Gringo viejo (9 page)

Read Gringo viejo Online

Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Drama,Relato,Historico

"Alguien afligido con una enfermedad dolorosa o repugnante, alguien que se ha deshonrado, alguien irremediablemente entregado a la botella, alguien… ¿por qué no honrarlos cuando se suicidan, honrarlos tanto como al valiente soldado o al abnegado bombero?"

—Ves, Harriet —le dijo como si hablara a las estrellas muertas y no a la oreja húmeda y cálida que tenía cerca, sin que los brazos de la mujer lo apretaran contra los pechos de la mujer—, en realidad no estaban contra mí, sino en contra de mi vida. El hombre mi hijo mayor decidió morir en el horrible mundo que yo escribí para él. Y el hombre mi hijo menor decidió morir demostrándome que tenla el coraje de morir por coraje.

Rió en voz alta:

—Yo creo que mis hijos se mataron para que yo no los ridiculizara en los periódicos de mi patrón William Randolph Hearst.

—¿Y tu mujer?

El gringo viejo viajó por el desierto mirando a los tarayes junto a un flaco río. Esas matas sedientas y lujosas atesoran el agua escasa sólo para volverla amarga, salada, inservible para todos:

—Ella se murió sola y llena de amargura, se murió de una enfermedad honda y devoradora, que es la de la sensación de haber perdido el tiempo en las mil recriminaciones tristes de una pareja que se pasa los días cruzándose sin hablarse, sin mirarse siquiera; los encuentros insufribles de dos animales ciegos en una cueva.

"Sólo la muerte compensa de tanta bilis vengativa, exigencias de silencio, genio trabajando y luego, ¿dónde están las pruebas del cacareado talento?", dijo el viejo recomponiéndose, sintiendo el dolor de cabeza, alejándose de Harriet Winslow como el pecador se aleja del confesionario y busca el piso donde hincarse a cumplir la penitencia. El gringo viejo trató de penetrar con la mirada la ceguera nocturna del desierto e imaginar esas creosotas que crecen guardando sus distancias porque sus raíces son venenosas y matan a cualquier planta que crezca a su lado. Así se apartó de Harriet Winslow.

—¿Y la hija? —dijo con la voz por primera vez temblorosa Harriet Winslow, maldiciendo en seguida esa traición de sí misma.

—Mi hija juró nunca volverme a ver contestó serenado el viejo, buscando en vano con sus manos nerviosas una copa o un pedazo de papel—. Me dijo: Me moriré sin volverte a ver, pues espero que mueras antes de que sepas si me vas a extrañar. Pero lo dudo, miss Harriet, lo dudo porque tuvo en sus ojos la gran esperanza de que yo recordaría las pequeñas cosas que, después de todo, nos mantuvieron unidos tantos años. ¿No fue así entre usted, su padre y su madre, miss Harriet?

Ella no contestó. Quería escuchar el fin. No quería que el viejo volviera a perder la mirada en la noche del desierto, buscando imposibles analogías. (Ella permanece sentada y recuerda: quería que el viejo terminara ya y que ella no tuviera que empezar nunca.) Sabía que la historia tragicómica del tío abuelo Halston y las pinturas italianas no era suficiente para compensar el regalo que de su vida le hacia el viejo compatriota, el escritor.

—¿Y la hija?

—¿Recuerdas los goces nimios de ser padre e hija y luego el enorme dolor  de entender que eso se acabó para siempre?

—¿Y la hija? —casi gritó, pero con una frialdad terca y queda, Harriet Winslow.

—Me dijo que no me perdonaría nunca su dolor mortal ante los cadáveres de sus hermanos. Tú los mataste a los dos, me dijo, a los dos.

