Gringo viejo (2 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Drama,Relato,Historico

—¿Nunca piensan ustedes que toda esta tierra fue nuestra? Ah, nuestro rencor y nuestra memoria van juntos.

Inocencio Mansalvo miró duro a su coronel Frutos García y se puso el sombrero tejano cubierto de tierra. Se fue hacia su caballo regando tierra desde la cabeza y luego todo se precipitó, acciones, órdenes, movimientos: una sola escena, cada vez más lejana, más apagada, hasta que ya no fue posible ver al grupo del coronel Frutos García y el niño Pedro, la carcajeante Garduña y el rendido Inocencio Mansalvo; los soldados y el cadáver del gringo viejo, envuelto en una frazada y amarrado, tieso, a un trineo del desierto: una camilla de ocote y cuerdas de cuero arrastrada por dos caballos ciegos.

—Ah —sonrió el coronel—, ser un gringo en México. Eso es mejor que suicidarse. Eso decía el gringo viejo.

III

Apenas cruzó el Río Grande, escuchó el estallido y volteó a mirar el puente en llamas.

Había descendido del tren en El Paso con su maletín negro plegadizo, lo que entonces se llamaba una maleta
"Gladstone"
, vestido todo él de negro salvo los blancos blasones de sus puños y su pechera. Se dijo que en este viaje no iba a necesitar demasiado equipaje. Caminó unas cuantas cuadras por la ciudad fronteriza; la había imaginado más triste y desganada y vieja de lo que realmente era, enferma también de la revolución, de la cólera del otro lado. Era una ciudad, en cambio, de automóviles nuevecitos, tiendas de
cinco-y-diez
y gente joven, tan joven que ni siquiera había nacido en el siglo XIX. Buscó en vano su idea de la frontera americana. No era fácil comprar un caballo sin esquivar preguntas inoportunas sobre el destino del jinete.

Podía cruzar la frontera y comprarlo en México. Pero el viejo quería hacerse difícil la vida. Además, se le había metido en la cabeza que necesitaba un caballo americano. En caso de que le abrieran la maleta en la aduana, sólo encontrarían unos sándwiches de tocino, una navaja de rasurar, un cepillo de dientes, un par de libros suyos y un ejemplar del Quijote; una camisa limpia y una pistola Colt escondida entre sus cachorones. No quería dar razones para viajar tan ligera aunque tan precisamente.

—Me propongo ser un cadáver bien parecido.

—¿Los libros, señor?

—Son míos.

—Nadie insinuó que se los hubiera robado.

El viejo se resignaría, sin entrar en mayores explicaciones.

—Nunca he podido leer el Quijote en mi vida. Quisiera hacerlo antes de morir. Yo ya dejé de escribir para siempre.

Se imaginó todo esto y al que le vendió el caballo le dijo que iba a buscar tierras para fraccionar, al norte de la ciudad; un caballo seguía siendo más útil en la salvia que una de esas máquinas infernales. El vendedor le dijo que así era y ojalá todo mundo pensara como él, pues nadie compraba caballos ahora, sino los agentes de los rebeldes mexicanos. Por eso era un poquito alto el precio, considerando que había una revolución del otro lado de la frontera, y las revoluciones son buenas para los negocios.

—Así que todavía se puede dar buen uso a un buen caballo —dijo el viejo y salió montado sobre una yegua blanca que sería visible de noche y le dificultaría la vida a su dueño cuando su dueño quisiera tener la vida difícil. Ahora tenía que mantener su sentido de orientación, pues si la frontera estaba dibujada ancha y clara en el río que divide a El Paso y Ciudad Juárez, más allá de la población mexicana no había más delimitación que la distancia donde se unen el cielo y el llano sucio y seco. La línea del encuentro se alejó a medida que el viejo avanzó, con sus piernas largas colgando bajo el vientre de la yegua y el maletín negro anidado en el regazo. Unos veinte kilómetros al oeste de El Paso vadeó el río en su parte más estrecha, la atención de todos distraída por el estallido en el puente. En la mirada clara del viejo se reunieron en ese instante las ciudades de oro, las expediciones que nunca regresaron, los frailes perdidos, las tribus errantes y moribundas de indios tobosos y laguneros sobrevivientes de las epidemias europeas que huyeron de las poblaciones españolas para tomar el caballo y el arco y luego el fusil, en un movimiento perpetuo de fundaciones y disoluciones, bonanzas y depresiones en los reales de minas, genocidios tan gigantescos como la tierra y tan olvidados como el rencor acumulado de sus hombres.

Rebelión y represión, plaga y hambre: el viejo supo que entraba a las inquietas tierras de Chihuahua y el Río Grande, dejando atrás el refugio de El Paso fundado con ciento treinta colonos y siete mil cabezas de ganado. Abandonaba el refugio consagrado de los fugitivos de norte y sur: un abrigo ralo, precario sobre la tierra dura de los desiertos: una calle central, un hotel y una pianola, fuentes de sodas y Fords con hipo y la respuesta del norte invasor a los espejismos del desierto: un puente colgante de fierro, una estación de ferrocarril, una bruma azul importada de Chicago y Filadelfia.

