Read Germinal Online

Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

Germinal (54 page)

La sangre manaba de la nariz de su yerno cuando se presentó la Quemada, la cual, al saber lo ocurrido, se contentó con decir:

—¡Ese puerco me deshonra!

La calle quedó desierta; ni una sola sombra manchaba la blancura mate de la nieve; y el barrio de los obreros, caído de nuevo en su inmovilidad de muerte, adquirió su aspecto sombrío.

—¿Y el médico? —preguntó Maheu al entrar en su casa.

—No ha venido —contestó su mujer, que no se había separado de la ventana.

—¿Han vuelto los niños?

—No, no han vuelto.

Maheu empezó a pasear de nuevo lentamente de un extremo a otro de la habitación, con su aire de fiera enjaulada. El tío Buenamuerte, que seguía sentado en su silla, no había levantado siquiera la cabeza. Alicia tampoco decía nada, y procuraba no tiritar mucho, por no apenarles más; pero, a pesar de su valor para sufrir, temblaba de tal modo algunas veces, que se oía el rechinar de sus dientes, mientras miraba con los ojos muy abiertos el techo de la habitación.

Era la última crisis; se hallaban próximos a un terrible desenlace. La tela de los colchones había ido detrás de la lana a casa del prestamista; después la ropa blanca, y luego todo lo que se podía vender o empeñar, había desaparecido. Una tarde vendieron por dos sueldos un pañuelo del abuelo. Cada cosa que se iba del hogar arrancaba lágrimas a los infelices, y la madre se lamentaba aún de haberse llevado un día debajo del mantón la caja, regalo antiguo de su marido, como quien lleva una criatura para dejarla abandonada en cualquier parte. Ya estaban desnudos; no tenían nada que vender como no fuese el pellejo, y éste valía tan poco, que nadie lo hubiera querido. Así, que no se tomaban ni siquiera el trabajo de buscar, porque sabían que nada podían encontrar, que todo estaba agotado, que no debía esperar ni una vela ni un pedazo de carbón, ni una patata. Estaban ya resignados a morir, y si lo sentían era solamente por sus hijos, que sin duda no habían merecido un destino tan cruel.

—¡Por fin, ahí está ya! —exclamó la mujer de Maheu.

Un hombre acababa de pasar por delante de la ventana. Se abrió la puerta. Pero no era el doctor Vanderhaghen, sino el cura, el cura del pueblo, el padre Ranvier, cuyos ojos brillaban en la oscuridad como los de un gato. Al entrar en la casa no pareció sorprendido de encontrarla a oscuras, sin lumbre, y a sus habitantes sin comer. Ya había estado en otras de la vecindad haciendo propaganda, conquistando a hombres de buena voluntad para su causa, del mismo modo que Dansaert, por la mañana, trataba de conquistarlos para la causa de la Compañía. El cura empezó a explicarse con voz febril y el acento entusiasta de un sectario.

—¿Por qué no fuisteis a misa el domingo, hijos míos? Hacéis mal, porque solamente la Iglesia puede salvaros… Vamos, prometedme que no faltaréis el domingo que viene.

Maheu, después de mirarle un momento, empezó a pasear de nuevo. Sin decir una palabra; su mujer fue quien contestó:

—¿Y qué hemos de hacer en misa, señor cura? ¡Dios se ríe de nosotros!… Mire, si no, ¿qué le ha hecho esta pobrecita hija mía para estar tan enferma? Como si no tuviésemos bastantes sufrimientos, me la pone a la muerte, cuando no puedo darle ni una taza de tila siquiera.

