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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

Germinal (49 page)

—Ve despacio —dijo al cochero—, que el camino está atroz. Si al llegar allí tropezamos con grupos que nos impidan tomar de nuevo el camino real, te detienes detrás de la mina antigua, y desde allí iremos hasta casa a pie, y entraremos por la puertecilla del jardín, mientras tú te llevas el coche y los caballos a cualquier posada.

Se pusieron en marcha. Los huelguistas llegaban en aquel momento a Montsou. Los habitantes del pueblecillo después de haber visto pasar varios destacamentos de dragones y gendarmes, estaban muy agitados y llenos de miedo. Circulaban de boca en boca historias espantosas, y se hablaba de pasquines, en los cuales se amenazaba con la muerte a todos los burgueses; aún cuando nadie los había visto ni leído, muchos citaban frases textuales de ellos. En casa del notario, sobre todo, el pánico estaba en su colmo, porque acababan de recibir, por correo, un anónimo, anunciándole que en su cueva había dispuesto un barril de pólvora para hacer volar la casa si no se ponía en favor del pueblo.

Precisamente los señores Grégoire, que habían prolongado su visita por hallarse en la casa al recibo del anónimo, lo discutían, lo analizaban, suponiendo que era una broma de cualquier mal intencionado cuando de pronto el espantoso vocerío de las turbas de mineros acabó de conmocionarlos a todos. El matrimonio Grégoire sonreía, se asomaba por detrás de los cristales del balcón levantando los visillos, negándose a creer en una desgracia, y persuadidos de que todo se arreglaría amistosamente. Acababan de dar las cinco, y tenían tiempo de esperar a que la calle estuviese despejada, para atravesarla hasta la acera de enfrente y entrar en casa del señor Hennebeau, donde los aguardaban a comer, y donde debían reunirse con Cecilia. Pero en todo Montsou no había nadie que participase de su confianza: las puertas y ventanas eran cerradas con violencia, y las gentes corrían fuera de sí en todas direcciones. Al otro lado de la calle vieron a Maigrat, que cerraba cuidadosamente su almacén, tan pálido y tan tembloroso que no hubiera podido hacerlo sin la ayuda de su mujer.

Las turbas acababan de detenerse frente a la casa del director, gritando con más fuerza que nunca:

—¡Pan, pan, pan!

El señor Hennebeau, en pie, detrás de la vidriera del balcón de su despacho, tuvo que retirarse cuando llegó Hipólito asustado a cerrar las maderas, por temor de que al verle rompieran a pedradas los cristales. Cerró de igual modo los balcones del piso bajo y después los del principal.

Maquinalmente, el señor Hennebeau, que lo quería ver todo, subió al segundo piso, al cuarto de Pablo: era el que estaba mejor situado, porque desde allí se descubría la carretera hasta los talleres de la Compañía y se colocó detrás de la persiana para dominar las turbas. Pero la vista de aquélla alcoba le hacía tanto daño, ahora que estaba arreglada y con la cama hecha, como cuando la visitara aquella mañana.

Toda su rabia de entonces, la terrible batalla librada en su interior durante la tarde entera, se convertía en un gran cansancio, en una fatiga abrumadora. Su corazón estaba ya como la alcoba, refrescado, en buen orden, barrido de las basuras de aquella mañana, vuelto a su corrección habitual. ¿A qué un escándalo? ¿Acaso había sucedido algo nuevo en su vida conyugal? La única novedad era que su mujer tenía un amante más; y, francamente, la circunstancia de que éste fuese su sobrino, apenas agravaba el hecho; tal vez, por el contrario, presentaba la ventaja de cubrir las apariencias. Tenía lástima de sí mismo al recuerdo de sus celos. ¡Qué ridiculez haber dado puñetazos a la cama! Puesto que había tolerado a otros antes, toleraría ahora a éste. Todo se reducía a un poco más de desprecio. Se hallaba emponzoñado por una amargura horrible: la inutilidad de todos sus esfuerzos, el eterno dolor de su existencia, la vergüenza de sí mismo al pensar que adoraba a una mujer que le abandonaba de tan indigna manera.

