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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

Germinal (55 page)

El abuelo conservaba su inmovilidad de árbol vetusto abatido por la tempestad, en tanto que el padre iba y venía incesantemente de un extremo a otro de la habitación, sin hablar palabra.

Pero la puerta se abrió de nuevo, y esta vez era, por fin, el doctor Vanderhaghen.

—¡Diablo! —dijo—. La luz no nos estropeará la vista… Vamos; pronto, que tengo mucho que hacer.

Como de costumbre, iba gruñendo y quejándose del exceso de trabajo y de cansancio. Felizmente llevaba fósforos en el bolsillo; el padre tuvo que encender seis o siete, uno detrás de otro, mientras el facultativo examinaba a la enferma. Ésta, desembarazada de la colcha que la abrigaba, temblaba de frío, enseñando aquellos miembros endebles y tan delgaduchos, que no se veía más que su joroba. Sonreía, sin embargo, con una sonrisa vaga de moribundo, los ojos muy abiertos y las manos crispadas sobre el pecho; y como la madre lloraba y se lamentaba, diciendo que no era razonable ni justo arrebatarle la única hija que le ayudaba en los quehaceres de la casa, tan buena y tan inteligente, el médico acabó por enfadarse.

—¡Bah! Se está yendo… se fue. Tu hija ha muerto de hambre. Y no es ella la única, porque en la casa de al lado he visto otra… Siempre me llamáis por cosas que yo no puedo remediar; lo que necesitáis es carne, y no médicos.

Maheu, a quien se le quemó un dedo, soltó el fósforo, y las tinieblas ocultaron de nuevo el cuerpecito, todavía caliente. El médico se marchó apresuradamente. Esteban no oía más que el llanto amargo de la mujer de Maheu, que repetía su invocación a la muerte, en un plañido lúgubre y sin fin.

—Dios mío, ahora me toca a mí; llevadme de aquí… ¡Dios mío, llevaos a mi marido, llevadnos a todos, por compasión al menos!

III

El domingo de aquella semana, a las ocho de la mañana, Souvarine estaba solo en la sala de La Ventajosa, en su sitio de costumbre, con la cabeza apoyada en la pared. Más de un minero no sabía dónde encontrar los dos sueldos que costaba un vaso de cerveza; así es que jamás había habido menos gente en las tabernas. Por eso la señora Rasseneur, sentada detrás del mostrador, observaba un silencio profundo de mal humor, mientras su marido, en pie delante de la chimenea, parecía mirar atentamente el humo que salía de la lumbre.

De pronto, en medio de aquel pesado silencio propio de las habitaciones demasiado caldeadas, tres golpecitos dados en los vidrios de la ventana hicieron volver la cabeza a Souvarine. Se levantó, porque había conocido la señal usada ya varias veces por Esteban para llamarle, cuando le veía desde fuera fumando un cigarrillo en su sitio de costumbre. Pero antes de que el maquinista pudiese llegar a la puerta, Rasseneur la abrió y al saber quien llamaba, le dijo sin vacilar:

—¿Temes que te venda?… Mejor hablaréis aquí dentro.

Esteban entró; pero rehusó el vaso de cerveza que le ofrecía galantemente la señora Rasseneur. El tabernero añadió:

—Hace tiempo he adivinado dónde te escondes. Si yo fuese un traidor, como dicen tus amigos, ya hace ocho días que te hubiese delatado.

—No necesitas justificarte ni defenderte —contestó el joven—, porque harto sé que no eres de esa madera. Se puede tener ideas distintas, y estimarse sin embargo.

Reinó de nuevo el silencio. Souvarine volvió a sentarse en su silla, con la espalda apoyada en la pared y la mirada fija en el humo del cigarrillo, pero sus dedos febriles, que tenían cierta nerviosa movilidad, restregaban sus rodillas buscando el pelo sedoso de Polonia, que aquella noche no se subía encima, y esto constituía para él un malestar inexplicable; la sensación de que le faltaba algo, sin darse cuenta de lo que era a ciencia cierta.

Esteban, que se había sentado al otro lado de la mesa, dijo:

—Mañana empiezan a trabajar en la Voreux. Los belgas han llegado con Négrel.

—Sí; los han desembarcado al anochecer —murmuró Rasseneur, que permanecía en pie— ¡Con tal de que no haya sangre!

Luego, levantando la voz, añadió:

—No, no creas que quiero empezar a disputar de nuevo: pero sí he decirte que esto acabará muy mal, si no cedéis un poco… Mira, vuestra historia es exactamente la de la Internacional. Anteayer encontré a Pluchart en Lille. Parece que sus asuntos van también muy mal.

Le dio algunos pormenores, según los cuales la Asociación, después de haber conquistado a los obreros del mundo entero, en un acceso de febril propaganda que hacía temblar a la burguesía, se hallaba en la actualidad devorada y casi destruida por efecto de sus luchas intestinas, a causa de la vanidad y las ambiciones personales. Desde que los anarquistas triunfaban de los evolucionistas de primera hora, todo se transformaba: el ideal, el objeto primitivo, la reforma del sistema de jornales, desaparecía entre el estruendo de la lucha de sectas; los cuadros de sabios se desorganizaban por efecto del odio a la disciplina. Y ya se podía prever que abortaría aquel levantamiento en masa, que por un momento había estado a punto de echar abajo todo lo existente.