Entonces el cura pronunció un largo discurso, explotando la huelga, aquella miseria espantosa, aquel rencor exasperado por el hambre, con el ardimiento de un misionero que estuviera convirtiendo salvajes a la religión verdadera. Decía que la Iglesia estaba con los pobres y los humildes, y que haría triunfar a la justicia, llamando la cólera de Dios contra las iniquidades de los ricos. Y el día de este triunfo estaba próximo ya, porque los ricos se habían abrogado facultades que sólo eran de Dios; habían pretendido imponerse a Él, procurando robarle impíamente su poder. Pero si los obreros deseaban el equitativo reparto de los bienes terrenales, debían de entregarse por completo en manos de los curas, del mismo modo que, a la .muerte de Jesucristo, los pequeños y los humildes se habían agrupado en torno de los apóstoles. ¡Qué fuerza tendría el Santo Padre, de qué ejército dispondría el clero cuando mandara en jefe a la muchedumbre de trabajadores! En una semana se libertaría al mundo de los malos, desaparecerían los indignos amos de ahora, vendría la verdadera justicia de Dios, cada cual sería recompensado según sus méritos, y la ley del trabajo regiría la felicidad universal.

La mujer de Maheu, al escucharle, se imaginaba estar oyendo a Esteban durante las veladas de otoño, cuando anunciaba el próximo exterminio de los malos. Pero, sin embargo, como siempre, desconfiaba de las sotanas.

—Todo eso que dice, señor cura, está muy bien —contestó—. Pero sin duda que si ahora viene al bando de los obreros, es porque le sucede algo con los burgueses… Todos los otros curas que hemos tenido aquí comían a menudo en la Dirección y nos asustaban con el diablo en cuanto nos atrevíamos a pedir pan.

El sacerdote empezó a predicar entonces sobre el lamentable desacuerdo que había venido existiendo entre la Iglesia y el pueblo. Con frases veladas fustigó a los curas de las ciudades populosas, a los obispos, a todo el alto clero, que no pensaba más que en los goces terrenales, que se aliaban con la burguesía liberal, sin ver en su terrible ceguera que esa burguesía era la que le había quitado todo su poder en la tierra y su antiguo prestigio. El problema sería resuelto por los curas de las aldeas y del campo que un día habían de levantarse como un solo hombre para restablecer ese prestigio y ese poder apoyándose en los pobres; y parecía que ya estaba a la cabeza de todos los revolucionarios luchando por el Evangelio: tal era su ademán belicoso y el resplandor de sus ojos ardientes.

—Muchas palabras y pocas nueces —murmuró Maheu—; mejor habría sido que empezara usted por traernos pan que comer.

—¡Id a misa el domingo! —exclamó el sacerdote—. ¡Qué Dios proveerá a todos!

Y salió de allí para entrar en casa de Levaque, con objeto de catequizarles también, tan confiado en sus ilusiones, tan desdeñoso de la realidad, que se pasaba la vida visitando de aquel modo casa por casa, sin limosna de ningún género, con las manos vacías entre aquel ejército de hambrientos, y haciendo alarde de ser él también uno de tantos.

Maheu seguía paseando lentamente; en la habitación no se oía más ruido que el de sus pasos. Alicia, cada vez con fiebre más alta, había empezado a delirar en voz baja, y reía, creyéndose al lado de una buena lumbre, —¡Maldita sea mi suerte! —murmuró su madre, acercándose a tocarle la cara—. ¡Ahora está ardiendo!… Ya no espero más a ese bribón… Probablemente los gendarmes le habrán prohibido venir a verla…

Se refería al doctor y a la Compañía. Tuvo, sin embargo, una exclamación de alegría al ver que la puerta se abría. Pero quedó defraudada en su esperanza.

—Buenas noches —dijo a media voz Esteban, entornando cuidadosamente la puerta al entrar.

A menudo les visitaba por la noche. Los Maheu supieron desde luego dónde se escondía; pero guardaban el secreto, y nadie más que ellos en el barrio sabía a ciencia cierta el paradero de] joven. Aquel misterio le rodeaba de cierto prestigio legendario. Todos seguían teniendo fe en él: sin duda reaparecería en el momento más inesperado, con un ejército de obreros y un arca llena de oro. Era, una vez más, la esperanza religiosa de un milagro, de ver el ideal convertido en realidad, de conseguir la repentina conquista de la ciudad de justicia que les había prometido. Unos decían haberle visto en un coche, acompañado de tres caballeros, en el camino de Marchiennes; otros afirmaban que se hallaba en Inglaterra.

