Authors: J. H. Marks
—Lo del frankfurt... vale. Pero nada más —aceptó al fin ella, no sin cierto recelo.
En invierno, Coney Island estaba casi desierta. Era un día gris, anodino y húmedo.
Mirase hacia donde mirase, Girl 6 lo encontraba todo deprimente. Pensaba que no había nada más triste que un lugar concebido para la diversión pública cuando estaba vacío. Las cafeterías, los luminosos que anunciaban los espectáculos, las vertiginosas atracciones, la monumental noria... Todo estaba sumido en lúgubre silencio bajo una gélida aguanieve.
Allí todo tenía por objeto proporcionar diversión a quienes acudían a Coney Island. Pero con el frío la gente prefería otros entretenimientos, en cálidos interiores.
Coney Island parecía una desgarbada novia de acero y neón, que esperaba frente al altar empapada por la lluvia. Era la viva imagen de la desolación.
Sin embargo, el triste panorama no abatió a Girl 6. Nada iba a empañar su excelente estado de ánimo. Se sentó en un banco y miró a su alrededor alegremente, como si de una cálida tarde de primavera se tratara y ella se entretuviese viendo pasar a la gente.
Llevaba un vestido a lo Sofía Loren, blanco, sin estampado ninguno y muy ceñido. Dejaba ver generosamente los hombros, el nacimiento de los senos y las piernas. Era un vestido sencillo pero resultaba tan elegante como sensual.
Se había perfilado las cejas, llevaba los labios pintados de un audaz color rojo y se había puesto una peluca que recordaba vagamente los peinados de los años sesenta.
Estaba exuberante. Demasiado para un lugar como Coney Island, y acaso también para el mundo real. Con todo, su aspecto no resultaba extravagante, ni «extremado», como decían los coetáneos de su peluca.
Girl 6 era perfectamente consciente de que sabía vestirse, de que sabía «llevar» la ropa. Había querido cuidar hasta el menor detalle para no decepcionar a su cliente favorito.
Bob, de Tucson la imaginaba como una mujer... fantástica. Girl 6 quería estar a la altura de las ilusiones que él se había forjado. Aunque si era honesta consigo misma, tenía que reconocer que también ella se había forjado ilusiones. En realidad, la imagen que quería dar se correspondía con lo que de sí misma quería ofrecer.
La única concesión que le hizo al hecho de haberse conocido a través del sexófono era un dorado
pin,
prendido en el delantero del vestido, que llevaba grabado en letra cursiva su nombre de guerra:
Lovely.
Como llevaba el abrigo desabrochado, el
pin
quedaba perfectamente visible.
Antes de llegar a Coney Island cayó en la cuenta de que necesitaba llevar alguna identificación. ¿Cómo si no iba a reconocerla Bob entre tanta gente? Pero luego se dijo que tal como estaba el tiempo habría muy poca gente; y que, por poca imaginación que Bob tuviese, no le resultaría demasiado difícil dar con ella.
Cuando llevaba más de una hora allí, Girl 6 empezó a notar el frío. Bob no era muy puntual. Quizá su vuelo hubiese llegado con retraso a causa del mal tiempo.
Para facilitarle la identificación, sin embargo, Girl 6 se desprendió el
pin
del vestido, se lo colocó en la solapa y se abrochó bien el abrigo.
Aunque habría preferido almorzar con él, Girl 6 no había desayunado nada y, a las tres de la tarde, estaba hambrienta. De manera que cuando Bob llegase —si es que llegaba— que comiese él solo. Además, comer algo la ayudaría a combatir el frío.
Girl 6 se dirigió a la cafetería Nathan's, célebre por sus frankfurts.
El camarero que la atendió parecía tan contento de ver a una dienta como ella de verlo a él. Durante los meses de verano, el camarero suspiraba por los apacibles y tranquilos días de invierno. Pero ahora que la gélida estación había llegado ya no le parecía tan apetecible. Se aburría. Ver el local vacío resultaba triste y deprimente.
