Gringo viejo (14 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Drama,Relato,Historico

Le dijo que había dos posibilidades de muerte la noche anterior después de la batalla. Una era la del gringo. La otra la del coronel de federales. Cualquiera de los dos pudo morir.

—Regresé a contarte que el coronel murió como un valiente.

—Vives un inacabable sueño de honor.

(Ahora ella está sola y recuerda: Así no es la vida como yo la entiendo. Ah, ¿ahora ella entendía la vida al fin, después de ser amada por él?)

—Eres vanidoso y tonto a veces, y a veces eres sincero y vulnerable. Esto sé después de haberte amado. Esto lo entiendo, pero no tu manera de entender la vida, porque tú celebras la muerte más que nada.

—Yo estoy vivo. Gracias a una mujer ayer y gracias a ti hoy.

No, ella negó agitando su cabellera castaña, él estaba vivo hoy porque todavía no le llegaba el mejor momento para su muerte. No lo dejaría pasar. Lo más importante de la vida de Arroyo no iba a ser cómo vivió, sino cómo murió.

—Seguro. Espero que tú puedas verme morir, gringuita. —Ya te dije que prefiero ver tu muerte que la del viejo. 

—Está muy viejo.

—Pero no sé juzgar su dolor. El tuyo sí.

—Te la has pasado juzgándome desde que llegaste.

—Ya no lo haré más, te lo juro. Es mi promesa contra la tuya, general Arroyo.

—Hablas mucho, gringuita linda. Yo crecí en silencio. Tú tienes más palabras que sentimientos, creo yo.

—No es cierto. Me gustan los niños. Soy buena con ellos.

—Entonces ten uno.

Se rieron mucho y él volvió a besarla, metiéndosele en la boca como en un sótano lleno de perros, devorándole la lengua con la misma hambre que sintió entonces.

—¿No te gusta, gringuita? Con o sin promesas, no te gusta, dime gringuita preciosa, gringuita amante y dolida, amando de veras por la primera vez, no me digas que no chula, ¿no te gustó mi amor, tu amor gringuita?

—Sí.

Arroyo gritó y la mujer de la cara de luna apretó la mano del gringo viejo y dijo de Arroyo lo que todos decían del gringo:

—Nomás vino aquí a morirse.

—Capitán Winslow, estoy muy sola y usted puede tomarme cuando guste.

El gringo viejo regresó caminando al carro de ferrocarril y vio a Arroyo solo, riendo y contoneándose, con paso fanfarrón, por el campamento polvoso, sin saber lo que su enemigo hacía o decía. Pero el gringo imaginó y temió que el general se paseaba como un gallito para dar a entender que la gringa era suya, se había desquitado así de los chingados gringos, ahora Arroyo era el macho que se cogió a la gringa y lavó con una eyaculación rápida las derrotas de Chapultepec y Buenavista.

Pero Harriet no pensaba como el viejo. Cuando Arroyo la dejó, la mujer con cara de luna había regresado al compartimiento donde dormían las dos mujeres y Harriet se sintió escandalizada y avergonzada. Esta era su verdadera mujer.

—Debes entender —dijo la mujer de las manos largas y suaves, que eran parte de su afecto y de su comunicación—. Eran azotados con el lado plano del machete si se les oía hacer el amor. A veces casi los mataban. Tenían que amar y gozar en silencio, te lo digo como mujer. Menos que bestias. Yo fui la primera mujer que él amó sin tenerle miedo a sus palabras y a sus suspiros. El nunca olvidara cómo gritó de placer la primera vez que se vino dentro de mí y nadie lo azotó. Tampoco yo lo olvidaré, señorita Harriet. Nunca voy a interrumpir su amor, porque sería como interrumpir mi amor. Pero él nunca había vuelto a gritar, hasta esta noche, con usted. Esto me dio miedo, debo confesárselo ahora, antes de que sea demasiado tarde y mi presagio se vuelva otra cosa. Tomás Arroyo es hijo del silencio. Su verdadera palabra son sus papeles que él entiende mejor que nadie, aunque no los sepa leer. Yo siempre temí que regresara aquí, donde nació. ¿Qué cosas pueden pasar cuando uno regresa al hogar que un día abandonó para siempre?