Pero, a la larga, iba naciendo la desconfianza; algunos, por broma., le acusaban de estar escondido en una cueva, donde iba la Mouquette de cuando en cuando, para hacerle un rato de compañía; porque aquella intimidad indudablemente le había perjudicado. Todos estos rumores eran consecuencia de cierta desafección que apuntaba ya, a pesar de su popularidad. El número de descontentos y de desesperados aumentaba diariamente.

—¡Maldito tiempo! —dijo el joven, sentándose en una silla—. Y vosotros, nada; siempre de mal en peor, ¿no es eso?… Me han dicho que Négrel ha salido para Bélgica con objeto de contratar gente para las minas… ¡Si esto es verdad, estamos perdidos!

Un estremecimiento extraño le agitaba desde que entró en aquella habitación fría y oscura, donde, sin embargo, había la claridad suficiente Para ver a los desgraciados que estaban en ella. Experimentaba esa repugnancia, ese malestar de] obrero salido de su esfera, afinado por el estudio, trabajado por la ambición. Sentía verdaderas náuseas a la vista de tanta miseria y tantas desventuras. Había ido resuelto a manifestarles su desaliento y a darles el consejo de someterse, toda vez que era imposible soportar más tiempo la terrible situación que atravesaban.

Pero Maheu, en un exceso de violencia, se había detenido delante de él, diciendo con energía:

—¡Contratar gente en Bélgica! ¡Oh! No se atreverán los muy canallas… ¡Que no traigan aquí forasteros, si no quieren que destruyamos por completo las minas!

Esteban, turbado, y casi balbuciente, objetó que sería imposible hacer nada, porque los soldados que ocupaban militarmente las minas protegerían la bajada de los belgas.

Y Maheu cerraba los puños, se enfurecía, cada vez más irritado, sobre todo, según decía, de verse rodeado de bayonetas. ¡Cómo no! ¿Ya no eran los mineros los amos en su pueblo? ¿Habían de tratarlos como a presidiarios, a quienes se lleva a trabajar entre fusiles y bayonetas? Él le tenía cariño a la mina, y lamentaba no haber bajado a ella en dos meses; pero, por lo mismo, perdía la cabeza pensando en que se atreviesen a meter allí gente extraña.

Luego, el recuerdo de que la Compañía le había despedido definitivamente le entristeció.

—No sé por qué me enfado —murmuró—, puesto que ya no soy de la mina… Cuando me echen de esta casa, tendré que morirme en medio de un camino, como un perro abandonado.

—¡Bah! —contestó Esteban—. Si tú quieres, mañana mismo te vuelven a admitir. A los buenos obreros no se les echa nunca.

Calló un momento, admirado de la risa de Alicia, que en su delirio continuaba riendo a más y mejor. No la había visto; y, sin saber por qué, tal alegría en la niña enferma le llenaba de espanto. Ya la situación había llegado a su más terrible momento, cuando los niños enfermaban y se morían. Temblándole la voz, se decidió a decir:

—Vamos, esto no puede durar; estamos perdidos y mejor es rendirse de una vez.

La mujer de Maheu, inmóvil y silenciosa hasta aquel momento, estalló de pronto, y empezó a gritarle y a insultarle, como si ella fuese otro

—¡Qué! ¿Qué dices?… ¿Y eres tú quien aconseja eso, canalla? Esteban quiso dar razones; pero ella no se lo consintió.

