Germinal (51 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

En aquella parte de la casa había un cobertizo, de tal suerte colocado, que desde el jardín era fácil llegar a él subiendo por la tapia del mismo: luego, no era tampoco difícil subir, con la ayuda de los árboles, hasta las ventanas de casa de Maigrat. Y la idea de tener que entrar de aquel modo le atormentaba con cierto remordimiento por haber salido de allí. Tal vez hubiera podido librarse de la muerte formando detrás de ella una barricada con los muebles; después podría recurrir a otros medios heroicos de defensa, tal como verter aceite o petróleo ardiendo desde las ventanas.

Pero aquel cariño a sus mercancías luchaba con su miedo cerval y su natural cobardía. De pronto, al oír un hachazo más fuerte que los demás, acabó de decidirse. La avaricia triunfaba: él y su mujer defenderían los sacos de provisiones hasta perder la última gota de su sangre.

Pero casi enseguida que se subió al techo del cobertizo se oyeron gritos terribles:

—¡Mirad, mirad!… ¡Ese ladrón está ahí arriba! ¡Al gato, al gato! —gritaban los amotinados.

Acababan de ver a Maigrat en el tejado del cobertizo. A impulsos de la extraña fiebre que le dominaba, y a pesar de su obesidad y pesadez, había trepado ágilmente por la tapia y se esforzaba por llegar a una ventana. Quizá lo hubiera conseguido, a no echarse a temblar de miedo que le alcanzara alguna piedra; porque las turbas, a las cuales ya no veía, seguían voceando en la calle:

—¡Al gato, al gato!… ¡Hay que cazarlo!

Bruscamente, le faltaron las dos manos a la vez, y, cayendo como una bola, tropezó en la canal del tejado, y fue a dar en tierra, con tan mala suerte, que se abrió la cabeza en la caída. Quedó muerto en el acto. Su mujer, asomada a la ventana, pálida y temblorosa, continuaba mirando.

La primera impresión de la muchedumbre fue de estupor. Esteban se detuvo con el hacha entre las manos; Maheu, Levaque, todos los demás, olvidaban la tienda, con la cabeza vuelta hacia el sitio de la catástrofe, contemplando un hilo de sangre que salía de la frente del muerto. Cesaron los gritos, y en la semioscuridad del crepúsculo se produjo un silencio profundísimo.

De pronto empezó de nuevo la gritería. Eran las mujeres, las cual se habían precipitado hacia el muerto, presas de la embriaguez de la sangre, cuyas gotas veían.

—¡Es verdad que hay Dios! ¡Ah, canalla; ya se acabó!

Rodeaban el cadáver todavía caliente, lo insultaban con sus carcajadas, llamándole canalla y granuja; escupían en la cara de aquel muerto el rencor producido por la vida de miseria y de hambre.

—¡Yo te debía setenta francos!, pues ya estás pagado, ¡ladrón! —dijo la mujer de Maheu, más furiosa que todas las demás—. Ya no te negarás a fiarme… ¡Espera! ¡Espera!, ¡que todavía voy a darte de comer!

Con los diez dedos arañó la tierra y cogió dos puñados de ella, con los cuales le llenó la boca violentamente.

—¡Toma!, ¡come, bribón!… ¡Toma!, ¡come, come, como nos devorabas antes!

Las injurias menudeaban, mientras el muerto, tendido boca arriba, miraba, inmóvil, con los ojos abiertos, la inmensidad del cielo, medio envuelto ya en tinieblas. Aquella tierra con que le llenaron la boca era el pan que se había negado a dar a los demás, y ya no comería más que de aquel pan. En verdad que estaba pagando caro las infamias que había cometido con los pobres. Pero las mujeres deseaban vengarse todavía más.

—¡Hay que destrozarlo!

—¡Sí, sí! ¡Qué no queden ni señales de ese cuerpo! ¡Nos ha hecho mucho daño!

