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Authors: Charles Dickens

Grandes esperanzas (36 page)

—¿Y cómo se hizo con ellas? —preguntó el presidiario a quien yo no conocía.

—¡Qué sé yo! —replicó el otro—. Las habría escondido en alguna parte. Me parece que se las dieron unos amigos.

—¡Ojalá que yo los tuviese en mi bolsillo! —dijo el otro después de maldecir el frío.

—¿Dos billetes de una libra, o amigos?

—Dos billetes de una libra. Por uno solo vendería a todos los amigos que tengo en el mundo, y me parece que haría una buena operación. ¿Y qué? ¿De modo que él dice...?

—Él dice... —repitió el presidiario a quien yo conocía—. En fin, que quedó hecho y dicho en menos de medio minuto, detrás de un montón de maderos en el arsenal. «Vas a ser licenciado.» Y, en realidad, iban a soltarme. ¿Podría ir a encontrar a aquel niño que le dio de comer y le guardó el secreto, para darle dos billetes de una libra esterlina? Sí, le encontraría. Y le encontré.

—Fuiste un tonto —murmuró el otro— Yo me las habría gastado en comer y en beber. Él debía de ser un novato. ¿No sabía nada acerca de ti?

—Nada en absoluto. Pertenecíamos a distintas cuadrillas de diferentes pontones. Él fue juzgado otra vez por quebrantamiento de condena y le castigaron con cadena perpetua.

—¿Y fue ésta la única vez que recorriste esta comarca?

—La única.

—¿Y qué piensas de esta región?

—Que es muy mala. No hay en ella más que barro, niebla, aguas encharcadas y trabajo; trabajo, aguas encharcadas, niebla y barro.

Ambos maldecían la comarca con su lenguaje violento y grosero. Gradualmente empezaron a gruñir, pero no dijeron nada más.

Después de sorprender tal diálogo estuve casi a punto de bajar y quedarme solo en las tinieblas de la carretera, pero luego sentía la certeza de que aquel hombre no sospechaba siquiera mi identidad. En realidad, yo no solamente estaba cambiado por mi propio crecimiento y por las alteraciones naturales, sino también vestido de un modo tan distinto y rodeado de circunstancias tan diferentes, que era muy improbable el ser reconocido de él si no se le presentaba alguna casualidad que le ayudase. Sin embargo, la coincidencia de estar juntos en el mismo coche era bastante extraña para penetrarme del miedo de que otra coincidencia pudiera relacionarme, a los oídos de aquel hombre, con mi nombre verdadero. Por esta razón, resolví alejarme de la diligencia en cuanto llegásemos a la ciudad y separarme por completo de los presos. Con el mayor éxito llevé a cabo mi propósito. Mi maletín estaba debajo del asiento que había a mis pies y sólo tenía que hacer girar una bisagra para sacarlo. Lo tiré al suelo antes de bajar y eché pie a tierra ante el primer farol y los primeros adoquines de la ciudad. En cuanto a los presidiarios, prosiguieron su camino con la diligencia, sin duda para llegar al sitio que yo conocía tan bien, en donde los harían embarcar para cruzar el río. Mentalmente vi otra vez el bote con su tripulación de penados, esperando a aquellos dos, ante el embarcadero lleno de cieno, y de nuevo me pareció oír la orden de «¡Avante!», como si se diera a perros, y otra vez vi aquella Arca de Noé cargada de criminales y fondeada a lo lejos entre las negras aguas.

No podría haber explicado lo que temía, porque el miedo era, a la vez, indefinido y vago, pero el hecho es que me hallaba preso de gran inquietud. Mientras me dirigía al hotel sentí que un terror, que excedía a la aprensión de ser objeto de un penoso o desagradable reconocimiento, me hacía temblar. No se llegó a precisar, pues era tan sólo la resurrección, por espacio de algunos minutos, del terror que sintiera durante mi infancia.

En el
Jabalí Azul
, la sala del café estaba desocupada, y no solamente pude encargar la cena, sino que también estuve sentado un rato antes de que me reconociese el camarero. Tan pronto como se hubo excusado por la flaqueza de su memoria, me preguntó si debía mandar aviso al señor Pumblechook.

—No —contesté—. De ninguna manera.

El camarero, que fue el mismo que vino a quejarse, en nombre de los comerciantes, el día en que se formalizó mi contrato de aprendizaje con Joe, pareció quedar muy sorprendido, y aprovechó la primera oportunidad para dejar ante mí un sucio ejemplar de un periódico local, de modo que lo tomé y leí este párrafo:

Recordarán nuestros lectores, y ciertamente no sin interés, con referencia a la reciente y romántica buena fortuna de un joven artífice en hierro de esta vecindad (¡qué espléndido tema, dicho sea de paso, para la pluma mágica de nuestro conciudadano Tooby, el poeta de nuestras columnas, aunque todavía no goce de fama universal!), que el primer jefe, compañero y amigo de aquel joven fue una personalidad que goza del mayor respeto, relacionada con los negocios de granos y semillas, y cuya cómoda e importante oficina está situada dentro de un radio de cien millas de la calle Alta. Obedeciendo a los dictados de nuestros sentimientos personales, siempre le hemos considerado el mentor de nuestro joven Telémaco, porque conviene saber que en nuestra ciudad vio la luz el fundador de la for tuna de este último. ¿Tendrá interés el sabio local, o quizá los maravillosos ojos de nuestras bellezas ciudadanas, en averiguar qué fortuna es ésta? Creemos que Quintín Matsys
[6]
era el HERRERO de Amberes. Verb. Sap.»

