese informe era cierto. —Borchu se sentó y se limpió el polvo de la cara—. Urgenj todavía resiste. Nuestros hombres fueron rechazados la última vez que intentamos escalar las murallas. Más de dos mil murieron en el puente, y otros tantos en las calles.

Temujin lo miró con furia.

—No tenías que cabalgar hasta aquí para decírmelo.

—Tus dos hijos mayores tienen gran parte de la culpa.

—Tampoco necesitaba escuchar eso.

La joven muda de Bukhara colocó una jarra de vino cerca del Kan y luego se retiró hacia el sector más oscuro de la tienda. Khulan sabía que la muchacha comprendía más del idioma mongol; ella siempre seguía las órdenes que Khulan le daba, pero permanecía en silencio. Su rostro hablaba por ella, y lo que decía era que el Kan la aterrorizaba. Él podía obligarla a compartir su lecho, o entregársela a Kulgan; Khulan había oído a menudo los lamentos de las muchachas en la tienda de su hijo, y ese silencio que con frecuencia resultaba peor que los gritos. El Kan podía dejarla atrás cuando siguieran camino. Por el momento no había hecho nada de eso, pero la joven siempre temía que lo hiciera.

—Tus hijos me pidieron que me presentase ante ti —dijo Borchu—, y yo sabía que sólo tú podías resolver esto. Jochi no hablará con Chagadai, y Chagadai quiere tomar el mando. Esa disputa ha hecho que la moral de los hombres disminuya. Chagadai dice que Jochi te desobedece al negarse a hacer lo necesario para tomar Urgenj. Jochi quiere salvar todo lo que pueda, porque la ciudad está emplazada en las tierras que tú le prometiste.

Temujin sacudió la cabeza.

—Entonces les dirás que deben seguir las órdenes de Ogedei, y le informarás a Ogedei que Urgenj debe ser tomada aunque sea necesario reducirla a cenizas.

Borchu asintió, teminó su vino y se puso de pie.

—Ogedei no te defraudará.

—Lo sé. —El Kan miró a los ojos a su viejo amigo—. Quédate un momento, Borchu. A mi esposa le agradará mucho escuchar cómo me ayudaste a rescatar mis caballos.

—La Khatun ha escuchado esa historia muchas veces ya, y cada vez nuestras flechas ensartan más ladrones. —Las arrugas alrededor de los ojos de Borchu se hicieron más profundas—. Debo regresar, Temujin. La disciplina de los hombres empeora por momentos. Se sentirán reconfortados cuando conozcan tus órdenes.

El Kan asintió.

—Te deseo una cabalgata segura, Nokor.

Cuando Borchu se hubo marchado, Temujin miró hacia el sector de la tienda donde la Muda estaba sentada junto a otras dos esclavas. La muchacha se llevó las manos al cuello; él la contempló durante largo rato y después sintió un sabor amargo en la boca; se había cansado de esa diversión.

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