Germinal (25 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

—¿Cuánto tenéis en caja?

—Tres mil francos apenas —respondió Esteban—. Y ya sabéis que la Dirección me llamó anteayer. ¡Oh! Son muy corteses; me repitieron que no prohibían a los obreros que creasen un fondo de reserva. Pero he comprendido que querían intervenir en esto… De todos modos, tendremos que reñir una batalla por ese lado.

El tabernero se había puesto a pasear silbando con aire despreciativo. —¡Tres mil francos! ¿Qué demonios queréis hacer con eso? No habría ni siquiera para comer pan seis días, y lo que es confiar en los extranjeros, en los mineros ingleses, sería una tontería; tanto valdría morirse de hambre a morir desde luego. ¡No! La huelga era una estupidez.

En aquel momento se cruzaron por primera vez palabras agrias entre aquellos tres hombres, que ordinariamente acababan por ponerse de acuerdo en su odio al capital.

—Vamos a ver: ¿y tú, qué dices? —replicó Esteban, dirigiéndose de nuevo a Souvarine. Éste, sin dejar su cigarrillo, respondió con aquella frase de desdén que le era habitual:

—¡Las huelgas! ¡Tonterías!

Luego, en medio del silencio embarazoso que se había producido, adió con suavidad:

—En fin, no digo que no debáis hacerlo, si la cosa os divierte: eso arruina a los unos, mata a los otros, y algo es algo… Solamente que, siguiendo ese sistema, harían falta muchos miles de años para acabar con la humanidad. Empezad por hacer saltar ese presidio donde os morís de hambre.

Y con el brazo extendido señalaba a la Voreux, cuyos edificios se veían por la puerta que había quedado entreabierta. Pero le interrumpió un drama imprevisto. Polonia, la coneja casera, que se había atrevido a salir de la casa, entró de un salto, huyendo, y perseguida por las pedradas de una turba de muchachos; y en su espanto, con las orejas echadas atrás, el rabo recogido, fue a refugiarse entre las piernas del maquinista, acariciándole para que la tomase en brazos. Cuando la tuvo acostada sobre las rodillas, la abrigó con las dos manos, y cayó en aquella especie de somnolencia pensativa en que le sumía siempre el contacto con aquel pelo, suave como la seda.

Poco después entró Maheu en la taberna. No quiso tomar nada, a pesar de la amable insistencia de la señora Rasseneur, que vendía su cerveza como si la regalara. Esteban se había puesto en pie y los dos salieron en dirección a Montsou.

Los días de cobro parecían de fiesta en el pueblo de Montsou; estaba tan animado como en domingo de feria. De todos los barrios llegaba una muchedumbre de mineros. El despacho del cajero era muy pequeño, y los obreros preferían esperar a la puerta, en grupos, que formaban larga cola en la calle esperando vez. Algunos comerciantes ambulantes aprovechaban la ocasión para instalar puestos de patatas fritas y salchichería en medio del arroyo. Pero los que hacían buen negocio eran los taberneros, porque los trabajadores, antes de ir a cobrar, iban a buscar paciencia fuerza de copas, y después de cobrar acudían también a celebrar el hecho. Y menos mal si no acababan por gastarse hasta el último céntimo en el Volcán.

A medida que Maheu y Esteban avanzaban por entre los grupos advirtieron que existía gran agitación, aunque sorda, pero por lo mismo más amenazadora. Muchos de los obreros cerraban los puños; palabras de rencor y de venganza corrían de boca en boca.

—¿Con qué es cierto —preguntó Maheu a Chaval, a quien encontró a la puerta del café— que han hecho al fin la porquería que temíamos?

Pero Chaval le contestó por toda respuesta con un gruñido de rabia, al par que dirigía una mirada oblicua a Esteban.

Desde las últimas subastas no trabajaba con ellos en la misma cantera, cada vez más envidioso de su compañero, que, habiendo llegado el último a las minas, se había convertido en amo del cotarro, y al cual, según decía él, todos los obreros del barrio adulaban de un modo vergonzoso.

Todo esto se complicaba con la cuestión sentimental, y ya no veía una sola vez a Catalina en Réquillart o en cualquier parte, sin echarle en cara brutalmente que dormía con el huésped de su padre; luego la abrumaba a caricias, más enamorado de ella a causa de los celos que sentía.

Maheu le dirigió esta pregunta:

—¿Están cobrando ya los de la Voreux?

Y como contestara afirmativamente y les volviera la espalda, los dos hombres entraron en las oficinas para cobrar la quincena.

El despacho donde estaba la Caja era una pequeña habitación, dividida en dos por una verja de madera. Sentados en los bancos que había a lo largo de la pared, aguardaban cinco o seis mineros, mientras el cajero, ayudado por un dependiente, pagaba a otro que estaba de pie delante de la ventanilla con la gorra en la mano. En la pared se veía un anuncio escrito en un papel recién pegado, y por allí iban desfilando centenares de obreros desde las primeras horas de la mañana. Entraban de dos en dos o de tres en tres; permanecían un momento leyéndolo, y luego se marchaban sin decir palabra, encogiéndose de hombros, pero con rostro compungido.