Como no supo qué contestar a esto, Harriet hizo un intento débil por decirle a la mujer que ella también tuvo un amante en su país, un hombre tierno y entero, un hombre distinguido y responsable, un… Miró los ojos de la mujer con cara de luna y no pudo continuar.

—Estás libre, gringa —le había dicho Arroyo al dejarla esa tarde, y ella le había contestado que no, ése no era amor de verdad, pero qué le iba a decir si regresaba otra vez, esta noche, un poco borracho, a decirle que no le bastaba una vez, que el dolor del gringo viejo no era nada junto al dolor de él, el dolor de no tenerla a ella otra vez, de seguirla deseando, imaginándola desnuda en sus brazos, acariciarla…

—Ya no tienes nada que desear o imaginar, general Arroyo.

—No me castigues, por favorcito.

—¿Preferirlas imaginarme? Ahora hablas como un hombre que conocí una vez. También él prefería imaginarme mientras tomaba a otras, para que yo fuera su chica ideal. Quizás mi destino es vivir en la imaginación de los hombres.

Arroyo dijo que no conocía la historia personal de Harriet, ni quería saberla. ¿Quizás ella también sentía que se había desquitado?

—Todos somos gente resentida, unos más que otros —le dijo Tomás Arroyo—. A todos nos gusta la venganza. Aquí la llamamos por su nombre. ¿Cómo la llaman ustedes?

—Caridad… destino… —murmuró Harriet Winslow.

Admitió que sí quería matar al gringo viejo la noche de la batalla y luego decirle a ella que murió como un cobarde. ¿Qué quería ella, de veras? ¿Tener un padre como el gringo viejo, o ser como su padre con Arroyo? Ella tembló al oír esto y le dijo habla, habla, para que dijera otra cosa, no esa que acababa de decir.

Arroyo pensó antes de decidirse a quererla que nunca iba a saber por qué el gringo viejo no mató al coronel y perdió así la oportunidad de ganarse la confianza del jefe.

—Esa fue la primera cosa que me dije, gringa —le comunicó en seguida su duda—. La segunda fue: Arroyo, si matas al gringo viejo nunca va a ser tuya la gringuita. Entonces un diablito se me metió en la cabeza y me dijo: Arroyo, puede que las dos razones sean la misma. Ni tú ni el gringo quieren perder a esta linda mujer. Y los dos saben que ella nunca amaría a un asesino.

Esto la desesperó. ¿Cómo contaba Arroyo sus muertos? ¿Los del nuevo día borraban a los del anterior? ¿Cada mañana era borrón de sangre y cuenta nueva de muerte? Mañana, mañana… Dijo que no le importaba nada de lo que dijera ya. Pudo haber dicho lo que quisiera. Pudo haberle inventado otro destino al viejo. Le gritó que la estaba hiriendo en su fe más profunda. Le pidió que le creyera: ella no pensaba como él, le costaba seguirlo, no debían verse más, una sola vez para hacerse una promesa y darse un placer, lo admitía, pero no para reinventarse un destino, el propio y el ajeno también. Esa no era su fe, dijo sollozando Harriet Winslow. Sólo Dios puede hacer eso.

—No un hombre como tú.

—Pude haberlo matado.

—Entonces nunca me hubieras poseído, tienes razón. Sólo estuve contigo porque me dijiste que querías matarlo. Eso me dijiste en el apretujón de la capilla, agarrándome los brazos.

—Oye, ¿qué es esa rueda en tu brazo derecho?

—Es una vacuna. Pero contéstame. Ahora debes cumplir tu promesa.

—Estás libre, gringa. ¿Vacuna?

—¿Me enseñaste a descubrir el amor sin amar? Esta no es la verdadera libertad de una mujer, te equivocas. 

Y otra vez:

—¿No te gustó, gringuita?, dime si no te gustó, con o sin promesa, verdad que te gustó y quieres más, gringuita preciosa, muchachita dulce, gringuita mía mi amante cariñosa, amando de verdad por la primen vez, con tu vacuna y todo, yo sé, ¿no te gustó mi amor nuestro amor gringuita?