—¿Y el país? —se levantó ahora con enojo Harriet, disfrazando su miedo de no continuar sola, "debo contestarle al viejo, ¿y el país?" y el viejo cayó en la trampa, también de eso se burló, claro, ¿quería ella saber si él también había asesinado el sentido del honor nacional, del deber patriótico, de la lealtad a la bandera? Pues sí; hasta eso, por eso le temió su familia, él se rió de Dios, de la Patria, del Dinero, por Dios, entonces, ¿cuándo les tocaría a ellos?, eso se han de haber preguntado ellos, a nosotros cuándo, cuándo se volverá nuestro maldito padre contra nosotros, juzgándonos, diciéndonos ustedes no son la excepción, son parte de la regla, tú también mi mujer, tú también mi hermosa hija, ustedes también mis hijos, son parte de esa basura ridícula, de esos pedos de Dios que se llaman la humanidad.

—Los extinguiré a todos con ridículo. A todos los sofocaré con una risa envenenada. Me reiré de ustedes como de los Estados Unidos, su Ejército y su Bandera ridículas —dijo ya sin aire el viejo, sofocado por el asma,

My country 'tis of thee

Sweet land of felony.

Harriet Winslow no se movió para ayudarlo. Nada más lo miró allí, ahogándose, doblado sobre sí mismo en la sillita de mimbre de la plataforma del tren como una navaja de afeitar se dobla al dejar de ser usada.

—Le digo que yo respeto al ejército —dijo Harriet tan sencillamente como pudo, sin tratar de sonar argumentativa, porque al menos el viejo no había mentido.

—¿Porque el ejército se interpuso entre ustedes y el hospicio? —preguntó sofocado el viejo, con los ojos brillantes y llorosos, pero decidido a morirse en la raya de la burla ahogado por su propia risa—. Entonces en realidad
fue
el hospicio. Lo siento.

—Yo no me avergüenzo de nuestra nación y de nuestros antepasados. Ya se lo dije, mi padre murió en Cuba, desaparecido en combate…

—Lo siento —tosió el viejo que minutos antes acarició las manos y hundió el ol fato en la cabellera castaña de una bella mujer—. Ahora abre bien los ojos, miss Harriet, y recuerda que matamos a nuestros pieles rojas y nunca tuvimos el valor de fornicar con las mujeres indias y tener por lo menos una nación de mitad y mitad. Estamos capturados en este negocio de matar eternamente a la gente con otro color de piel. México es la prueba de lo que pudimos ser, de manera que mantén bien abiertos los ojos.

—Ya veo. Sientes vergüenza de haberte mostrado abierto y humano conmigo. No toleras el dolor de los que amaste.

De su padre había escrito hace mucho el gringo viejo: "Fue un soldado, luchó contra salvajes desnudos y siguió la bandera de su país hasta la capital de una raza civilizada, muy al sur." Pero a ella no podía decirle esto ahora, no quería compartir nada más con ella esta noche ni darle razón alguna. Se preguntó si esto era lo único que tenían en común, las guerras entre hermanos, las guerras contra "salvajes", las guerras contra lo débil y extraño. No dijo nada porque quiso confiar en que algo más, alguien más, podría todavía unirlos, sin que ella dependiera de él para entender nada aquí. No iba a olvidar muy pronto el olor del pelo, la suavidad de piel, las manos deseables. Quizás era demasiado tarde: ella había desaparecido y él se quedó solo frente al desierto. Quizás la podría visitar en sueños. Quizás la mujer que entró al salón de baile la noche anterior no se vio a sí misma, pero sí se soñó.

—Son vidas ajenas, que no entendemos muy bien —dijo Inocencio Mansalvo—. ¿Quieren conocer nuestras vidas mejor? ¡Pues tendrán que adivinarlas, porque todavía no somos nadien!

XI

El general Arroyo dijo que el ejército federal, cuyos oficiales habían estudiado en la academia militar francesa, esperaban empeñarlos en combate formal, donde ellos conocían todas las reglas y los guerrilleros no.

—Son como la señorita —dijo el joven mexicano, moreno, duro, casi barnizado—; ella quiere seguir las reglas; yo quiero hacerlas.

