Germinal (24 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

—¡En eso tiene razón! —exclamaba—. Cuando veo que una cosa es justa, me dejaría matar por defenderla… Y la verdad es que sería justo que nosotros, a nuestra vez, lo pasáramos un poco mejor.

Entonces Maheu osaba entusiasmarse.

—¡Rayos y truenos! No soy rico; pero daría todo lo que gano con tal de ver el triunfo de nuestros ideales antes de morirme… ¡Qué cataclismo!, ¿eh? ¡Qué pronto se arreglaría esto!

Esteban empezaba otra vez a dar sus explicaciones. La sociedad antigua se derrumbaba, y no podía durar esto más que unos cuantos meses, según afirmaba él con la mayor tranquilidad. Al hablar de los medios de actuación, hablaba más vagamente, haciendo una mezcolanza de sus lecturas, sin miedo de arriesgar disparates, convencido como estaba de que sus oyentes eran unos ignorantes. Pero él mismo se confundía; pasaba revista a todos los sistemas, suavizados, sin embargo, por la esperanza firme de un triunfo fácil, sin dejar de confesar que había que hacer entrar en razón a muchos exaltados, que lo echarían todo a perder con sus exageraciones.

Y los Maheu aparentaban comprender perfectamente lo que escuchaban; aprobaban con la cabeza, aceptaban aquellas soluciones milagrosas con la fe ciega de los neófitos, como aquellos cristianos de los primeros tiempos de la Iglesia, que esperaban la construcción de una sociedad perfecta sobre los escombros del mundo antiguo. Alicia decía alguna que otra palabra; se imaginaba la felicidad bajo la forma de una casa muy calentita y muy bien arreglada, en la cual los chiquillos comían y bebían hasta satisfacerse. Catalina, sin moverse, con la barbilla apoyada en la palma de la mano, no quitaba los ojos de Esteban, y cuando éste callaba, ella, agitada por un temblor nervioso, pálida hasta la lividez, creía que iba a ponerse mala.

Luego, de pronto, la mujer de Maheu miraba el reloj.

—¡Caramba, las nueve! No vamos a poder despertarnos mañana —decía.

Y la familia se levantaba con el corazón en un puño y desesperados. Parecíales como si hubiesen sido ricos y volvieran a caer en la miseria. El tío Buenamuerte, que se iba a la mina, refunfuñaba, diciendo que todas aquellas historias no aumentaban ni mejoraban la cena; mientras los demás subían a acostarse, percibiendo la humedad de las paredes y la pesadez del aire que los sofocaba. Arriba, Esteban, cuando Catalina se había metido en aquella cama que estaba al lado de la suya, y había apagado la luz, la sentía, moviéndose agitadamente entre las burdas sábanas y sin conseguir conciliar el sueño.

A menudo asistían a esas conversaciones algunos vecinos: Levaque, que se exaltaba con aquellas ideas de reparto universal; Pierron, a quien la prudencia le aconsejaba marcharse de allí en cuanto empezaban a hablar mal de la Compañía. Algunas veces estaba presente Zacarías; pero, como le aburría la política, prefería marcharse a beber cerveza a casa de Rasseneur. En cuanto a Chaval, se había hecho muy amigo de Esteban. Casi todas las noches pasaba una hora con los Maheu; y en aquella asiduidad había cierta sensación de celos que no quería confesarse: el temor de que su amigo le arrebatase a Catalina. Ésta, de quien ya había empezado a cansarse, le gustaba más desde que otro hombre dormía todas las noches a su lado y podía acostarse con ella.

La influencia de Esteban crecía sin cesar; el joven iba sublevando poco a poco todo el barrio. Era aquella una propaganda sorda, tanto más eficaz, cuanto que los compañeros tenían verdadero cariño a Esteban.

La mujer de Maheu, a pesar de su desconfianza de buena casada, le trataba con consideración, como se merecía un joven que le pagaba puntualmente, que no bebía, que no jugaba, y que se pasaba la vida sobre los libros; y le creaba en casa de las vecinas una gran reputación de muchacho instruido, reputación de la cual abusaban ellas haciéndole que les escribiese las cartas. Era una especie de abogado consultor de todos, encargado de la correspondencia, y árbitro en las cuestiones delicadas de los matrimonios.

Así es, que ya en el mes de septiembre había, al fin, conseguido fundar su famosa Caja de Socorros, muy precaria todavía, porque no se habían suscrito más que los habitantes del barrio; solamente que esperaba conseguir que se adhiriesen al pensamiento los obreros de todas las demás minas; sobre todo, si la Compañía, que permanecía neutral en el asunto, seguía no haciéndole oposición. Acababa de ser nombrado secretario de la Asociación, y cobraba una pequeña asignación como escribiente. Esto le hacía casi rico, tanto más cuanto que, si un minero casado no podía nunca salir adelante con lo que ganaba, un soltero, y por añadidura de tan buenas costumbres, y sin vicios, podía hasta hacer economías.

