Grandes esperanzas (37 page)

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Authors: Charles Dickens

—¿La encuentras muy cambiada, Pip? —preguntó la señorita Havisham con su mirada ansiosa y golpeando con el bastón una silla que había entre las dos, para indicarme que me sentara en ella.

—Al entrar, señorita Havisham, no creí, a juzgar por el rostro o por la figura, que fuese Estella; pero ahora, y a pesar de su cambio, reconozco perfectamente su figura y su rostro anteriores.

—Supongo que no vas a decir que Estella es vieja —replicó la señorita Havisham—. Acuérdate de que era orgullosa e insultante y que deseabas alejarte de ella. ¿Te acuerdas?

Yo, muy confuso, contesté que de eso hacía mucho tiempo, que no sabía entonces lo que me decía y otras cosas por el estilo. Estella sonrió con perfecta compostura y dijo que no tenía duda alguna de que yo entonces estaba en lo cierto, pues ella había sido siempre muy desagradable para mí.

—¿Y a él le encuentras cambiado? —le preguntó la señorita Havisham.

—Mucho —contestó Estella mirándome.

—¿Te parece menos rudo y menos ordinario? —preguntó la señorita Havisham jugando con el cabello de Estella.

Ésta se echó a reír, miró el zapato que tenía en la mano, se rió de nuevo, me miró y dejó el zapato. Seguía tratándome como a un muchacho, pero continuaba atrayéndome.

Estábamos los tres sentados en la triste estancia y entre las antiguas y extrañas influencias que tanto me habían impresionado. Entonces supe que Estella acababa de llegar de Francia y que estaba a punto de dirigirse a Londres. Tan orgullosa y testaruda como antes, había logrado unir de tal modo estas cualidades a su propia belleza, que era por completo imposible y fuera de razón, o por lo menos me lo pareció así, de separarlas de su hermosura. En realidad, no se podía disociar su presencia de todos aquellos malditos deseos de dinero y de nobleza que me asediaron durante mi infancia, de todas aquellas mal reguladas aspiraciones que me hicieron avergonzarme de mi hogar y de Joe, ni de todas aquellas visiones que me ofrecieron la imagen de su rostro en las llamas de la fragua, o entre las chispas que el martillo arrancaba al hierro candente sobre el yunque, o en la oscuridad de la noche, cuando sentía la impresión de que asomaba su rostro a la ventana de la fragua, para huir en seguida. En una palabra: me era imposible separarla, en el pasado o en el presente, de la razón más profunda de mi propia vida.

Se convino que yo permanecería allí durante el resto del día y que a la noche regresaría al hotel, y a Londres a la mañana siguiente. En cuanto hubimos conversado un rato, la señorita Havisham nos mandó a pasear por el abandonado jardín, y al regresar me dijo que la llevase de un lado a otro en su sillón de ruedas, como otras veces lo había hecho.

Así, Estella y yo salimos al jardín por la puerta que me dio paso antes de tener el encuentro con el joven caballero pálido, o sea con Herbert. Yo temblaba espiritualmente y adoraba incluso el borde del vestido de mi compañera, la cual, muy serena y decidida a no adorar el borde de mi traje, salió conmigo, y en cuanto llegamos al lugar de la pelea con Herbert se detuvo y dijo:

—Sin duda me porté de un modo raro aquel día, cuando me escondí para presenciar la pelea. Pero no puedo negar que lo hice y que me divertí mucho.

—Ya me recompensó usted bien.

—¿De veras? —replicó, como si no se acordase—. Si la memoria no me es infiel, sentía mucha antipatía hacia su adversario, porque me supo muy mal que lo trajeran aquí para molestarme con su presencia.

—Pues ahora, él y yo somos muy amigos —dije.

—¿De veras? Ahora me parece recordar que usted recibe lecciones de su padre.

—Así es.

De mala gana admití este hecho, que me daba muy poca importancia, y así pude observar que ella volvía a tratarme casi como a un muchacho.

—A partir del cambio de su fortuna y de sus esperanzas, ha cambiado también usted de compañeros —observó Estella.

—Naturalmente —dije.

—Y necesariamente —añadió ella con altanería—. Lo que fue antaño una buena compañía para usted, sería completamente inapropiada.

Dudo mucho de que en mi conciencia hubiese todavía la intención de ir a visitar a Joe, pero estas palabras me la quitaron por completo.

—¿Y no tenía usted idea, en aquellos tiempos, de la buena fortuna que le esperaba? —dijo Estella moviendo ligeramente la mano, como para significar la época de mi lucha con Herbert.

—Ni remotamente.

Ofrecía un contraste, que yo sentí muy bien, el aire de seguridad y de superioridad con que ella andaba a mi lado y el de incertidumbre y sumisión con que yo la acompañaba. Y me habría irritado mucho más de lo que me molestó, de no haber estado convencido de que se me había sacado de mi baja esfera para reservarme a ella.