La Mouquette empezó a quitarle los pantalones, ayudada por la de Levaque, que levantaba las piernas. Y la Quemada, con sus escuálidas y arrugadas manos de vieja, le abrió los muslos, empuñó aquella virilidad muerta, y haciendo un esfuerzo de salvaje, trató de arrancarla de un solo tirón. Pero los ligamentos resistían; tuvo que empezar otra vez, hasta que acabó quedándose en la mano con aquel jirón de piel velluda y ensangrentada que agitó en el aire, prorrumpiendo en una bestial carcajada de triunfo.

—¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!

Multitud de voces chillonas saludaron con imprecaciones el horrendo trofeo.

—¡Ah, bribón! ¡Ya no te meterás más con nuestras hijas! —¡Sí, ya se acabaron tus infamias!

—Ya no tendremos que comprar el pan a costa de nuestro cuerpo.

Aquellas infames salvajadas producían un placer terrible. Unas a otras, las mujeres se enseñaban aquel ensangrentado despojo, como si fuese un reptil venenoso que a todas las hubiera picado y que veían inerte y a merced de ellas en aquel momento. Todas le escupían, todas le insultaban groseramente, todas repetían en un furioso acceso de desprecio:

—¡Anda, anda; que te entierren así, grandísimo bribón!

La Quemada colocó entonces aquel jirón de carne en la punta de un palo; y levantándolo en alto, tremolándolo como si fuese un pendón, se echó a la carretera corriendo y dando voces, seguida por aquella turba de mujeres desgreñadas y medio desnudas. La sangre chorreaba por el palo, y aquel pedazo de carne pendía de la punta como un despojo colgado de un gancho de carnicero. Allí arriba, en la ventana, la mujer de Maigrat continuaba inmóvil; pero a los últimos reflejos del sol que se ocultaba, cualquiera que la hubiese observado, hubiese visto, a través de los cristales, cierta contracción de sus facciones que parecía una sonrisa. Harta de golpes, harta de vivir despreciada y pospuesta a todas las mujeres que visitaban su casa, harta de trabajar desde por la mañana hasta la noche, tal vez sonreía, en efecto, al ver correr a aquellas mujeres detrás del sangriento despojo de su marido.

La horrenda mutilación había producido un horror profundo en los hombres. Ni Esteban, ni Maheu, ni los demás tuvieron tiempo de intervenir para evitarla; e inmóviles permanecieron también ante aquella furiosa carrera. A la puerta de la taberna se asomaban algunas cabezas. Rasseneur, pálido de indignación y Zacarías y Filomena estupefactos por lo que habían visto. Los dos viejos, Buenamuerte y Mouque, meneaban la cabeza con extraña expresión. Solamente Juan se reía, dando codazos a Braulio y obligando a Lidia a que levantase la cabeza. Pero las mujeres regresaban ya, desandando lo andado, y pasaban por debajo de las ventanas de la Dirección. Y desde detrás de las persianas las señoras y señoritas que estaban allí, alargaban el cuello para enterarse de lo que sucedía. No habían podido ver la escena, no sólo a causa de la tapia del jardín, sino por efecto de la semioscuridad del crepúsculo.

—¿Qué traen en la punta de aquel palo? —preguntó Cecilia, que desde allí se atrevía a mirar. Lucía y Juana dijeron que debía de ser una piel de conejo.

—No, no —murmuró la señora de Hennebeau—; habrán robado en alguna tienda; parece el despojo de un cerdo.

En aquel momento se estremeció y calló. La señora Grégoire acababa de hacerle una seña con la rodilla. Las dos quedaron aterradas. Las tres señoritas, muy pálidas, no preguntaban ya, y seguían con ojos espantados aquella visión horrible que iba desapareciendo en la oscuridad.