Cuando Girl 6 se acercó a la barra a pedir el frankfurt, el camarero le dio en seguida conversación, a la vez que le preparaba la mejor salchicha que tenía. Siempre se desvivía cuando tenía que servir a una chica guapa, y aquélla era de las que quitaba el sentido. Se decepcionó un poco, sin embargo, al ver que todo lo que ella quería era «atacar» el frankfurt con mostaza con un apetito feroz.
Al camarero le molestó que ella no le dirigiera la palabra. Al verla salir del local se dijo que debía de ser una engreída, que lo consideraba demasiado poca cosa para darle conversación.
Bah..., pensó el camarero. En cuanto llegase a casa por la noche llamaría a Monique. Era cara, pero siempre se alegraba mucho de saber de él y hablaba por los codos. Al pensar en la clase de conversaciones que tenían, apretó tanto el recipiente de plástico de la mostaza que salió un chorrito que le puso perdido el uniforme. ¡Qué vida más perra!
Después de comer el bocadillo, Girl 6 se hartó de esperar. Fue a comprar un tíquet para la noria. El empleado estaba adormecido y, al verla, creyó que soñaba. Le recordaba a una chica que conoció cuando estuvo acantonado en Palermo, después de la segunda guerra mundial. Era absurdo, porque estaban en 1996 y aquella joven que tenía delante era negra.
El empleado de la noria le sonrió y desechó la idea de hacer cualquier comentario sobre su recuerdo. Se limitaría a aceptar aquel regalo para la vista que le hacía la divina providencia y a no cobrarle el tíquet.
Girl 6 tendría la noria para ella sola.
Oía rechinar los goznes de los cangilones, que oscilaban vacíos mientras, a lo lejos, las nubes bajas cubrían la ciudad.
Pocas veces había sentido tan opresiva soledad.
Cuando bajó de la noria, Girl 6 dio una vuelta por el recinto para ver si localizaba a Bob. Cansada de buscarlo sacó un tíquet para la montaña rusa y montó, sola también.
Varias horas después, Girl 6 estaba sentada en un banco del paseo marítimo. De Bob no había ni rastro. Pero aunque se sentía un poco ridicula, no pensaba darse por vencida.
¿Cómo iban a dejarla plantada a ella, que iba en un plan Sofía Loren que paraba la circulación? —Algo evidente, porque por allí no «circulaba» un alma—. ¿A ella? ¡De qué!
Ya anochecía. Girl 6 se acercó a la orilla y empezó a hacer un castillo de arena. Tenía tiempo de sobra y puso el mayor esmero en la construcción. Le quedó un precioso castillo de arena, con todo detalle, con sus torres e incluso con puentes, que hizo con cajetillas de cigarrillos vacíos y palos de piruletas que encontró por los alrededores.
Cuando empezó a subir la marea, Girl 6 rehízo sus pasos hacia el paseo marítimo y se sentó a ver cómo las olas derribaban su creación arquitectónica.
Ya era de noche y Girl 6 seguía en el banco del paseo marítimo. Estaba visto que Bob le había dado plantón. Aguardaría unos minutos más y se marcharía.
Girl 6 cerró los ojos unos momentos y, al abrirlos de nuevo, vio que un hombre caminaba derecho hacia ella.
Había soñado con Cliente 1 y, al ver que alguien se acercaba, supuso que se trataba de su impuntual «amante».
—¿Bob Regular? —preguntó Girl 6 cuando el hombre pasó junto a ella.
El desconocido la miró como si estuviese loca, aceleró el paso y desapareció entre las sombras.
Girl 6 desistió y volvió a casa en metro. Iba sola en el vagón, que traqueteaba y daba bandazos como un demonio.
Se entretuvo con los anuncios: «Estética dental. Sea de nuevo usted.» «Encuentre el amor de su vida. Llame al Club de Amistades.» «Sea como siempre ha soñado. Gimnasio Total Fitness.»