El jardín, gracias a lo descuidado que estaba, tenía tal frondosidad que apenas se podía andar por él; de manera que, después de haber dado un par de vueltas o tres, llegamos otra vez al patio de la fábrica de cerveza. Le indiqué el lugar en donde la había visto andar por encima de los barriles, el primer día de mi visita a la casa, y ella, dirigiendo una fría y descuidada mirada en aquella dirección, me preguntó:

—¿De veras?

Le recordé el lugar por el que saliera de la casa para darme de comer y de beber, y ella contestó:

—No me acuerdo.

—¿No se acuerda usted tampoco de que me hizo llorar? —pregunté.

—No —dijo meneando la cabeza y mirando alrededor.

Estoy convencido de que aquella falta de memoria con respecto a tales detalles me hicieron llorar interiormente, que es el llanto más triste de todos.

—Es preciso que usted sepa —dijo Estella, con acento de condescendencia, propio de una joven hermosa y brillante— que no tengo corazón, siempre y cuando eso se relacione con mi memoria.

Yo pronuncié algunas palabras, tomándome la libertad de dudar de lo que acababa de decir. Estaba seguro de que su belleza habría sido imposible careciendo de corazón.

—¡Oh!, sí lo tengo, y sería posible atravesármelo con un puñal o de un balazo —contestó Estella—, y, naturalmente, él cesaría de latir y yo de existir. Pero ya sabe usted a lo que me refiero. Aquí no tengo ninguna bondad, ninguna simpatía, ningún sentimiento ni ninguna de esas tonterías.

¿Qué veía en mi mente mientras ella estaba inmóvil, a mi lado, y mirándome con la mayor atención? ¿Algo que hubiese visto en la señorita Havisham? No. En algunas de sus miradas y gestos había cierto parecido con la señorita Havisham, parecido que a veces adquieren los niños con respecto a las personas mayores con las que han sostenido frecuente trato o con los que han vivido encerrados. Esto, cuando ha pasado ya la infancia, produce unas semejanzas casuales y muy notables entre la expresión de dos rostros que, por lo demás, son completamente distintos. Y, sin embargo, no podía hallar en Estella nada que me recordase a la señorita Havisham. La miré otra vez y, a pesar de que ella continuaba con los ojos fijos en mí, desapareció por completo mi ilusión.

¿Qué sería?

—Hablo en serio —dijo Estella sin arrugar la frente, que era muy tersa, y sin que tampoco se ensombreciese su rostro—. Y si hemos de pasar mucho rato juntos, es mejor que se convenza de ello en seguida. No —añadió imperiosamente al observar que yo abría los labios—. No he dedicado a nadie mi ternura. Jamás he sentido tal cosa.

Un momento después estábamos en la fábrica de cerveza, abandonada desde hacía tanto tiempo, y ella señaló la alta galería por donde la vi pasar el primer día, diciéndome que recordaba haber estado allí y haberme visto mientras yo la contemplaba asustado. Mientras mis ojos observaban su blanca mano, volví a sentir la misma débil impresión, que no podía recordar sobre el brazo, e instantáneamente aquel fantasma volvió a pasar y se alejó.

¿Qué sería?

—¿Qué ocurre? —preguntó Estella—. ¿Se ha asustado usted otra vez?

—Me asustaría en realidad si creyese lo que acaba de decir —repliqué, tratando de olvidarlo.

—¿De modo que no lo cree usted? Muy bien. De todos modos, recuerde que se lo he dicho. La señorita Havisham querrá verle pronto en su antiguo puesto, aunque yo creo que eso podría dejarse ahora a un lado, con otras cosas ya antiguas. Vamos a dar otra vuelta por el jardín, y luego entre en la casa. Venga. Hoy no derramará usted lágrimas por mi crueldad; será mi paje y me prestará su hombro.

Su bonito traje habíase arrastrado por el suelo. Recogió la cola de la falda con una mano y con la otra se apoyó ligeramente en mi hombro mientras andábamos. Dimos dos o tres vueltas más por el abandonado jardín, que me pareció haber florecido para mí, y si los hierbajos verdes y amarillos que crecían en las resquebrajaduras de la antigua cerca hubiesen sido las flores más preciosas del mundo, no los hubiera recordado con más cariño.

Entre nosotros no había discrepancia de edad que pudiera justificar su alejamiento de mí; teníamos casi los mismos años, aunque, naturalmente, ella parecía ser mayor que yo; pero la aparente inaccesibilidad que le daban su belleza y sus modales me atormentaba en medio de mis delicias y aun en la seguridad que sentía yo de que nuestra protectora nos había elegido uno para otro. ¡Pobre de mí!

Por fin volvimos a la casa, y allí me enteré con la mayor sorpresa de que mi tutor acababa de llegar para ver a la señorita Havisham, a fin de tratar de negocios, y que estaría de regreso a la hora de comer. Los antiguos candeleros de la estancia en que había la mesa del festín quedaron encendidos mientras nosotros estábamos en el jardín y la señorita Havisham continuaba sentada en su silla y esperándome.