Esteban blandió de nuevo el hacha. Pero el malestar general no se disipaba; aquel cadáver tendido en el suelo protegía la tienda. Muchos habían retrocedido. Maheu permanecía sombrío y contemplando el horrible espectáculo de la muerte, cuando oyó una voz que le hablaba al oído, diciéndole que escapase. Volvió la cabeza, y reconoció a Catalina, que estaba todavía vestida de hombre y negra de carbón. La rechazó con un gesto. No quería oírla, y la amenazaba con pegarle. Entonces ella pareció desolada; vaciló un momento, y corrió hacia Esteban:

—¡Escapa, escapa, que están ahí los gendarmes!

También él la rechazaba y la injuriaba, sintiendo que a su mejilla subía la sangre al recuerdo de la bofetada. Pero ella no se daba por vencida, y le decía que tirase el hacha; cogiéndole de los brazos, con fuerza irresistible le arrastraba en pos de sí.

—¡Cuando te digo que están ahí los gendarmes!… óyeme. Si lo quieres saber, te diré que Chaval ha ido a buscarlos, y los conduce hasta aquí… Escapa, que no quiero que te cojan.

Y se lo llevó de allí en el instante en que a lo lejos se oía el rápido galopar de muchos caballos. De pronto se oyó el grito de:

—¡Los gendarmes! ¡Los gendarmes!

Y todos huyeron a la desbandada, tan precipitadamente que, en menos de dos minutos, la carretera quedó desierta, como barrida por un huracán terrible. Sólo el cadáver de Maigrat formaba una mancha de sombra en lo blanco del camino. En la puerta de la taberna Tison no quedó más que Rasseneur, que, alegre y tranquilo, se felicitaba por la llegada de los soldados; mientras que todos los burgueses de Montsou, en pie, sudando de espanto, detrás de sus persianas, dando diente con diente, esperaban ver aparecer a los gendarmes. La caballería se aproximaba al galope y un momento después los gendarmes, en columna cerrada, desembocaban por una calle del pueblo. Y detrás de ellos, confiado a su custodia, llegaba el carro del pastelero de Marchiennes, y de él saltaba al suelo un marmitón, quien, con la mayor tranquilidad del mundo empezó a desempaquetar los postres de dulce para la comida del director.

VI PARTE
I

Transcurrió la primera quincena de febrero; un frío extraordinario y seco prolongaba el invierno sin compasión para los pobres. Varias autoridades, y entre ellas el gobernador de Lille y un juez especial, habían recorrido la comarca.

Y no bastando los gendarmes, se había mandado tropa a Montsou: un regimiento entero, que se acantonó en Beaugnies y en Marchiennes. Pequeños destacamentos guardaban las minas, y al lado de cada máquina había un centinela.

La casa del director, los talleres de la Compañía, y hasta las casas de algunos burgueses, se veían erizadas de bayonetas. Por los caminos no se oía más que el acompasado paso de las patrullas. En la plataforma de la Voreux se veía continuamente un centinela colocado allí como un vigía encargado de ver cuanto pasaba en la extensa llanura; y de dos en dos horas, como si se tratara de un país conquistado, se oían los "¡Alerta!" y los "¿Quién vive?… ¡El santo y señal", de las rondas y rondines.

No se había empezado a trabajar en ninguna parte. Antes, al contrario, la huelga se había acentuado; en Crevecoeur, en La Magdalena y en Mirou, se habían suspendido los trabajos de extracción, lo mismo que en la Voreux. Y a La Victoria y a Feutry-Cantel cada vez iban menos mineros; a Santo Tomás no acudía ni la mitad de los obreros. La huelga se convirtió en un empeño mudo y obstinado, frente a aquel alarde de fuerza que exasperaba el orgullo del minero. Los barrios parecían desiertos en medio de los campos sembrados de remolacha. Ningún obrero se agitaba; apenas si se encontraba alguno que otro aislado, con la mirada aviesa y la cabeza baja ante los pantalones colorados de la infantería.