Tengo la convicción, basada en mi grande experiencia, de que si, en los días de mi prosperidad, me hubiese dirigido al Polo Norte, hubiese encontrado allí alguien, ya fuera un esquimal errante o un hombre civilizado, que me habría dicho que Pumblechook fue mi primer jefe y el promotor de mi fortuna.

CAPITULO XXIX

Muy temprano, por la mañana, me levanté y salí. Aún no era tiempo de ir a casa de la señorita Havisham, y por eso di un paseo por el campo, en la dirección de la casa de ésta, que no era, desde luego, la correspondiente a la vivienda de Joe; allí podría ir al día siguiente, y, mientras tanto, pensaba en mi protectora y elaboraba brillantes cuadros de sus planes acerca de mí.

La señorita Havisham había adoptado a Estella, y casi puede decirse que también me adoptó a mí, de modo que, sin duda alguna, su intención era criarnos juntos. Me reservaba el cometido de restaurar la triste casa, de admitir la entrada del sol en sus oscuras habitaciones, de poner en marcha los relojes, de encender el fuego en la chimenea y de quitar las telarañas y destruir todos los insectos; en una palabra: realizar los brillantes actos del joven caballero de los poemas, para casarse luego con la princesa. Cuando pasaba ante ella me detuve para mirar la casa; sus muros de ladrillo rojo, sus ventanas atrancadas y el verde acebo agarrado a las chimeneas, con sus raíces y sus tendones, como si fuesen viejos brazos sarmentosos, hacían de todo aquello un misterio tranquilo, cuyo héroe era yo. Estella era la inspiración y el corazón de la aventura, desde luego. Pero aunque hubiese adquirido tan fuerte dominio en mí, aunque mi fantasía y mi esperanza reposaran en ella, a pesar de que su influencia en mi vida infantil y en mi carácter había sido todopoderosa, ni siquiera en aquella romántica mañana pude dotarla de otros atributos que los que realmente poseia. Menciono esto aquí con un propósito definido, porque es el hilo por el cual se podrá seguirme en mi mísero laberinto. De acuerdo con mi experiencia, las nociones convencionales de un enamorado no pueden ser ciertas siempre. La incalificable verdad es que cuando amaba a Estella con amor de hombre, la amaba sólo y sencillamente por considerarla irresistible. Y, de una vez para siempre, diré también que, para mi desgracia, comprendía muchas veces, si no siempre, que la amaba contra toda razón, contra toda promesa, contra toda paz y esperanza y contra la felicidad y el desencanto que pudiera haber en ello. Y, de una vez para siempre, diré también que no por eso la quería menos y que ello no tenía más influencia en contenerme que si yo hubiese creído devotamente que ella era la cumbre de la humana perfección.

Dispuse mi paseo de manera que llegué a la puerta de la casa a la hora acostumbrada en otros tiempos. Cuando hube tirado del cordón de la campana con temblorosa mano, me volví de espaldas a la puerta, mientras trataba de recobrar el aliento y calmar moderadamente los latidos de mi corazón. Oí como se abría la puerta lateral de la casa y los pasos que atravesaban el patio; pero fingí no darme cuenta de ello, ni siquiera en el momento en que la puerta giró sobre sus oxidados goznes.

Mas por fin me tocaron en el hombro, y yo, como sobresaltado, me volví. Y tuve entonces mayor sobresalto al verme cara a cara con un hombre sencillamente vestido de gris. Era el último a quien podía esperar ver ocupando el lugar de portero en la puerta de la casa de la señorita Havisham.

—¡Orlick!

—¡Ah, joven amigo! No solamente usted ha cambiado. Pero entre, entre. Es contrario a mis órdenes tener la puerta abierta.

Entré y él cerró con llave, guardándosela luego.

—Sí —dijo dando media vuelta mientras me precedía en algunos pasos cuando nos dirigíamos a la casa—. Aquí estoy.

—¿Y cómo ha venido usted aquí?

—Pues muy sencillamente —replicó —: andando con mis piernas. Al mismo tiempo me traje mi caja en una carretilla.

—¿Y para qué bueno está usted aquí?

—Supongo que no estoy para nada malo.

Yo no estaba seguro de tanto. Tuve tiempo de pensar en mi respuesta mientras él levantaba con lentitud su pesada mirada desde el suelo, hacia mis piernas y mis brazos, para fijarse en mi rostro.

—¿De modo que ha dejado usted la fragua? —pregunté.

—¿Le parece que esto tiene aspecto de fragua? —me contestó Orlick mirando alrededor con aire de ofensa—. ¿Cree usted que tiene aspecto de tal?

Yo le pregunté cuánto tiempo hacía que dejó la fragua de Gargery.