Precisamente en aquel momento había dos carboneros delante del anuncio: un joven con cara de bruto, y un viejo muy flaco con marcada expresión de estupidez en el semblante. Ni uno ni otro sabían leer; el joven deletreaba trabajosamente, y su compañero se contentaba mirándole con cara estúpida. Muchos, como ellos, habían pasado por allí sin comprender de lo que se trataba.

—Léenos eso —dijo a su compañero Maheu, que tampoco estaba muy fuerte en la lectura.

Entonces Esteban se puso a leer el anuncio. Era una advertencia de la Compañía a los operarios de todas las minas. Les decía que, en vista del poco esmero con que se hacían los trabajos del revestimiento de madera, cansada de imponer multas inútiles, había tomado la determinación de introducir un nuevo sistema de pago para la extracción de la hulla. En lo sucesivo pagaría aparte el revestimiento, por metros cúbicos de madera empleada en él, y basándose sobre la cantidad proporcionada a las justas necesidades del trabajo. Como consecuencia natural, se disminuiría el precio señalado para cada carretilla de carbón extraído, en la proporción de cincuenta céntimos a cuarenta, teniendo en cuenta la clase de mineral y la distancia que hubiera de recorrer hasta el pozo de subida. Y un cálculo, bastante confuso por cierto, trataba de demostrar que esa baja de diez céntimos se hallaría exactamente compensada por el precio del metro cúbico de madera empleada en el revestimiento. Además la Compañía añadía que, deseando dejar que el tiempo convenciera a todos de las ventajas que presentaba el nuevo sistema, no empezaría a aplicarlo hasta el lunes 1º de diciembre.

—¡Leed más bajo —gritó el cajero—, que no nos entendemos aquí!

Esteban terminó la lectura del cartelillo sin hacer caso de la observación. Su voz temblaba; y cuando hubo concluido, todos siguieron mirando al anuncio. Los dos mineros de que antes hablamos, el joven y el viejo, se detuvieron un instante, y luego se alejaron con ademán desesperado.

—¡Maldita sea!… —murmuró Maheu.

Él y su compañero habían tomado asiento, y absortos, con la cabeza baja, esperaban, haciendo cálculos, a que les llegase el turno para cobrar. ¡Querían burlarse de ellos! Era imposible hallar la compensación de los diez céntimos que les quitaban en cada carretilla, aunque reventaran trabajando. Cuando más, percibirían ocho céntimos, por lo cual resultaba que la Compañía les robaba dos, sin contar el tiempo que perderían en un trabajo detenido para revestir y apuntalar. ¡Lo que querían era aquella disminución de jornales! ¡Hacer economías a costa de los obreros!

—¡Maldita sea…! ¡Maldita sea…! —repetía Maheu levantando la cabeza—. Somos unos calzonazos si aceptamos eso.

En aquel momento quedó libre la ventanilla, y se acercó a ella para que le pagasen. Los jefes de cuadrilla se presentaban solos a cobrar, y luego ellos repartían los jornales a sus hombres, lo cual economizaba mucho tiempo.

—Maheu y otros —dijo el cajero—: filón Filomena, cantera número siete.

Y registraba los libros donde diariamente apuntaban los capataces las carretillas extraídas por la cuadrilla. Luego añadió:

—Maheu y otros, filón Filomena, cantera número siete… Ciento treinta y cinco francos. El cajero pagó.

—Usted perdone, señor —balbuceó el minero—. ¿Está seguro de no haberse equivocado?

Miraba aquel poco dinero sin recogerlo, empapado en un sudor frío. Seguramente esperaba una mala quincena; pero no tanto. Después de entregar su parte a Zacarías, Esteban y el otro compañero que reemplazaba a Chaval, le quedarían, cuando más, cincuenta francos para él, su padre, Catalina y Juan.

—No; no me equivoco —contestó el cajero—. Hay que desquitar dos domingos y cuatro días de descanso; o sea, nueve días de trabajo.

Maheu seguía calculando, haciendo sumas en voz baja, nueve días le daban unos treinta francos para él, dieciocho para Catalina, nueve para Juan. En cuanto al tío Buenamuerte, no había trabajado más que tres días. No importaba, porque añadiendo noventa francos de Zacarías y de los otros dos, aún debía resultar más dinero.

—Y no olvide las multas —dijo el cajero—. Veinte francos de multa por trabajos de revestimiento mal hechos. El minero hizo un gesto de desesperación. ¡Veinte francos de multa, cuatro días de descanso forzoso! Así, salía la cuenta. ¡Y pensar que algunas veces había tenido quincenas de ciento cincuenta francos, cuando su padreestaba bueno y antes de casarse Zacarías!

—Vamos a ver: ¿toma usted el dinero o no? —exclamó el cajero que empezaba a impacientarse.— Ya ve que hay gente esperando… Si no lo quiere, dígalo.

Cuando Maheu fue a recoger el dinero con mano temblorosa el dependiente lo detuvo.

—Espere… El señor secretario general desea hablarle. Entre usted; está solo en su despacho.

