Gringo viejo (19 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Drama,Relato,Historico

Durante la cena de esa noche le dije a mi marido y a su familia reunida siempre con nosotros que había pensado en lo dicho por el padre durante la misa del domingo y no entendía si la caridad también quería decir el perdón de las deudas.

La palabra cayó como una sábana de hielo quebrado sobre la mesa.

—Deudas —repetí—. Perdonar las deudas. No sólo los pecados.

Mi marido me ordenó abandonar la mesa sin cenar: Yo era siempre la niña, ¿ve usted, señorita, amiga, puedo llamarla mi amiga?

Cuando mi marido subió a mi recámara, yo no estaba asustada, porque sabía lo que debía decirle.

—Te quiero a mi manera. Escúchame —le dije—, por tu propio bien.

—Eres indecente —me interrumpió—, dices cosas indecentes en la mesa, haces cosas indecentes en la calle, te detienes a hablarle a hombres desconocidos, hombres bajos, ¿cómo te atreves, putilla ridícula?

Lo miré derecho, como el hombre llamado Doroteo me miró a mí, y le dije:

—Siente miedo. Debiste mirar a los ojos de ese hombre como yo los miré. Debes tener miedo. Estos hombres son distintos. Han soportado todo lo que pueden soportar. Ahora te verán derecho a los ojos y tomarán tu vida. Cuídate.

Me derribó de un golpe y me dijo que me mandaría castigada al sótano si volvía a portarme mal.

¿Qué había en el sótano?

Yo nunca había bajado hasta allí.

Pero la siguiente noche, un lunes, los rugidos comenzaron a escucharse a toda hora desde el vientre de la casa, como si el simple hecho de mencionar ese sótano donde amenazó mandarme castigada, lo hubiese poblado de terrores, rumores, fantasmas, bestias, voces tarareantes, instrumentos; agucé el oído, traté de distinguir el origen del ruido, el nacimiento de una armonía que quizás llegaba a mis orejas filtrada por mil capas de ladrillo y madera, adobe y empapelado, estacadas y argamasa, sí, y algo más: los velos de todo lo que éramos en esa casa, yo, mi esposo, su familia, los hombres y las mujeres que esperaban afuera los sábados por la tarde, los murmullos y los vaticinios de toda esa gente: ¿me prestarán un poco de dinero, tendré que pagar mi deuda, habrá gracia, habrá gracia, habrá gracia?

Dígame, señorita, mi amiga (¿puedo?): ¿cómo iba yo a distinguir el verdadero origen de los rumores a través de tantísimas capas de ser y no ser y rencor y desesperanza y miedo de olvidar mi niñez y miedo de quedarme con nada sino mi niñez, miedo de no ser jamás una mujer verdadera, miedo de morir, como dije, reseca y humillada, consentida para nada, como una pera dejada a pudrirse en un camposanto?

¿Era el rumor del sótano el de un suave piano tocando Sobre las olas, mi vals favorito, una y otra vez?

—No —chilló mi marido cuando el rumor del vientre de la casa fue sofocado por los rumores de las calles—, ¡no!, son los gritos de los prisioneros, vamos a matar a todos los cabrones que se han levantado en armas, cada uno de los pelados mugrosos, pero primero yo los voy a traer aquí a mi sótano pan desollarlos vivos, eso es lo que son, lo que siempre han sido —dijo con la taza de té sonajeando contra el platillo—, pelados, desollados, pues desde ahora no será sólo una forma de hablar, serán pelados —pisoteó nerviosamente el piso de cedro con sus pequeños botines abotonados y envueltos en polainas color de fauno—: serán literalmente desollados, pelados como plátanos, como manzanas infestadas de gusanos, como peras podridas en los camposantos, ¡ja! —exclamó, y la taza de té se derramó sobre sus polainas y las manchó—, si no se alinean cada sábado a pagarme lo que me deben, se tendrán que alinear cada día de la semana y ser azotados hasta morir: y ésas serán las voces que escuches desde el sótano, querida —dijo al doblarse para limpiar las polainas—: ahora ya lo sabes.