—Pluchart está enfermo a causa de tantos disgustos —prosiguió Rasseneur—. Ya no tiene voz; pero, a pesar de eso, quiere hablar, y piensa ir a París… Tres o cuatro veces me dijo que la causa de nuestra huelga estaba perdida.

Esteban, con la mirada fija en el suelo, le dejaba discurrir sin interrumpirle. El día antes había hablado con otros compañeros, y comprendía que soplaban para él aires de rencor y de sospecha, esos primeros síntomas de la impopularidad; que anunciaban una derrota completa. Y estaba sombrío, sin querer confesar su abatimiento frente a un hombre que le había predicho que el pueblo le silbaría en cuanto tuviera en quien vengar su descontento.

—Es claro que la huelga está perdida; lo sé tan bien como Pluchart —dijo Esteban al fin—. Pero eso estaba previsto. Nosotros la aceptamos contra nuestro gusto, y jamás creímos matar a la Compañía por ese medio… Sino que la gente se embriaga, esperando cosas insensatas y, cuando los asuntos se ponen feos, nadie se acuerda de que era natural que sucediese así, y se lamenta y se queja uno como ante una catástrofe llovida del cielo.

—Entonces —replicó Rasseneur—, si crees que la partida está perdida. ¿Por qué no haces entrar en razón a los compañeros?

El joven le miró con fijeza.

—Mira, basta ya de esta conversación… Tú tienes tus ideas, y yo las mías. He entrado en tu casa para demostrarte que, a pesar de todo, te estimo; pero sigo pensando que, si perecemos en el intento, nuestra muerte servirá más a la causa del pueblo que toda tu política de hombre prudente… ¡Ah! Si uno de esos bribones de soldados me metiese una bala en el corazón, ¿qué más podría yo desear?

Sus ojos se habían arrasado en lágrimas al prorrumpir en aquella exclamación, en la cual se veía el secreto deseo del vencido, el refugio esperado, que acabaría al fin con su tormento.

—¡Bien dicho! —declaró la señora Rasseneur, que, en una mirada, dirigió a su marido todo el desdén de sus opiniones radicales.

Souvarine, que no salía de su distracción, pareció no haber oído. Su cabeza rubia y su cara blanca y sonrosada como la de una mujer, de nariz delgada, de dientecitos afilados y puntiagudos, adquiría expresión casi salvaje al precipitarse en una especie de delirio místico, surcado de sangrientas visiones. Y se puso a soñar despierto, hablando en voz alta, contestando al parecer a una palabra de Rasseneur acerca de la Internacional, cogida al vuelo en la conversación.

—Todos son unos cobardes; no falta más que un hombre capaz de hacer de esa máquina un instrumento terrible de destrucción. Pero es necesario querer y nadie quiere; por lo cual la revolución abortará otra vez.

Y continuó con acento de desdén y repugnancia, lamentando la imbecilidad de los hombres, mientras los otros dos se quedaban turbados ante aquellas confidencias de sonámbulo. En Rusia todo iba mal y estaba desesperado por las noticias últimamente recibidas. Sus antiguos compañeros iban haciéndose políticos: los famosos nihilistas que hacían temblar a toda Europa, hijos de popes, burgueses, comerciantes, limitaban sus aspiraciones a la libertad de su país, como si estuvieran convencidos de que conseguirían la libertad del mundo entero cuando mataran al déspota ruso; y en el momento en que les hablaba de segar la humanidad como se siega un campo de mieses, en cuanto pronunciaba la pueril palabra de república, veía que nadie le comprendía, y que se hallaba solo como un hongo, dentro del cosmopolitismo revolucionario.

Su corazón de patriota luchaba sin embargo, y con dolorosa amargura repetía su frase favorita:

—¡Tonterías!… ¡Nunca saldrán de esas tonterías!

Luego, bajando la voz, volvió a explicar, con frases amargas, su antiguo ensueño de fraternidad.

No había renunciado a su rango y a su fortuna para unirse al pueblo, más que con la esperanza de ver un día fundada la nueva sociedad sobre la base del trabajo en común. Durante mucho tiempo, todos los cuartos que llevaba en el bolsillo habían pasado a los chiquillos del barrio; había demostrado a los mineros un cariño fraternal, sonriendo a sus desconfianzas, conquistándoles con su aspecto tranquilo de obrero puntual y poco charlatán. Pero decididamente la fusión no se producía; seguía siendo para ellos un extraño, porque no comprendían su desdén hacia todo género de lazos sociales y su fuerza de voluntad para conservarse puro, al margen de vanidades y halagos.

Y aquel día especialmente, estaba exasperado con la lectura de un suelto que había circulado por todos los periódicos.

