Authors: J. H. Marks
—Carmín —dijo Girl 6, impasible ante los comentarios de Jimmy.
Jimmy le pasó el lápiz de labios y se decidió a decirle, con toda crudeza, cuál era su mayor problema: no quería verse en la calle.
—¿Puedo pedirte un favor?
Girl 6 asintió con la cabeza.
—No puedo pagar el alquiler.
—Mírame —dijo ella.
Jimmy abrió los ojos y la reconoció de inmediato.
—Dorothy Dandridge —le dijo.
Girl 6 le sonrió. La cosa era bien sencilla: quería ayudarlo, porque él la había ayudado a ella, pero no podía.
—No tengo dinero, Jimmy. Vende algunas de tus postales.
Jimmy hizo oídos sordos. No podía vender los recuerdos de sus ídolos porque eran su esperanza para el futuro.
—Algún día te lo devolveré todo. Te lo juro. Las cosas cambiarán —insistió.
Como Girl 6 no podía darle un dinero que no tenía optó por cambiar de tema.
—¿A que soy toda una Dandridge?
Jimmy sabía que la Dandridge fue una de las más hermosas actrices de la historia del cine. Por un momento dejó de sentirse como un pobre diablo que trataba de salir de la miseria. Por un momento estaba sentado, y en animada conversación, con una de las mujeres más sensuales del siglo.
—Hollywood te va a devorar —dijo él con expresión enfurruñada.
—Tanto mejor —replicó ella de corazón.
Girl 6 se sintió transportada, lejos de allí. Ya no era Girl 6. Era Dorothy Dandridge en el papel de Carmen Jones, el personaje que daba título al musical que Otto Premminger realizó en 1952. Estaba basado en la ópera
Carmen
de Bizet. En la película, Dandridge hacía el papel de la despampanante seductora que arrastra a Joe, soldado y un chico excelente, a su mutua condenación. El papel de Joe lo hizo un joven Harry Belafonte. Pero en la fantasía de Girl 6, era el apuesto ladrón que robó la fruta del tendero coreano quien encarnaba al Belafonte que hizo el papel de Joe.
Girl 6 revivió la escena que tiene lugar después de que Joe ha matado a su superior, en una pelea por Carmen. Tras huir a Chicago, la pareja se ve en un destartalado piso del sur de la ciudad, que retumba constantemente a causa de los E1 que lo sobrevuelan. En aquellos momentos, les basta con estar juntos. Su placer sexual les hace olvidar su pobreza, pero Joe empieza a preguntarse si Carmen le es fiel...
Girl 6, que encarna a Dorothy en el papel de Carmen, está sentada en un cuartucho en bragas y sostenes. Se pinta las uñas de los pies. El ladrón de fruta —Belafonte, que encarna a Joe— está comiendo un melocotón. Girl 6 —o sea, Dorothy Dandridge en
Carmen—
le ofrece sus pies al joven.
—
Sóplamelos, encanto.
Joe se acerca un pie de Girl 6 a la boca y sopla.
Carmen lo mira insinuante.
—
Así se secan antes.
Joe se excita y empieza a soplarle a Carmen el otro pie.
—
Ya está bien —le dice ella—. Apaga el radiador.
Carmen se levanta y va a coger un vestido del armario. Joe se inquieta.
—
Tú no vas a ninguna parte —le dice—. Tú te quedas aquí conmigo como es tu obligación.
Ninguna de las «tres» está dispuesta a aceptar imposiciones.
—
Me parece que tú vas muy equivocado. A Carmen no la ata nadie. Todavía ha de nacer el hombre que me diga cuándo debo entrar o salir. Si no me siento libre... me largo.
Tan desafiante actitud solivianta a Joe, que cruza la desvencijada habitación y zarandea a Girl 6.
—
Te seguiré adonde sea —le dice él furioso—. Al cielo o al infierno.
Ella le arrebata el melocotón y lo estampa contra una pared. Girl 6 y el ladrón de fruta se besan entonces como si fuese el último beso de sus vidas. La imaginaria cámara de Girl 6 recorre la estancia y aparece un primer plano del melocotón emplastado en la pared.
Una briosa música suena en su interior hasta llegar a la vibrante culminación.
Girl 6 aceptó trabajar en la línea de teléfono erótico de la empresa a la que acudió en primer lugar. Su intuición no la había engañado. A Jefa 1 le cayó bien y la contrató a los pocos días de haberla entrevistado.
Con la peluca, de color castaño claro, que se puso el primer día no parecía ella. Tampoco iba a ser del todo otra persona. Y, menos aún, ninguna de las celebridades que le servían de inspiración para caracterizarse.
Girl 6 subió hasta la segunda planta del edificio en el que se encontraba la oficina. Nada más entrar, la condujeron a una sala en la que otras seis mujeres aguardaban para asistir a su sesión de preparación teleerótica. Ella era, con mucho, la más atractiva. Aunque no eran feas, su aspecto era de lo más corriente, cuando no ajado, vulgar o extravagante.
Al observarlas, Girl 6 reparó en que la frontera que separaba la vulgaridad de la extravagancia era sorprendentemente ambigua.
