Germinal (48 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

Volvieron a llamar tímidamente a la puerta, y la voz de Hipólito se permitió decir por el agujero de la cerradura:

—Señor, el correo… Y también ha vuelto el señor Dansaert, quien asegura que andan matando gente por ahí.

—¡Ya voy, por Dios!

¿Qué haría? Echarlos a la calle cuando volviesen de Marchiennes, como se echa a dos bichos asquerosos que no quiere uno tener en su casa. Sí, decididamente los insultaría, prohibiéndoles penetrar más en la casa. El aire de aquel cuarto estaba emponzoñado por sus suspiros, por sus alientos confundidos; el olor sofocante que advirtiera al entrar, era el olor que exhalaba el cuerpo de su mujer, aficionada a los perfumes fuertes, que eran en ella otra necesidad carnal: y notaba el calor, el olor del adulterio vivo, que se delataba en todas partes, en las aguas del lavabo, en el desorden de la cama, en los muebles, en la habitación entera apestada de vicio. El furor de la impotencia le lanzó contra la cama, a la cual empezó a dar puñetazos con verdadero frenesí, ensañándose contra aquellas ropas arrugadas por una noche entera de amor.

Pero de pronto le pareció oír a Hipólito, que subía de nuevo, y la vergüenza le contuvo. Aún permaneció allí un momento, enjugándose el sudor de la frente, procurando tranquilizarse, y hacer que le latiese con menos violencia el corazón. En pie, delante de un espejo, contemplaba su rostro tan descompuesto por el dolor y la ira, que él mismo no lo hubiese reconocido. Luego, cuando hubo logrado calmarse un poco por un esfuerzo supremo de la voluntad, bajó lentamente la escalera.

Abajo le esperaban cinco emisarios, sin contar a Dansaert. Todos le llevaban noticias de una gravedad terrible acerca del giro que iba tomando la huelga; y el capataz mayor le relató con muchos pormenores lo sucedido en Mirou, donde no se habían cometido excesos, gracias a la actitud del viejo Quandieu. El señor Hennebeau le escuchaba asintiendo con un movimiento de cabeza; pero no le comprendía, porque su espíritu todo se había quedado allá arriba, en la alcoba de su sobrino. Al cabo de un instante los despidió, diciéndoles que adoptaría las medidas necesarias. Cuando se vio solo, y de nuevo sentado ante la mesa de despacho, pareció ensimismarse, con la cabeza entre las manos, y tapándose los ojos. Como estaba allí el correo, se decidió a buscar la carta que estaba esperando, la respuesta del Consejo de Administración, cuyas letras parecieron danzar a su vista. Pero al fin pudo leer, no sin alguna dificultad, y creyó que aquellos señores deseaban una algarada: ciertamente no le decían que empeorase la situación; pero dejaban traslucir su parecer de que los disturbios y trastornos, cuanto más escandalosos, mejor acabarían con la huelga, provocando una represión enérgica. Desde aquel momento, ya no vaciló; envió telegramas a todas partes, al gobernador de Lille, al jefe de las tropas acantonadas en Douai, al comandante de la gendarmería de Marchiennes. Aquello era un consuelo, porque nada tenía que hacer más que encerrarse, para lo cual hizo circular el rumor de que estaba indispuesto. Y toda la tarde se escondió en su despacho, sin recibir a nadie, limitándose a leer los telegramas y las cartas que seguían llegando por docenas. Así fue como pudo seguir paso a paso los movimientos de los huelguistas, yendo desde La Magdalena a Crevecoeur, de Crevecoeur a La Victoria, de La Victoria a Gastón-María. Por otro lado, recibía noticias del error de los gendarmes y dragones, los cuales, engañados por la gente del campo, iban siempre en dirección contraria a la que seguían los revoltosos. El señor Hennebeau, a quien tenía sin cuidado que se hundiese el mundo y que se matara la humanidad entera, había vuelto a dejar caer la cabeza entre las manos, abismado en el silencio profundo que reinaba en la desierta vivienda, donde sólo de cuando en cuando percibía el ruido que con las cacerolas hacía la cocinera, ocupadísima en preparar la comida para aquella tarde.

