Read Germinal Online

Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

Germinal (56 page)

—Mira, me estás fastidiando… Sí, eres un traidor, un espía; tu dinero huele a traición y me disgusta tocar el pellejo de un canalla como tú. ¡Pero eso no importa! Puesto que ha de ser, sea. Porque hace ya mucho tiempo que uno de los dos está de más en el mundo.

Chaval apretaba los puños.

—¡Vaya, ya veo que se necesita mucho para calentarte, granuja!… —dijo—. Pero acepto el desafío contigo solo, y me vas a pagar ahora las malas pasadas que me has hecho.

Catalina, con ademán suplicante, se interponía entre los dos; mas no tuvieron necesidad de separarla, pues ella misma, comprendiendo la necesidad de la batalla, retrocedió espontánea y lentamente. En pie, contra la pared, inmóvil y silenciosa, estaba tan paralizada por la angustia, que ni siquiera temblaba, mirando con ojos espantados a aquellos dos hombres que iban a matarse por ella.

La señora Rasseneur no hizo más que quitar de en medio los vasos que había encima del mostrador, para que no los rompieran. Luego se volvió a sentar en su banqueta, sin demostrar curiosidad de ningún género. No era posible, sin embargo, permitir que se mataran dos antiguos compañeros; por eso Rasseneur se empeñaba en intervenir, hasta que Souvarine, cogiéndole por un brazo y llevándole hasta la mesa, le dijo:

—Eso no te importa… ¿Hay uno de más? Pues que viva el que sea más fuerte.

Chaval, sin esperar el ataque, se lanzaba hacia su enemigo con los puños cerrados. Era el más alto, y como dominaba a su contrario, dirigía todos los golpes de sus puños a la cara de su adversario y seguía hablando, o, mejor dicho, insultándole, para exasperarle más.

—¡Ah, canalla! Te voy a romper las narices para ponérmelas en cierta parte… Anda, anda, a ver si te dejo tan feo, ¡so granuja!, que no vayan las mujeres detrás de ti como hacen ahora.

Esteban, sin decir palabra, con los dientes apretados, desplegaba toda su habilidad de boxeador, cubriéndose la cara y el pecho con ambos brazos, y dando de cuando en cuando un golpe contundente y correcto.

Al principio no se hicieron gran daño. Los molinetes rápidos de uno y las serenas paradas del otro prolongaban la lucha. Cayó una silla al suelo; los pies de ambos aplastaban Curiosamente los granos de la arena que había en el suelo. Pero al cabo de un rato empezaron a fatigarse; la respiración de uno y otro comenzaba a ser difícil, mientras sus caras se inflamaban, como si cada cual tuviera dentro una hoguera cuyas llamaradas se escapaban por sus ojos.

—¡Toma! —gritó Chaval—. ¡Vas bien despachado por esta vez!

Y, en efecto, su puño, lanzado con la fuerza de una maza, acababa de quebrantar un hombro a su adversario. Éste contuvo un rugido de dolor, y desde aquel momento no se oyó más ruido que el de ambos al estirarse y contraerse con furia. Esteban contestó con un puñetazo terrible dirigido al pecho, que hubiera destrozado al otro, a no ser por sus saltos y piruetas. Sin embargo, el golpe le alcanzó en el costado izquierdo, y tan rudo fue, que lo dejó sin respiración. Chaval, furioso y exaltado por el dolor, se abalanzó a él como una fiera, e intentó darle una patada en el vientre.

—¡Toma! ¡A las tripas! ¡A ver si te las saco, canalla!

Esteban evitó el golpe; pero tan indignado se sintió ante tal infracción de las reglas de una lucha leal, que salió de su mutismo.

—¡Canalla, bruto! ¡No riñas con los pies, o cojo una silla y te la estampo en la cabeza!