Su voz cambió, sus ojos se animaron, fijándose en Esteban, a quien interpeló directamente:

—¿Comprendes tú eso? ¿Lo de esos sombrereros de Marsella, que han ganado en la lotería un premio de cien mil francos, y que enseguida han comprado papel del Estado, diciendo que en lo sucesivo piensan vivir de sus rentas?… Sí, ésa es vuestra idea, la idea de todos los obreros franceses: descubrir un tesoro para comérselo solitos en un rincón, sin pensar en nadie. Por más que declamáis contra los ricos, jamás tenéis el valor de dar a los pobres el dinero que os da la fortuna… Jamás seréis dignos de la felicidad; jamás, mientras tengáis algo vuestro y mientras ese odio a los burgueses arranque sola y exclusivamente de la necesidad y del deseo de ser burgués a vuestra vez.

Rasseneur se echó a reír. La idea de que los obreros de Marsella hubiesen renunciado al premio de los cien mil francos le parecía simplemente estúpida. Pero Souvarine palidecía y su semblante descompuesto adquiría una expresión terrible, en una de esas cóleras religiosas que exterminan a los pueblos.

—Todos vosotros seréis arrollados y aplastados. Ha de nacer, no lo dudéis, alguien que sea capaz de acabar con vuestra raza de haraganes y ambiciosos. Mirad; si mis manos pudiesen, si tuvieran fuerza para ello, cogerían la tierra y la estrujarían hasta hacerla añicos, para que quedarais enterrados entre los escombros.

—¡Bien dicho! —repitió la señora de Rasseneur, con su aire cortés y convencido.

Hubo un momento de silencio. Luego Esteban habló de nuevo sobre los obreros recién llegados de Bélgica, e interrogó a Souvárine acerca de las precauciones adoptadas en la Voreux. Pero el maquinista, vuelto a su habitual distracción, apenas contestaba, diciendo que sólo sabía que se habían dado más cartuchos a los soldados que custodiaban la mina; y la inquietud y malestar de sus dedos sobre sus rodillas se agravó, hasta el punto de acabar por tener conciencia de lo que le faltaba, el pelo de la coneja familiar.

—¿En dónde está Polonia? — preguntó.

El tabernero se echó a reír, y miró a su mujer. Después de titubear un momento, contestó:

—¿Polonia? En sitio caliente.

Después de su aventura con Juan, la coneja preñada, lastimada sin duda, no había tenido más que conejillos muertos. Y para no mantener una boca inútil se decidieron a guisarla con arroz aquel mismo día.

—Sí; esta tarde te has comido una pata suya. ¿Eh? ¡Bien te chupaste los dedos!

Souvarine no comprendió al principio. Luego se puso muy pálido, y sintió un nudo en la garganta, en tanto que, a despecho de su voluntad de hombre estoico, dos lágrimas asomaban a sus párpados.

Pero nadie tuvo tiempo de observar aquella emoción, porque la puerta se abrió bruscamente, dando paso a Chaval, llevando a Catalina consigo. Después de haberse emborrachado con cerveza y con fanfarronadas de bravucón en todas las tabernas del pueblo, se le había ocurrido la idea de ir a La Ventajosa, para demostrar a todos que no tenía miedo. Al entrar dijo a su querida:

—¡Maldita sea!… Te digo que vas a beber una copa aquí dentro, y que le rompo el alma al primero que me mire con malos ojos.

Catalina, al ver a Esteban, se quedó turbada y pálida. Cuando Chaval a su vez le echó la vista encima, empezó a burlarse de él.

—Dos vasos de cerveza, señora Rasseneur, porque vamos a celebrar el que mañana se empieza a trabajar otra vez.

Reinaba un completo silencio: ni el tabernero ni ninguno de los otros se había movido de su sitio.

—Sé de alguien que ha dicho que yo era un traidor y un espía —continuó Chaval con arrogancia—, y deseo que se me diga cara a cara, para que aclaremos las cosas.

Nadie le contestó: los hombres volvían la cabeza a otro lado.

—Lo que hay son haraganes y personas que no lo son —continuó levantando la voz—. Yo no tengo nada que ocultar. Me fui del barracón de Deneulin, y desde mañana trabajo en la Voreux con doce belgas que han destinado a mis órdenes, porque se me estima en lo que valgo. Y si hay alguien a quien esto contraríe, que lo diga claramente y hablaremos.

Viendo que el más desdeñoso silencio era la única respuesta a sus provocativas palabras, la emprendió con Catalina.

—¿Quieres beber, maldita sea?… Brinda conmigo por que revienten todos los granujas que no quieren trabajar.

La muchacha brindó; pero tanto le temblaba la mano, que se notó el temblor en el chocar de los dos vasos. Chaval sacó del bolsillo un puñado de monedas de plata, que enseñaba con esa ostentación tan frecuente en los borrachos, diciendo que lo ganaba con el sudor de su frente, y que desafiaba a los haraganes a que enseñasen, si podían, algunos cuartos. La actitud de sus compañeros le exasperaba tanto, que al fin llegó al terreno de los insultos groseros.

—¿De modo que los topos salen a pasear de noche? ¡Mucho deben dormir los gendarmes para no ver a los bandidos que andan por ahí!

Esteban se había levantado con ademán tranquilo y resuelto.

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