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Authors: Charles Dickens

Grandes esperanzas (40 page)

Últimamente, Ofelia fue presa de tal locura lenta y musical, que cuando, en el transcurso del tiempo, se quitó su corbata de muselina blanca, la dobló y la enterró, un espectador huraño que hacía ya rato se estaba enfriando su impaciente nariz contra una barra de hierro en la primera fila del público, gruñó:

—Ahora que han metido al niño en la cama, vámonos a cenar.

Lo cual, por lo menos, era una incongruencia.

Todos estos incidentes se acumularon de un modo bullicioso sobre mi desgraciado conciudadano. Cada vez que aquel irresoluto príncipe tenía que hacer una pregunta o expresar una duda, el público se apresuraba a contestarle. Por ejemplo, cuando se trató de si era más noble sufrir, unos gritaron que sí y otros que no; y algunos, sin decidirse entre ambas opiniones, le aconsejaron que lo averiguara echando una moneda a cara o cruz. Esto fue causa de que entre el público se empeñase una enconada discusión. Cuando preguntó por qué las personas como él tenían que arrastrarse entre el cielo y la tierra, fue alentado con fuertes gritos de los que le decían «¡Atención!» Al aparecer con una media desarreglada, desorden expresado, de acuerdo con el uso, por medio de un pliegue muy bien hecho en la parte superior, y que, según mi opinión, se lograba por medio de una plancha, surgió una discusión entre el público acerca de la palidez de su pierna y también se dudó de si se debería al susto que le dio el fantasma. Cuando tomó la flauta, evidentemente la misma que se empleó en la orquesta y que le entregaron en la puerta, el público, unánimemente, le pidió que tocase el Rule Britania. Y mientras recomendaba al músico no tocar de aquella manera, el mismo hombre huraño que antes le interrumpiera dijo: «Tú, en cambio, no tocas la flauta de ningún modo; por consiguiente, eres peor que él.» Y lamentó mucho tener que añadir que las palabras del señor Wopsle eran continuamente acogidas con grandes carcajadas.

Pero le esperaba lo más duro cuando llegó la escena del cementerio. Éste tenía la apariencia de un bosque virgen; a un lado había una especie de lavadero de aspecto eclesiástico y al otro una puerta semejante a una barrera de portazgo. El señor Wopsle llevaba una capa negra, y como lo divisaran en el momento de entrar por aquella puerta, algunos se apresuraron a avisar amistosamente al sepulturero, diciéndole: «Cuidado. Aquí llega el empresario de pompas fúnebres para ver cómo va tu trabajo.» Me parece hecho muy conocido, en cualquier país constitucional, que el señor Wopsle no podía dejar el cráneo en la tumba, después de moralizar sobre él, sin limpiarse los dedos en una servilleta blanca que se sacó del pecho; pero ni siquiera tan inocente e indispensable acto pasó sin que el público exclamara, a guisa de comentario: «¡Mozo!» La llegada del cadáver para su entierro, en una caja negra y vacía, cuya tapa se cayó, fue la señal de la alegría general, que aumentó todavía al descubrir que entre los que llevaban la caja había un individuo a quien reconoció el público. La alegría general siguió al señor Wopsle en toda su lucha con Laertes, en el borde del escenario y de la tumba, y ni siquiera desapareció cuando hubo derribado al rey desde lo alto de la mesa de cocina y luego se murió, pulgada a pulgada y desde los tobillos hacia arriba.

Al empezar habíamos hecho algunas débiles tentativas para aplaudir al señor Wopsle, pero fue evidente que no serían eficaces y, por lo tanto, desistimos de ello. Así, pues, continuamos sentados, sufriendo mucho por él, pero, sin embargo, riéndonos con toda el alma. A mi pesar, me reí durante toda la representación, porque, realmente, todo aquello resultaba muy gracioso; y, no obstante, sentí la impresión latente de que en la alocución del señor Wopsle había algo realmente notable, no a causa de antiguas asociaciones, según temo, sino porque era muy lenta, muy triste, lúgubre, subía y bajaba y en nada se parecía al modo con que un hombre, en cualquier circunstancia natural de muerte o de vida, pudiese expresarse acerca de algún asunto. Cuando terminó la tragedia y a él le hicieron salir para recibir los gritos del público, dije a Herbert:

—Vámonos en seguida, porque, de lo contrario, corremos peligro de encontrarle.

Bajamos tan aprisa como pudimos, pero aún no fuimos bastante rápidos, porque junto a la puerta había un judío, con cejas tan grandes que no podían ser naturales y que cuando pasábamos por su lado se fijó en mí y preguntó:

—¿El señor Pip y su amigo?

No hubo más remedio que confesar la identidad del señor Pip y de su amigo.

—El señor Waldengarver —dijo el hombre— quisiera tener el honor...

—¿Waldengarver? —repetí.

Herbert murmuró junto a mi oído:

—Probablemente es Wopsle.

—¡Oh! —exclamé—. Sí. ¿Hemos de seguirle a usted?

—Unos cuantos pasos, hagan el favor.