Entonces la batalla fue más seria todavía. Rasseneur, indignado, hubiese intervenido nuevamente a no impedírselo una severa mirada de su mujer. ¿Acaso no tenían dos parroquianos el derecho de dirimir una contienda en su casa? El tabernero no hizo más que colocarse delante de la chimenea, porque estaba viendo que se iban a caer en la lumbre. Souvarine, con su aire tranquilo, lió un cigarrillo, y se preparó a encenderlo. Apoyada contra la pared, Catalina permanecía inmóvil: solamente sus manos, inconscientes, acababan de subirse a su cintura, y allí, nerviosas, febriles, arrugaban la tela del vestido, buscando con las uñas la carne para desgarrársela. Todos sus esfuerzos se encaminaban a no gritar, a no matar a uno mostrando su preferencia, si bien tan asustada y tan aturdida estaba, que ya no sabía a cuál preferir.

Pronto se vio a Chaval muy cansado, chorreando sudor y dando puñetazos al aire. A pesar de su furia, Esteban continuaba cubriéndose con gran habilidad, y paraba casi todos los golpes, algunos de los cuales, sin embargo, lo alcanzaron. Tenía una oreja arañada, una uña se le llevó un pedazo de pellejo del cuello, y tal efecto le produjo, que a su vez gritó una blasfemia, soltando uno de aquellos golpes terribles que él sabía. Otra vez Chaval libró el pecho por medio de uno de los saltos que le caracterizaban en la lucha; pero había bajado la cabeza y recibió en la cara el puñetazo, que le destrozó la nariz, y estuvo a punto de sacarle un ojo. De repente empezó a echar sangre, y el ojo se inflamó, y se puso azulado. Aturdido por lo terrible de la contusión, loco a la vista de la sangre, exasperado por el dolor, agitaba los brazos en el aire, cuando un segundo puñetazo, que le alcanzó en el pecho, lo dejó fuera de combate. Vaciló un momento, y cayó desplomado al suelo, como un saco de arena tirado de lo alto.

Esteban se detuvo.

—Levántate, si quieres más, y empezaremos de nuevo.

Chaval, sin contestar, después de un instante de aturdimiento, se revolcó por el suelo y trató de levantarse. Con mucho trabajo consiguió hincarse de rodillas y llevándose una mano al bolsillo del pecho, empezó a buscar algo que no se veía. Luego, al ponerse en pie, cayó sobre su adversario con un rugido de rabia salvaje.

Pero Catalina lo había visto todo; a su pesar, salió de su corazón un grito de sorpresa angustiosa, que la admiró, porque fue como la revelación inesperada de una preferencia que ella misma ignoraba.

—¡Cuidado! —dijo—. ¡Que tiene un cuchillo!

Esteban había tenido tiempo solamente para parar el primer golpe con el brazo izquierdo. La bien templada hoja le cortó la manga de la chaqueta. Pero pudo coger a Chaval por una muñeca, entablándose una lucha espantosa, porque el uno comprendía que era hombre muerto si soltaba, y el otro ciego de cólera, quería clavarle el cuchillo en el corazón. Dos veces Esteban sintió el acero rozarle la carne, hasta que, haciendo un esfuerzo sobrehumano, apretó la muñeca de su adversario con tal fuerza, que éste dejó escapar el arma. Ambos se lanzaron al suelo; pero él fue quien lo cogió y lo blandió a su vez. Tenía a Chaval tendido en el suelo, sujeto con una rodilla y amenazándole con el cuchillo.

—¡Ah! ¡Maldito traidor! ¡Ahora las vas a pagar todas juntas, canalla!

Y estaba tan aturdido, tan furioso, tan frenético, que se halló a punto de asesinarle. Por fortuna no estaba embriagado, y aún cuando jamás se había visto acometido por crisis tan violenta, luchó, supo vencerse, y, tirando el cuchillo al suelo, dio con voz ronca:

—¡Levántate de ahí, y vete!