¿Oyó el viejo lo que la señorita Winslow dijo anoche? ¿Había oído lo que la gente del campamento y la hacienda decía? ¿Por qué no había de gobernarse la gente a sí misma, aquí mismo en su tierra: era éste un sueño demasiado grande? Apretó las quijadas y dijo que quizás la señorita y él querían lo mismo, pero ella no quería admitir la violencia primero. En cambio Arroyo sabía —le dijo al gringo viejo-que una nueva violencia era necesaria para acabar con la vieja violencia; el coronel Frutos García, que era leído, decía que sin la nueva violencia la violencia de antes nomás seguiría para siempre igual, verdad, ¿verdad, general indiano?

El viejo miró largo tiempo el sendero quebrado por donde iban a caballo. Luego dijo que entendía lo que el general trataba de decir y le agradecía que tuviera palabras para decirlo. Eran palabras de hombre, le dijo, y las agradecía porque lo ataban de nuevo a los hombres cuando él había hecho una profesión de negar la solidaridad o cualquier otro valor, para qué negarlo, dijo el gringo viejo esperando que su sombrero ocultara su sonrisa.

Trotaron en silencio hacia la cita. El viejo pensó que estaba en México buscando la muerte y ¿qué sabía del país? Anoche le citó al desierto una frase recordando que su padre había participado en la invasión de 1847 y la ocupación de la ciudad de México. Luego recordó que Hearst mandó a un radical del periódico a reportear sobre el México de Porfirio Díaz y el periodista regresó diciendo que Díaz era un tirano que no toleraba oposición alguna y había congelado al país en una especie de servidumbre, donde el pueblo era el siervo de los hacendados, el ejército y los extranjeros. Hearst no dejó que esto se publicara; el poderoso barón de la prensa tenía a su radical y a su tirano, le gustaban los dos, pero sólo defendía al tirano. Díaz era un tirano, pero era el padre de su pueblo, un pueblo débil que necesitaba un padre estricto, decía Hearst paseándose en medio de sus tesoros acumulados en cajas y aserrín y clavos.

—Hay algo que no sabes —le dijo Arroyo al gringo—. De joven Porfirio Díaz era un luchador valiente, el mejor guerrillero contra el ejército francés y Maximiliano. Cuando tenía mi edad, era un pobre general como yo, un revolucionario y un patriota, ¿a que no lo sabías?

No, dijo el gringo, no lo sabía: él sólo sabía que los padres se les aparecen a los hijos de noche y a caballo, montados encima de una peña, militando en el bando contrario y pidiéndoles a los hijos:

—Cumplan con su deber. Disparen contra los padres.

A esta hora temprana del desierto, las montañas parecían aguardar a los jinetes, como si en verdad fuesen jinetes del aire, detrás de cada hondonada: las distancias se pierden y a la vuelta de un recodo la montaña espera para saltar como una bestia sobre el caballero. En el desierto, dice el dicho, se puede ver la cara de Dios dos o tres veces por día. El gringo viejo temía algo semejante, ver la cara del padre, y trotaba junto a un hijo: Arroyo el hijo de la desgracia.

Qué impalpable, pensó el gringo viejo esta madrugada, es la información que un padre hereda de todos sus padres y transmite a todos sus hijos: él creía saber esto mejor que muchos, dijo ahora en voz alta, sin saber o importarle que Arroyo le entendiera, tenía que decirlo, lo habían acusado de parricidio imaginario, pero no al nivel de un pueblo entero que vivía su historia como una serie de asesinatos de los padres viejos, ahora inservibles. No, él realmente sabía de lo que hablaba, incluso cuando tan rápidamente diagnosticó y etiquetó a miss Winslow: él, el viejo, el juglar armado llegado al fin de su particular atadura humana, el hijo de un calvinista iluminado por el terror del infierno que también amaba la poesía de Byron y un día temió que su hijo lo matara mientras dormía, el hijo primero demasiado imaginativo y luego tan horrendamente desdeñoso de todo lo que la familia había heredado y prolongado naturalmente, la parsimonia, el ahorro, la fe, el amor hacia los padres, el sentido de la responsabilidad. Miró a Arroyo, que ni siquiera lo oía. El gringo dijo que la ironía era que hoy el hijo viniera por el mismo camino que el padre había recorrido allá por 1847.