—¡No lo repitas, por Dios! ¡No lo repitas, o mujer y todo te estampo los cinco dedos en la cara! ¿Es decir, que nos estamos muriendo desde hace dos meses; que he vendido cuanto tenía en mi casa; que mis hijos han caído enfermos, y ahora, sin hacer nada, vamos a transigir con la injusticia?… Mira, cuando pienso en ello la sangre me ahoga. ¡No, no y no! ¡Antes que rendirme ahora, lo quemaría todo, mataría a todo el mundo!

Maheu empezó de nuevo a pasear; ella, señalándole, añadió con gesto amenazador:

—¡Escucha: si mi marido vuelve al trabajo, yo seré quien le espere a la salida para escupirle y abofetearle, llamándole cobarde!

Esteban no la veía bien; pero sentía su ardiente aliento, y había retrocedido ante aquel frenesí, que era obra suya después de todo. La encontraba tan distinta, que ya no la reconocía; recordando su prudencia de antes, aquel echarle en cara lo violento de su conducta, aquel decirle que no se debe desear la muerte de nadie, y este negarse ahora a oír todo género de razones, y este querer matar a todo el mundo. Ya no era él, sino ella, quien hablaba de política, quien deseaba derribar al gobierno y a los burgueses, quien reclamaba la república y la guillotina para libertar al mundo de los malditos ricos, engordados a costa del pobre trabajador, que se moría de hambre.

—Sí, de buena gana los ahogaría con mis propias manos… Tal vez se acerca la hora de nuestra victoria, como decías tú antes… Cuando pienso que el padre y el abuelo, y el padre del abuelo, y todos los de nuestra casta han sufrido lo que nosotros estamos sufriendo y que nuestros hijos, y nuestros nietos y los hijos de nuestros nietos sufrirán lo mismo, te aseguro que me vuelvo loca. El otro día no hicimos bastante. Debimos no dejar piedra sobre piedra en Montsou. Y te aseguro que estoy arrepentida de haber evitado que el abuelo matase a la hija de los de La Piolaine, porque, después de todo, ellos bien dejan ahora que los míos se mueran de hambre.

Sus palabras parecían hachazos dados en la oscuridad. El horizonte cerrado no había querido abrirse, y el ideal, al hacerse imposible, había trastornado aquel cerebro atormentado por el dolor.

—Me habéis comprendido mal —dijo Esteban al fin, batiéndose en retirada—. Lo que decía es que se podría llegar a un acuerdo con la Compañía; sé que las minas están sufriendo mucho, y creo que no sería difícil llegar a un acuerdo.

—¡No; nada de arreglos! —gritó la mujer de Maheu.

Precisamente en aquel momento entraban Enrique y Leonor con las manos vacías. Un caballero les había dado dos sueldos, pero, como siempre estaban peleándose, al pegarle la niña un puntapié a su hermano la moneda se cayó entre la nieve; y, a pesar de haberla buscado Juan con el mayor cuidado, no había aparecido.

—¿Dónde está Juan?

—Mamá, se ha ido; dijo que tenía mucho que hacer.

Esteban escuchaba entristecido. En otro tiempo les amenazaba con la muerte si se atrevían a pedir limosna, y ahora ella misma los mandaba a implorar la caridad, y hablaba de hacer lo mismo, y hasta de que lo hicieran los diez mil mineros de Montsou, a ver si creaban un nuevo conflicto.

La angustia fue entonces todavía mayor en aquella miserable habitación oscura… Los chiquillos, que tenían apetito, entraban pidiendo de comer. ¿Por qué no se comía? Y lloraban arrastrándose por el suelo, y acabaron por dar un pisotón a su hermana Alicia, que lanzó un gemido. La madre, fuera de sí, los abofeteó en la oscuridad. Luego, viendo que lloraban más fuerte pidiendo pan, rompió también a llorar, y arrodillándose en el suelo, los estrechó a los dos y a la enferma en un abrazo febril.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué no nos lleváis de aquí? —clamaba, desesperada—. ¡Dios mío, llevadnos, siquiera por compasión!

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