Gringo viejo (12 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Drama,Relato,Historico

—¡Dios la bendiga, señorita!

—¡Es un milagro! —dijo la mujer con cara de luna.

—No, no —negó Harriet—, sólo fue algo necesario; no fue un milagro, pero seguramente estaba predestinado. Quizá sólo para esto vine a México. Ahora denle agua con sal y agua con azúcar. La niña va a vivir.

La niña va a vivir porque la tomé de los pies y le azoté las nalgas. La niña va a vivir porque gracias a mis golpes la flema le salió de la garganta. La niña dijo llorando que ya no le pegara, que ya no. Yo sentí un gusto enorme en azotarla. La salvé con cólera. Yo no tuve hijos. Pero a esta niña yo la salvé. Me cuesta descubrir el amor en lo que no me es familiar. Lo concibo y lo protejo como un gran misterio.

Esto le dijo Harriet Winslow una noche al general Tomás Arroyo.

—Yo no tendré hijos.

XIII

Las mujeres se cubrieron las caras cuando las columnas cansadas entraron arrastrándose al campamento al amanecer.

Recordó Pedrito que las mujeres reían en silencio viéndolos regresar y sólo las muchachas más jóvenes mostraban sus caras redondas, coloradas como manzanas en el frío amanecer del desierto.

—Están enamoradas —le dijo el coronel Frutos García a él que no entendía bien qué cosa era eso del amor; contaban a sus hombres para ver cuántos habían regresado, quiénes se habían perdido.

—Mi pobre padre perdido en Cuba.

—Mi pobre hijo muerto en Veracruz.

Pero había hombres nuevos, inseguros del terreno que pisaban. Eran los prisioneros que ahora se habían pasado a las fuerzas de Villa, contentos de llegar a una población y de hacerse de nuevos amigos. La Garduña, viva de nuevo, arreglándose su manojo de rosas secas en el pecho, estaba allí para darles la bienvenida, decir que la vida está viva y que igual que ella, ellos que nunca habían salido de sus pueblos ahora iban de un lugar a otro, concebían un hijo en Durango y lo parían en Juárez y lo perdían en Chihuahua: desde siempre aislados en los pueblos perdidos, en las rancherías del desierto, en los caseríos de las montañas, y ahora todos se conocían y hasta viajaban en tren: "!Viva la revolución y mi general Tomás Arroyo!"

El gringo viejo vio todas esas caras que los recibían y sintió una punzada de reconocimiento más hondo que en el salón de baile. Una canción era cantada alrededor de las fogatas,
vino el remolino y se nos alevantó
.

—No sé si el gringo y la señorita Harriet se dieron cuenta de que la revolución era ese remolino que arrancó a los hombres y a las mujeres de sus raíces y los mandó volando lejos de su polvo quieto y de sus viejos cementerios y sus pueblecitos recoletos —dijo el coronel Frutos García mirando hacia las aguas veloces y turbias del Río Bravo del Norte.

—Sí, seguro que sí —le contestó Inocencio—. Tenían que recordar que los americanos siempre se movieron pal oeste y los mexicanos nunca nos habíamos movido hasta ahora.

Lo pescaron robando el oro de un tren descarrilado en Charco Blanco y lo colgaron allí mismo con todo y su viborilla llena de las monedas que se avanzó.

—No lo hurguen —dijo el coronel Frutos García que lo ajustició—. Fue un hombre valiente. Tiene derecho a llevarse su dinero.

—Lo siento, Inocencio, ya no te vas a mover nunca más.

En su propia vida, le iba a decir a miss Winslow el gringo viejo, vio a una nación entera moverse de Nueva York a Ohio a los campos de batalla de Georgia y las Carolinas y luego a California, donde terminó el continente y a veces hasta el destino. Los mexicanos nunca se habían movido, salvo como reos o esclavos. Ahora se movían para pelear y amar. La Garduña levantó los dos brazos para hacerse notar de un federal de bigotes tupidos que le cayó en gracia.

El gringo viejo encontró a miss Harriet acomodando con pasadores sus altas trenzas castañas frente al espejo en el vagón y se detuvo ante la imagen, fascinado por la cercanía de la carne fragante, afeitada, suave, y la risa cantarina de la mujer:

—No me mires así. Es que entre todas las mujeres me dieron un baño con vasijas de barro. No había logrado bañarme desde que llegué aquí. Y ya sabes que después de la santidad, no hay virtud como…

—Claro —murmuró el viejo. Las dos miradas se encontraron en el espejo y el viejo continuó—: Pensé mucho en ti anoche. Estuviste muy vívida en mis pensamientos. Creo que hasta soñé contigo. Me sentí tan cerca de ti como un…

—¿Como un padre? —esta vez lo interrumpió ella, compensándose—. ¿Así de cerca? —dijo sin ninguna clase de emoción.

Pero en seguida bajó la mirada.

—Me da gusto que hayas vuelto.

Se escucharon varias explosiones seguidas, quién sabe cuántas porque las explosiones desvirtúan las cuentas del tiempo y pulverizan los segundos y miss Harriet se prendió a su peine como un náufrago a su barca. Nada le parecía más ridículo que dejar caer las cosas: un peine. Dejó caer su peinado sobre sus hombros y tomó la mano del gringo.

