Gringo viejo (6 page)

Read Gringo viejo Online

Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Drama,Relato,Historico

—Todo el mundo se ha vuelto peligroso —dijo Delaney cuando leyó los encabezados constantes sobre las nubes de guerra en Europa.

—¿Por qué sigues aquí conmigo? —le dijo su madre con una sonrisa dulcemente maliciosa—. Ya cumpliste treinta y un años. ¿No te aburres?

Besaba entonces la mejilla de su hija, obligándola a inclinarse hasta tocar la piel abandonada de la madre. Y capturada así en el abrazo filial, ella tenía que oír la queja de la madre, sí, podría imaginar el dolor de una muchacha joven que pudo crecer rica en Nueva York y en cambio tuvo que quedarse esperando, igual que su madre; esperando noticias que nunca llegan, toda la vida, ¿habremos heredado algo?, ¿habrá muerto papá en Cuba?, ¿vendrá algún muchacho a invitarme?, no, no era fácil, porque ellas no aceptarían caridades, ¿verdad, hijita?, y los muchachos no vendrían a visitar a la hija sin peculio de la viuda de un capitán del ejército de los Estados Unidos, obligada a dejar Nueva York y cursar estudios normalistas en Washington, D. C., para estar cerca de ¡Dios sabe qué!, el fondo de pensiones del ejército, la memoria del padre que estuvo estacionado aquí todos esos años, el cementerio de Arlington donde debió ser enterrado con todos los honores, pero nadie sabía dónde estaba, dónde cayó en la campaña de Cuba.

Sitiada por Washington en el verano, cuando bastaría dejar de vigilar un segundo a la vegetación para que la selva lo invadiese todo, y se tragase a la ciudad capital entera con un crecimiento lujoso de plantas tropicales, enredaderas y magnolias podridas.

—La respuesta humana a la selva tropical de Washington ha sido construir un panteón grecorromano.

Alargó la mano y tomó la de su madre cuando decidió marcharse, y su madre murmuró, una señorita cultivada, pero terca como una mula y poco realista; a pesar de todo —suspiró—, ojalá que prevalezca la felicidad, a pesar de todo —repitió—: a pesar de nuestras diferencias de opinión.

—No me estás escuchando, mamá.

—Cómo no, hija. Lo sé todo. Toma. Llegó esta carta para ti.

Era un sobre enviado desde México. Decía claramente
Miss Harriet Winslow, 2400 Fourteenth Street, Washington, D. C., Estados Unidos del Norte
.

—¿Por qué la abriste, mamá? ¿Quién…?

No quiso terminar, no quiso discutir. Decidió aceptar la oferta de la familia Miranda antes de que pasara nada, antes de que su madre se muriera, o su padre regresara, o Delaney fuese juzgado por delito de fraude federal, lo jura, se lo jura a sí misma. Ella estaba decidida a ir a México porque sentía que ya le había enseñado a los niños norteamericanos todo lo que podía. Leyó ese anuncio en el Star y pensó que en México podía enseñarles lo que sabía a los niños mexicanos. Ese era el desafío que necesitaba, dijo poniéndose un día su sombrero de paja laqueada con listones negros. Su conocimiento del español fue el homenaje mínimo de la maestra normalista al padre caído en Cuba. Le serviría para enseñarles inglés a los niños de la familia Miranda en una hacienda de Chihuahua.

—No vayas, Harriet. No me abandones ahora.

—Lo decidí desde antes de saber esto —le dijo a su novio el señor Delaney.

—¿Por qué dejamos Nueva York? —le decía de niña a su madre cuando ella le recordaba que allí tenía sus raíces la familia, junto al Hudson, y no aquí, junto al Potomac.

Entonces ella reta y le decía que ellos no dejaron Nueva York; Nueva York los dejó a ellos. Cuántas cosas quedaron sin respuesta cuando su padre se fue a Cuba y ella tenía dieciséis años y él nunca regresó.

