Germinal (58 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

Aquella mañana Chaval debía ir a trabajar a la Voreux. Este recuerdo llevó a Catalina a los alrededores de la mina otra vez. Le vería pasar: pero comprendía que era inútil hablarle: entre los dos todo había concluido. Ya no se trabajaba en Juan-Bart, y Chaval le había dicho que la ahogaría si se contrataba para trabajar en la Voreux, porque temía que lo comprometiese. ¿Qué hacer? ¿Irse de allí? ¿Morir de hambre? ¿Ceder a las instancias de cualquier hombre con quien tropezase?

Amaneció al fin, y acababa de distinguir a Chaval, que, prudentemente, daba un rodeo para entrar en la Voreux por detrás de la plataforma, a fin de que no le viesen, cuando advirtió que Braulio y Lidia asomaban la cabeza fuera de su escondite, hecho entre los montones de madera cortada para los trabajos de la mina. Allí habían pasado la noche sin permitirse ir a dormir a su casa, en cumplimiento de las órdenes terminantes que recibieran de Juan; y mientras éste dormía tranquilamente en Réquillart, después de haber cometido un asesinato, los dos chiquillos habían caído uno en brazos del otro para no tener frío. Y como el viento soplaba con furia y el escondite no era sitio abrigado, tenían por fuerza que estrecharse mucho. Lidia no se atrevía a quejarse de los malos tratos de Juan, del mismo modo que Braulio se abstenía de hacerlo en voz alta cuando pensaba en las bofetadas de aquél a quien reconocía como jefe; pero la verdad es que ya rayaba el abuso la conducta de Juan ' quien, además de maltratarlos, se negaba a repartir el fruto de sus rapiñas; sus corazones se sublevaban, y acabaron por darse un beso, a pesar de la prohibición del capitán, y despreciando el castigo misterioso con que a menudo los amenazaba si desobedecían sus órdenes. El castigo no se presentó, y poco a poco siguieron acariciándose cada vez con más deleite, sin pensar en ninguna otra cosa, y poniendo cada uno de ellos en aquellas caricias toda su antigua pasión disimulada y contenida, todo lo que había en ellos de ternura y de martirio. Así habían pasado la noche entera; tan felices en el fondo de aquel agujero que les servía de escondite, que no recordaban haberlo sido tanto jamás ni siquiera el día de Santa Bárbara, la gran fiesta de los mineros, el único día del año quizás que se comía y bebía con abundancia.

De pronto, Catalina se estremeció al oír el toque de una corneta. Se empinó, y vio que el destacamento de la Voreux tomaba las armas. Esteban acudía corriendo, mientras Braulio y Lidia salían de su escondite. Y halló a lo lejos, a la indecisa luz del amanecer, una turba de hombres, mujeres y chiquillos, desaforadamente avanzaba con rapidez por el camino del barrio de los obreros.

V

Acababan de formar barricadas en todas las entradas de la Voreux, y los veinticinco soldados, fusil en ristre, defendían la única puerta que quedaba libre, y que conducía a la entrada de las oficinas y al departamento de las máquinas, por su escalerilla estrecha, donde se abrían las puertas del cuarto de los capataces y de la barraca. El capitán los había formado en dos filas, apoyados contra la pared, para evitar que pudiesen ser atacados por retaguardia.

Al principio, el grupo de huelguistas llegado del barrio de los obreros se mantuvo a cierta distancia. Serían, cuando más, treinta o treinta y cinco.

La mujer de Maheu, que iba delante, despeinada, medio desnuda, con Estrella dormida en los brazos, gritaba con voz febril.

—¡Qué nadie entre ni salga! ¡Es necesario cogerlos a todos ahí, sin que se escape ni uno!