En cuanto estuvimos en un callejón lateral, se volvió, preguntando:

—¿Qué le ha parecido a ustedes su aspecto? Yo le vestí.

Yo no sabía, en realidad, cuál fue su aspecto, a excepción de que parecía fúnebre, con la añadidura de un enorme sol o estrella danesa que le colgaba del cuello, por medio de una cinta azul, cosa que le daba el aspecto de estar asegurado en alguna extraordinaria compañía de seguros. Pero dije que me había parecido muy bien.

—En la escena del cementerio —dijo nuestro guía— tuvo una buena ocasión de lucir la capa. Pero, a juzgar por lo que vi entre bastidores, me pareció que al ver al fantasma en la habitación de la reina, habría podido dejar un poco más al descubierto las medias.

Asentí modestamente, y los tres atravesamos una puertecilla de servicio, muy sucia y que se abría en ambas direcciones, penetrando en una especie de calurosa caja de embalaje que había inmediatamente detrás. Allí, el señor Wopsle se estaba quitando su traje danés, y había el espacio estrictamente suficiente para mirarle por encima de nuestros respectivos hombros, aunque con la condición de dejar abierta la puerta o la tapa de la caja.

—Caballeros —dijo el señor Wopsle—. Me siento orgulloso de verlos a ustedes. Espero, señor Pip, que me perdonará el haberle hecho llamar. Tuve la dicha de conocerle a usted en otros tiempos, y el drama ha sido siempre, según se ha reconocido, un atractivo para las personas opulentas y de nobles sentimientos.

Mientras tanto, el señor Waldengarver, sudando espantosamente, trataba de quitarse sus martas principescas.

—Quítese las medias, señor Waldengarver —dijo el dueño de aquéllas—, de lo contrario, las reventará y con ellas reventará treinta y cinco chelines. Jamás Shakespeare pudo lucir un par más fino que éste. Estése quieto en la silla y déjeme hacer a mí.

Diciendo así, se arrodilló y empezó a despellejar a su víctima, quien, al serle sacada la primera media, se habría caído atrás, con la silla, pero se salvó de ello por no haber sitio para tanto.

Hasta entonces temí decir una sola palabra acerca de la representación. Pero en aquel momento, el señor Waldengarver nos miró muy complacido y dijo:

—¿Qué les ha parecido la representación, caballeros?

Herbert, que estaba tras de mí, me tocó y al mismo tiempo dijo:

—¡Magnífica!

Como es natural, yo repetí su exclamación, diciendo también:

—¡Magnífica!

—¿Les ha gustado la interpretación que he dado al personaje, caballeros? —preguntó el señor Waldengarver con cierto tono de protección.

Herbert, después de hacerme una nueva seña por detrás de mí, dijo:

—Ha sido una interpretación exuberante y concreta a un tiempo.

Por esta razón, y como si yo mismo fuese el autor de dicha opinión, repetí:

—Exuberante y concreta a un tiempo.

—Me alegro mucho de haber merecido su aprobación, caballeros —dijo el señor Waldengarver con digno acento, a pesar de que en aquel momento había sido arrojado a la pared y de que se apoyaba en el asiento de la silla.

—Pero debo advertirle una cosa, señor Waldengarver —dijo el hombre que estaba arrodillado—, en la que no pensó usted durante su representación. No me importa que alguien piense de otra manera. Yo he de decirselo. No hace usted bien cuando, al representar el papel de Hamlet, pone usted sus piernas de perfil. El último Hamlet que vestí cometió la misma equivocación en el ensayo, hasta que le recomendé ponerse una gran oblea roja en cada una de sus espinillas, y entonces en el ensayo (que ya era el último), yo me situé en la parte del fondo de la platea y cada vez que en la representación se ponía de perfil, yo le decía: «No veo ninguna oblea». Y aquella noche la representación fue magnífica.

El señor Waldengarver me sonrió, como diciéndome: «Es un buen empleado y le excuso sus tonterías.» Luego, en voz alta, observó:

—Mi concepto de este personaje es un poco clásico y profundo para el público; pero ya mejorará éste, mejorará sin duda alguna.

—No hay duda de que mejorará —exclamamos a coro Herbert y yo.

—¿Observaron ustedes, caballeros —dijo el señor Waldengarver—, que en el público había un hombre que trataba de burlarse del servicio..., quiero decir, de la representación?

Hipócritamente contestamos que, en efecto, nos parecía haberlo visto, y añadí:

—Sin duda estaba borracho.

—¡Oh, no! ¡De ninguna manera! —contestó el señor Wopsle—. No estaba borracho. Su amo ya habrá cuidado de evitarlo. Su amo no le permitiría emborracharse.

—¿Conoce usted a su jefe? —pregunté.

El señor Wopsle cerró los ojos y los abrió de nuevo, realizando muy despacio esta ceremonia.

—Indudablemente, han observado ustedes —dijo— a un burro ignorante y vocinglero, con la voz ronca y el aspecto revelador de baja malignidad, a cuyo cargo estaba el papel (no quiero decir que lo representó) de Claudio, rey de Dinamarca. Éste es su jefe, señores. Así es esta profesión.