Ella se sentó todas las mañanas frente a un espejo en su pequeña alcoba de la Calle Catorce y llegó un día en el que admitió que su rostro estaba contando una historia que a ella no le agradaba.

Sólo tenía treinta y un años, pero su rostro en el espejo mientras lo dibujaba suavemente con un dedo sobre el cristal, antes de tocarse con el mismo dedo la sien helada, parecía no más viejo sino más vacío, menos legible que diez, o incluso dos años, antes: como la página de un libro que palidece cuando sus palabras lo abandonan.

Era una mujer que soñaba mucho. Si su alma era distinta de sus sueños, aceptaría que ambas poseían una cualidad instantánea. Como un sueño, así se revelaba su alma, en relámpagos. No es así, argumentaba consigo misma en sus sueños, las lecciones de su religión colándosele hasta el centro más profundo del sueño, no es así, se castigaba a sí misma por pensar lo contrario, tu alma no es algo que pertenezca al instante, pertenece a Dios y es eterna.

Despertaría pensando en lo que pudo decir pero no dijo, en dos errores y las lagunas espectrales de sus palabras y de sus actos vigilantes, que la perseguían toda la noche.

Este era el reino de la sombra, pero la luz era una tortura peor para ella. En la oscuridad del sueño, ella se hundía en el tórrido verano de las marejadas atlánticas, como se hundía en el calor de su propio cuerpo dormido. Eran suyas la misma humedad de las márgenes del Potomac y la vegetación mojada y lánguida, sólo en apariencia domesticada dentro de la ciudad de Washington, que en realidad invadía hasta el último rincón de los jardines perdidos, los estanques, los umbríos patios traseros cobijados por techos de verde humedad, alfombrados con los capullos muertos del cornejo blanco y el olor agridulce de los negros que se dejaban vivir a lo largo de la canícula con una difusión de días de cuerpos sudorosos y rostros polveados con desgano.

A medio camino entre Washington y México, iba a imaginar que había verano en Washington pero había luz en México. En su mente suspendida entre la memoria y la previsión, ambas iluminaciones desnudaban el espacio circundante. El sol mexicano dejaría un paisaje desnudo bajo la lumbre. El sol del Potomac se convertiría en una neblina luminosa capaz de devorar los contornos de los interiores, las salas, las alcobas, los espacios húmedos y huecos de los sótanos apestosos donde las gatas se refugiaban para parir sus ventregadas y la presencia desgastada de alfombras, muebles y ropajes viejos que lograban permanecer en Washington mientras la gente llegaba o partía con sus baúles, se reunían como fantasmas latentes y sin llama en medio de un denso aroma de musgo y naftalina.

Se preguntaba a veces: —¿Cuándo fui más feliz?

Conocía la respuesta: cuando su adorado padre se fue y ella se sintió responsable; ahora ella era responsable. Pasó su infancia perseguida por una brillante luz amarilla que observaba, viajando lentamente de piso en piso, en una mansión recientemente construida, pero ya en decadencia, en la Calle Dieciséis. Se escondió detrás de unos perseverantes arbustos estivales en una colina que descendía abruptamente de una cancha de tenis abandonada a un césped de magnolias muertas, y miró fijamente la luz que iba y venía muy lentamente, derritiendo lo que debió ser el suave interior, la entraña de mantequilla de una fachada de piedra elaborada, cortada y ensamblada fantasiosamente para parecerse a una mansión del Segundo Imperio, pomposa y lienta.

¿Quién conducía esa lámpara? ¿Por qué sentía que la luz fa llamaba a ella? ¿Quién vivía allí? Nunca vio un rostro.

Ahora miró fijamente la luz en el centro de la mesa favorita de su madre, una mesa con tapa de mármol que su padre usaba para el papeleo nocturno de las cuentas y que la familia empleaba también para comer y que ahora su madre sólo dedicaba a este último menester. Miró la luz doméstica y adivinó que había invertido toda la imaginación temblorosa y todo el deseo apasionado de la luz recordada en esa húmeda mansión del verano, en este simple artefacto casero, esta necesidad, esta lámpara de gas con pantallas verdes.