En Esteban se había producido una lenta transformación. Ciertos instintos de coquetería y de bienestar, dormidos a causa de su miseria, despertaban en él, y le hacían comprar ropa de paño. Se permitió hacerse botas de charol, y sin saber cómo, asumió la jefatura del barrio de los obreros, los cuales se agruparon en torno de él. Todo aquello constituyó una serie de deliciosas satisfacciones de amor propio, y se envaneció con aquellos primeros triunfos de su popularidad: mandar a todos, él, que joven, y que poco tiempo antes era el último mono de las minas, constituía una satisfacción extraordinaria, que le hacía acariciar el sueño de una revolución popular, en la cual desempeñaría un importante papel. Su fisonomía varió, se puso grave, y se escuchaba al hablar, mientras su ambición, cada vez mayor, le hacía acariciar ideas más radicales.

El otoño avanzaba; los fríos de octubre iban despojando los jardinillos del barrio de los obreros de la poca vegetación que tenían, no quedando en pie más que la mata de alguna que otra legumbre sembrada en la huerta. Los jovenzuelos de la mina no podían llevarse impunemente a jugar detrás de las lilas a las cernedoras. De nuevo los chaparrones destrozaban las plantas, y la lluvia corría por los canales del pueblecillo con estrépito sin igual. Las casas todas estaban cerradas, y en sus salas la chimenea no se apagaba un momento, emponzoñando el aire respirable con las emanaciones del carbón de piedra. Había empezado la estación de mayor miseria que tiene el año.

Una noche de octubre, una de las primeras en que se había sentido mucho frío, Esteban, agitado y febril de haber hablado en la sala de abajo, por más que se acostó y apagó la luz, no pudo dormirse. Había mirado a Catalina mientras se metía en la cama. También ella parecía agitada por extraños deseos, acometida de uno de aquellos accesos de pudor que de vez en cuando la obligaba a desnudarse rápidamente, con tal torpeza que enseñaba lo que deseaba tapar precisamente. Después de apagar la luz, se estuvo quieta como una muerta; pero Esteban comprendía que se hallaba despierta también, y que estaba pensando en él como él pensaba en ella. Jamás se habían sentido tan turbados, tan influidos por aquel misterioso malestar. Transcurrieron algunos minutos sin que él ni ella se moviesen; pero la respiración de ambos era más fuerte que de costumbre, por lo mismo que procuraban contenerla. Dos veces estuvo él a punto de levantarse para abrazarla. Era una estupidez desearse mutuamente desde hacía tiempo, y no decidirse a satisfacer aquel deseo. ¿Por qué luchar así contra Sí Mismos? Los niños dormían; Esteban estaba seguro de que ella, anhelante, le aguardaba y diría que sí enseguida. Pasó otra hora. Él no se levantó para abrazarla, y ella no se movió para llamarle. Cuanto más en contacto vivían, más alta era la barrera que se levantaba entre ellos… Vergüenzas, repugnancias, delicadezas amistosas, que ellos mismos no podían explicarse.

IV

—Oye —dijo la mujer de Maheu a su marido—, puesto que vas a Montsou a cobrar la quincena, tráeme al volver una libra de café y un kilo de azúcar.

Maheu estaba cosiendo un zapato, a fin de economizar lo que cobraba el zapatero por remendarlo.

—¡Bueno! —dijo, sin dejar su tarea.

—De buena gana te pediría que pasases por casa del carnicero… Comeríamos carne, ¿eh?… ¡Hace tanto tiempo que no la hemos olido siquiera!

Esta vez el minero levantó la cabeza.

—¿Crees que voy a cobrar algunos miles? —dijo—. La quincena ha sido bien mala, a causa de esas malditas interrupciones de trabajo que hemos tenido.

Los dos callaron. Era después de almorzar, un sábado, el 20 de octubre; y la Compañía, con el pretexto del trastorno producido con motivo de tener que pagar a los operarios, había suspendido otra vez el trabajo de extracción en todas las minas. La Compañía, presa del pánico a causa de una crisis industrial muy próxima, no quería aumentar sus ya considerables existencias almacenadas, y aprovechaba los más insignificantes pretextos para obligar a aquellos diez mil obreros a que se estuviesen parados.

—Ya sabes que Esteban te espera en La Ventajosa —replicó la mujer de Maheu al cabo de un momento—. Llévale contigo, ya que él es más listo, y sabrá entendérselas mejor con el pagador, si tratase de estafaros alguna hora de trabajo en la cuenta.

Maheu hizo un movimiento de cabeza afirmativo. Con el desorden propio de un día de forzosa holganza, habían almorzado a las doce y el huésped se marchó enseguida a casa de Rasseneur. La mujer de Maheu continuó:

—Deberías ir temprano, y si están allí esos señores, decirles algo del asunto de tu padre. El médico se entiende con la dirección, y uno Y otro se empeñan en que ya no puede trabajar…

Hacía diez o doce días que el tío Buenamuerte, con las patas hinchadas, como él decía, estaba sin poderse mover de una silla. Su nuera se dirigió a él, preguntándole si era verdad que se hallaba en disposición de ir a la mina.

—¡Ya lo creo! Porque uno tenga las patas malas, no está inútil ya.

Todo eso son historias que inventan, para no darme la pensión de ciento ochenta francos.