Ya el crepúsculo oscurecía la habitación; serían las cinco cuando un estruendo espantoso estremeció al señor Hennebeau, que continuaba con los codos encima de los papeles, silencioso, inmóvil, inerte. Creyó que llegaban ya los dos miserables. Pero el tumulto aumentaba; estalló una gritería espantosa, terrible, imponente, y en el instante en que se asomaba a la ventana, oyéronse gritos de:

—¡Pan, pan, pan!

Eran los huelguistas que invadían Montsou, mientras los gendarmes, creyendo en un ataque contra la Voreux, galopaban de espaldas adonde hacían falta, para ocupar militarmente la referida mina.

Precisamente a dos kilómetros de las primeras casas, un poco más allá del sitio donde cruzaban la carretera y el camino de Vandame, la señora de Hennebeau y las señoritas a quienes acompañaba, acababan de ver pasar las turbas de huelguistas amotinados. El día en Marchiennes había transcurrido alegremente; habían tenido un buen almuerzo en casa del director de la fábrica; luego una interesante visita a los talleres de una fábrica contigua, que les ocupó toda la tarde; y cuando al fin regresaban a su casa a la caída de la tarde de aquel sereno día de invierno, Cecilia había tenido el capricho de beber un vaso de leche al pasar por una casa de campo. Todos se apearon del carruaje; Négrel echó pie a tierra también, mientras la campesina, admirada de verse favorecida por aquellos señores, se apresuraba a servirlos, y decía que deseaba sacar un mantel limpio para ponerles la mesa. Pero como Lucía y Juana querían ver ordeñar la leche, fueron todos al establo con vasos, y se divirtieron mucho, llenando cada cual su vaso directamente de la ubre.

La señora de Hennebeau, con aquel aire maternal que no abandonaba nunca, tocaba apenas con los labios el borde del vaso. De pronto un ruido extraño, un rugido de tempestad que sonaba en el campo, los puso en cuidado.

—¿Qué será eso? —dijeron.

El establo, que se hallaba fuera de la granja y casi a orillas de la carretera, tenía una puerta muy grande para carros. Las jóvenes sacaron por allí la cabeza, y se quedaron asombradas al ver, allá a lo lejos, por la izquierda, una muchedumbre compacta y agitada, que desembocaba por el camino de Vandame.

—¡Diablo! —murmuró Négrel, asomándose a su vez—. ¿Si acabará esta gente por enfadarse de verdad?

—Probablemente son los carboneros que vuelven a pasar —dijo la mujer de la granja—. Ya van dos veces que los vemos. Parece que las cosas no van bien, y que son los amos de toda la comarca.

Hablaba con temerosa prudencia, observando en los rostros de aquellos señores el efecto de sus palabras; y cuando se dio cuenta del espanto de todos, la profunda ansiedad que les producía aquel encuentro, se apresuró a añadir:

—¡Qué canallas! ¡Qué infames!

Négrel, viendo que era demasiado tarde para tomar el carruaje otra vez y llegar a Montsou, dio orden al cochero de que metiese el coche en el corral de la granja, que era buen escondite, y él mismo ató allí su caballo, al cual tenía un chiquillo de la brida. Cuando volvió a reunirse con las señoras vio que su tía y las tres jóvenes, asustadísimas, se disponían a seguir a la mujer de la granja, quien les ofrecía esconderlas en su casa. Pero el ingeniero opinó que estaban allí más seguros, porque nadie había de irles a buscar a la cuadra. La puerta cochera sin embargo cerraba muy mal, y tenía tales rendijas, que desde dentro podía verse fácilmente cuanto ocurría en el camino.