Alargó la mano y tomó la de su madre para anunciarle que ya se iba. Su madre lo sabía ya. Hasta había abierto la carta de los señores Miranda, sin pedirle permiso primero o excusas ahora.

Miss Harriet Winslow, 2400 Fourteenth Street…

—Una señorita cultivada, pero terca y fantasiosa…

No importaba; ella tampoco escuchaba más a su madre.

No se daba cuenta, pero la promesa de felicidad y juventud de la hija sólo era evidente en la cara de la pobre madre. La luz obraba esta transferencia, este regalo de la hija. Una luz. Quizás la misma que ella había perseguido como un espectro en la mansión decadente: esa misma luz habría llegado hasta aquí, a su pequeño apartamento, a cumplir el deseo de la señorita Winslow: que mi madre refleje la brillante luz de mi infancia, que la hija deje de reflejar la sombra entristecida de la madre.

Soñó: la luz se detuvo al pie de la escalera de servicio, junto al sótano que era el último y más sombrío laberinto del cascarón inservible, de la fachada amedrentada y efímera del lujo y del deber washingtonianos, la blancura de panteón de la ciudad, sus pozos negros, y el olor se volvió más fuerte; ella reconoció primero la mitad de ese olor, el olor de colchones viejos y alfombras mojadas; en seguida también la otra mitad, el olor de la pareja acostada allí, el olor agridulce del amor y de la sangre, las axilas húmedas y los temblores púbicos mientras su padre poseía a la negra solitaria que vivía allí, quizás al servicio de unos amos ausentes, quizás ella misma la señora repudiada de esta casa.

—Capitán Winslow, estoy muy sola y usted puede tomarme cuando guste.

El señor Delaney, que fue su novio durante ocho años, olía a lavandería cuando le robaba un beso, mientras se paseaban en las noches de verano, y más tarde, cuando todo concluyó, ella lo vio viejo y usado sin su cuello Arrow almidonado, y él le dijo: Bueno, qué pueden ser las mujeres sino putas o vírgenes.

—¿No te alegras de que te haya escogido como mi chica ideal, Harriet?

 

VIII

Al amanecer, el general Arroyo le dijo al gringo viejo que iban a salir a limpiar el terreno de lo que quedaba de la resistencia federal en la región. Grupos del viejo ejército trataban de hacerse fuertes en las cuestas de la Sierra Madre con la esperanza de tirarles emboscadamente y de inmovilizarlos largo tiempo por aquí, cuando el grueso de la División ya anda muy al sur, ya tomó las ciudades de la Laguna y nosotros tenemos que seguir adelante, al encuentro de Villa, dijo con tono opaco y terco el general, pero antes tenemos que limpiar el terreno aquí…

Entonces ¿aún no iban a unirse a Villa?, dijo con inquietud el viejo. No, contestó Arroyo, todos vamos a juntarnos a donde decida el general Villa para luego caer juntos sobre Zacatecas y México. Ese es el premio de esta campaña. Tenemos que llegar allí antes que la gente de Obregón y Carranza. Pancho Villa dice que esto es importante para la revolución. Nosotros somos gente del pueblo; los otros son perfumados. Villa cabalga hacia adelante; nosotros limpiamos la retaguardia para que no nos sorprendan por detrás, dijo Arroyo, ahora sonriendo.