—¿Pero antes? —me atreví a preguntar—. Antes de esto, ¿qué era el ruido allá abajo?

—!Cómo te atreves a cuestionarme! —exclamó y se puso de pie, amenazándome en el instante mismo, se lo juro, mi amiga,
my friend
, en que las campanas comenzaron a repicar sin razón, ni maitines, ni vísperas, ni hora alguna conocida por mí en mi tiempo, y una explosión rompió nuestra puerta cochera y los hombres con los Stetson manchados y los torsos como barriles cruzados por cartucheras entraron, pulverizando la frágil concha de la taza de té y uno de ellos señaló a mi marido.

—¡Ahí está, ése es el zángano vil! —y el hombre que yo había visto en la fila hace mucho, el hombre con el temible orgullo en la mirada, el hombre que sin abrir la boca me dijo: "Soy pobre y encadenado por la deuda. Tú eres rica y encadenada por la falta de amor. Déjame hacerte el amor una sola noche": Ese hombre estaba ahora parado en mi sala.

Lo reconocí.

Había visto su cara una y otra vez, en letreros pegados con alfileres a los tableros de noticias de la iglesia, al lado de las invitaciones a novenarios por las almas del purgatorio o recordatorios del día de San Antonio: era Doroteo Arango, decían los carteles, un cuatrero, y ahora estaba en mi salón y ni siquiera me miraba sino que decía violentamente:

—Llévense al zángano allá atrás al corral y fusílenlo ya. No tenemos tiempo. Esta vez los federales vienen pisándonos los talones.

Entonces las campanas dejaron de repicar y los fusiles tronaron en el corral rasgando el aire de la tarde como si fuese lino y yo me quedé sola en mi sala y me desvanecí.

Cuando recobré el sentido —mi amiga, señorita Winslow, ¿me permite…?— no había nadie. Me rodeaba un terrible silencio. Se habían ido y yo no quería ir al corral y ver lo que allí iba a encontrar.

Entonces llegaron los federales y me preguntaron qué cosa había ocurrido. Yo estaba entumida. No sabía.

—Quizás mataron a mi marido. Doroteo Arango…

—Pancho Villa —dijeron, corrigiéndome. Entonces yo no comprendía ese nombre.

—Ya se fueron —dije simplemente.

—Les estamos ganando, no se apure —me dijeron. 

—Yo no estoy preocupada.

—¿Está segura de que todos se marcharon?

Afirmé con la cabeza.

Pero esa noche, rehusándome a salir al corral y ver lo que allí estaba, escuché los rumores del sótano pero ahora eran distintos. Quiero decir: allí seguían los ruidos antiguos, pero también había algo nuevo, un nuevo zumbido que sólo yo podía oír, la música de una respiración diferente al desconcertante jadeo que mi marido le había ofrecido a mi miedo (su supremo regalo al miedo que me dio en nombre del matrimonio era miedo, esto yo lo debía aprender y aceptar en su nombre, o en verdad no había lazo real entre nosotros, ve usted). Yo no salí a enterrarlo. Yo no sabía cuántos cadáveres estaban tirados allí, los muertos de la revolución, no las víctimas, me negué a llamarles eso, sólo los muertos, pues ¿cuándo vamos a saber, mi amiga, qué cosa fue justa y qué cosa, injusta? Yo no. No entonces. Aún no: y ese nuevo sonido me llegó con un nuevo miedo: acaso en el sótano de nuestra casa (la llamé nuestra sólo ahora que mi marido seguramente estaba muerto) había algo mejor, un tesoro, sí (mis ilusiones infantiles, señorita Harriet, al fin terminando aquí) pero algo que yo supe que debía proteger para que no siguiera el camino de la muerte como mi marido.