—¡Vamos, valor! —dijo Pablo, tratando de echar a broma aventura tan desagradable—. ¡Venderemos cara la vida, si es necesario! —añadió sonriendo.

Pero la broma agrandó el miedo de las señoras. El estrépito y la gritería iban en aumento. Nada se veía aún; pero del camino vacío parecía soplar un viento de tempestad, semejante a esas ráfagas bruscas que preceden a las grandes tormentas.

—No, no quiero ver nada —dijo Cecilia, escondiéndose detrás de un montón de paja, y tapándose los ojos con las manos, como hacía para no ver los relámpagos en los días de tormenta.

La señora de Hennebeau, muy pálida, encolerizada contra aquellas gentes, que por segunda vez le echaban a perder un día de diversión, permanecía inmóvil, con cara adusta y expresiva mirada de cólera, mientras Lucía y Juana a pesar de su temblor aplicaban los ojos a las rendijas, deseosas de no perder nada del espectáculo que se preparaba.

Los rugidos de los amotinados crecían; Juan apareció delante de todos, imitando con la bocina extraños toques de corneta.

—Coged los pomitos de sales, que el pueblo huele bastante mal —murmuró Négrel, quien, a pesar de sus ideas republicanas, gustaba de bromear con las señoras a costa de la gente baja.

Pero aquel chiste suyo se perdió en el huracán de gestos y de gritos. Habían aparecido las mujeres, ¡cerca de mil mujeres!, con los cabellos desgreñados por la violencia de la carrera, enseñando la carne, mal tapada por sus andrajosas faldas. Algunas llevaban criaturas de pecho en brazos, y las levantaban en alto, agitándolas como si fuesen una bandera de duelo y de venganza. Otras, más jóvenes, blandían palos, mientras las más viejas, horribles de miseria y de cinismo, gritaban con tal furia, que las venas y los músculos del cuello se les señalaban como si fueran a romperse. Y detrás de ellas llegaron los hombres, dos mil locos furiosos, aprendices, cortadores de arcilla, cargadores; una masa compacta, movida por el mismo impulso, compuesta de individuos que se apiñaban de tal suerte, que no se distinguía ni los descoloridos calzones, ni las blusas desgarradas y sucias, confundidos con el color terroso del camino. Todos los ojos chispeaban, no se veían más que los negros agujeros de las bocas abiertas para entonar La Marsellesa, cuyas estrofas se perdían en un rugido colosal y confuso, acompañadas por el ruido acompasado que producían los zuecos en el endurecido suelo de la carretera. Por encima de las cabezas, entre el bosque de barras de hierro y de palos agitados Curiosamente, se distinguía un hacha; ésta, que era la única arma que llevaban, era como el estandarte de aquella horda salvaje, y presentaba, al destacarse sobre el fondo azul del cielo el perfil de la cuchilla de una guillotina.

—¡Qué caras tan terribles! —balbuceó la señora de Hennebeau.

Négrel se esforzaba por sonreír todavía; pero el miedo se iba apoderando de él, y sólo pudo decir entre dientes:

—¡Qué el diablo me lleve, si conozco a uno solo de ellos! ¿De dónde saldrán esos bandidos?

Y, en efecto, el furor, la cólera y el hambre, aquellos dos meses de terribles sufrimientos y aquella vertiginosa carrera que duraba ya muchas horas, habían convertido los pacíficos semblantes de los mineros de Montsou en verdaderos hocicos de fiera. En aquel momento se ocultaba el sol, y sus últimos rayos, de un púrpura sombrío, parecieron ensangrentar la llanura.

—¡Oh! ¡Soberbio, magnífico! —dijeron a media voz Lucía y Juana, despierto su artístico entusiasmo ante la grandiosidad y el horror del cuadro.