La mujer de Maheu pensaba en los cuarenta sueldos que ganaba el viejo, y que iba a perder, y suspiró angustiada:

—¡Dios mío! Pronto nos moriremos todos, si esto continúa.

—Pues cuando uno se muere, ya no pasa hambre.

Maheu clavó otros dos clavos a su zapato, y se decidió a salir del barrio de los Doscientos Cuarenta. No cobraban hasta por la tarde, a eso de las cuatro.

Así es que los hombres no se daban prisa, haciendo tiempo, marchándose uno a uno, perseguidos por sus mujeres, que les rogaban que volviesen enseguida. Muchas les daban encargos para evitar que se entretuviesen en las tabernas.

Esteban había ido a casa de Rasseneur para saber noticias. Circulaban rumores alarmantes; se decía que la Compañía se hallaba cada vez más disgustada con el trabajo de revestir y apuntalar. Tenía aburridos a los obreros a fuerza de multas, y parecía inminente un conflicto. Tal era la cuestión declarada, pero había, debajo de ella, otra porción de causas secretas y muy graves.

Precisamente, al llegar Esteban, un compañero suyo, que estaba bebiendo cerveza, después de haber estado en Montsou, contaba que había un anuncio puesto en el despacho del cajero; pero no sabía decir a punto fijo de qué trataba. Luego llegó otro obrero, y después otro, y cada cual contaba su historia diferente. Parecía, sin embargo, cosa cierta que la Compañía había tomado una resolución.

—Y tú, ¿qué dices? —preguntó Esteban, sentándose al lado de Souvarine, en una mesa donde no había nada servido, más que un paquete de tabaco.

El maquinista siguió liando lentamente un cigarrillo.

—Digo que era fácil de prever. Van a fastidiarnos todo lo posible.

Él era el único que estaba en condiciones lo bastante neutrales para analizar la situación, y la explicaba con su ademán tranquilo y su calma de empresario. La Compañía, víctima de la crisis industrial, presa del pánico, se veía obligada a reducir los gastos, si no quería quebrar, y naturalmente, los obreros serían los que se muriesen de hambre, porque economizarían sobre los salarios de éstos, inventando todo género de pretextos. El carbón quedaría almacenado, y en las minas no se trabajara apenas en las faenas de extracción. Como no se atrevía a cortar enteramente por lo sano, asustada por otra parte de dejar inactivo el material, pensaba en un término medio, quizás en una huelga, de la cual saliesen los mineros domados y ganando menos jornal. Además, estaba preocupada con la nueva Caja de Socorros, que era una amenaza para el porvenir, mientras que una huelga le desembarazaría de ella, porque se gastarían los fondos enseguida, toda vez que eran aún insignificantes.

Rasseneur se había sentado cerca de Esteban, y los dos escuchaban al maquinista con aire consternado. Podían hablar en voz alta, porque no había allí nadie más que la señora de Rasseneur, sentada detrás del mostrador.

—¡Qué idea! —murmuró el tabernero—. ¿A qué viene eso? La Compañía no tiene interés ninguno en la huelga, y los obreros tampoco. Lo mejor es llegar a un acuerdo.

Aquello era lo prudente. Rasseneur se mostraba siempre partidario de las reivindicaciones razonables. A pesar de la popularidad extraordinaria de su antiguo huésped, defendía el sistema del progreso ordenado, diciendo que no se conseguía nada cuando quería obtenerse todo de una sola vez. Ofendido con Esteban, sentía envidia hacia él, e impulsado por ella, algunas veces, hasta llegaba a defender a la Compañía, olvidando su antiguo odio de minero despedido.

—¿De modo que tú estás contra la huelga? —exclamó la señora Rasseneur desde el mostrador. Y como él contestase afirmativamente con energía, ella le hizo callar.

—¡Vamos, vamos! No tienes corazón; deja que hablen estos señores.

Pero Esteban se había quedado pensativo, sin quitar los ojos del vaso de cerveza que había pedido.

—Posible es que sea verdad todo lo que dice Souvarine, y si nos obligan a ello, habremos de decidirnos por la huelga… Precisamente Pluchart me ha escrito a propósito de eso cosas muy razonables. Tampoco él era partidario de las huelgas, en las cuales el obrero sufre tanto como el ciclista, sin conseguir nada definitivo. Pero cree que es una buena ocasión para que nuestra gente se decida a entrar en la Sociedad… Por lo demás, aquí está la carta.

En efecto, Pluchart, contrariado por la desconfianza con que acogían la idea de la Internacional los mineros de Montsou, esperaba que se adhiriesen en masa si surgía un conflicto cualquiera que los obligara a luchar con la Compañía. A pesar de sus esfuerzos, Esteban no había conseguido colocar más que unos pocos nombramientos de individuos de la Internacional, en parte porque había querido reservar su influencia para que prosperase la Caja de Socorros, idea mucho mejor acogida entre los obreros. Pero los fondos de la Caja eran tan insignificantes, que, como decía Souvarine, pronto se verían agotados; y entonces los obreros se echarían fatalmente en brazos de la Internacional, con el fin de que todos sus hermanos los ayudasen.

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