Más de una vez había pensado Girl 6 en ir a un gimnasio. Con lo que ahora ganaba podía permitírselo. Y precisamente del gimnasio del anuncio vio en el suelo una hoja que incluía un tíquet de descuento. Con la rebaja, la cuota de entrada no se le haría tan cuesta arriba. Decidió inscribirse y fue a coger la hoja.
Pero al ir a agacharse, no pudo moverse del asiento. Se sentía tan desairada y abatida, tan descorazonada y frustrada que se quedó como paralizada. Quizá por puro agotamiento.
De nuevo en el New Amsterdam Royal, Girl 6 fue pasillo adelante hacia su apartamento. Pero en lugar de entrar y darse un baño, como había pensado, se detuvo frente a la puerta del apartamento de Jimmy.
Los fracasos siempre se debían a alguna razón —alguna habría para que Bob no se hubiese presentado.
Quizá no fuese tan buena en su trabajo como creía. Podía mejorar en muchos aspectos. Podía esforzarse para conseguir gustarle de verdad a Bob, de Tucson, de manera que en lo sucesivo cumpliera su palabra y no volviese a dejarla plantada.
Girl 6 llamó a la puerta del apartamento de Jimmy.
Su vecino no contestó.
Volvió a llamar, y esta vez sí salió Jimmy a abrir. La miró con frialdad, como si no se alegrase excesivamente de verla. Ella le preguntó si podía entrar y, aunque no se puede decir que la invitase a hacerlo, Jimmy le franqueó la entrada.
El apartamento de Jimmy tenía el mismo aspecto de siempre. Girl 6 vio ejemplares de periódicos locales esparcidos por la mesa. Jimmy había arrancado las secciones de deportes, las había leído y las tenía tiradas por todas partes. El resto de los periódicos no los había ni hojeado. Todo lo que no tuviese que ver con los Knicks, los Yankees, los Dodgers, los Lakers, los Rangers, los Giants, los Steelers, los Celtics y los Penguins no le interesaba a Jimmy lo más mínimo.
Jimmy no le dijo a Girl 6 ni media palabra. Como no sabía a qué podía deberse su presencia allí —después del «papelón» que le hizo tras salir de la tienda de pelucas—, se limitó a encogerse de hombros.
—No es necesario que des saltos de alegría al verme —le dijo ella en son de broma.
Jimmy sabía perfectamente que Girl 6 no estaba allí exactamente para verlo a él. ¡Que le den morcilla!, pensó. No tenía vocación para aguantarle rollos a nadie sobre sus preocupaciones. Si necesitaba hablar con alguien, que hablase sola, y que sola se recetase la medicina.
¿No se limitaba ella a hablar con él sólo de lo que le interesaba? Pues con la misma moneda le iba a pagar.
—¿Qué quieres? —le preguntó Jimmy con sequedad.
Girl 6 no esperaba esa actitud. Jimmy siempre se mostraba encantado de verla. Sabía que incluso estaba pendiente de los ruidos del pasillo, por si la oía entrar o salir. Sabía que reconocía sus pisadas. Que no era por casualidad por lo que coincidían tantas veces en el rellano.
Nada le hubiese gustado más a Girl 6, en aquellos momentos, que verlo alegrarse de que hubiese llamado a su puerta. Es más: contaba con que Jimmy la recibiese con los brazos abiertos.
Se sintió profundamente desilusionada. Pero no era de las que se rendía con facilidad.
—Vamos, Jimmy... He tenido un día fatal. Bob me ha dado plantón.
Jimmy no se sorprendió. Girl 6 estaba ofuscada. En aquellos momentos no veía con claridad. ¿Quién puñeta se había creído que era el tal Bob, de Tucson, para darle plantón? ¿Es que no se daba cuenta de que su vecino Jimmy no la dejaría jamás plantada? Le cabreaba que con el tal Bob se comportase como una imbécil y que a él no le hiciese ni puñetero caso.