No supe qué hacer la primera noche después de que todo esto ocurrió.

Soñé que mi esposo no estaba muerto, sólo escondido entre los pollos en un gallinero alambrado, y que regresó a mí esa noche, abriendo las puertas de la recámara con su horrible pene abriéndose paso mientras yo chillaba de miedo: estaba vivo, pero empapado de sangre.

Luego soñé que lo que estuviera escondido en el sótano me sería arrebatado por los federales cuando regresaran. Por algún motivo oscuro, no podía tolerar esto. De mañana muy tempranito salí al corral.

No miré para abajo, pero escuché el zumbido de las moscas.

Arranqué los tablones del gallinero, los junté, los empujé o los cargué o los arrastré como mejor pude hasta la puerta que daba sobre los escalones del sótano.

El trabajo desacostumbrado rasgó mi largo vestido negro, y arañó las manos que hasta entonces sólo habían cocinado pasteles y acariciado el rosario y tocado el pezón solitario.

Por primera vez en mi vida, me arrodillé para algo más que una oración.

Estaba sudando y el baño de mis jugos despedía un olor que yo no sabía que existía en mí, miss Winslow.

Me sentía adolorida y majada y herida cuando clavé los clavos en los tablones cubriendo la entrada al sótano.

Quería proteger lo que había allá abajo.

O quizá sólo hice lo que hubiera hecho si hubiera decidido darle sepultura cristiana a mi marido.

Los actos se parecían, pero su cuerpo no estaba presente.

Dejé que mi cuerpo exhausto descansara encima de los tablones y me dije: "Estás oliendo otro cuerpo. Estás compartiendo otro aliento. No son monstruos los que te esperan allá abajo. El sótano no esconde el terror que tu marido te dijo."

¿Qué había allá abajo?

Yo quería distinguir las cosas que llegué a desear durante ese largo velorio de las que llegué a odiar: si mi marido no estaba enterrado allá abajo, entonces algo suyo seguramente estaba allí, algo apestoso, pútrido, gaseoso, peludo, excremental, goteante y asqueroso. Podía olerlo.

Pero también podía oler otra cosa, algo que yo quería.

Entonces las campanas repicaron de nuevo y yo supe que los federales se habían ido y los hombres de Villa habían retomado el pueblo. Pero quizás me equivocaba y las campanas que nada significaban, significaban algo distinto. El mundo no alternaba sus realidades sólo para complacerme.

Mis dudas las resolvió un disparo de pistola desde el sótano, seguido por un segundo balazo y luego el silencio.

Esta fue la segunda vez que escuché disparos dentro de mi propia casa, pero esta vez no sentí miedo.

Arranqué los tablones con mis manos, supe que debía liberar a quienquiera que disparó esos balazos. Supe que debía abrir las puertas del sótano y ver a los perros muertos allí: sólo perros, nada más.

Y verlo a él salir con los labios limpios.

—Eran sólo perros. —Estas fueron sus primeras palabras, señorita, mi amiga, ¿puedo llamarle mi amiga ahora? ¿Me entiende usted, miss Winslow?

XX

Pancho Villa entró a Camargo una luminosa mañana de primavera, su cabeza de cobre oxidado coronada por un gran sombrero bordado de oro, no un lujo sino un instrumento de poder y un símbolo de lucha, un sombrero manchado de polvo y sangre; igual que sus anchas manos callosas y sus estribos de bronce azotados por el viento de la montaña: la pátina de pólvora, espina y roca, senderos pinos e inmensas llanuras ciegas se colgaban a su tosco traje de campo color de ante, sus polainas de gamuza, su marrazo de acero y su acicate de plaza, su chaquetilla y sus pantalones abrochados con plata y oro, todo brillante de oro y plata, pero no la especie atesorable sino los metales que nos visten para la guerra y para la muerte: un traje de luces.