Al pie de los balcones los gritos redoblaron con violencia. —¡Pan, pan, pan!

—¡Imbéciles! —dijo el señor Hennebeau entre dientes y llevándose una mano al corazón.

Oía que le injuriaban porque tenía un gran sueldo, que le llamaban holgazán y canalla; que se hartaba de comida, mientras el obrero se moría de hambre. Las mujeres habían visto la cocina, y se desencadenó entre ellos una tempestad horrible de imprecaciones contra el faisán que estaba en el horno, contra las salsas, cuyo olor sabroso excitaba sus estómagos vacíos. ¡Ah!, ¡era preciso asesinar a los canallas de los burgueses, que se llenaban de champán y de trufas hasta reventar!

—¡Pan, pan, pan!

—¡Imbéciles! —repitió Hennebeau—. ¿Soy yo acaso dichoso?

Y sentía verdadera ira contra aquellos salvajes, que no comprendían sus sufrimientos. De buen grado les hubiese cedido su pingüe sueldo, por hacer la vida que ellos hacían con sus mujeres. ¡Que no pudiera sentarlos a su mesa, hacerlos comer faisán y trufas, en tanto que él se dedicaba a la conquista de alguna muchacha detrás de los trigos, sin ocuparse en si había tenido o no otros amantes antes! Lo hubiera dado todo: su bienestar, su lujo, su influencia como director, a cambio de pasar un día como el último de los infelices que tenía a sus órdenes, en completa libertad para abofetear a su mujer, y buscar placeres con la del vecino. Y deseaba también verse muerto de hambre, con el vientre vacío, con el estómago atormentado por los calambres; tal vez aquello mataría su eterno dolor. ¡Ah! ¡Vivir como una bestia, no poseer nada que fuese suyo, corretear por todas partes con cualquier minera, con la más fea, con la más sucia y ser capaz de contentarse con eso! ¿Qué más felicidad?

—¡Pan, pan, pan! —gritaban las turbas.

Entonces él se exaltó, y exclamó furioso, casi dominando el tumulto: —¡Pan! ¿Basta con eso, imbéciles?

Él tenía pan, y no por eso sufría menos. Su desdichada suerte conyugal, su vida de continuo dolor, se le subía a la garganta, como si fuesen a ahogarlo. No se adelantaba nada con sólo tener pan. ¿Quién sería el idiota que cifraba la dicha de este mundo en el reparto de la riqueza? Esos estúpidos revolucionarios podían demoler la sociedad, y fundar otra; pero no darían a la humanidad ni un solo goce más, ni le ahorrarían un solo pesar, asegurando a todos el pan. Por el contrario, aumentarían las desventuras de la tierra, y hasta harían rabiar a los perros de desesperación cuando los sacasen de la tranquila satisfacción del instinto, para lanzarlos al sufrimiento de las pasiones. No: la felicidad verdadera consistía en no ser y, ya que se fuese, en ser árbol o piedra; menos aún, grano de arena, que no se siente dolorido al ser pisado por la planta del hombre.

En aquella exasperación de su tormento las lágrimas arrasaban los ojos de Hennebeau y empezaban a resbalar por sus mejillas. El crepúsculo había ya envuelto en tinieblas la carretera, cuando multitud de piedras empezaron a ser lanzadas contra la fachada de la casa. Sin odio hacia aquellos seres hambrientos, rabioso solamente por la herida de su corazón, que manaba sangre, el infeliz seguía murmurando, mientras enjugaba sus lágrimas:

—¡Imbéciles! ¡Qué partida de idiotas!

Pero el grito de la muchedumbre hambrienta lo dominó todo con su aullido de tempestad.

—¡Pan! ¡Pan! ¡Pan!