Él mismo era ahora un fugitivo voluntario, tan fugitivo como los antiguos sobrevivientes de asaltos de conchos y apaches revertidos al nomadismo cruel de la necesidad, la enfermedad, la injusticia y el desengaño: todo esto escribió en su cabeza el gringo viejo al cruzar la frontera entre México y los Estados Unidos. Con razón todos se cansaron de tanto huir y se quedaron enredados en las espinas de las haciendas durante más de cien años.

Pero acaso él traía otro temor y lo dijo al cruzar la frontera:

—Temo que la verdadera frontera la trae cada uno adentro.

El puente estalló a lo lejos y él se dirigió a la derecha y al sur, y sintió que iba bien orientado (ya estaba en México y eso le bastaba) cuando al atardecer olió las tortillas calientes y los frijoles refritos.

Se acercó al caserío de adobe gris y preguntó, en su español acentuado, si podrían darle una comida y una manta para dormir. La pareja gorda de la casa humeante dijo sí, ésta es su casa, señor.

Conocía la frase ritual de la cortesía mexicana y sospechaba que después de ofrecer la casa, el anfitrión se sentiría libre de someter al huésped a toda clase de vejaciones y caprichos, sobre todo los de la sospecha celosa. Pero frenó su deseo de provocar; todavía no, se dijo, todavía no. Esa noche, mientras dormitaba, vestido de negro, sobre el petate, escuchando la pesada respiración de sus anfitriones, oliendo los espesos olores de la pareja y de sus perros, diferentes de él porque comían distinto y pensaban y amaban y temían distinto, le gustó la idea de que le ofrecieran una casa. Qué había perdido sino eso, en cuatro golpes sucesivos e irremediables y al cabo no tenía otra razón, admitió en contra de su propio guiño adormecido pero malicioso, para trotar ahora hacia el sur, la única frontera que le iba quedando después de agotar en sus setenta y un años de vida los otros tres costados del continente norteamericano y hasta la frontera negra que los confederados quisieron abrirles en el '61. Ahora sólo le quedaba el sur abierto, la única puerta para salir al encuentro de un quinto golpe ciego y asesino de la suerte.

Amaneció en el filo de la montaña.

—¿Por aquí se va a Chihuahua? —le preguntó al casero gordo.

El mexicano asintió y preguntó a su vez con una mirada recelosa hacia la puerta cerrada de la casa:

—¿Y a usted qué lo lleva a Chihuahua, míster?

Añadió una e ligera y final a la palabra, haciéndola sonar como
místere
, y el viejo pensó que la ventaja inicial que un gringo siempre tenía sobre un mexicano era la de ser un misterio, algo que no se sabía cómo tomar: amigo o enemigo. Aunque generalmente no les daban el beneficio de esta duda.

El casero seguía hablando:

—La lucha está dura por allí; ése es el territorio de Pancho Villa.

La mirada fue más elocuente que las palabras. El viejo le dio las gracias y siguió su camino. Atrás, oyó al casero abrir la puerta y regañar a la mujer que sólo entonces se atrevió a mostrar las narices. Pero el gringo quiso imaginar unos ojos de melancolía negra: el viaje es doloroso para la que se queda, y más bello de lo que jamás será para el viajante. El gringo viejo quiso rechazar la reconfortante noción de que su presencia en casa ajena todavía podía provocar celos.

Las montañas se levantaban como puños morenos y gastados y el viejo pensó que el cuerpo de México era un gigantesco cadáver con huesos de plata, ojos de oro, carne de piedra y un par de cojones duros de cobre. Las montañas eran los puños. Iba a abrirlos, uno tras otro, en espera de que tarde o temprano encontraría, como hormigas apresuradas sobre una palma de hondos surcos, lo que buscaba.

Esa noche, amarró su caballo a un gigantesco cacto y se hundió en un sueño hambriento, dando gracias por su ropa interior de lana. Soñó con lo que vio antes de dormirse: las nacientes estrellas azules y las amarillas, moribundas; trató de olvidar a sus hijos muertos, preguntándose cuáles estrellas estaban apagadas ya, su luz nada más que su propia ilusión: una herencia de las estrellas muertas para las miradas humanas que continuarían alabándolas siglos después de su desaparición en una antigua catástrofe de polvo y llamas.

Soñó que cruzaba un puente en llamas. Despertó. No soñó. Lo había visto la mañana cuando entró a México. Pero sus ojos despiertos miraron a las estrellas y el viejo se dijo: "Mis ojos brillan más que cualquier estrella. Nadie me verá decrépito. Siempre seré joven porque hoy me atrevo a volver a ser joven. Siempre seré recordado como fui."

