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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

Germinal (53 page)

Al amanecer, cuando ya iba a su escondite, tropezó con el centinela de la plataforma. Aquella vez, por fuerza le vería. El obrero seguía andando, y haciendo reflexiones acerca de los soldados, de esos hijos del pueblo, a quienes armaban contra el pueblo. ¡Qué fácil sería el triunfo de la revolución si el ejército se pusiera de parte de ella! Bastaba que los obreros y los campesinos que estaban en los cuarteles se acordaran de su origen. Aquél era el peligro supremo, el espanto terrible que hacía temblar a los burgueses, cuando pensaban en la posibilidad de que el ejército se volviera contra ellos. Dos horas bastarían para resolver el gran problema social. Ya se hablaba de regimientos enteros contaminados de socialismo. ¿Sería verdad? ¿Triunfaría al fin la justicia, gracias a los cartuchos repartidos por la burguesía? Y pasando de esta a otra esperanza, el joven se entregaba a la ilusión de que el regimiento que ocupaba las minas se pasaría al bando de los huelguistas, emprendiéndola a tiros contra la Compañía y fraternizando con los obreros.

Sin darse cuenta de ello, embebido en sus reflexiones, iba subiendo hacia la plataforma. ¿Por qué no había de hablar con aquel soldado? Quizás pudiera conquistarle para sus ideas. Con aire distraído e indiferente continuó su camino, acercándose al centinela. Éste permaneció inmóvil.

—¡Hola, amigo! ¡Qué tiempo más infernal! —acabó por decir Esteban—. Creo que vamos a tener más nieve.

Era el soldado un muchacho de pequeña estatura, muy rubio, y de fisonomía delicada. Llevaba el uniforme con toda la torpeza de un quinto.

—Creo que sí —murmuró por toda respuesta el militar.

Y con sus ojos azules miraba al cielo blanquecino, del que, en efecto, se escapaba una humedad que calaba los huesos.

—¡Qué estupidez poneros ahí para que os quedéis helados! —continuó Esteban—. Cualquiera diría que estábamos amenazados por los cosacos… ¡Y con el viento que sopla aquí!

El soldado tiritaba sin quejarse. Allí cerca había una especie de caseta donde se abrigaba el viejo Buenamuerte en las noches de mucho frío: pero la consigna mandaba no separarse de allí ni perder de vista la llanura, y el centinela permanecía en su sitio, con las manos tan tiesas de frío, que casi no sentía el fusil que sujetaba. El centinela pertenecía al destacamento de veinticinco hombres que ocupaba la Voreux, y como aquel servicio cruel se repetía cada tres días, el infeliz había estado a punto de morirse de frío. Pero el oficio lo exigía, la obediencia pasiva no le dejaba siquiera pensar en aquellas cosas, y el militar respondía a la pregunta de Esteban con ese tartamudeo que emplean los chiquillos cuando están casi dormidos.

En vano pasó Esteban un cuarto de hora procurando hacerle hablar de política. Contestaba sí o no, como quien no comprende lo que le dicen; algunos compañeros suyos aseguraban que el capitán era republicano; pero él no tenía ideas políticas; todo le era lo mismo. Si le mandaban que hiciese fuego, lo haría, porque no tenía más remedio. El obrero le escuchaba con ese odio tradicional del pueblo hacia el ejército, hacia esos hermanos suyos a quienes hacen variar en un instante, con sólo ponerles un pantalón rojo y un capote azul.

—¿Y cómo se llama usted?

—Julio.

—¿De dónde es usted?

—De Plogof, muy lejos.

Era de un pueblo de la Bretaña y no sabía más. Su carita blanca y sonrosada adquirió una expresión dulcísima al recordar su pueblo.

—Tengo allí a mi madre y a mi hermana. Seguro que me están esperando. ¡Ah! Pero aún he de tardar en ir… Cuando salí de allí, me acompañaron hasta el puente del Abate. Montamos a caballo en Lepalmée; por cierto que estuvimos a punto de estrellarnos al bajar la cuesta de Audierne. Allí me esperaba mi primo Carlos con una buena merienda; pero no pudimos comer, porque las mujeres no dejaban de llorar… ¡Ah, Dios mío, Dios mío, que lejos estamos de mi pueblo!