—¿Qué esperabas? —se limitó a decirle Jimmy.
Girl 6 no estaba para encajar los reproches de Jimmy. Lo único que esperaba al llamar a su puerta era que se alegrase de verla.
Pasaba dos turnos, dieciséis horas diarias, haciéndoles creer a extraños que estaba encantada con su conversación. ¿Por qué no podía hacer alguien lo mismo con ella, aunque sólo fuese una puñetera vez?
—¿Por qué has tenido que ir a verte con él? —añadió Jimmy algo ablandado—. Creí que éramos amigos.
—Yo también —dijo Girl 6, que vio la oportunidad de cambiar de tema. Pasó entonces a la verdadera razón de su visita—. Necesito que me hagas un favor.
Jimmy alzó las manos en actitud defensiva. Por más atraído que se sintiese hacia ella no estaba en situación de hacerle favores a nadie.
—A los clientes les gusta hablar de deportes y necesito estar un poco más informada —prosiguió ella, sin darle tiempo a decirle que no.
Eso ya es otra cosa, pensó Jimmy. La vecina del rellano, su vecina, la mujer de sus sueños, quería que la formase en materia deportiva. Fantástico. ¿Y a eso le llamaba ella pedirle un favor?, exclamó Jimmy para sí muerto de risa. Favores así estaba dispuesto a hacerlos siempre. Cualquier circunstancia en la que se combinasen Girl 6 y el deporte era la idea que tenía Jimmy del paraíso.
A Jimmy le daba igual que Girl 6 fuese a utilizar la información que él le proporcionara para seducir sexualmente a sus clientes. Porque si Girl 6 pasaba tiempo con él hablando de deporte, acabaría por conocerlo tal como era, se enamoraría de él, dejaría el trabajo en la línea erótica, vivirían felices y comerían...
¡Fantástico! Jimmy se alegró de no haberla mandado a paseo.
—Bueno, creo que se lo pides a la persona adecuada. Tengo muchos libros sobre deporte. Y, por una cantidad simbólica, estoy dispuesto a darte clases. Ven. Empezaremos en seguida un cursillo acelerado. Pasa a mi santuario.
Jimmy la condujo a la habitación contigua, que 11amaba «minisupermuseo de los famosos del deporte». Allí tenía Jimmy depositado su corazón.
—¿Ves esas camisetas? ¿Conoces a alguno de los jugadores negros de los Brooklyn Dodgers que llevaron los números 39, 36 y 42 en sus camisetas?
—Ni idea —repuso ella con una cordial sonrisa.
Jimmy se quedó estupefacto. Era una mujer culta. ¿Cómo podía ignorarlo? Aquello era historia de América, parte de su patrimonio.
—Es imposible que no te digan nada. Piensa un poco —insistió Jimmy, que no podía creer que no tuviese siquiera una idea aproximada.
—¿Reggie Jackson? —aventuró Girl 6.
—¡Madre mía! ¿Reggie Jackson? —exclamó Jimmy escandalizado—. El 36 es el lanzador Don Newcombe; Roy Campanella, el 39, es una leyenda; y el 42 es el primer afroamericano que jugó en la liga de béisbol de la era moderna.
—Ya. Jackie Robinson. Hasta ahí llego —dijo Girl 6 con cierto alivio.
Jimmy respiró también, algo más tranquilo al ver que su vecina no era del todo idiota. Algo se podría hacer con ella.
—Si no llegas a conocer por lo menos a Robinson, te mato.
En fin... Aunque por los pelos, Girl 6 había aprobado el examen de ingreso.
Girl 6 miró en derredor del minisupermuseo. Se dijo que allí había algo que le resultaba familiar, aunque no estaba segura de qué era exactamente. El pobre Jimmy vivía allí encerrado con imágenes de los ídolos a quienes, en cierto modo, aspiraba a emular. ¿Cuándo se decidiría a vivir en el mundo real?