Y bajo la apariencia de aquella paz sombría, de aquella terquedad pasiva; ante aquel temor a los fusiles, estaba la supuesta docilidad, la obediencia forzada y paciente de las fieras enjauladas, que fijan los ojos en el domador, prontas a devorarlo si les vuelve la espalda. La Compañía, que se arruinaba por aquella suspensión del trabajo, hablaba de contratar mineros del Borinage, en la frontera belga; pero no se atrevía a tanto; de modo que la batalla continuaba dentro de aquellos limites, entre los carboneros, que se negaban a someterse, y las minas desiertas, custodiadas por la tropa.

Al día siguiente de aquella tarde había sobrevenido la paz como por encanto, ocultando un pánico tal, que todos procuraban no decir palabra de los destrozos y de las atrocidades cometidas. Del sumario que se instruyó, resultaba que la muerte de Maigrat fue consecuencia de su caída; y la horrible mutilación de su cadáver seguía siendo vaga, y estaba envuelta en cierto misterio, que nadie procuraba descubrir. Por otra parte, no había habido robo ni fractura en la tienda. Por su lado, la Compañía no confesaba los perjuicios sufridos, ni los Grégoire querían mezclar a su hija en el escándalo de un proceso, en el cual tuviera que declarar. No obstante, se habían hecho algunos prisioneros, hechos, como siempre, entre imbéciles o asustados comparsas que no sabían nada de lo ocurrido. Por error, Pierron había sido conducido a Marchiennes, atado codo con codo, de lo cual reía aún todo el mundo cuando lo recordaba. También Rasseneur había estado a punto de caer en manos de los gendarmes. En la Dirección se contentaban con llenar listas de nombres para despedir mineros; y, en efecto, los despidieron en número considerable. Así, por ejemplo, en el barrio de los Doscientos Cuarenta sólo habían quedado definitivamente despedidos Maheu, Levaque y treinta y cinco compañeros suyos. Toda la severidad era para Esteban, el cual había desaparecido la misma noche del día del motín, y al cual no dejaban de buscar, aunque sin hallar de él ni el menor rastro. Chaval, vengativo y rencoroso, no denunciaba sino a él, y se obstinaba en no nombrar a nadie más, gracias a los ruegos de Catalina, que quería salvar al menos a sus padres. Pasaban los días: todos comprendían que el conflicto no estaba terminado, y todos aguardaban su desenlace con verdadera impaciencia.

Desde entonces, los burgueses de Montsou despertaban todas las noches sobresaltados creyendo oír gritos de venganza, y notar olor a pólvora. Pero lo que acabó de asustarles fue un sermón del nuevo cura del pueblo, el padre Ranvier, un hombre flaco, con ojos brillantes, el cual había relevado en la parroquia al padre Joire. ¡Cuánto echaban de menos la sonriente discreción de éste, y su afán único de vivir en paz con todo el mundo! El padre Ranvier, por el contrario, se había permitido la enormidad de tomar la defensa de aquellos terribles bandidos ansiosos de deshonrar la religión. Hallaba excusas para los infames huelguistas, y atacaba a la burguesía, a quien cargaba todas las responsabilidades. La burguesía era la que, desposeyendo a la iglesia de sus libertades tradicionales para apropiárselas, había hecho del mundo un lugar de injusticia y de sufrimiento; ella era la que provocaba conflictos, la que empujaba a una catástrofe horrible con su ateísmo, con su terquedad de no volver a las antiguas creencias, a las fraternales tradiciones de los primeros cristianos. Y se había atrevido, además, a pronunciar amenazas contra los ricos; les había predicho que, si seguían desoyendo la voz de Dios, éste acabaría sin duda por ponerse de parte de los pobres. Dios arrebataría la fortuna a los incrédulos que la disfrutaban, y la distribuiría entre los pobres para el triunfo de su gloria. Los devotos temblaban al oírlo; el notario decía que aquello era socialismo puro; todos se representaban al cura capitaneando una partida de descamisados, blandiendo una cruz a guisa de espada, y luchando por demoler la sociedad burguesa creada en 1789.

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