Esteban, a quien las bofetadas de Catalina habían sacado de su embriaguez, continuaba al frente de los amotinados. Pero al mismo tiempo que con voz enronquecida los lanzaba sobre Montsou, otra voz resonaba en él, un grito de razón y de justicia, que lo asombraba, pidiéndole cuentas de todos aquellos desmanes. Él no había deseado nada de aquello: ¿cómo era que, habiendo salido para Juan-Bart con objeto de obrar prudentemente y con frialdad evitando todo desastre, acababa el día, después de haber caminando de violencia en violencia, asaltando la casa del director, o sitiándola al menos?

Y él, sin embargo, era quien acababa de gritar: "¡Alto!" Es verdad que su objeto principal había sido proteger los talleres de la Compañía, que los huelguistas intentaban destruir. Y ahora que veía a las turbas apedreando la fachada del hotel, discurría, buscaba, sin encontrarla, una víctima legítima sobre la cual lanzar sus huestes para evitar mayores males. Precisamente estaba pensando en su impotencia, allí en medio del camino, cuando un hombre le llamó desde la taberna de Tison, cuya mujer se había apresurado a cerrar desde que llegaron los amotinados, si bien dejando libre media puerta de calle.

—Soy yo: oye un momento.

Era Rasseneur. Veinticinco o treinta individuos, entre mujeres y hombres, casi todos ellos del barrio de los Doscientos Cuarenta, que se quedaran por la mañana en sus casas y que habían ido por la tarde al pueblo con objeto de saber noticias, habían invadido la taberna al acercarse los amotinados. Zacarías ocupaba una mesa con Filomena, su mujer. Más allá Pierron y la suya, vueltos de espalda, ocultaban la cara. Nadie bebía, no habían hecho más que buscar allí un refugio.

Cuando Esteban vio que era Rasseneur, le volvió la espalda, y no se detuvo hasta que oyó decir a éste:

—Te molesta verme, ¿no es verdad?… Bien te lo predije. Ya empiezan las dificultades. Ya podéis ahora pedir pan, que lo que os darán será plomo.

Entonces Esteban volvió sobre sus pasos, y contestó:

—Lo que me molesta, son los cobardes que se cruzan de brazos, viéndonos exponer el pellejo.

—¿Tienes idea de robar ahí enfrente? —preguntó Rasseneur.

—No tengo más idea que la de estar con mis compañeros hasta el final, dispuesto a morir con ellos.

Y Esteban se alejó, desesperado, dispuesto, en efecto, a dejarse matar. Al salir a la calle, tropezó con dos chicuelos que se disponían a tirar piedras, y después de pegarles un soberbio puntapié a cada uno empezó a gritar a sus compañeros, diciéndoles que romper los vidrios no conducía a nada.

Braulio y Lidia, que se habían juntado con Juan, aprendían de éste a manejar la honda, y cada cual tiraba una piedra apostando a quién haría más daño. Lidia acababa de tener la torpeza de herir con una piedra a una de las mujeres del grupo de amotinadas, y los dos muchachos se reían de la gracia, en tanto que el viejo Mouque y su amigo Buenamuerte, sentados en un banco, les miraban con la mayor tranquilidad. Las piernas hinchadas de Buenamuerte le sostenían tan mal, que con mucho trabajo había podido arrastrarse hasta allí, sin que nadie comprendiera qué curiosidad le llevaba a presenciar aquel espectáculo, porque estaba en uno de esos días en que no era posible sacarle una palabra del cuerpo.