Rasseneur había intervenido, aunque sin atreverse a separarlos, temiendo recibir una puñalada. No quería que en su casa se cometiese un asesinato, y de tal modo se enfadaba, que su mujer sin moverse de detrás del mostrador, tuvo que recordarle que no debía chillar tanto. Souvarine, a cuyos pies fue a parar el cuchillo, se decidió al fin a encender el cigarrillo. Ya había concluido el combate.

Catalina seguía mirando con expresión estúpida a aquellos dos hombres, ninguno de los cuales estaba muerto.

—¡Vete! —repitió Esteban—. ¡Vete o acabo contigo!

Chaval se levantó, enjugó con el revés de la mano la sangre que le manaba de la nariz, y con la cara enrojecida y el ojo hinchado se marchó de allí, arrastrando los pies, y mordiéndose los labios de rabia al pensar en su derrota. Maquinalmente, Catalina le siguió. Entonces él se volvió, desatándose en improperios contra su querida.

—¡Ah! No, no y no. ¡Puesto que a quien quieres es a ése, duerme con él, grandísima bribona! ¡No vuelvas a poner los pies en mi casa, si tienes en algo tu pellejo!

Y dando un portazo brutal, salió de la taberna.

Tan profundo era el silencio entonces, que se oía el chisporrotear del carbón de la chimenea. En el suelo no quedaba más que la silla que habían derribado, y unas gotas de sangre que iba chupando la arena que cubría el pavimento.

IV

Al salir del establecimiento de Rasseneur, Esteban y Catalina caminaron en silencio. Empezaba el deshielo, un deshielo frío y lento, que ensuciaba la nieve sin derretirla, convirtiéndola en barro. En el cielo lívido se adivinaba la luna llena, medio oculta tras grandes nubarrones negros, que un viento de tempestad hacía correr con rapidez vertiginosa; y abajo, en la tierra, no se oía ruido ninguno más que el del agua que caía por las canales de las casas.

Esteban, sin saber qué hacer con aquella mujer que le daban de un modo tan extraño, no encontraba palabras que decirle para ocultar su malestar. La idea de quedarse con ella y llevársela a Réquillart, le parecía sencillamente absurda. En el primer momento le habló de llevarla a casa de sus padres; pero ella se negó rotundamente, sin cuidarse de disimular su espanto. ¡No, no; todo antes que volver a ser una carga para ellos, después de haberlos abandonado tan villanamente! Y uno y otro guardaron silencio, caminando sin rumbo fijo por aquellos caminos que el deshielo convertía en verdaderos arroyos de fango. Primero se dirigieron hacia la Voreux; luego tomaron por la derecha, y pasaron entre la plataforma de la mina y el canal.

—Pero es preciso que duermas en alguna parte —dijo Esteban al cabo de un rato—. Yo te llevaría a mi habitación, pero…

Y un acceso de singular timidez le hizo interrumpirse. Uno y otra recordaron su pasado, sus vehementes deseos de otras veces, y las delicadezas y las vergüenzas que les habían privado de gozarse. ¿Le gustaría tanto, que sentiría renacer su afán de poseerla al verse a solas con ella? El recuerdo de las bofetadas que le diera en Gastón-María más le excitaba el deseo que le azuzaba el rencor, y sin saber cómo, acabó por considerar la idea de llevársela a Réquillart como lo más lógico y natural del mundo.

—Vamos, decídete —dijo—. ¿Adónde quieres que te lleve? ¿Tanto me odias, que no quieres venir conmigo? Catalina, que andaba lentamente, resbalando por el barro, murmuró sin levantar la cabeza.

—¡Por Dios, hombre; no me hagas sufrir más, que bastantes penas tengo! ¿A qué vendría hacer hoy lo que me pides cuando yo tengo otro amante y tú una querida?

Se refería a la Mouquette. Catalina creía, en efecto como se aseguraba por el pueblo, que estaba viviendo con una mujer; y cuando Esteban juró y perjuró que no, la joven movió la cabeza con aire de duda, y recordó la noche en que los viera dándose besos en el camino de Réquillart.