—Dios mío, ¡han regresado!

—¿Quiénes?

—Los del otro bando. Es lo que temí. Han regresado y no distinguirán quién es quién.

—Y tú, miss Harriet, serás tomada por una soldadera gringa que vino a México buscando emociones fáciles.

La idea ridícula disipó el miedo de Harriet Winslow; tomó la mano del viejo y la apretó. Pensó en una muerte intermitente. El miró profundamente los ojos grises de la mujer.

—Te juro que acepté esta posición antes de que nada ocurriera, antes de que mi novio el señor Delaney fuese condenado por fraude federal o su historia saliese siquiera a la luz pública, te lo juro…

—No quiero saber nada de esto —dijo el viejo y apretó los labios contra la mejilla de Harriet.

—Es que tú me hablaste de Leland Stanford. Tú sabes que esas cosas ocurren todo el tiempo. Pero yo te juro que mi decisión estaba tomada desde antes. Yo decidí venir aquí, libremente, tú tienes que saberlo…

Miró más allá del viejo que la abrazaba y vio a Arroyo, de pie a la entrada del compartimiento, parcialmente oculto por las pesadas cortinas de seda azul que colgaban por todas partes en este carruaje real. Luego oyó un crujido quieto detrás de Arroyo y una mano femenina larga y suave lo tomó del brazo. Miss Harriet cerró la boca y vio fugazmente a la mujer con la cara de luna envuelta en un rebozo azul.

Continuaron las explosiones, creciendo en estrépito y frecuencia; ella se zafó del abrazo tierno del viejo y acabó de abotonarse la blusa: ¿qué sucede?, pero el miedo debe ser secreto.

—Quizás volvieron los federales —dijo el viejo, sin temor de hacer público el temor—. Entonces que el diablo se compadezca de nosotros.

—No —dijo la pequeña mujer con rostro de luna y manos largas y suaves, entrando desde el compartimiento del general—. Sólo son cohetes.

Era el día de la santa patrona de este pueblo, dijo la mujer, un gran día de fiesta para toda la comarca, ya verían, y los guió del carro estacionado al aire lleno de pólvora disparada por los mismos hombres que el día anterior disparaban Winchester contrabandeados desde Tejas. El aire era el ácido hogar de la pólvora y el incienso unidos y un grupo de niños enmascarados rodearon a miss Harriet y saltaron imitando a los viejitos. El gringo viejo se detuvo y miró hacia el vagón de ferrocarril.

Arroyo estaba de pie en la plataforma, su torso desnudo, un largo cigarro negro entre los dientes, rodeado de humo, mirando al viejo, mirando a Harriet Winslow, mirándolos a ellos. Los danzantes indios del norte bailaban monótonamente enfrente de la capilla, sus tobillos enlazados con cascabeles, y el viejo siguió a Harriet hasta el casco arruinado de la hacienda, a lo largo de los portales devastados donde las mujeres de la aldea, con una mezcla de pena y de gracia, se estaban probando los vestidos viejos que ella les autorizó a remendar: la mejor oportunidad era siempre la fiesta, y asimismo Harriet quería mostrarle al gringo lo que había hecho, vencer al sueño, vencer al pasado, organizar el futuro: salvar una vida, pero esto no lo quería decir ella, que se enterara él solo.

Las perlas ya no estaban allí y ella sintió vergüenza y rabia, hundiendo el puño en el cofrecito vacío. Todo lo demás, lo soñado, lo preparado, lo ganado, se desvaneció amargamente (ahora ella se sienta sola y recuerda).

—La rapiña —dijo—, eso es lo único que quieren.

—No tengas miedo —dijo súbitamente el viejo.

—No tiene nada que temer —dijo Arroyo, que se estaba fajando las pesadas pistoleras a los lados del vientre desnudo y plano. Su única vestimenta eran las botas altas y los pantalones de gamuza.

—Perdóname, no me dio tiempo de vestirme. Me dio miedo que fueras a hacer algo atrabancado, señorita.

—Usted tiene su botín —contestó ella, orgullosa (recuerda), altanera (ahora se siente sola) y contenta de que él la hubiera oído—. Es lo único que quieren, ¿verdad? Lo demás es aire caliente.

Arroyo miró el cofre vacío. Miró al viejo. Tomó con fuerza la muñeca de Harriet; Harriet también miró al viejo, pidiendo auxilio, pero él supo que su tiempo con esta muchacha había llegado y se había ido, aunque ella todavía tuviera tiempo de anidarse en brazos de él y quererlo como mujer o como hija, no importaba, ya era demasiado tarde: vio la cara de Arroyo, el cuerpo de Arroyo, la mano de Arroyo y se dio por vencido. Su hijo y su hija.

—Jinete: ¿tomarías a una mujer lastimada o por lástima?