Sin embargo, ambas temblaban, y habían retrocedido hasta colocarse junto a la señora de Hennebeau, que estaba apoyada en una cuba vacía. La idea de que bastaba una mirada por cualquier rendija de aquella puerta desvencijada para que las asesinasen, las tenía a todas sobrecogidas de espanto. Négrel, que era valiente, y de ordinario muy sereno, se sentía presa ahora de espanto, de uno de esos espantos indescriptibles que inspiran los peligros desconocidos. Cecilia, oculta tras un montón de paja, no se movía. Y las otras, a pesar de su deseo de apartar la vista del terrible cuadro, no lo lograban, sin embargo, y seguían mirando hacia la carretera.

Era aquello la sangrienta visión del movimiento revolucionario que acabaría con todos fatalmente cualquier noche de fines de este siglo. Sí; una noche el pueblo, harto de sufrir, desenfrenado, galoparía de aquel modo en horrible tumulto de aquelarre, recorriendo los caminos y las ciudades y bebería la sangre de los burgueses, paseando sus cabezas y robando el oro de sus arcas. Las mujeres chillarían como furias, los hombres abrirían sus bocas de lobo para devorarlo todo. Sí; se verían los mismos andrajos, el mismo ruido cadencioso e imponente de pisadas, el mismo estrépito horroroso cuando aquel bárbaro torrente desbordado barriese la sociedad actual. Las llamas de los incendios alumbrarían el mundo, en las ciudades no quedaría piedra sobre piedra, y volverían a la vida salvaje de los bosques, después de haberse hecho dueños del universo en una noche. No habría nada de lo que hay ahora, ni una sola fortuna, ni un solo prestigio de los que ahora nos gobiernan, ni un título que diese derecho a las actuales posesiones hasta que tal, vez apareciese una sociedad nueva. Sí; aquellas cosas que veían pasar por el camino, eran para ellas una profecía terrible.

De pronto, un grito inmenso dominó los acordes de La Marsellesa. —¡Pan, pan, pan! —aullaban tres mil voces a la vez.

Négrel se puso más pálido de lo que estaba; Lucía y Juana se abrazaron a la señora de Hennebeau, a quien apenas podían sostener sus piernas temblorosas. ¿Sería aquella la noche del derrumbamiento de la sociedad? Y lo que vieron en aquel instante acabó de horrorizarías. Ya habían pasado la mayor parte de la columna de revoltosos, y estaban pasando los rezagados. De pronto apareció la Mouquette. Se iba quedando atrás, porque se detenía a mirar por las ventanas y por las verjas de los jardines en las casas de los burgueses; y cuando descubría a uno de éstos, no pudiendo escupirle al rostro, le enseñaba lo que para ella era el colmo del desprecio.

Sin duda en aquel momento vería a alguno, porque, levantándose las faldas, y encorvándose hacia adelante, mostró la parte posterior de su cuerpo, completamente desnuda, a la luz de los últimos rayos del sol. Tal espectáculo, en aquellas circunstancias, no causaba risa, sino, al contrario, espanto.

Todo desapareció: los huelguistas avanzaban en dirección a Montsou. Entonces sacaron el carruaje del corral donde estaba escondido; pero el cochero no osaba asumir la responsabilidad de llevar a casa a las señoras sin que ocurriese una catástrofe si los huelguistas seguían ocupando la carretera. Y lo malo era que no había otro camino.

—Pues es preciso, sin embargo; nos marchamos, porque nos espera la comida —exclamó la señora de Hennebeau, fuera de sí, y exasperada por el miedo—. Esta canalla ha elegido para sus fecharías una tarde en que tenemos convidados. ¡Haga usted bien a esta gentuza!

Lucía y Juana estaban ocupadas de sacar de entre la paja a Cecilia, que, muerta de miedo, creía que los salvajes no habían acabado de pasar, y que insistía en no ver nada de aquello. Por fin, todos ocuparon sus sitios en el carruaje. Négrel montó a caballo, y tuvo la idea de que fuesen por las ruinas de Réquillart.

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