—Si.

Y esto Harriet Winslow nunca se lo perdonó a Tomás Arroyo.

XVI

—¿Sabes por qué regresé? —le preguntó a Harriet Winslow, y en seguida no preguntó, afirmó—: Tú sabes por qué regresé. Tus ojos se te escapan, gringuita, debes andar huyendo de algo, puesto que tanto deseas regresar a lo mismo a lo que le andas huyendo: mira, te miraste en los espejos, ¿crees que no lo sé?, yo también me miré en los espejos, cuando era un muchachito; pero mis hombres no, ellos nunca habían visto sus cuerpos enteros; yo tenía que darles ese gran regalo, esa fiesta: ahora, mírense, muévanse, levanta un brazo, tú, baila una polka, desquítense de todos los años ciegos en que vivieron ciegos con sus propios cuerpos, tentando en la oscuridad para encontrar un cuerpo —tu cuerpo— tan extraño y callado y lejano como todos los demás cuerpos que no te permitían tocar o a los que no les permitían tocarte a ti. Se movieron enfrente del espejo y se quebró el encanto, gringuita. Tú sabes, aquí tenemos un juego de niños. Se llama los encantados. El que te toca te encanta. Te quedas quieto hasta que otra persona llega a tocarte. Entonces puedes moverte otra vez. ¿Quién sabe cuándo vendrá otra persona a encantarte otra vez? Encantar. Es una palabra muy bonita. Es una palabra muy peligrosa. Estás encantado. Pero ya no eres dueño de ti mismo. Le perteneces a otra persona que no puede hacerte bien o hacerte daño, ¿quién sabe? óyeme gringuita: yo he estado encantado por esta casa desde que nací aquí, no en la cama grande y acojinada y con baldaquines de mi padre, sino en el petate de mi madre en los cuartos de servicio. La hacienda y yo nos hemos estado mirando desde hace treinta años, como tú miraste al espejo o como mis hombres se vieron reflejados. Yo estaba encantado por la piedra y el adobe y el azulejo y el vidrio y la porcelana y la madera. Una casa es todo esto, pero mucho más también. ¿Tuviste una casa a la que le pudieras decir "mi casa" cuando eras niña, gringuita? ¿O tú también tuviste que mirar a una casa que pudo ser tuya, que de algún modo era tuya, me entiendes, pero que era más lejana que un palacio en un cuento de hadas? Hay cosas que son las dos cosas: tuyas y ajenas, que te duelen como propias porque no son tuyas. ¿Me entiendes? Ves otra casa, entiendes esa casa, ves cómo se prenden las luces y luego se escurren de ventana en ventana, luego las ves apagarse de noche y tú estás dentro de la casa pero afuera también, enojado porque estás fuera pero agradecido de que puedes ver la casa mientras todos ellos, los demás, los otros, muchos, están adentro, capturados, y no pueden ver: entonces ellos son los excluidos y tú te alegras, gringuita, tú te sientes contento y hay alegría en tu corazón: tú tienes dos casas y ellos sólo tienen una.

Arroyo dejó escapar un espantoso suspiro, más parecido al quejido de alguien pateado en la ingle y escondió la expulsión involuntaria de sus pasiones interiores carraspeando y escupiendo una flema gruesa en una copa llena de mezcal. Era un feo espectáculo y Harriet se escondió de él pero Arroyo le tomó con fuerza la barbilla.