Y sin que dejara de sonreír, sus ojos se arrasaban en lágrimas. —Oiga —dijo de pronto, dirigiéndose a Esteban— ¿cree usted que si me porto bien me darán un mes de licencia dentro de un par de años?

Entonces Esteban habló de la Provenza de donde había salido siendo muy pequeño. Empezaba a amanecer, y del cielo caían ya grandes copos de nieve. Esteban distinguió a lo lejos a Juan, que, asustado sin duda de verle hablando con el centinela, le hacía señas para que bajase enseguida. ¿A qué venía, después de todo, tratar de fraternizar con la tropa? Faltaba aún muchos años para eso, y Esteban lo lamentaba, como si hubiese estado seguro del éxito de su tentativa. Pero de pronto comprendió las señas de Juan: era que iban a relevar al centinela, y se marchó de allí, yendo a enterrarse en Réquillart, convencido una vez más de que era cierta su derrota y el fracaso de sus planes, mientras el chiquillo decía que aquel soldado bribón había llamado a la guardia para que hiciera fuego contra ellos.

Arriba, en la plataforma, Julio permaneció inmóvil, con la mirada fija en la nieve que caía. Acercóse el cabo con el relevo; se cambiaron los saludos reglamentados:

—¿Quién vive?… ¡El santo y seña!

Y se oyeron las pisadas de los soldados, que resonaban como en país conquistado. A pesar de que había amanecido, en los barrios de los obreros todo permanecía en silencio; los carboneros continuaban aferrados a sus propósitos de huelga.

II

Había nevado dos días enteros, y una helada intensa endurecía el inmenso manto blanco que cubría la llanura; aquella comarca, siempre negra, con caminos que parecían rayas de tinta, con paredes y con árboles empolvados por el carbón, estaba entonces blanca, completamente blanca. El barrio de los Doscientos Cuarenta yacía triste y silencioso bajo la espesa capa de nieve. Por ninguna chimenea salía humo. Las casas, la lumbre estaba tan fría como las piedras de los caminos; la nieve no se derretía. Más que pueblo habitado semejaba el barrio de un pueblo muerto y envuelto en un sudario. Por las calles no se veían más que las huellas fangosas de los soldados que hacían el servicio de patrulla.

En casa de los Maheu la última palada de cisco de carbón había sido quemada el día antes; no había que pensar en ir a recoger carbón desperdiciado en los alrededores de la mina con aquel tiempo en que ni siquiera los pajarillos podían encontrar de comer.

Alicia estaba muriéndose por haberse empeñado en ello, escarbando entre la nieve. La mujer de Maheu había tenido que liarla en un pedazo de colcha mientras llegaba el doctor Vanderhagen, a casa del cual había ido dos veces sin poderlo encontrar; su criada le prometió que el señorito iría aquella misma noche al barrio, y la desconsolada madre estaba esperándole de pie detrás de la vidriera de la ventana, mientras la niña, que se había empeñado en bajar, tiritaba sentada en una silla, haciéndose la ilusión de que tenía menos frío allí, junto a la estufa apagada. El tío Buenamuerte, sentado frente a ella con las piernas encogidas, parecía dormir. Ni Leonor ni Enrique habían vuelto a casa; andaban por aquellos caminos de Dios, dirigidos por Juan, pidiendo limosna.

Maheu se paseaba de un extremo a otro de la habitación, tropezando con las paredes, con el aire estúpido de una fiera encerrada que no ve los barrotes de su jaula.

También se había acabado el petróleo; pero el reflejo de la nieve que había en la calle era tan grande, que la habitación, a pesar de la oscuridad de la noche, estaba casi clara.

Se oyeron unos pasos; se abrió la puerta, y apareció la mujer de Levaque que llegaba hecha una furia, y que se encaró con su vecina diciendo:

—¡Con que has sido tú quien ha dicho que yo exijo un franco a mi huésped cada vez que duerme conmigo! La otra se encogió de hombros.