Arroyo le tomó la muñeca y ella quiso luchar contra él si el viejo no obedecía las primeras palabras de Arroyo y la protegía; pero el fantoche de su propio ridículo se interpuso entre ella y su resistencia. Arroyo sólo le hizo sentir que ella también era fuerte, que él la estaba llevando en contra de su voluntad, no pataleando y protestando, sino fuerte como él, fuerte en cualquier situación que él quisiera crear ahora: los condujo a Harriet y al gringo viejo fuera de la casa al día ardiente, nublado, seco y pardo, entre los hombres y mujeres arrodillados en el polvo frente a la capilla, agolpados frente a la capilla llena ya de gente: ella se sienta sola y recuerda que más que un regreso de los federales temió ahora estar de veras en una tierra fatalmente extraña, donde la única voluntad cierta era una terca determinación de no ser nunca sino el mismo viejo, miserable y caótico país; ella lo olió, ella lo sintió. Esto era México.

El viejo olió el miedo de Harriet e imaginó lo que su propio padre, el calvinista tormentoso, hubiera dicho al entrar a esta capilla:

—¡Oh el desperdicio, el horror de la prodigalidad, el gasto idólatra de los frutos del Señor en esta masa barroca de hoja dorada en cada rincón del altar, los muros esculpidos, los relieves dorados de higos y manzanas y querubes y trompetas, la diarrea del oro mexicano y español en medio de un desierto de polvo y puercos y espinas y pies descalzos y ropas rasgadas y sacrificios quemados!

El Cristo muerto estaba en su jaula de vidrio. El Rey de Reyes desnudo, cubierto apenas por su capa de terciopelo rojo. Continuaba sangrando después de muerto. El sacrificio no había roto la servidumbre de su vida, de su encarnación, de su horrible solicitud de salud en medio de la condena preordenada de su maldito cuerpo terreno que sólo debió estar pensando en su Padre: su padre en el aire, jinete del aire, trepado para siempre en un púlpito calvinista, su caballo de madera, su Clavileño de condenas y predestinaciones: la gringa salvó a la niña enferma de la Garduña: un milagro: una necesidad: el gringo viejo vio una complicidad fría y no declarada en los ojos de miss Harriet cuando los dos se reunieron en las religiones sin altar del norte, donde Jesús el redentor vivía liberado para siempre de la carne, de la escultura, de la pintura, un espíritu impalpable volando en aras de la música: un Dios de verdad que nunca podría sangrar, comer, fornicar, o evacuar, no como el Cristo mexicano.

Arroyo la atrajo a sí y señaló hacia el altar centelleante, autodevorador, excrementicio, donde la Virgen tampoco sangraba o fornicaba, la pura madre de Dios de pie en toda su gloria de esmalte drapeada en vendajes de oro y azul y coronada de perlas, ahora ella se sienta sola y recuerda esas perlas que ella misma salvó ayer apenas de la alcoba sombría de la castellana ausente y ofreció como una tentación y un monumento al ahorro y a la honradez en un cofre abierto.

—¿Quién pagó toda esta… esta… esta extravagancia? —fue todo lo que pudo decir para esconder la vergüenza que sentía, su acusación de robo; se condujo como la sobrina nieta del viejo Halston:

—Ahorraron el año entero, señorita, hasta pasaron hambres para no pasarse de su fiesta.

El fue criado aquí, el hijo del silencio y de la desgracia.

Una fiesta sin fin, una cosa proliferante que se alimentaba de sus propios excesos de color y fiebre y sacrificio. El gringo viejo no quiso leer presagios o significar fatalidades en la vida que lo rodeaba, apretujándolo y empujándolo lentamente adentro de la capilla, sintiendo el culebreo duro e inderrotable de la fe encarnada y del sacrificio y del desperdicio hacia el altar, separándole de ellos, el viejo separado de Arroyo y Harriet, el hombre y la mujer ahora juntos, ahora abrazados por un destino ciego que el gringo viejo podía entender en el rostro de Harriet pero no en el suyo. El rostro de Arroyo. El rostro del gringo viejo, diciéndole a Arroyo: "Tómala, toma a mi hija." En medio de los penitentes arrodillados, los inciensos espesos y los pechos de escapularios, rodó el peso de plata perforado y el niño Pedrito, en cuatro patas, se escabulló como un animalito, temeroso de perder su única riqueza.

XIV

El perro se fue rodando hasta el confín de la plazoleta. Pedrito oyó una pianola lejana, que el niño supo ubicar en la confusión de la fiesta. Tarareó esa música. ¿Quién no la conocía?


Sobre las olas
—le dijo al oído Tomás Arroyo a Harriet Winslow.


The Most Beautiful Night
—le dijo Harriet Winslow al oído a Tomás Arroyo, la pianola tocando desde un rincón exhausto e invisible de la hacienda, él y ella en el salón de baile salvado por el general al fuego y regalado, dijo ella, a la noche, a la luz de la noche.

Bailaron lentamente, reproducidos en los espejos como una esfera de navajas que corta por donde se la tome: 

—Mira. Soy yo.

—Mira. Eres tú.

—Mira. Somos.

Ellos abrazados en el ocaso de la fiesta: ella bailando con él muy lentamente el vals pero bailando también con su padre,
bailo con mi padre que regresó condecorado de Cuba
, ascendido en Cuba, salvado por Cuba, salvador de Cuba:

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