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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Drama,Relato,Historico

Gringo viejo (11 page)

—¿Tú crees que ya nos vamos? —le preguntó Inocencio Mansalvo al escuincle Pedrito, como si realmente creyera que sólo de la boca de los niños y los borrachos se oye la verdad.

—No sé —dijo el niño—, aquí nació y aquí se crió; le ha de gustar.

—Pues a la tropa no; ya están inquietos… —comentó el coronel Frutos García.

El gringo sintió estas tensiones desde que regresaron a la hacienda. No quiso provocar ahora a Arroyo: su sentido de los espacios dramáticos (sonrió el viejo escritor) se sentiría violado por una muerte más, encima de la batalla y el coronel federal; se rió; ni que fuera Shakespeare, aunque fuera su muerte. Se quedó atrás, con la infantería, pero también allí sintió la nueva tensión. Espontáneamente la tropa fatigada pero maliciosa fue empujando al gringo hacia atrás, hasta las últimas filas, la de los chaqueteros federales que se pasaron con Villa pero que aún no probaban de qué estaban hechos. El gringo sí: por primera vez, sintió miedo en la batalla; pero un miedo grave, no el temor vanidoso ante las penas o ante el espejo. Prefirió sonreír y lanzar un escupitajo largo, por encima de la cabeza de la yegua.

—Ah sí, cómo no me voy a acordar —les decía el general Frutos García a sus amigos después de la bola, cuando el coronel fue ascendido para recompensar en él al villismo derrotado y conciliar a las fuerzas de la revolución—. El gringo vino buscando la muerte, nada más. En cambio, lo que estaba encontrando era la gloria y los frutos amargos de la gloria, que se llaman la envidia.

El gringo escupió otra vez, largo y pardo y lejos. Se rió de sí mismo. Hacía años había escrito algo sobre la Guerra de Secesión: "Una receta simple para ser un buen soldado: Siempre intenta que te maten."

—Siempre intenta que te maten —fue lo último que dijo el general Frutos García cuando murió en su residencia de la ciudad de México en 1964 y la frase se hizo célebre en los anecdotarios de los veteranos de la revolución.

—El general indiano…

Pegó duro con el puño sobre el arzón y sintió el movimiento de su imaginación literaria venciéndolo de nuevo, nerviosamente subiendo en cosquillas desde sus estribos a lo largo de las piernas largas y flacas, hasta el nudo de las emociones en el centro solar del pecho. ¿Estaba aquí para morir o para escribir una novela sobre un general mexicano y un gringo viejo y una maestra de escuela de Washington perdida en los desiertos del norte de México?

No tuvo tiempo o poder para imaginarla durante este día, mientras ellos cumplían sus ritos masculinos de coraje y muerte, y ella se quedó en la hacienda con otra fuerza en su mente directamente opuesta a la del general. Harriet Winslow no pensó, mientras se deshacía la corbata bajo el duro sol de la mañana cuando la mayor parte de la tropa se había ido y ella estaba sola con la guarnición adormilada y las mujeres y los niños, en seguir adelante a la siguiente batalla, en el encuentro con Villa, en la marcha triunfal a la ciudad de México que estaba en el fondo del pensamiento y el deseo de todos. Harriet Winslow, en cambio, establecía un horario básico de instrucción primaria para los niños, obligaciones de salvamento para las mujeres y de reconstrucción para los hombres. Los niños aprenderían hoy mismo, no mañana, las técnicas elementales, las tres
erres
de la enseñanza anglosajona: leer, escribir y contar; las mujeres hurgarían en los vastos armarios y los fragantes bargueños arrastrados por la tropa a los patios antes del incendio y separarían lo que estaba quemado de lo que no lo estaba, y lo repartirían todo, poniendo las cosas sin quemar de vuelta en sus lugares y cortando y cosiendo la ropa dañada para su uso personal. Los hombres pintarían a la cal las paredes apenas repararan las construcciones, limpiaran las manchas, removieran las cenizas; y ella misma, miss Harriet Winslow, pondría el ejemplo, sería el símbolo alrededor del cual giraría el trabajo de la hacienda renovada.