Y aturdido y sin saber cómo, se encontró en un gabinete amueblado con muebles de roble, tapizados en un verde bastante desteñido.

Durante cinco minutos oyó hablar al secretario general, un señor alto, de aspecto severo, que le miraba por encima de las carpetas de papeles de que se hallaba atestada su mesa de despacho. Pero el zumbido sordo de sus oídos le impedía enterarse de las palabras de aquél. Comprendió, vagamente que se trataba de su padre, cuyo expediente de retiro estaba limitándose para concederle la pensión de ciento cincuenta francos, a los cincuenta años de edad y cuarenta de servicio. Luego le pareció que la voz del secretario era más severa. Le regañaba, acusándole de ocuparse en política, y haciendo alusiones a su huésped y a la Caja de Ahorros; por fin, se le figuró que le aconsejaba que no se comprometiera en semejante locura, ya que siempre había sido uno de los mejores operarios de la mina. Maheu quiso protestar, pero no pudiendo decir dos palabras seguidas, estrujó la gorra con sus dedos febriles y salió de allí tartamudeando:

—Ciertamente, señor secretario… Aseguro al señor secretario…

Afuera, cuando se reunió con Esteban, que le estaba esperando, estalló su furia.

—Soy un canalla, porque he debido contestar… —decía—. ¡No darle a uno ni para pan, y además decirle tonterías! Sí, contra ti me ha hablado, diciendo que el barrio estaba revuelto por ti… ¿Qué hemos de hacer más que agachar la cabeza y tener paciencia, y dar las gracias encima?… Tiene razón… Después de todo es lo más prudente.

Maheu dejó de hablar, mortificado a la vez por la rabia y por el temor. Esteban se había quedado pensativo. Otra vez atravesaron por entre los grupos que había en la calle. La exasperación iba en aumento; una exasperación sin gestos, sin manifestaciones exteriores, y por lo mismo más imponente y amenazadora. Algunos que sabían calcular, habían echado sus cuentas, y la noticia de que en último resultado la Compañía iba ganando dos céntimos en cada carretilla, exacerbaba los ánimos más tranquilos' Pero lo que dominaba, sobre todo, era la rabia de aquella quincena desastrosa, la sublevación del hambre por aquellos días de descanso forzoso y por aquellas multas injustas.

Si ya no se sacaba lo preciso para comer, ¿qué iba a ser de ellos, si encima les disminuían los jornales? En las tabernas se protestaba en alta voz; la rabia secaba de tal modo los gaznates, que el poco dinero cobrado se quedaba allí encima de los mostradores en cerveza y en ginebra.

Esteban y Maheu no hablaron una palabra desde Montsou a su casa. Cuando el segundo entró, su mujer, que estaba sola con los chicos, vio enseguida que no había hecho sus encargos.

—¡Bien! ¡Me gusta! —dijo—. ¿Y el café, y el azúcar, y la carne? Unas chuletas no te hubieran arruinado.

El pobre hombre no contestaba, ahogado por la emoción, que en vano procuraba dominar. Luego tuvo un gruñido de rabia, y las lágrimas inundaron su semblante, curtido por el rudo trabajo de las minas. Se había dejado caer en una silla, y lloraba como un chiquillo, mientras que con un movimiento de desesperación tiraba los cincuenta francos encima de la mesa.

—¡Toma! —murmuró—. Eso es lo que te traigo… Ése es el producto del trabajo de todos nosotros.

La mujer de Maheu miró a Esteban, y le vio silencioso y abatido. Entonces se echó a llorar también. ¿Cómo habían de vivir nueve personas quince días con cincuenta francos? Su hijo mayor se había ido de la casa, su suegro no podía ya moverse, aquello era morir. Alicia, al ver llorar a su madre, se colgó de su cuello; Enrique y Leonor sollozaban, en tanto que Estrella berreaba como de costumbre.

Y de todas las casas del barrio salió muy pronto el mismo grito de miseria. Los hombres habían vuelto a sus hogares, lamentándose unánimemente ante el desastre de aquella miserable quincena. Abriéronse las puertas, dando paso a muchas mujeres que salían a quejarse a la calle, como si de aquel modo encontraran algún consuelo.

Caía una lluvia menudita; pero ninguna de ellas la sentía, y unas a otras se llamaban, enseñándose el poco dinero que llevaban en la palma de la mano.

—¡Mira 16 que le han dado! ¿No es esto burlarse de la gente?

—¡Pues si yo no tengo siquiera para pagar el pan de la quincena pasada!

—¡Pues y yo! ¡Cuenta esto! Tendré que vender hasta la camisa.

La mujer de Maheu había salido a la calle, como las demás. Un grupo numeroso se formó alrededor de la de Levaque, que era la que más chillaba; porque el borracho de su marido no había vuelto siquiera a la casa, y se temía que la paga, poca o mucha, se iba a quedar toda en el Volcán. Filomena no quitaba ojo de su suegro, para que no le escamotease a Zacarías algunos cuartos. La única que parecía un tanto tranquila era la mujer de Pierron porque su marido se arreglaba siempre de modo, nadie sabía cómo, que tenía más horas de trabajo que los demás en el libro del capataz.

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