Ya nadie obedecía a Esteban. Las piedras, a pesar de sus órdenes, seguían lloviendo, y él se admiraba de ver a aquellos brutos sacados con tanto trabajo de su apatía, para luego convertirse en fieras terribles a quien nadie podía contener. Toda la antigua sangre flamenca estaba allí, esa sangre que necesita meses y meses para calentarse, pero que, una vez caliente, se entrega a los más terribles excesos, sin oír consejos, hasta que la bestia se ve harta de atrocidades. En los países meridionales las turbas se inflaman con más facilidad, pero cometen menos excesos. Esteban tuvo que reñir con Levaque para arrancarle el hacha; y no sabía cómo componérselas con Maheu, que tiraba piedras con las dos manos. Sobre todo, las mujeres le daban miedo: la de Levaque, la Mouquette y todas, presas de furor homicida, aullando como perros, con los dientes y las uñas fuera, excitadas por la Quemada, que las dominaba a todas, gracias a su elevada estatura, tenían el aspecto feroz.

Pero hubo un momento de tregua: una sorpresa de un minuto determinó la calma, que todos los ruegos y las órdenes de Esteban no consiguieran obtener. Era que los Grégoire se decidían a despedirse del notario para entrar en casa del director, y parecían tan tranquilos, tan confiados como si sólo se tratara de una broma de los mineros, cuya resignación les estaba dando de comer hacía un siglo, que los revoltosos asombrados, conmovidos, cesaron, en efecto, de tirar piedras, por miedo de que alguna lastimase a aquellos dos viejos que se presentaban como llovidos del cielo. Los dejaron entrar en el jardín, subir la escalinata, llamar a la puerta tranquilamente, y esperar con la misma tranquilidad, porque tardaban en abrirles. Precisamente en aquel momento Rosa, la doncella, volvía de su paseo, sonriendo con amabilidad a los obreros, a los cuales conocía perfectamente, porque era hija de Montsou. Ella fue la que, a fuerza de puñetazos y golpes, obligó a Hipólito a entreabrir la puerta de la casa. Ya era tiempo, porque en aquel momento empezaba a llover piedras otra vez. La muchedumbre, vuelta de su sorpresa, gritaba con más furor:

—¡Mueran los burgueses! ¡Viva el socialismo!

Rosa continuaba sonriendo en el vestíbulo de la casa, como si le divirtiese la aventura, y decía al criado, que tenía un susto mayúsculo:

—¡Si no son malos! ¡Los conozco bien!

El señor Grégoire colgó con la mayor calma su sombrero en la percha de la antesala, y después de ayudar a su mujer a quitarse el abrigo, dijo a su vez:

—Realmente, en el fondo no tienen malicia. Así que se harten de gritar, se irán a comer, y lo harán con más apetito.

En aquel momento el señor Hennebeau bajaba del segundo piso. Había visto lo ocurrido, y salía a recibir a sus convidados con su habitual frialdad y cortesía. Solamente la palidez de su semblante acusaba la agitación pasada. Se había dominado, y en él ya no quedaba más que el ingeniero, el administrador correcto y decidido a cumplir con deber.

—Todavía no han venido las señoras —dijo, después de saludar.

Por primera vez, los señores Grégoire se sintieron inquietos. ¡Que no había vuelto Cecilia! ¿Y cómo entraría en la casa, si seguía la broma de los mineros?

—He pensado en hacer despejar la carretera —añadió el señor Hennebeau—. Pero, por desgracia, estoy solo, y no sé a dónde mandar al criado para que vengan cuatro soldados y un cabo que echen de ahí a esos canallas.

Rosa, que continuaba en la antesala, se atrevió a decir:

—¡Oh, señor! ¡Si no son malos!

El director movía la cabeza, en tanto que el tumulto aumentaba la calle y las pedradas contra la fachada seguían sin cesar.

—Yo no les odio, porque de sobra comprendo lo que es el mundo, y se necesita ser todo lo bruto que ellos son para creer que nosotros tenernos interés en acrecentar sus desdichas. Pero mi deber es restablecer el orden. ¡Y pensar que, según dicen, hay gendarmes en el pueblo, y que no he visto ni uno siquiera desde esta mañana!

Se interrumpió y, dirigiéndose a la señora Crégoire, añadió con su habitual cortesía:

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