En su prisa, la señora Miranda había olvidado un cofrecito en un hueco de la pared detrás de su cama, protegido por un enorme crucifijo que se quemó, salvando el cofre y revelando su escondite. El alhajero contenía varios hermosos collares de perlas. A Harriet le disgustó la idea de las alhajas escondidas detrás de la figura de un Cristo agonizante (que protegía además la pasión carnal de la rica pareja que dormía a sus pies): la cópula del dolor de Dios con los bienes de este mundo. De manera que puso el cofre a la vista de todos, no en el resplandeciente salón de baile donde le pareció que se recargarían el lujo con el lujo (lo cual, para su manera de pensar, si no era idólatra, sí era de mal gusto), sino en un simple pasaje arqueado que conducía al salón de baile. El cofrecito fue colocado por Harriet en este corredor y sobre una mesita de nogal, solitario aunque tentador. Miss Winslow admitió esto con un temblorcillo moral. La tentación era necesaria para enseñarle a esta gente que la propiedad privada debe ser respetada y que saber esto es tan importante como saber leer.

Pasó la mañana de trabajo; pasó la hora de un almuerzo demasiado largo y exótico para miss Harriet (cazuelas burbujeantes, salsas verdes, epazote, tortillas calientes y olorosas) y antes de que pidieran el derecho paralelo de ir a los campos, atender sus pobres cultivos y cuidar de sus casas, ella jugó su carta más fuerte, más sorprendente, más definitiva. Los reunió en el salón de baile y les dijo que aquí se reunirían periódicamente —una vez a la semana, si los asuntos así lo requerían— y elegirían a sus propios funcionarios, un secretario y un tesorero; formarían comités para la crianza del ganado, la educación y el mantenimiento del lugar; para los abastecimientos también. Era preciso empezar ahora mismo. Cuando los legítimos propietarios regresaran, confrontarían el hecho consumado de que ahora la hacienda tenía una organización que hablaba en nombre de la gente que vivía y trabajaba aquí, y defendía sus derechos. Eso después. Pero hoy mismo, el general Arroyo se encontraría al regresar con que la gente ya se estaba gobernando sola, de verdad, no con esas vagas ideas sobre cómo serian las cosas cuando se acabara la guerra y luego el milenio, no, ahora mismo, ven ustedes, él va a seguir peleando hasta morirse y no dejará de pelear aunque gane pero ustedes van a quedarse aquí. Él dice que los liberó. Pues ahora ustedes demuéstrenle que tiene razón, incluso para desafiarlo a él que dice lo que dice.

Así habló ella y ellos la miraron con sus máscaras campesinas que no decían ni sí ni no ni te entendemos ni no te entendemos ni tenemos nuestra propia manera de ser ni somos capaces de aprender sin ti. No, no le dijeron nada así que ella dio por concluida la clase y dijo que volverían a verse mañana.

Se abotonó rápidamente la blusa abierta y la gente no se iba, se quedó hablando quedo entre sí, apenados pero sin muchas ganas de demostrarlo, dijo luego la Garduña que nomás miraba estos aconteceres con asombro, todos dudando si debían decirle hoy por qué mañana iba a ser imposible hacer todo lo que ella había dicho hoy.

—Pobrecita —dijo una mujer—, es muy buena gente pero no sabe qué día es mañana.

Se sintieron apenadas por ella y se rieron como pajarillos juguetones.

Ahora ella se sienta y recuerda.

Sucumbió a la siesta; se sintió degradada, inmoral, por caer en el sueño a las cuatro de la tarde su mente continuaba en el salón de baile, ella sola y buscando en vano los ojos que compartiesen el malestar de sus sueños, cuando se sentía lista para levantarse pero sentía que una mano la detenía, capturándola en la cama, humedeciendo la sábana que cubría su cuerpo desnudo y húmedo, almizcleño, oloroso a pétalos de magnolia muertos y a sótanos húmedos y arrastrándola de vuelta al sueño.