—El ganado, mira —dijo Arroyo—, se está muriendo.

Pero el viejo no miró las tierras de pastoreo de los Miranda; sus ojos estaban cegados por una niebla de reconocimiento propio al pensar en su padre muerto vivo en México en otro siglo, preguntándole al hijo si conociendo el resentimiento y las acusaciones de México contra los americanos, no había venido aquí por ese motivo, pero añadiendo injuria al insulto de su patria americana, provocando a México para que México le hiciera lo que él no se atrevía a hacer por sentido de honor y de respeto propio: no morir, como había pensado, sino sucumbir al amor de una muchacha.

—¿Usted se enamoraría de una muchacha joven, si tuviera mi edad? —dijo en broma el gringo viejo.

—Usted dedíquese a cuidar a las muchachas pa que no les suceda ninguna desgracia —le sonrió de regreso Arroyo—, ya se lo dije, vea que esté bien protegida y piense que es como su hija.

—Eso quise decir, mi general.

—¿No quisiste decir nada más, general indiano?

El viejo sonrió. Alguna vez tenía que empezar a hacer de las suyas; ahora era tan buen momento como cualquier otro; ¿quién le aseguraría que sería Arroyo, y no él, el muerto más ilustre de esta jornada?

—Si, venía pensando en su destino, general Arroyo. 

Arroyo rió de nuevo:

—Mi destino es mío.

—Deje que me lo imagine igual que el de Porfirio Díaz —dijo impávidamente el gringo—. Deje que me lo imagine a usted en el porvenir del poder, la fuerza, la opresión, la soberbia, la indiferencia. ¿Hay una revolución que haya escapado a este destino, señor general? ¿Por qué han de escapar sus hijos al destino de su madre la revolución?

—Mejor dime, ¿hay un país que haya evitado esos anales, incluyendo el tuyo, gringo? —preguntó Arroyo adelantado sobre su arzón, tan tranquilo como el gringo viejo.

—No, yo hablo de su destino personal, no del destino de ningún país, general Arroyo; usted sólo se salvará de la corrupción si muere joven.

Esto pareció alegrar, en contra de las intenciones del viejo, a Arroyo:

—Me adivinaste el pensamiento, general indiano. Nunca me he soñado viejo. ¿Y tú? ¿Por qué no te moriste a tiempo, cabrón? —rió mucho Arroyo.

El gringo viejo cedió ante el humor del mexicano y sólo le dijo lo que le decía a veces a las estrellas: Esta tierra… —nunca la había visto antes: la había atacado por órdenes de su jefe Hearst, que tenía ranchos y propiedades fabulosas aquí, y temía a la revolución, y como no podía decir: "Entren a proteger mis propiedades", tenía que decir: "Entren a proteger nuestras vidas, hay ciudadanos norteamericanos en peligro, intervengan…"

—Ah qué estos gringos —exclamó Arroyo con un aire de broma tajante—, cuando te digo que hablan en chino… Lo que pasa es que tú no sabes a lo que tenemos derecho, nomás no lo sabes. El que nace con el techo de paja pegado a las narices, tiene derecho a todo, general indiano, ¡a  todo!

No tuvieron tiempo de hablar o de pensar más porque llegaron a una pendiente rocallosa donde un centinela esperaba al general y le dijo que todo estaba listo, como él lo ordenó.

Other books

The Split Second by John Hulme
The Wishsong of Shannara by Terry Brooks
The Duchess and the Spy by Marly Mathews
Evil Allure by Rhea Wilde
The Scarecrow by Michael Connelly
24 Veto Power by John Whitman
All Through the Night by Connie Brockway
Dear Meredith by Belle Kismet