Cuando empujé su sillón de ruedas y dimos algunas vueltas lentas en torno de los restos de la fiesta nupcial, me pareció haber vuelto a los tiempos pasados. Pero en la fúnebre estancia, con aquella figura sepulcral sentada en el sillón que fijaba los ojos en ella, Estella parecía más radiante y hermosa que antes y yo estaba sumido en extraño embeleso.

Pasó el tiempo y se acercó la hora de la comida; entonces Estella nos dejó para prepararla. La señorita Havisham y yo nos habíamos detenido cerca del centro de la larga mesa, y ella, con uno de sus pálidos brazos extendido, apoyó la cerrada mano en el amarillento mantel. Y cuando Estella miraba hacia atrás, antes de salir, la señorita Havisham le besó la mano con tal voraz intensidad que me pareció terrible.

Entonces, en cuanto Estella se hubo marchado y nos quedamos solos, ella se volvió a mí y, en voz tan baja que parecía un murmullo, dijo:

—¿La encuentras hermosa, graciosa y crecida? ¿No la admiras?

—Todos los que la vean la admirarán, señorita Havisham.

Ella me rodeó el cuello con un brazo y, acercando mi cabeza a la suya, mientras estaba sentada en el sillón, exclamó:

—¡Ámala, ámala, ámala! ¿Cómo te trata?

Antes de que pudiera contestar, aun suponiendo que hubiese sido capaz de contestar a tan difícil pregunta, ella repitió:

—¡Ámala, ámala, ámala! Si se te muestra favorable, ámala. Si te hiere, ámala. Si te destroza el corazón, y a medida que crezca en años y sea más fuerte te lo deja más destrozado, a pesar de ello, ¡ámala, ámala, ámala!

Jamás había visto yo tal ímpetu apasionado como el que ella empleó al pronunciar tales palabras. Sentí en torno de mi cuello los músculos de su flaco brazo, agitado por la vehemencia que la poseía.

—Escúchame, Pip. La adopté para que fuese amada. La crié y la eduqué para que la amasen. E hice que llegara a ser como es para que pudieran amarla. ¡Ámala!

Pronunció esta palabra repetidas veces, y no había duda acerca de su intención; pero si hubiese repetido del mismo modo la palabra «odio» en vez de «amor», o bien «desesperación», «venganza» o «trágica muerte», no habría podido sonar en sus labios de un modo más semejante a una maldición.

—Y ahora voy a decirte —añadió con el mismo murmullo vehemente y apasionado—, voy a decirte lo que es un amor verdadero. Es una devoción ciega que para nada tiene en cuenta la propia humillación, la absoluta sumisión, la confianza y la fe, contra uno mismo y contra el mundo entero, y que entrega el propio corazón y la propia alma al que los destroza..., como hice yo.

Cuando dijo esto, añadió un grito tan desesperado, que me creí obligado a cogerla por la cintura, porque se levantó en el sillón, cubierta por la mortaja de su traje, y golpeó el aire como si quisiera haberse arrojado a sí misma contra la pared y caer muerta.

Todo esto ocurrió en pocos segundos. Cuando volví a dejarla en su sillón, sentí un aroma que me era muy conocido, y al volverme vi a mi tutor en la estancia.

Siempre llevaba consigo, y creo no haberlo mencionado todavía, un pañuelo de bolsillo de rica seda y de enormes dimensiones, que le era sumamente útil en su profesión. Muchas veces le he visto dejar aterrorizado a un cliente o a un testigo limitándose a desdoblar ceremoniosamente su pañuelo, como si se dispusiera a sonarse, pero luego hacía una pausa, como persuadido de que no tenía tiempo de ello antes de que el testigo o el cliente confesaran de plano, y así ocurría que, del modo más natural del mundo, llegaba la confesión del que se encontraba ante él. Cuando le vi en la estancia, sostenía con las manos el pañuelo de seda y nos estaba mirando. Al encontrar mis ojos, se limitó a decir, después de hacer una ligera pausa:

—¿De veras? Es singular.

Y luego usó con maravilloso efecto el pañuelo para el fin a que estaba destinado.

La señorita Havisham le había visto al mismo tiempo que yo y, como ocurría a todo el mundo, sentía temor de aquel hombre. Hizo un esfuerzo para tranquilizarse, y luego, tartamudeando, dijo al señor Jaggers que era tan puntual como siempre.

—¿Tan puntual como siempre? —repitió él acercándose a nosotros.

Luego, mirándome, añadió:

—¿Cómo está usted, Pip? ¿Quiere que le haga dar una vuelta, señorita Havisham? ¿Una vuelta nada más? ¿De modo que está usted aquí, Pip?

Le dije cuándo había llegado y que la señorita Havisham deseaba que fuese para ver a Estella.

—¡Ah! —replicó él—. Es una preciosa señorita.

Luego empujó el sillón de la señorita Havisham con una de sus enormes manos y se metió la otra en el bolsillo del pantalón, como si éste contuviera numerosos secretos.

—Dígame, Pip —añadió en cuanto se detuvo—. ¿Cuántas veces había usted visto antes a la señorita Estella?

—¿Cuántas veces?

—Sí, cuántas. ¿Diez mil, tal vez?

—¡Oh, no, no tantas!

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