Ojos de azul profundo, azul acero, bajo cejas moteadas, casi rubias. No eran la mejor defensa contra el sol enojado y el viento crudo que al día siguiente lo llevaron al corazón del desierto mientras mordisqueaba un sándwich seco y se acomodaba un Stetson negro informe, de alas anchas, sobre la mata de pelo plateado. Se sintió como un gigantesco monstruo albino en un mundo reservado por el sol para su pueblo amado, oscuramente protegido y cercano a la sombra. Cesó el viento y quedó el sol. En la tarde, se le estaría pelando la piel. Se encontraba en el desierto mexicano, hermano del Sahara y del Gobi, continuación del Arizona y el Yuma, espejos del cinturón de esplendores estériles que ciñe al globo como para recordarle que las arenas frías, los cielos ardientes y la belleza yerma, esperan alertas y pacientes para volver a apoderarse de la Tierra desde su vientre mismo: el desierto.

—El gringo viejo vino a México a morirse.

Y sin embargo, montado en la yegua blanca y avanzando sin prisa, sintió que su voluntad de extinción era una burla. Miró cuanto le rodeaba. La lechuguilla se levantaba nerviosa como alambre y afilada como punta de espada. En toda la rama del ocotillo, las espinas protegían la belleza intocable de una flor salvajemente roja. El sauce del desierto concentraba en una sola flor morada y pálida toda la dulzura de su perfume nauseabundo. La choya crecía caprichosa y grande, escudando sus flores amarillas. Si el gringo iba en busca de Villa y la revolución, el desierto era ya un simulacro de la guerra, con sus yucas de bayoneta española, sus aguerridas plumas de apache, y las agresivas espinas, como ganchos, del palo verde. La avanzada del desierto eran las jaurías de la planta rodadora, manadas vegetales hermanas del lobo nocturno y de sus compañeros.

Volaron en círculo los zopilotes y el viejo levantó la cabeza. Bajó la mirada, alerta: los alacranes y las culebras del desierto sólo pican a los extranjeros. Nunca conocen al que viaja. Subió y bajó la cabeza, atarantado: las palomas tristes pasaron como flechas, con su gemido luctuoso, y los halcones peregrinos lo desorientaron. En el aire más alto los pájaros dejaban un ruido de pasto ondulante y quebrado.

Cerró los ojos pero no aceleró el paso.

Entonces el desierto le decía que la muerte es sólo una fatiga de las leyes de la naturaleza: la vida es la regla del juego, no su excepción, y hasta el desierto que parecía muerto escondía toda una minuciosa vida que prolongaba, originaba o remedaba las leyes de la existencia humana. El no podía sustraerse, aunque fuese otra su voluntad, al imperio vital del yermo al que había llegado por si mismo, sin que alguien se lo ordenara: gringo viejo, lárgate al desierto.

La arena acude al mezquital. El horizonte se mueve y sube hasta los ojos. Las sombras implacables de las nubes visten a la tierra con velos de lunares. La tierra huele fuerte. El arco iris se desparrama como un espejo de sí mismo. Las matas de la bistorta se incendian en ramilletes amarillos. Sopla el viento álcali.

El gringo viejo tose, se cubre la cara con la bufanda negra. La respiración se le va como las aguas se retiraron un día de la tierra, creando el desierto. Las gotas de su respiración son como la sed del taray que crece junto a los ríos escasos, atesorando lujosamente la humedad.

Tiene que detenerse, ahogado por el asma, descender con pena de la yegua, asfixiándose, y hundir piadosamente el rostro en el lomo de su montadura. Pero a pesar de todo dice:

—Mi destino es mío.

IV

Inocencio Mansalvo dijo desde que lo vio llegar al campamento: —Ese hombre vino aquí a morirse.

Como Pedro era un muchachito de apenas once años y muy lejos todavía de tutearse con el valiente Inocencio oriundo de Torreón Coahuila, no entendió muy bien qué cosa quiso decir. Pero ya desde entonces lo respetaba mucho. Si el Mansalvo ese era un león en el combate, era más fiero adivinando la suerte de la gente. Y eso que el gringo viejo le resultó más valiente que nadie en las batallas que peleó aquí en Chihuahua. Quizás Mansalvo le adivinó una valentía suicida desde que lo vio entrar y por ello dijo lo que dijo.

—Ese gringo viene montando su caballo como si ya fuera a entrarle a los trancazos aquí mismo, como si viniera a echarnos bravatas aunque luego todos le cáigamos encima y lo hagamos picadillo.

—Se ve que es hombre de honor; monta sin intenciones traperas —dijo el coronelito Frutos García, cuyo padre era español—. Luego luego se ve.

—Les digo que viene a morirse —insistió Inocencio. 

—Pero con honor —repitió el coronelito.

—Yo no sé si con honor, toda vez que es gringo. Pero a morirse sí —dijo otra vez Mansalvo—. ¿Qué puede esperar un gringo aquí entre nosotros sino eso, la muerte?

—¿Por qué ha de morirse a fuerzas?

A Inocencio le brillaron tanto los dientes que hasta los ojos se le pusieron verdecitos. —Nomás porque cruzó la frontera. ¿No es ésa razón de sobra?

—No, qué va —se rió la Garduña, una horrenda puta de Durango que vino a unirse a la tropa siendo la única profesional entre las soldaderas decentes que seguían a las fuerzas de mi general Arroyo—: —ése lo que viene es rezando. Ha de ser hombre santo.

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