Harriet Winslow siempre despertaba con un sentimiento cierto de culpa por lo que había dicho o dejado de decir el día anterior; culpa por los errores y omisiones del día pasado.

Hoy, el combate y la sensación eran peores que nunca y la pregunta que la mantenía, en contra de su voluntad (de ello estaba convencida), encamada a las cuatro de la tarde, era una que ya se había formulado antes: "¿Cuándo fui más feliz?"

No se la hacía a menudo porque le recordaba siempre el beatifico
ritornello
de su madre: "La felicidad prevalecerá"; a pesar de ello se contestó a sí misma: "Yo fui más feliz cuando mi adorado padre nos dejó y yo me sentí responsable; sentí que ahora las cosas dependían de mí; era yo quien debía sacrificar, esforzarse, posponer, no sólo en nombre propio, sino en nombre de todos los que me quieren y son correspondidos." Ser feliz cumpliendo con el deber. Este eslabón entre su sueño y su actividad la acercaba a la imagen que ella quería preservar de su padre. La acercaba a todo lo que él había dicho, al azar, en la mesa: esa suerte de filosofía desencuadernada que cada uno escucha y aprende en el hogar, la vida es difícil, la vida es fácil, todo saldrá bien, el orden se impondrá, la caridad empieza por casa, trata a los demás como fuertes, ahorrativos, sabios: temerosos de Dios, metodistas sobrios, sin altares barrocos, temerosos de Dios: éste era el deber de ella cuando él se fue, más que el de su madre, a quien Harriet no podía soportar cuando se comportaba como una sombra abatida; pero volvía a quererla cuando reflejaba la luz de la inocencia, la felicidad un poco simple de la niñez de su hija, antes de que el padre se marchase y luego fuese declarado perdido en combate.

—¿Para qué sigues viviendo aquí conmigo, Harriet? ¿No te aburres?

En México, su deber era más que nunca su deber. Pero algo faltaba en el sueño. Había algo más, sin lo cual el simple deber no bastaba. Trató de invitar a otro sueño dentro de su sueño, una luz, un patio trasero regado de pétalos de cornejo caídos, un quejido desde lo hondo de un pozo.

El viejo, en el camino de regreso, no la imaginaba ahora. Arroyo tampoco. Ella despertó de repente. Antes de ver las caras o de oír las voces, se murmuró sueño adentro que si una no se dedica a organizar la vida desde que despierta, una tiene que enfrentarse a sus sueños. Tiene miedo la niña, tiene miedo: la cara brutal y pintarrajeada de la Garduña con sus dientecillos limados lloraba a su lado, la estremecía, le contaba una historia delirante, melodramática, que ella no entendió, sólo entendió una cosa:

—Ayúdenos, miss, la niña se nos muere.

Un paquetito azuloso, una piel teñida por el dolor, la niña moribunda, asfixiada mientras soplaba el viento álcali del desierto y Harriet de rodillas en el vagón del ferrocarril, como en un sueño, se imaginaba a si misma de niña, como hija de un militar en campaña, enferma así en un carro de ferrocarril que servía de casa y cocina y ahora de hospital: se ahogaba la niña que era ella y le decían todos, la Garduña plañidera, la mujer del rostro de luna, sálvela miss, ya nosotras no sabemos qué hacer, le vino esto de repente a la hijita de la Garduña, dos años apenas, no se nos vaya a morir, se nos ahoga, la agarró un aire, mírele el color, y Harriet se sintió desarmada, sin medicinas, ni jeringas, ni nada más que un paquetito de aspirina en su veliz, pasta de dientes, cepillos para el pelo, para la ropa, para los dientes: los dientes como cuchillos de la Garduña, la boca limpia de Harriet: no tenía medicinas y decidió que sólo con su cuerpo podía salvar a la niña, que corrieran por la aspirina, pero si de eso ya le dimos, y friegas y limpias con ramas de ruda y párroco aquí no hay, se fue corriendo y mi cuerpo dijo Harriet: cuándo bañaré mi cuerpo, cuándo lo podré lavar, vengo cargando mugre y muerte, muerte y sueño, soñando con mi padre perdido en el combate de Cuba, y su tumba vacía en Arlington, cargando sueño y mugre y muerte y miedo desde que descendí en Veracruz, Cuba y Veracruz, siempre los patios traseros de mi país, ocupados por mi país porque nuestro destino es ser fuertes con los débiles, el puerto de Veracruz ocupado por la infantería de marina de los Estados Unidos después de un supuesto insulto a la bandera de las barras y las estrellas:

—¿Tuvo usted dificultades al desembarcar, señorita Winslow?

—¿Fueron muy fisgonas las autoridades de ocupación, señorita Winslow?

—¿Le preguntaron sin muchas cortesías a dónde iba usted y cuál era el motivo de su viaje, señorita Winslow?

—¿Les mostró usted con orgullo su acta notarial comprobando que era capaz de valerse por sí misma y ganarse la vida, señorita Winslow?

—¿Les dijo que no iban a tener que preocuparse por repatriar a una chica americana extraviada y hambrienta: ella vino a enseñarles la lengua inglesa a los niños de una familia acomodada, señorita Winslow?

—¿Les dijo que usted no era una nana, sino realmente una maestra, lo que siempre había sido, una instructora, no una institutriz, señorita Winslow?

—¿Miró los muros acribillados de la vieja prisión de San Juan de Ulúa, pensando que usted misma podría acabar allí, señorita Winslow?

—¿Se dio cuenta de que los muros de la ciudad también estaban acribillados por el cañoneo reciente de buques de guerra gringos, señorita Winslow?

—¿Se enteró de que las velas blancas con moños blancos y flores blancas en las calles designaban los lugares donde cayeron los cadetes de la escuela naval de Veracruz, señorita Winslow?

—¿La acompañaron a la estación del tren dos infantes de marina en un guayín por las calles de perros sueltos y zopilotes cercanos, señorita Winslow?

—¿Les disparó un francotirador mexicano desde una azotea y uno de los marines cayó muerto a su lado, señorita Winslow, manchándole su blusa color de rosa con sangre de los trigales de Ohio, de donde alcanzó a decirle que venía el joven infante cuya cabeza cayó muerta sobre su hombro, señorita Winslow?

—¿Subió usted temblando al tren que la llevaría a México, señorita Winslow, rodeada de curas y hombres jóvenes y comerciantes en fuga primero, capturados después, arrebatados por estas historias confusas de una revolución ajena, señorita Winslow?

—¿Vio usted cómo tomaron a los jóvenes que querían ir a Veracruz y en cambio los mandaron en el tren de Chihuahua, señorita Winslow?

—¿Le dijeron que ellos querían ir a combatir a los yanquis en Veracruz pero en cambio Huerta los mandó en la leva a combatir a Villa en el norte, señorita Winslow?

—¿Entendió usted algo de lo que pasaba en el patio trasero, señorita Winslow?

Un tapete de flores de cornejo. Un gemido hondo y negro. Y ahora sólo le quedaba su cabeza para pensar en todo esto porque le quedaba su boca para pegarla a la de la niña enferma y succionarla, besarla, sacarle y darle el aire, recibir y escupir la flema atorada de la niña, decirse no importa, yo estoy vacunada, la niña no, escupir la gruesa flema negra y azul como el cuerpecito de la niña, pensar en su llegada a México para no pensar en lo que estaba haciendo y la niña lloró fuerte y alto, como si hubiera vuelto a nacer. La Garduña le besó las manos a miss Harriet:

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