—Mírame —dijo Arroyo, desnudo frente a Harriet, arrodillado desnudo con su duro pecho moreno y su ombligo hondo y su sexo inquieto, nunca en reposo, ella lo averiguó, siempre a medio llenar, como la botella de mezcal que siempre dejaba abandonada en sus lugares, como si los largos y duros testículos, semejantes a un par de aguacates peludos, columpiándose pero duros como piedras entre sus esbeltas, lampiñas, lustrosas piernas indias, estuviesen ocupados incesantemente en la tarea de volver a llenar el pene negro, otra vez brilloso, palpitante, coronado por una aureola del vello más negro que ella había visto jamás, y se rió recordando el vello púbico despeinado, rojizo, escaso de Delaney, que ella sólo vio una vez, a través de la bragueta medio abierta, el pene de Delaney dormido como un triste enano perdido en una lavandería: visto sólo una vez, pero sentido tantas veces cuando le pedía: sé mi mujer, Harriet, demuéstrame tu amor, haz lo que quieras, ya sabes, sin ningún peligro para ti, dulzura, sólo tu manita suave, Harriet: y sus pequeños placeres fríos y espasmódicos; Arroyo era como un arroyo fluido y parejo de sexo: eso es lo que su nombre significaba, Brook, Stream, Creek: Tom Creek, Tom Brook, ¡qué buen nombre inglés para un hombre que se parecía a Tomás Arroyo!, ella rió con él arrodillado allí frente a ella, sin ostentar su perpetua semierección que ella vio y tocó con ensueño, entendiendo que nada había que entender allí, que Arroyo, su Tom Brook, era el garañón elemental: había oído decir que hombres como los arrieros, los esquiladores, los albañiles, siempre la tenían lista, dura, no se complicaban la vida con pensamientos sobre el sexo, usaban el sexo con la normalidad con que caminaban, estornudaban, dormían o se alimentaban: ¿Arroyo era como ellos? Lo pensó por un momento y en seguida se detestó a sí misma por mirarlo una vez más con aire protector —mucho, mucho mejor pensar que la verga de Arroyo estaba siempre lista, o medio lista, en verdad, gracias a una imaginación complicada que a ella le resultaba imposible calar: ¿quizás él era así con ella, sólo con ella, con nadie más, con ninguna otra mujer?

"Harriet Winslow —se regañó en silencio a sí misma—, el orgullo es un pecado. No te conviertas en una muchacha tonta e infatuada tan tardíamente. No estás enloqueciendo a nadie, ni en México ni en Washington. Quieta, quieta, miss Harriet, niña, tranquila."

Ya no se hablaba más a sí misma; su imaginación la había conducido a los brazos de la amante de su padre, la húmeda negra en la mansión húmeda y silente donde las luces subían y bajaban por las escaleras.

—Mírame —repitió Arroyo—, mírame mirándote (esto quería decir, de todas maneras, pensó ella) (ahora ella se siente sola y recuerda) incapaz de moverme mientras te miro a la cara, porque eres bella, quizás, pero la belleza no es la única razón para permanecer así, inmóvil, enfrente de alguien o de algo, como ante una serpiente, sonrió Harriet, por ejemplo, o un espejismo en el desierto; o una pesadilla de la cual no se puede escapar, cayendo para siempre dentro del pozo del sueño, para siempre corriendo carreras dentro del sueño: no —dijo Arroyo—, piensas en cosas tristes y feas, gringa, yo hablo de belleza, o amor, o porque de repente me acuerdo de quién eres tú y o tú me haces acordarme de quién soy yo, o de repente cada uno se acuerda de alguien por su cuenta pero le da las gracias a la persona que está mirando por traerle ese dulce recuerdo de vuelta; sí —ella levantó la palma de su mano—, aquí, esta noche puedo imaginar muchas cosas que nunca fueron o desear lo que nunca tuvimos —dijo Arroyo, uniendo su palma abierta a la de ella: ella fría y seca, él caliente pero también seco, los dos de hinojos con sus rodillas arremolinando la espuma de las sábanas, la cama como un oleaje inmóvil que recobraría la vida en cuanto el tren se moviera otra vez, se apresurara rumbo a su siguiente encuentro, la batalla, la campaña, lo que viniera después en la vida de Arroyo: entonces la cama de los Miranda sobre la cual estaban arrodillados juntos y enamorados se sacudiría por sí misma, sin tomar en cuenta a los cuerpos que ahora le daban su único ritmo: un mar de flujos lentos y fríos y súbitos relámpagos de calor surgidos desde las profundidades insospechadas donde un pulpo se movería con terror irracional y los espirales de arena negra corriendo como nubes hacia arriba entibiando las aguas con la fiebre revelada de lo inmóvil, rompiendo los espejos del mar helado: astillando la superficie de la realidad.

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