—¡No me fastidies! ¡Yo no he dicho nada!… ¿De dónde sacas eso?

—Me han dicho que tú lo dijiste, y no te importa saber de dónde lo saco… Y hasta sé que dices que nos oyes hacer porquerías a través del tabique; que mi casa está muy sucia, porque no hago más que estar en la cama… ¿Niegas que lo hayas dicho, eh?

Diariamente había disputas a consecuencia de los chismorreas de las vecinas. Las riñas y las reconciliaciones eran ya cosa cotidiana, sobre todo entre las familias que vivían contiguas; pero nunca habían tenido la acritud y el encono de ahora.

Desde el principio de la huelga, el hambre exasperaba los rencores: todos sentían necesidad de reñir, y una disputa insignificante entre dos comadres se convertía a lo mejor en un duelo a muerte entre dos hombres.

Precisamente en aquel momento llegó Levaque, llevando consigo a Bouteloup.

—Aquí está este amigo, a ver si dice que ha dado un franco a mi mujer cada vez que ha dormido con ella. El huésped, siempre con su aire tranquilo y bonachón, protestaba tartamudeando excusas.

—¡Oh! ¡Eso jamás! ¡Jamás! —decía—. ¿Quién es capaz de suponer tal cosa? Levaque entonces adoptó una actitud amenazadora y poniendo a Maheu el puño en las narices:

—Mira —exclamó—, no me gustan estas cosas… Cuando se tiene una mujer capaz de calumniar así, se le rompe el alma… ¿O es que tú crees también lo que ha dicho?

—¡Maldita sea!… —exclamó Maheu, furioso de tener que salir de su anonadamiento—. ¿Ya estamos otra vez con estas majaderías? ¿No tenemos bastantes miserias aún? Déjame en paz, si no quieres que vengamos a las manos… Además, ¿quién ha dicho que mi mujer dice tal cosa?

—¿Quién lo ha dicho?… Pues la mujer de Pierron.

La de Maheu soltó una carcajada burlona, y dirigiéndose a su vecina: —¡Ah! ¿Conque ha sido la de Pierron? —exclamó—. A mí, en cambio me ha dicho que tú dormías con tus dos hombres, uno a cada lado.

Ya no fue posible entenderse. Todos se enfurecieron: los Levaque decían a los Maheu, para vengarse, que la mujer de Pierron hablaba muy mal de ellos también, asegurando que vendían a Catalina, y que estaban todos ellos podridos, incluso los niños, a consecuencia de una enfermedad adquirida por Esteban con una mujer del Volcán.

—¿Quién ha dicho eso? ¿Quién ha dicho eso? —rugió Maheu—. Bueno; allá voy, y como lo haya dicho, la ahogo.

Se había precipitado fuera de la sala; los Levaque le siguieron para atestiguar, mientras Bouteloup, que tenía horror a las disputas, se escurría tranquilamente para meterse en su casa. También la mujer de Maheu, en su furia, se disponía a salir, cuando un quejido de Alicia la detuvo. Arropó con el pedazo de colcha el calenturiento cuerpecillo de la enferma, y volvió junto a la ventana, esperando al médico, que no llegaba nunca.

A la puerta de la casa de Pierron, Maheu y los Levaque acababan de encontrar a Lidia jugando con la nieve. La casa estaba cerrada; un rayito de luz pasaba por entre las junturas de la ventana; la niña contestó al principio torpemente a las preguntas que le dirigían; no, su papá no estaba en casa; había ido al lavadero para ayudar a la Quemada a traer el lío de ropa limpia. Luego se turbó, y no quiso decir lo que estaba haciendo su mamá. Por fin lo confesó todo, riendo estúpidamente: su mamá la había echado a la calle, porque estaba allí el señor Dansaert, y los estorbaba para hablar. Éste había recorrido desde temprano el barrio de los obreros, yendo de puerta en puerta, acompañado de dos gendarmes, tratando de convencer a los mineros, imponiéndose a los débiles, anunciando en todas partes que si el lunes no bajaban a la Voreux la Compañía estaba decidida a contratar trabajadores en Bélgica. Y al anochecer, despidió a los gendarmes que le acompañaban, al encontrarse a la mujer de Pierron, que estaba sola; luego había entrado en casa de ésta a beber una copita de ginebra, al amor de una buena lumbre.