Sus nuevas compañeras igual podían pasar por amas de casa provincianas como por presidiarías. Quizá se debiera a la pobre iluminación de la sala, o al hecho de que casi ninguna se había molestado en pintarse ni en ir bien vestida.
También se fijó Girl 6 en las fotografías de mujeres desnudas que, en distintas poses, cubrían las paredes. Probablemente tenían por objeto crear ambiente, proporcionar a las corrientes operadoras del teléfono erótico un poco de inspiración, ayudarlas a hacerse una idea de cómo debían de imaginar los clientes sus fantaseados cuerpos, la expresión de sus rostros.
Girl 6 observó cómo miraban sus compañeras las fotografías. Eran miradas envidiosas, cohibidas y algo incrédulas. Ella, la verdad, no sintió nada especial.
Sonrió a Jefa 1 al verla entrar en la sala, con talante de profesora en el primer día del curso escolar. Jefa 1 se presentó como «Lil» y empezó en seguida con su lección introductoria.
Aunque Girl 6 la escuchó con atención durante un rato, no tardó en distraerse.
Girl 6 miró a su alrededor y vio algo que la hizo reír a carcajadas. Tuvo que fingir un acceso de tos para disimular y no llamar excesivamente la atención.
Lil se interrumpió un instante al oírla, pero prosiguió en seguida. Varias compañeras trataron de ver qué provocaba su hilaridad y, aunque vieron lo mismo, no le encontraron la gracia.
Lo que había visto Girl 6 eran varias placas, concedidas a una serie de operadoras del sexófono, cuyos nombres figuraban bajo la afiligranada y prestigiosa fórmula: «Servicios Distinguidos.»
Girl 6 había visto muchas de aquellas placas de baratillo desde pequeña. Se podían comprar en cualquier parte por menos de diez dólares. No faltaban en la habitación de ningún niño ni de ninguna niña de Queens. Tenían por objeto alimentar la ambición y recompensar cualquier éxito. Si ibas a colegio de monjas, las hermanas podían concederte la placa, a final de curso, por haber sacado sobresaliente en matemáticas o en religión.
Así por ejemplo, Girl 6 había visto en casa de Nora Kelly, su íntima amiga de tercero, una placa por «buena conducta». A su hermano le dieron una por ser el niño más simpático de segundo. Y a ella también le concedieron más tarde la distinción a la «actriz más prometedora», por su papel en la Julieta de Joe Ngyuen.
La idea de merecer una placa de «Servicios Distinguidos», por el trabajo en una línea de teléfono erótico, le pareció a Girl 6 de lo más divertido. Ella había ido allí a ganar dinero. Y si ganaba dinero, el «Oscar» teleerótico se lo podían dar a quien les viniese en gana.
La verdad era que a sus compañeras parecía hacerles falta un poco de ánimo. Y, quizá, el mero hecho de destacar como operadoras del orgasmo telefónico les viniese bien. Todo el mundo tenía derecho a soñar, ¿no? Por eso justamente estaban allí.
Girl 6 miró el folleto que le dieron al entrar. Al entregárselo, la recepcionista le había dicho, muy seria —quién sabe si consciente del sarcasmo que entrañaba—, que era «su manual». Tendría que aprendérselo, y poner el máximo interés en aquella especie de Kamasutra telefónico. El «manual» llevaba unas llamativas tapas de plástico rosa y se titulaba
Novecientas fantasías eróticas.
Girl 6 hojeó los distintos capítulos, en los que se describían diversas situaciones, actitudes y posturas, pero en seguida volvió a mirar la portada, cuyo estilo «años sesenta» le llamó la atención. Y le intrigó. Es más: la dejó confusa, sumida en la mayor perplejidad. Ni siquiera estaba del todo segura de lo que veía. En lugar de los nombres de las mujeres que, al igual que ella, atendían a las explicaciones de Lil, en la portada de cada manual había escrito un número con rotulador.
Las operadoras del sexófono no tenían nombre. No eran las mismas personas que habían salido de sus casas o de sus apartamentos. Al dirigirse a pie, en coche o en metro hacia el trabajo, se desprendían de su personalidad, que era sustituida por algo genérico y vacío a lo que los clientes confiaban sus fantasías.
Una joven, que acaso tuviese un nombre bonito, criada en una familia decente, en un buen barrio, que había ido al colegio y que había llevado una vida normal, con sus amistades y aficiones, se esfumaba para reaparecer como sucedáneo de los deseos de los demás.
A ella le tocó el 6.
«Girl 6»...
A la joven que se sentaba a su lado, hija de un agente de seguros de Long Island, le tocó el 19. A una joven de Chicago, que necesitaba el dinero para pagarse los estudios, le correspondió el 42. Otra, que daba una imagen entre marchosa, enteradilla y habitual del East Village, llevaría el 39. A una cuarentona casada con un taxista le asignaron el 15. A una mujer de treinta y tantos años, que acababa de renunciar a un empleo de oficinista para dedicarse a escribir, le correspondió el 21. Una recién divorciada con un hijo que cursaba el bachillerato llevaría el número 3. Y a una cincuentona, con varios nietos a los que adoraba, le tocó el número 9.