Maheu aprobaba las palabras de su mujer en el momento en que el tío Mouque llegaba de Réquillart. Quisieron impedirle que pasara. Pero él se defendió, diciendo que los caballos tenían que comer, y añadiendo que le era indispensable ir a sacar uno que precisamente había muerto el día antes. Esteban sacó del apuro al mozo de cuadra, a quien los soldados dejaron entrar. Al cabo de un cuarto de hora, el grupo de mineros, ya mucho más numeroso, vio abrir la puerta grande y aparecer unos cuantos hombres que arrastraban un caballo muerto; el cual abandonaron sobre la nieve medio deshelada. La sorpresa de los huelguistas fue tal que no les impidieron volver a entrar y formar de nuevo la barricada que defendía aquella puerta.

Todos habían reconocido al caballo.

—Es Trompeta, ¿no es verdad? —se decían unos a otros—. Es Trompeta.

Y en efecto, era Trompeta, que no había podido acostumbrarse a vivir en aquellos subterráneos, y desde algunos días antes presentaba síntomas de enfermedad grave. Aun cuando Moque lo avisó con tiempo al capataz mayor, nadie hizo caso, pues ¿qué importaba que se muriese un caballo en aquellos momentos, durante los cuales cosas más serias ocupaban la atención? Pero, una vez muerto, había que sacarlo de allí. El antes el mozo de cuadra y otros dos hombres habían pasado un gran rato atando convenientemente a la bestia muerta, y aquella mañana, cuando Mouque llegó, procedieron a la operación de sacarla de la mina.

Allí, ante el cadáver de Trompeta, continuaban los huelguistas, sombríos y amenazadores, aunque sin pasar a la acción.

Mas, de pronto, otro grupo numeroso llegó del barrio; al frente de él iba Levaque, seguido de su mujer y de Bouteloup, gritando con todas sus fuerzas:

—¡Mueran los belgas! ¡Fuera los extranjeros! ¡Mueran, mueran!

Todos se precipitaban de tal modo, que Esteban tuvo que intervenir. Se acercó al capitán, un joven alto, arrogante, de simpática fisonomía, que representaba veintiséis o veintiocho años, y que en aquel momento tenía una expresión triste pero resuelta. El obrero le explicó todos los antecedentes del asunto, y trató de conquistarlo a su causa, siguiendo con atención el efecto que producían sus palabras en el semblante del joven oficial. ¿Para qué provocar una matanza inútil? ¿Acaso no estaban la razón y la justicia de parte de los mineros? Todos eran hermanos, y debían, por lo tanto, entenderse. Al oír la palabra república, el capitán no pudo contener un movimiento nervioso; pero conservó su aspecto militar rígido, y exclamó bruscamente:

—¡Marchaos, si no queréis obligarme a cumplir con mi deber!

Tres veces insistió Esteban en sus explicaciones. Detrás de él, los huelguistas, en ademán amenazador, esperaban, dando ya muestras de impaciencia. Corría el rumor de que el señor Hennebeau se hallaba en la mina, y se hablaba de ahogarlo allí, para que no cometiese más injusticias. El rumor era inexacto; no estaban allí más que Négrel y Dansaert, los cuales se asomaron a la ventana de la oficina; el capataz mayor se ocultaba detrás de su jefe, porque no había olvidado su desagradable aventura con la mujer de Pierron; pero el ingeniero paseaba osadamente sus miradas por el grupo de amotinados, sonriendo con aquél desdén que le era característico, tanto cuando se trataba de hombres, como cuando se trataba de cosas. Los revoltosos empezaron a chillar, el ingeniero y el capataz tuvieron que retirarse de la ventana. Entonces se vio en lugar de ellos la cara de Souvarine. Precisamente estaba de servicio.

—¡Marchaos! —gritó el capitán con voz imperiosa—. Nada tengo que escuchar; he recibido órdenes de que guarde la mina, y las cumpliré a toda costa… No os acerquéis a la tropa, o me veré obligado a rechazamos por la fuerza.