—¡Chitón! ¡Callaos, que vamos a verlos! —murmuró Levaque con malicioso tono—. Luego le pediremos explicaciones… ¡Vete de aquí, chiquilla!

Lidia retrocedió unos cuantos pasos, mientras Levaque aplicaba un ojo a la rendija de la ventana. Contuvo una exclamación, y lo que veía pareció interesarle extraordinariamente; en cambio su mujer, que miró después de él, declaró enseguida que aquello le daba asco. Maheu, por su parte, que la había empujado, porque quería ver también, declaró que era un espectáculo que valía dinero. Y cada uno de los presentes fue aplicando por turno un ojo a la indiscreta rendija. La sala, reluciente de puro limpia, estaba animada por una buena lumbre; sobre la mesa había pasteles, una botella y dos copas: un verdadero festín de boda. Todo aquello enfureció a los dos hombres, que algunos meses antes se hubiesen divertido en grande con el espectáculo que presenciaban. Bueno que se entregase a quien le diera la gana; pero era una infamia hacerlo al amor de una buena lumbre, y reponiendo fuerzas con vinos y pastelillos, cuando los compañeros se morían de hambre y de frío.

—¡Ahí está papá! —gritó Lidia echando a correr.

Pierron regresaba, en efecto, tranquilamente de] lavadero con el saco de ropa a cuestas. Enseguida Maheu le interpeló:

—Oye; me han dicho que tu mujer dice que hemos vendido a Catalina, y estamos todos podridos… Y a ti, ¿quién te paga a tu mujer? ¿Ese caballero que se está entreteniendo con ella ahí dentro?

Pierron, aturdido, no comprendía, cuando su mujer, llena de miedo, al oír el ruido de las voces perdió la cabeza hasta el punto de entreabrir la puerta para enterarse de lo que pasaba. Estaba roja como una amapola con el corpiño desabrochado, y la falda todavía remangada, en tanto que Dansaert, en un rincón de la habitación, arreglaba el desorden de su traje. El capataz mayor huyó, temblando de que llegase hasta el director la noticia de aquella aventura, después de las recomendaciones de prudencia que le había dirigido. Entonces se produjo un escándalo mayúsculo de voces, gritos y risas.

—Tú, que dices siempre que las demás somos sucias —decía la mujer de Levaque—, no es extraño que estés limpia, si se encargan de ti los jefes. —¡Ah! ¡Quién habla! —replicaba Levaque—. ¡Ahí tenéis a esa puerca que dice que mi mujer se acuesta conmigo y con el huésped!… Si; tú lo has dicho.

Pero la mujer de Pierron, tranquila ya, se las tenía tiesas con todos, y los despreciaba, segura de ser la más guapa y la más rica del pueblo.

—¡He dicho lo que me ha dado la gana! ¡Id al diablo!… ¡Eh!… ¿Os importan mis asuntos? ¡Envidiosos, que no nos podéis ver porque sabemos ahorrar dinero! Decid, decid lo que queráis; ya sabe mi marido por qué estaba aquí el señor Dansaert.

Y en efecto, Pierron, muy enfadado, defendía a su mujer. La disputa empezó de nuevo; le llamaron traidor, espía, perro de presa de la Compañía; le acusaron de encerrarse en su casa para comer como un príncipe con el dinero que le daban los jefes por sus traiciones. Él replicaba pretendiendo que Maheu le había amenazado echando por debajo de la puerta de su casa un papel que tenía pintados una calavera, dos huesos en cruz y un puñal debajo. Y la cuestión acabó con una riña formal entre los hombres, como sucedía desde que comenzara la huelga, cada vez que las mujeres se decían unas cuantas desvergüenzas. Maheu y Levaque cayeron sobre Pierron a puñetazo limpio, y fue necesario separarlos.

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