Girl 6 se identificó en seguida con su nuevo nombre. En tanto que actriz, había tenido tantos nombres que no experimentó la menor extrañeza. Daba igual llamarse Girl 6 que Julieta, Nina, Darlene, Rose, Maggie o Kitty.
Sería Girl 6 durante las horas de trabajo y dejaría de serlo al salir. Sería como volver a ser ella después de interpretar un papel en
Hurly Burly, La gata sobre el tejado de cinc
o
Fences.
Maggie, la gata, se quedaría en el teatro y aguardaría a que regresase la actriz. Nunca pasaba de los camerinos. Girl 6 debería ajustarse a las mismas reglas, igual que toda actriz. Nada complicado.
Girl 6 volvió a prestar atención a las explicaciones de Lil, que ilustraba sus comentarios en una pizarra. Había escrito los nombres de distintos «papeles» básicos, que las operadoras de la línea erótica tendrían que representar: cachonda, ninfómana, ama, sumisa y chica corriente.
Lil dejó a un lado los detalles y pasó al fondo de la cuestión.
—... Porque no se trata sólo de sexo. Vosotras sois sus amigas. Están solos. Divorciados. Sus esposas no los complacen como ellos quieren. A lo mejor son magnates y son travestís...
A Lil se le notaba vocación para la enseñanza. Miró en derredor para ver quién prestaba atención y quién no.
—¿Qué es un travestí, Girl 19?
Era una pregunta absurdamente sencilla. Lil sólo pretendía que supiesen que esperaba que le prestasen atención. Era parte de su trabajo. A Girl 19 no le costó trabajo contestar.
—Un hombre a quien le gusta vestirse de mujer.
A Girl 4 siempre le había gustado estudiar, aunque no llegó a terminar el bachillerato. Era la típica «buena alumna», de las que se sientan en primera fila, le sonríen al profesor y se apresuran a levantar la mano cuando las compañeras se han quedado mudas. No lo hacía para dejarlas en evidencia pero sí le gustaba que la considerasen más inteligente. La mayoría de sus compañeras de instituto la consideraban un «plomo». Luego se convirtió en el hazmerreír, al saberse que a Girl 4 la había dejado encinta el payaso del curso y que no podría ir a la universidad. La línea erótica no era precisamente la facultad, ni aquélla era tampoco la clase de álgebra de la profesora Berger, pero no andaba muy lejos.
Girl 4 sintió un cosquilleo de entusiasmo al intuir lo que Lil quería escuchar. Tenía que demostrar lo inteligente que era, algo que hacía mucho tiempo que no podía hacer.
—O viceversa —dijo Girl 4, en alusión al hecho de que también había mujeres a quienes les gustaba vestirse como los hombres.
Lil fijó la mirada en ella antes de proseguir, sorprendida por su entusiasta participación.
Ciertamente, había de todo en este mundo.
—Grandes empresarios y, en su vida privada, travestís. Vosotras los escucháis, no los juzgáis. Queréis gustarles. Porque, si les gustáis, vuelven a llamar y, si llaman mucho...
No hacía falta que a Girl 6 le aclarasen para qué estaba allí.
—Ganáis un pastón —sentenció Lil.
Todas se echaron a reír. A ellas tampoco hacía falta que se lo aclarasen.
Lil tenía que ceñirse al orden de su sesión informativa. Uno de sus objetivos era elevar la moral de las chicas y fomentar la camaradería. Pero lo primero era lo primero.
—Vamos a ver, Girl 19, háganos una demostración.
Girl 19, la hija del agente de seguros de Long Island, titubeó. En la entrevista con Lil, a solas con ella, no tuvo el menor problema. Incluso habló de fantasías eróticas de lo más extravagantes. Sin embargo, ahora sentía el mismo azoramiento que se apoderaba de ella en el instituto. Siempre que le preguntaban, Girl 19 se ponía roja como un tomate y sudaba. ¿Por qué tenía que ser ella la primera? Se habría sentido mucho más desenvuelta de haber salido otra en primer lugar.
Lil no pensaba tener mucha paciencia. Se ponía hecha una furia cada vez que se equivocaba al contratar a alguien. Tales equivocaciones equivalían a perder el tiempo. Y el tiempo era dinero. No había que olvidar que allí se cobraba por minuto.
—Mire, Girl 19, la timidez no va con este trabajo.
Girl 19 se sobrepuso y eligió uno de los personajes que podía tener que interpretar.
—Mi cachonda se llama Stacey. Noventa y seis, sesenta, noventa y seis. Rubia. Ojos azules. No acabó el bachillerato.
A Lil le daba igual que la cachonda Stacey no hubiese terminado el bachillerato, o que se hubiese doctorado en neurofisiología y realizase las más audaces operaciones quirúrgicas en el más moderno hospital del país. La biografía no interesaba. De lo que se trataba era de que la cachonda supiese vender sexo. Eso era lo único que importaba.