—Somos lo que se llama una brigada flotante. No es la posición más gloriosa…

El viejo no vio motivo para sonreír. El tiempo había llegado y Pancho Villa andaba lejos. Dijo que estaría listo en cinco minutos y fue al final del carro de ferrocarril, donde la mujer con cara de luna dormía sobre el piso. Le había dejado la cama a la señorita Winslow. La mexicana despertó al entrar el viejo. Él le pidió silencio con un gesto. La mujer no se alarmó; cerró de vuelta los ojos. El viejo se quedó mirando un rato el rostro durmiente de la hermosa mujer, le acarició la cabellera castaña y luminosa, le tapó con el sarape el seno descubierto, pequeño y redondo y suavemente le rozó la mejilla cálida con los labios. Quizás la mujer con la cara de luna entendía la ternura (deseó el gringo viejo).

El sueño es nuestro mito personal, se dijo el gringo viejo cuando besó a Harriet dormida y pidió que ese sueño se prolongara más que la guerra, venciera a la propia guerra para que al regresar de ella, vivo o muerto, ella lo recibiera en este sueño ininterrumpido que él, a fuerza de desear y de inducir con el deseo, llegó a ver y comprender en los escasos minutos que dura un sueño que, más tarde, la memoria o el olvido restaurarán como un argumento largo, poblado de detalles, de arquitecturas y de incidentes. Quería invitarla, quizás, a su propio sueño; pero éste era un sueño de la muerte que no podía compartir con nadie: en cambio, mientras vivieran ambos, por más separados que estuviesen, podían penetrar sus sueños respectivos, compartirlos; hizo un esfuerzo gigantesco, como si éste pudiese ser el último acto de su vida, y en un instante soñó con los ojos abiertos y los labios apretados el sueño entero de Harriet, todo, el padre ausente, la madre prisionera de las sombras, el paso de la luz estable sobre una mesa a la luz fugitiva dentro de una casa abandonada.

—Estoy muy sola.

—Puede usted tomarme cuando guste.

—¿…te viste en el espejo…?

—¿Viste cómo se miraron ayer en los espejos? —dijo Arroyo cuando se subió a su caballo negro, junto al gringo montado en su yegua blanca. El viejo lo miró bajo sus cejas blancas. El viejo Stetson arrugado no bastaba para ocultar su mirada azul hielo. Asintió.

—Nunca se habían visto en un espejo de cuerpo entero. No sabían que sus cuerpos eran algo más que un pedazo de su imaginación o un reflejo roto en un río. Ahora ya saben.

—¿Por eso no fue quemado el salón de baile?

—Tienes razón, gringo. Por eso mismo. 

—¿Por qué fue destruido todo lo demás?, ¿qué ganó usted con ello?

—Mira esos campos, general indiano —dijo Arroyo con un movimiento rápido y cansado del brazo, que le arrojó el sombrero sobre la espalda—. Casi nada crece aquí. Menos el recuerdo y el rencor.

—¿Cree usted que el resentimiento es lo mismo que la justicia, general? —sonrió el viejo.

Arroyo nada más le contestó:

—Ya vamos llegando a las cuestas de la sierra.

Entonces era aquí. El viejo miró a lo alto de las montañas dentadas de basalto amarillo. Las vertientes de la sierra eran como viejas bestias cansadas surgidas del vientre de una montaña infinitamente indiferente y generadora de sí. Pero el viejo se obligó a pensar que los federales escondidos allá arriba no estaban nada cansados. Tenía que estar alerta, igual que cuando los Voluntarios de Indiana ayudaron a Sherman a, liquidar lo que quedaba del ejército rebelde de Johnston después de la caída de Fayeteville. Una terrible ausencia, casi un olvido, resucitó en ese instante en la cabeza del gringo viejo: entonces, de joven, había deseado encontrarse del lado azul, con la Unión, contra el lado gris, los rebeldes, sólo porque había soñado que su padre militaba con la Confederación contra Lincoln. Quería lo que soñó: el drama revolucionario del hijo contra el padre.

Other books

Unraveling You 02 Raveling You by Jessica Sorensen
Power Play by Sophia Henry
Category Five by Philip Donlay
Pharon's Demon by Anne Marsh
Warriors of Camlann by N. M. Browne
Chapter one by jaden Nakaning