Sin comprender muy bien si deberíamos habernos mostrado más apenados por el señor Wopsle, en caso de que éste se desesperase, yo estaba apurado por él, a pesar de todo, y aproveché la oportunidad de que se volviese de espaldas a fin de que le pusieran los tirantes —lo cual nos obligó a salir al pasillo— para preguntar a Herbert si le parecía bien que le invitásemos a cenar. Mi compañero estuvo conforme, y por esta razón lo hicimos y él nos acompañó a la
Posada de Barnard
, tapado hasta los ojos. Hicimos en su obsequio cuanto nos fue posible, y estuvo con nosotros hasta las dos de la madrugada, pasando revista a sus éxitos y exponiendo sus planes. He olvidado en detalle cuáles eran éstos, pero recuerdo, en conjunto, que quería empezar haciendo resucitar el drama y terminar aplastándolo, pues su propia muerte lo dejaría completa e irremediablemente aniquilado y sin esperanza ni oportunidad posible de nueva vida.

Muy triste me acosté, y con la mayor tristeza pensé en Estella. Tristemente soñé que habían desaparecido todas mis esperanzas, que me veía obligado a dar mi mano a Clara, la novia de Herbert, o a representar Hamlet con el espectro de la señorita Havisham, ello ante veinte mil personas y sin saber siquiera veinte palabras de mi papel.

CAPITULO XXXII

Un día, mientras estaba ocupado con mis libros y en compañía del señor Pocket, recibí una carta por correo, cuyo aspecto exterior me puso tembloroso, porque, a pesar de que no reconocí el carácter de letra del sobrescrito, adiviné qué mano la había trazado. No tenía encabezamiento alguno, como «Querido señor Pip», «Querido Pip», «Muy señor mío» o algo por el estilo, sino que empezaba así:

>«Iré a Londres pasado mañana, y llegaré en la diligencia del mediodía. Creo que se convino que usted saldría a recibirme. Por lo menos, ésta es la impresión de la señorita Havisham, y le escribo obedeciendo sus indicaciones. Ella le manda su saludo. Su afectísima,
Estella.»

De haber tenido tiempo, probablemente habría encargado varios trajes nuevos para semejante ocasión; pero como no lo tenía, me fue preciso contentarme con los que ya poseía. Perdí inmediatamente el apetito, y hasta que llegó el día solemne no gocé de descanso ni de tranquilidad. Pero su llegada no me trajo nada de eso, porque entonces estuve peor que nunca, y empecé a rondar el despacho de la diligencia de la calle Wood, Cheapside, antes de que el vehículo pudiera haber salido de
El Jabalí Azul
de nuestra ciudad. A pesar de que estaba perfectamente enterado de todo, no me atrevía a perder de vista el despacho por más de cinco minutos; y había ya pasado media hora, siguiendo esta conducta poco razonable, de la guardia de cuatro o cinco horas que me esperaba, cuando se presentó ante mí el señor Wemmick.

—¡Hola, señor Pip! —exclamó—. ¿Cómo está usted? Jamás me habría figurado que rondase usted por aquí.

Le expliqué que esperaba a cierta persona que había de llegar en la diligencia, y luego le pregunté por su padre y por el castillo.

—Ambos están muy bien, muchas gracias —dijo Wemmick—, y especialmente mi padre. Está muy bien. Pronto cumplirá los ochenta y dos años. Tenía la intención de disparar ochenta y dos cañonazos en tal día, pero temo que se quejarán los vecinos y que el cañón no pudiese resistir la presión. Sin embargo, ésta no es conversación propia de Londres. ¿Adónde se figura usted que voy ahora?

—A su oficina —contesté, en vista de que, al parecer, iba en aquella dirección.

—A otro lugar vecino —replicó Wemmick—. Voy a Newgate. En estos momentos estamos ocupados en un caso de robo en casa de un banquero, y vengo de visitar el lugar del suceso. Ahora he de ir a cambiar unas palabras con nuestro cliente.

—¿Fue su cliente el que cometió el robo? —pregunté.

—¡No, caramba! —contestó secamente Wemmick—. Pero le acusan de ello. Lo mismo nos podría suceder a usted o a mí. Cualquiera de los dos podría ser acusado de eso.

—Lo más probable es que no nos acusen a ninguno de los dos —observé.

—¡Bien! —dijo Wemmick tocándome el pecho con el dedo índice—. Es usted muy listo, señor Pip. ¿Le gustaría hacer una visita a Newgate? ¿Tiene tiempo para eso?

Tenía tanto tiempo disponible, que la proposición fue para mí un alivio, a pesar de que no se conciliaba con mi deseo latente de vigilar la oficina de la diligencia. Murmurando algunas palabras para advertirle que iría a enterarme de si tenía tiempo para acompañarle, entré en la oficina y por el empleado averigüé con la mayor precisión y poniendo a prueba su paciencia el momento en que debía llegar la diligencia, en el supuesto de que no hubiese el menor retraso, cosa que yo conocía de antemano con tanta precisión como él mismo. Luego fui a reunirme con el señor Wemmick y, fingiendo sorpresa al consultar mi reloj, en vista de los datos obtenidos, acepté su oferta.

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