A pesar de la firmeza de su voz, cierta inquietud, que por momentos aumentaba, le hacía palidecer, viendo que el grupo de revoltosos era cada vez mayor y adoptaba una actitud provocativa. Debían relevarle a las doce; pero, temiendo no poder sostenerse hasta aquella hora, acababa de pedir refuerzos a Montsou, por medio de un chiquillo de la mina.

A sus palabras, los amotinados contestaron con gritos furiosos: —¡Mueran los extranjeros! ¡Abajo esos belgas!… ¡Queremos ser los amos de nuestra tierra!

Esteban retrocedió, desesperado. Había llegado el momento de batirse y morir. Dejó de oponerse a la voluntad de sus amigos, y las turbas de huelguistas avanzaron hacia los soldados. Eran los revoltosos unos cuatrocientos, y a cada instante aumentaba este número con los habitantes de otros barrios, que acudían presurosos y en ademán hostil. Todos decían lo mismo; Maheu y Levaque lo repetían sin cesar, dirigiéndose a los soldados:

—¡Marchaos! ¡No va nada de esto contra vosotros!

—Nada de esto os importa —gritaba la mujer de Maheu—; dejad que nosotros arreglemos nuestras cosas.

Y detrás de ella, la mujer de Levaque añadía con más violencia aún:

—¿Tendremos que mataros para pasar? ¿No se os está diciendo que os vayáis?

La voz de Lidia se oía también, insultando a los militares.

A pocos pasos de allí, Catalina miraba y escuchaba, con aire extraviado a la vista de aquellas nuevas violencias, en medio de las cuales la arrojaba su mala suerte. ¿No era acaso bastante lo que sufría? ¿Qué falta había cometido para que la desgracia se ensañase así contra ella? El día antes no comprendía las violencias de la huelga, diciendo que, cuando lleva una en este mundo su parte de golpes y malos tratamientos, no hay para qué buscar más; y aquella mañana su corazón sentía cierta necesidad de odiar: recordaba las palabras de Esteban en las veladas del otoño, y procuraba oír lo que entonces decía a los soldados, llamándolos compañeros, hermanos; recordándoles que también ellos pertenecían al pueblo y que, por lo tanto, debían estar al lado del pueblo contra los eternos explotadores de las desdichas de éste.

En aquel instante, como un remolino entre las turbas, una vieja se abrió paso hasta la primera fila. Era la Quemada, horrible como siempre, con el cuello y los brazos al aire, y los ralos cabellos grises sobre la frente, a causa de la velocidad de su carrera.

—¡Ah! ¡Maldita sea…, ya estoy aquí! —balbuceó casi sin poder hablar—. ¡El canalla de Pierron me había encerrado en la bodega!

Y sin esperar a nadie, se acercó a los soldados, vomitando todo género de insultos e improperios.

—¡Canallas! ¡Hatajo de granujas! ¡Bribones, que laméis las botas de los jefes, y que no sois valientes más que contra el pobre pueblo!

Entonces las demás mujeres se unieron a ella, y los insultos llovieron. Algunos gritaban todavía "¡Vivan los soldados! ¡Muera el oficial!" Pero pronto no se oyó más grito que: "¡Abajo los pantalones rojos!" Los militares, que habían escuchado en silencio, impasibles, los llamamientos a la fraternidad y las amigables tentativas de inteligencia, guardaban la misma actitud ante las injurias soeces que se les dirigían. El capitán, que estaba detrás de ellos, sacó la espada; y como la muchedumbre los acosaba cada vez más, amenazando aplastarles contra la pared, mandó calar bayoneta. Obedecieron enseguida con admirable precisión y una doble fila de buidos aceros se dirigió al pecho de los huelguistas.

—¡Ah, los miserables! —rugió la Quemada, retrocediendo.

Todos volvían a la carga, despreciando la muerte. Las mujeres se precipitaban delante, capitaneadas por la de Maheu y la de Levaque, que no dejaban de chillar.

—¡Matadnos, matadnos! A pesar de todo, hemos de defender nuestro derecho.