—Son aquí los días tan parecidos uno a otro —contestó—, que no podría contestarle sin calcularlo antes. De todos modos, puedo decirle que vine aquí algún tiempo después de la marcha de usted.

—Pues yo podría decirle la fecha, Orlick.

—¡Ah! —exclamó secamente—. Es que, desde entonces, usted ha podido aprender.

Hablando así habíamos llegado a la casa, en donde vi que su habitación estaba situada junto a la puerta de servicio y cuya ventana daba al patio. En sus pequeñas dimensiones, no era muy distinta aquella habitación de la que en París se destina usualmente al portero. En las paredes estaban colgadas algunas llaves, y a ellas añadió la de la puerta exterior; su cama, cubierta por una colcha hecha con retazos de toda clase de tela, estaba en un hueco interior que formaba la misma estancia. El conjunto tenía un aspecto desaliñado, confinado y triste, semejante a la jaula destinada a un lirón humano, en tanto que él aparecía macizo y oscuro en la sombra del rincón inmediato a la ventana y muy parecido al lirón humano para quien la habitación estaba preparada, como así era en efecto.

—Jamás había visto esta habitación —observé—, aunque antes aquí no había portero alguno.

—No —contestó él—. Hasta que se vio que la planta baja carecía de protección y se creyó que era peligroso vivir así, en vista de que con alguna frecuencia hay fugas de presidiarios. Entonces me recomendaron a la casa como hombre capaz de devolver a cualquiera las mismas intenciones que traiga, y yo acepté. Es mucho más fácil que mover los fuelles y dar martillazos. Ya estoy cansado de aquello.

Mis ojos sorprendieron un arma de fuego y un bastón con anillos de bronce que había sobre la chimenea, y la mirada de Orlick siguió la mía.

—Muy bien —dije yo, poco deseoso de continuar aquella conversación—. ¿Debo subir para ver a la señorita Havisham?

—Que me maten si lo sé —replicó desperezándose y luego sacudiéndose a sí mismo—. Mis instrucciones han terminado ya, joven amigo. Yo, por mi parte, me limitaré a dar un martillazo en esta campana, y usted seguirá el corredor hasta que encuentre a alguien.

—Creo que me esperan.

—Lo ignoro por completo —replicó.

En vista de eso, me dirigí hacia el largo corredor que en otros tiempos pisé con mis gruesos zapatos, y él hizo resonar su campana. Al extremo del corredor, mientras aún vibraba la campana, encontré a Sara Pocket, la cual parecía entonces haber adquirido, por mi culpa y de un modo definitivo, una coloración verde y amarilla en su rostro.

—¡Oh! —exclamó—. ¿Es usted, señor Pip?

—Sí, señorita Pocket. Y tengo la satisfacción de decirle que tanto el señor Pocket como su familia están muy bien.

—¿Son más juiciosos? —preguntó Sara meneando tristemente la cabeza—. Mejor sería que gozasen de más juicio en vez de buena salud. ¡Ah, Mateo, Mateo!... Usted ya conoce el camino, caballero.

Lo conocía bastante, porque muchas veces había subido la escalera a oscuras. Ascendí entonces por ella con un calzado más ligero que en otro tiempo y llamé del modo acostumbrado en la puerta de la estancia de la señorita Havisham.

—Es la llamada de Pip —oí que decía inmediatamente—. Entra, Pip.

Estaba en su sillón, cerca de la vieja mesa, vistiendo el mismo traje antiguo y con ambas manos cruzadas sobre su bastón, la barbilla apoyada en ellas y los ojos fijos en el suelo. Sentada cerca de ella, teniendo en la mano el zapato blanco que nunca había usado y con la cabeza inclinada mientras lo miraba, estaba una elegante dama a quien nunca había visto.

—Entra, Pip —murmuró la señorita Havisham sin levantar los ojos ni mirar alrededor—. Entra, Pip. ¿Cómo estás, Pip? ¿De modo que me besas la mano como si fuese una reina? ¿Qué...?

Me miró de pronto, moviendo únicamente sus ojos y repitió en tono que a la vez era jocoso y triste:

—¿Qué...?

—Me he enterado, señorita Havisham —dije yo sin ocurrírseme otra cosa—, que fue usted tan bondadosa como para desear que viniese a verla. Y por eso me he apresurado a obedecerla.

—¿Y qué...?

La señora a quien nunca había visto levantó los ojos y me miró burlonamente; entonces vi que sus ojos eran los de Estella. Pero estaba tan cambiada y era tan hermosa y tan mujer, y de tal modo era admirable por los adelantos que había hecho, que, a mi vez, me pareció no haber logrado ninguno. Me figuré, mientras la miraba, que yo, de un modo irremediable, volvía a convertirme en el muchacho rudo y ordinario de otros tiempos. ¡Qué intensa fue la sensación de distancia y de disparidad que se apoderó de mí y de la inaccesibilidad en que parecía hallarse ella!

Me dio su mano, y yo tartamudeé algunas palabras, tratando de expresar el placer que tenía al verla de nuevo, y también di a entender que hacía mucho tiempo que esperaba tan agradable ocasión.

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