—¡Qué lástima todas esas tonterías! —replicó Esteban en voz baja y deteniéndose—. ¡Nos hubiéramos entendido nosotros tan bien!

La joven se estremeció al contestar:

—¡Bah! No lo sientas, porque no pierdes gran cosa. ¡Si vieras qué poco envidiable soy! Delgaducha como una bacalada, y tan estropeada, que no llegaré nunca a ser mujer.

Y continuó hablando con toda libertad, acusándose, como si se tratara de una falta, del retraso extraordinario que había en el desarrollo de su pubertad. A pesar de haber pertenecido ya a un hombre, aquel retraso le relegaba a la condición de chiquilla. Porque, al fin y al cabo, estas faltas tienen todavía excusa en quien posee condiciones para concebir hijos.

—¡Pobrecita mía! —dijo Esteban en voz muy baja, preso de una compasión que ahogaba todos los deseos sensuales que tuviera un momento antes.

Habían llegado al pie de la plataforma, y estaban resguardados por la sombra de un gran montón de piedras. Precisamente el manchón producido en el cielo por una nube ocultaba la luna, y no permitía que se vieran las caras; sus alientos se mezclaban, sus labios se buscaban para besarse; resto de los deseos contenidos durante tantos meses. Pero de pronto reapareció la luna: vieron allá a lo lejos, encima de sus cabezas, la silueta del centinela de la Voreux, y sin haberse dado ni siquiera un beso, se apoderó nuevamente de ellos el pudor, y se separaron. Entonces continuaron su camino lentamente, hundiendo los pies en el fango producido por el deshielo.

—¿De modo que decididamente no quieres? —preguntó Esteban.

—No —dijo ella—. ¡Tú, después de Chaval, y después de ti, otro!… No, eso me repugna: no me causa placer de ningún género. ¿Por qué lo había de hacer pues?

Callaron los dos, y anduvieron otro centenar de pasos sin cruzar ni una sola palabra.

—Pero, ¿sabes siquiera a dónde ir? —replicó él—. No puedo dejarte en medio de la calle, de noche y con el tiempo que hace.

Ella respondió simplemente:

—Me voy a casa. Después de todo, Chaval es mi hombre, y no tengo donde dormir, como no sea en su cama.

—¿Pero no ves que te maltratará?

Volvió a reinar entre ellos el más profundo silencio. Ella se había encogido de hombros, con ademán resignado. Le pegaría, y cuando se cansase de pegarle, la dejaría en paz; ¿no era aquello mejor que corretear los caminos como una mujer perdida?

Además, iba acostumbrándose a los golpes, y pensaba, para consolarse, que de cada diez muchachas, ocho no tenían mejor suerte que ella. Si su amante se casaba algún día con ella eso iría ganando y tendría que agradecerle.

Esteban y Catalina se dirigían maquinalmente a Montsou, y a medida que se aproximaban al pueblo, iban estando menos locuaces. Cuando Atuvieron a poca distancia de la plaza del pueblo, Catalina se detuvo, diciendo:

—No vengas más lejos. Si te vieran, tendríamos otra vez alguna escena como la de antes.

Las once daban en el reloj de la iglesia; el café donde vivía Chaval estaba cerrado; pero se veía luz por debajo de la puerta.

—¡Adiós! —murmuró la joven.

Ella le había dado la mano, que él conservaba entre las suyas, hasta el punto que hubo de hacer un gran esfuerzo para que la soltara. Sin volver la cabeza ni una sola vez, llegó a la puerta de la casa y la abrió valiéndose de un llavín. Pero Esteban no se alejaba de allí, e inmóvil en el mismo sitio, con la mirada fija en la casa, esperaba, ansioso, a saber lo que allí dentro sucedería. Prestaba atento oído, temiendo a cada instante oír gritos y sollozos de mujer. La casa continuaba silenciosa; Esteban vio luz en una ventana del piso principal; y al ver que la ventana se abría, y que a ella se asomaba Catalina, se acercó.

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