Levaque, a riesgo de cortarse las manos, había cogido tres o cuatro bayonetas por la punta, y tiraba de ellas como para arrancarlas de los fusiles, mientras Bouteloup, arrepentido de haber acompañado a su amigo, se retiraba prudentemente a un lado.

—¡Andad, andad, y veréis! —repetía Maheu—. ¡Atreveos a ser valientes!

Y desabrochándose la chaqueta y desgarrando la camisa, les presentaba el pecho desnudo. Se apoyaba contra las puntas, obligando a los soldados a retroceder un poco para no pincharle. Una bayoneta le hizo un rasguño, y al ver la sangre se puso fuera de sí, y se empeñó en clavársela más para acabar de una vez.

—¡Cobardes! ¡No os atrevéis… porque hay detrás de nosotros diez mil hombres! ¡Conque ya podéis matarnos, que no nos acabaremos tan pronto!

La situación del destacamento iba siendo realmente crítica, porque tenían orden terminante de no hacer uso de las armas sino en el último extremo. ¿Y cómo impedir que aquellos exaltados se arrojaran sobre ellos? Por otra parte, iba disminuyendo la distancia a que se hallaba de las turbas, y los soldados estaban ya contra la pared, de suerte que les era imposible retroceder más. Aquel puñado de hombres resistía bien, sin embargo, contra la marea de huelguistas que continuaba subiendo, y ejecutaba con rapidez y precisión las órdenes del capitán. Éste sólo temía enfurecerse ante tanta injuria, y que se enfureciesen sus subordinados, pues, en ese caso, el derramamiento de sangre era inevitable. Había allí un sargento joven, un muchacho alto y nervioso, cuyos párpados se agitaban hacía rato de un modo amenazador. Junto a él, un soldado viejo, encallecido en veinte campañas, se puso densamente pálido al ver que le sujetaban la bayoneta, como si fuese una escoba. Otro, un recluta sin duda, se ponía muy colorado cada vez que le dirigían una frase insultante. Y las violencias no cesaban ni disminuían; los puños amenazadores seguían agitándose contra los soldados; las palabrotas groseras, las injurias de todo género, llovían sin parar. Era necesaria toda la fuerza de la consigna para que los soldados se contuvieran, permaneciendo en aquella actitud, encerrados en ese silencio triste y altanero de la disciplina militar.

Una catástrofe parecía inminente, cuando de pronto se abrió la puerta y apareció el capataz Richomme, con su cabeza blanca, conmovido por una emoción violenta, hablando como si pensara en voz alta.

—¡Por Dios…, que esto acaba por cansar! ¡No es posible permitir tales locuras! E interponiéndose entre las bayonetas y los amotinados:

—¡Compañeros! —exclamó—. ¡Escuchadme!… Ya sabéis que soy un antiguo obrero, y que al ascender no dejé de ser nunca amigo vuestro. Pues bien: os prometo, por mi vida, que si os hacen alguna injusticia, yo seré quien diga cuatro verdades a los jefes. Pero esto es demasiado, y no hay por qué ponerse roncos gritando insultos y desvergüenzas a estos buenos muchachos, obligándoles a que hagan fuego.

Todos lo oían, y todos titubeaban. Por desgracia, arriba en la ventana apareció la cara burlona de Négrel, quien sin duda temía que le acusaran de enviar un capataz a restablecer el orden, en vez de bajar él mismo; y el ingeniero trató de hablar. Pero sus voces se perdieron en un tumulto tan espantoso, que acabó por retirarse de la ventana encogiéndose de hombros. Desde aquel instante todo fue inútil, por más que Richomme les suplicaba en su nombre, y no por cuenta de nadie, sospechaban de él; pero el pobre viejo, terco como él solo, no se quitaba de en medio.

—¡Maldita sea!… ¡Que me rompan la cabeza como a vosotros; pero no me voy de aquí mientras no seáis razonables!

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