Era un hombre del norte, alto y robusto, con un torso más largo que sus cortas piernas indias, con brazos largos y manos poderosas y esa cabeza que parecía cercenada hace tiempo del cuerpo de otro hombre, hace mucho y muy lejos también, una cabeza cortada del pasado aleada como un casco de metal precioso a un cuerpo mortal, útil pero inútil, del presente. Los ojos orientales, risueños pero crueles, rodeados de un llano de divertidas arrugas, la sonrisa pronta, los dientes salidos brillando como granos de maíz muy blanco, el bigote raído y la barba con tres días de crecimiento: una cabeza que había estado en Mongolia y Andalucía y el Rin, entre las tribus errantes del norte americano y ahora aquí en Camargo, Chihuahua, sonriendo y parpadeando y angostando la mirada contra los embates de la luz, con vastas reservas de intuición y ferocidad y generosidad. La cabeza había venido a reposarse sobre los hombros de Pancho Villa.

Los terratenientes habían huido y los prestamistas se habían escondido. Villa rió frenando apenas su caballo castaño en las calles empedradas de Camargo, donde su columna central de la División del Norte se reunía con las de los demás generales antes del asalto sobre Zacatecas, el empalme comercial de las haciendas devastadas que él había saqueado para liberar al pueblo de la esclavitud y el agio y las tiendas de raya. Entró pisando fuerte sobre el empedrado, encabezando un séquito de rumores metálicos en contrapunto a la oquedad extraña de las calles de piedra: chocaban los frenos de hierro, las barbadas de argolla, los cabestrillos y los frenos de cobre; chasqueaban los vaquerillos con crin de caballo y los acicates y los fuetes.

Todo el pueblo estaba allí, tirando confeti desde los balcones de hierro forjado, serpentinas desde los postes de luz, apaciguando el encuentro de metal y piedras con la marea color de rosa, azul y escarlata de las fiestas mexicanas, desbordada en los grandes garrafones de vidrio con aguas frescas, las rebanadas de dulces de colores y las anchas cazuelas burbujeantes con salsas negras, rojas y verdes.

También estaban allí los reporteros, los periodistas y fotógrafos gringos, con una nueva invención, la cámara cinematográfica. Villa ya estaba seducido, no había que convencerlo de nuevo, ya entendía que esa maquinita podía capturar el fantasma de su cuerpo aunque no la carne de su alma —ésta le pertenecía sólo a él, a su mamacita muerta y a la revolución—; su cuerpo en movimiento, generoso y dominante, su cuerpo de pantera, eso si podía ser capturado y liberado de nuevo en una sala oscura, como un Lázaro surgido no de entre los muertos sino de entre el tiempo y el espacio lejanos, en una sala negra y sobre un muro blanco, donde fuera, en Nueva York o en Paris. A Walsh, el gringo de la cámara, le prometió:

—No se preocupe, don Raúl. Si usted dice que la luz de las cuatro de la mañana no le sirve para su maquinita, pues no importa. Los fusilamientos tendrán lugar a las seis. Pero no más tarde. Después hay que marchar y pelear. ¿De acuerdo?

Ahora los periodistas yanquis reunidos en Camargo lo asaltaron a preguntas antes de que él se moviera a asaltar a Zacatecas para decidir la suerte de la revolución contra Huerta y de paso la suerte de la política mexicana de Wilson.

—¿Espera que el gobierno de los Estados Unidos lo reconozca si gana usted?

—Ese problema no existe. Yo estoy subordinado a Carranza, el primer jefe de la revolución.

—Todo el mundo sabe que usted y Carranza no se llevan, general.

—¿Quién lo sabe? ¿Usted lo sabe? Pues dígamelo por favor.

—Interceptamos un telegrama que su general Maclovio Herrera le mandó a Carranza ahora que le negaron a usted el derecho de lanzarse contra Zacatecas, general Villa. El texto es muy lacónico. Sólo dice: "Es usted un hijo de puta."

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